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París, mayo de 2002 10 page





Geneviève se mordió el labio.

Espero que venga. Y pronto.

El médico no llegó hasta bien entrada la tarde. La niña no se había atrevido a mencionar de nuevo París. Se daba cuenta de que Rachel se encontraba muy enferma. Jules y Geneviève estaban demasiado preocupados por su amiga como para prestarle atención a ella.

Cuando llegó el médico, anunciado por los ladridos del perro, Geneviève le pidió a la chiquilla que corriera a esconderse en la bodega. No conocían a este médico, se apresuró a explicarle, pues no era el suyo de toda la vida, y no podían arriesgarse.

Ella se deslizó por la trampilla y se sentó en la oscuridad, atenta a cada palabra que se pronunciaba arriba. No vio la cara del médico, pero no le gustaba el sonido de su voz, que era estridente y nasal. No hacía más que preguntar de dónde había salido Rachel y dónde la habían encontrado. Era insistente y testarudo, pero Jules le respondió con voz tranquila que era la hija de un vecino que se había ido un par de días a París.

Empero, la muchacha sospechaba, por el tono de su voz, que el médico no creía una palabra de lo que Jules le estaba diciendo. Tenía una risa muy desagradable, y no dejaba de hablar sobre ley y orden, sobre el mariscal Pétain y su nueva visión de Francia y sobre lo que la Kommandantur pensaría de esta misteriosa niña delgaducha.

Por fin, se oyó un portazo en la entrada.

Luego oyó de nuevo la voz de Jules. Parecía abatido.

Genevièvese lamentó ‑, ¿qué hemos hecho?

 

Q uiero preguntarle algo que no está relacionado con mi artículo, monsieur Lévy.

Me miró y volvió a sentarse en su silla.

– Por supuesto. Adelante, por favor.

Me incliné sobre la mesa.

– Si le facilitase una dirección concreta, ¿podría ayudarme a seguir la pista de una familia a la que arrestaron en París el 16 de julio de 1942?

– ¿Una familia del Vel' d'Hiv'? ‑inquirió.

– Sí ‑le respondí‑. Es importante.

Se quedó mirando mi cara cansada y mis ojos hinchados. Sentí como si pudiera leer mi mente y descubrir en ella el nuevo sufrimiento con el que cargaba. Como si pudiera adivinar todo lo que yo había averiguado sobre el apartamento, todo lo que había en mí en ese mismo momento en que estaba sentada frente a él.

Miss Jarmond, durante los últimos cuarenta años he seguido el rastro de cada uno de los judíos deportados desde este país entre 1941 y 1942. Ha sido un proceso largo y doloroso, pero necesario. Sí, creo que puedo darle el apellido de esa familia. Está todo aquí mismo, en este ordenador. Podemos averiguar ese apellido en un par de segundos. Pero ¿le importa decirme por qué quiere información sobre esa familia en particular? ¿Es simplemente la curiosidad natural de una periodista, o se trata de algo más?

Sentí cómo se me encendían las mejillas.

– Es personal ‑le respondí‑, y no resulta fácil de expresar.

– Inténtelo ‑me instó.

Con ciertos titubeos, le expliqué la historia del piso de la calle Saintonge, lo que me había contado Mamé y las palabras de mi suegro. Después, ya con más fluidez, le confesé que estaba obsesionada con aquella familia judía. Necesitaba saber quiénes eran y qué les había ocurrido. Él me escuchaba, asintiendo de vez en cuando. Después, me dijo:

– A veces, miss Jarmond, bucear en el pasado puede ser delicado. Se encuentran sorpresas desagradables. La verdad es más dura que la ignorancia.

Asentí.

– Ya me he dado cuenta de eso ‑admití‑, pero necesito saber.

Me miró fijamente.

– Le daré el apellido. Pero lo sabrá usted y sólo usted. No debe aparecer en su revista. ¿Me da su palabra?

– Sí ‑respondí, impresionada por su solemnidad.

Él se volvió hacia el ordenador.


– Dígame la dirección, por favor.

Se la dicté.

Sus dedos teclearon con rapidez y el ordenador emitió un leve chasquido. El corazón me latía con fuerza. Entonces la impresora chirrió y escupió una hoja. Franck Lévy me la entregó sin decir una palabra. Leí:

 

«Calle de Saintonge, 26.

75003 París»

STARZYNSKI

Wladyslaw, nacido en Varsovia en 1910. Arrestado el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune‑la‑Rolande. Convoy número 15, 5 de agosto de 1942.

Rywka, nacida en Okuniev en 1912. Arrestada el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune‑la‑Rolande. Convoy número 15, 5 de agosto de 1942.

Sarah, nacida en el distrito XII de París en 1932. Arrestada el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune‑la‑Rolande.

 

La impresora emitió un nuevo chirrido.

– Una fotografía ‑anunció Franck Lévy.

La observó antes de dármela.

Era una niña de diez años. Leí el pie de foto: junio de 1942. Se la habían hecho en el colegio, en la calle Blancs‑Manteaux, justo al lado de la calle Saintonge.

La niña tenía los ojos rasgados, de color claro. Podían ser azules o verdes. El pelo, también claro, le llegaba a los hombros, y llevaba un lazo un poco torcido. Su sonrisa era bonita y algo tímida, y tenía la cara ovalada en forma de corazón. Estaba sentada en su pupitre del colegio, con un libro abierto, y en el pecho llevaba cosida la estrella.

Sarah Starzynski. Un año menor que Zoë.

Volví a mirar la lista de nombres. No necesitaba preguntar a Franck Lévy adónde se dirigía el convoy número 15 que salió de Beaune‑la‑Rolande. Sabía que su destino había sido Auschwitz.

– ¿Qué hay de ese taller de la calle Bretagne? ‑le pregunté.

– Allí fue donde reunieron a la mayoría de los judíos que vivían en el distrito III antes de llevarlos a la calle Nélaton, al Velódromo.

Me di cuenta de que detrás del nombre de Sarah no se mencionaba ningún convoy. Se lo señalé a Franck Lévy.

– Eso significa que no estaba en ninguno de los trenes que salió para Polonia. Al menos, que sepamos.

– ¿Pudo haber escapado?‑pregunté.

– Es difícil saberlo. Unos cuantos niños se escaparon de Beaune‑la‑Rolande, y fueron rescatados por los granjeros franceses de los alrededores. A otros niños, que eran mucho más pequeños que Sarah, los deportaron sin molestarse en aclarar su identidad. En ese caso aparecen en la lista como: «Un niño, Pithiviers». Por desgracia, no puedo contarle lo que le ocurrió a Sarah Starzynski, miss Jarmond. Todo cuanto estoy en condiciones de asegurarle es que, al parecer, no llegó a Drancy con los demás niños de Beaune‑la‑Rolande y Pithiviers, pues no consta en los archivos del campo.


Volví a mirar aquel rostro hermoso e inocente.

– ¿Qué le pasaría? ‑murmuré.

– La última pista sobre ella está en Beaune. A lo mejor la rescató alguna familia de las inmediaciones, y permaneció escondida durante la guerra con otro nombre.

– ¿Ocurría a menudo?

– Sí. Hubo un buen número de niños judíos que sobrevivieron gracias a la ayuda y la generosidad de algunas familias francesas o de instituciones religiosas.

Me quedé mirándole.

– ¿Cree que Sarah Starzynski se salvó? ¿Cree que logró sobrevivir?

Él bajó la mirada y contempló la fotografía de aquella niña adorable y sonriente.

– Espero que sí ‑repuso‑, pero al menos usted ya sabe lo que quería, quién vivía en su apartamento.

– Sí ‑contesté‑. Muchas gracias. Pero aún me pregunto cómo la familia de mi marido pudo vivir allí después del arresto de los Starzynski. No consigo entenderlo.

– No debe juzgarlos con tanta dureza ‑me advirtió Franck Lévy‑. Sin duda, una gran cantidad de parisinos se mostraron indiferentes, pero no olvide que la ciudad estaba ocupada y la gente temía por sus vidas. Eran tiempos muy distintos.

Al salir de la oficina de Franck Lévy, me sentí frágil de pronto, al borde del llanto. Había sido un día difícil, agotador. Mi mundo se cerraba en torno a mí, presionándome por los cuatro costados. Bertrand, el bebé, la decisión imposible que debía tomar. La conversación que iba a tener con mi marido esa misma noche.

Para colmo, estaba el misterio que envolvía al apartamento de la calle Saintonge. La familia Tézac mudándose allí a toda prisa tras el arresto de los Starzynski. Mamé y Edouard sin querer hablar de ello. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué querían ocultarme?

Mientras caminaba hacia la calle Marbeuf, me sentía aplastada por un peso enorme, una carga que no podía afrontar.

Más tarde, por la noche, me reuní con Guillaume en el Select. Nos sentamos cerca de la barra, lejos del ruido de la terraza. Guillaume llevaba un par de libros. Yo estaba encantada: eran justo los que me había resultado imposible conseguir, en especial uno sobre los campos de prisioneros de Loiret, así que se lo agradecí de corazón.

No tenía pensado contarle nada sobre lo que había descubierto aquella tarde, pero de pronto me encontré soltándolo todo. Guillaume escuchó con atención cada palabra que dije. Cuando acabé, me dijo que su abuela le había contado que tras la redada habían saqueado muchas viviendas judías. La policía había clausurado otras con precintos que acabaron rompiendo meses o años después, cuando fue evidente que nadie iba a volver a esos apartamentos. Según la abuela de Guillaume, la policía recibía la estrecha colaboración de los concierges, que eran capaces de encontrar rápidamente nuevos inquilinos recurriendo al boca a boca. Probablemente, eso era lo que había ocurrido con mi familia política.


– ¿Por qué es tan importante para ti, Julia? ‑me preguntó Guillaume, al fin.

– Quiero saber qué fue de esa niña.

Guillaume clavó en mí sus ojos oscuros y penetrantes.

– Entiendo, pero ten cuidado al interrogar a la familia de tu marido.

– Sé que ocultan algo. Y quiero saber qué es.

– Ten cuidado, Julia ‑repitió. Sonreía, pero sus ojos permanecían serios‑. Estás jugando con la caja de Pandora. A veces, es mejor no abrirla; a veces, es mejor no saber.

Era lo mismo que, por la mañana, me había dicho Franck Lévy.

 

D urante diez minutos, Jules y Geneviève recorrieron la casa de arriba abajo como animales enjaulados, sin hablar y retorciéndose las manos, atormentados. Intentaron trasladar a Rachel y llevarla a la planta de abajo, pero estaba demasiado débil, así que al final la dejaron en la cama. Jules hacía todo lo posible por tranquilizar a Geneviève, sin mucho éxito: cada pocos minutos, la mujer se desplomaba sobre la silla o el sofá más cercanos y rompía a llorar.

La chica los seguía como un cachorrillo inquieto, pero ellos no contestaban a ninguna de sus preguntas. Advirtió que Jules se asomaba una y otra vez a la ventana para vigilar la entrada. La chiquilla sintió que el miedo le atenazaba el corazón.

Al caer la noche, Jules y Geneviève se sentaron frente a frente ante la chimenea. Parecían algo más calmados y serenos, pero ella se dio cuenta de que a Geneviève le temblaban las manos. Ambos estaban pálidos y no hacían más que mirar al reloj.

En un momento dado, Jules se volvió hacia la niña y, en tono apacible, le pidió que bajara a la bodega, donde había unos sacos de patatas enormes. Jules quería que se encaramara a uno de ellos y se escondiera lo mejor posible.

¿Entendido? Es muy importante. Debes hacerte invisible por si alguien baja al sótano.

La muchacha se quedó paralizada durante unos instantes y exclamó:

¡Vienen los alemanes!

Antes de que Jules y Geneviève pudieran pronunciar una palabra, el perro ladró, y los tres dieron un respingo. Jules hizo una seña a la chica, apuntando hacia la trampilla. Ella obedeció al instante, y bajó a la bodega. Olía a humedad y estaba tan oscura que no veía nada, pero consiguió encontrar los sacos de patatas, que estaban en la parte trasera, por el tacto áspero de la arpillera. Había varios, apilados unos encima de otros. Abrió un hueco entre ellos y se coló. Al hacerlo, un saco se abrió y las patatas rodaron con estrépito en una serie de golpes rápidos y sordos. Se apresuró a amontonarlas por encima y alrededor de su cuerpo.

Fue entonces cuando resonaron los pasos, fuertes y rítmicos. Ya los había oído antes en París, por la noche, después del toque de queda, y conocía perfectamente su significado. En aquella ocasión, se había asomado a la ventana y había visto a los soldados que caminaban con sus cascos redondos, bajo la tenue iluminación de la calle, desfilando con movimientos precisos.

Así que eran soldados que marchaban en dirección a la casa. A juzgar por los pasos, debían de ser una docena. Oyó la voz de un hombre, amortiguada, aunque lo bastante clara para distinguir que hablaba en alemán.

Los alemanes habían venido a por Rachel y a por ella. Notó que se le aflojaba la vejiga.

Justo sobre su cabeza sonaron unos pasos, y el murmullo de una conversación que no acababa de captar. Después, escuchó la voz de Jules:

Sí, teniente, tenemos una niña indispuesta.

¿Una niña aria enferma, señor?preguntó una voz gutural con marcado acento extranjero.

Una niña que se encuentra grave, teniente.

¿Dónde está?

Arriba.La voz de Jules sonaba cansada.

Oyó retemblar el techo de la bodega bajo el peso de las botas, y luego, el débil chillido de su compañera de fuga en el piso de arriba. Los alemanes la sacaron de la cama; Rachel gemía, demasiado débil para intentar defenderse.

La niña se tapó los oídos con las manos. No quería ni podía escuchar más. De pronto, se sintió algo más protegida en el silencio que ella misma había creado.

Tumbada entre las patatas, vislumbró un rayo de luz que atravesaba la oscuridad. Alguien había abierto la trampilla y bajaba por las escaleras del sótano. Se destapó los oídos.

Ahí abajo no hay nadieoyó decir a J ules ‑. La pequeña estaba sola. La encontramos en la caseta del perro.

La chica escuchó a Geneviève sonarse la nariz. Luego, su voz, llorosa y cascada.

¡Por favor, no se lleven a la pequeña! ¡Está muy enferma!

La respuesta gutural fue irónica.

– Madame, la cría es una judía. Lo más probable es que haya escapado de uno de los campos cercanos. No tiene motivos para estar en su casa.

Observó el parpadeo anaranjado de una linterna que bajaba poco a poco por las escaleras de la bodega, acercándose cada vez más. Luego, aterrada, vio la enorme sombra negra de un soldado, recortada como un dibujo animado. Venía a por ella, iba a atraparla. Intentó encogerse todo lo que pudo y contuvo la respiración. Su corazón prácticamente había dejado de latir.

¡No, no iban a encontrarla! Era injusto, no había derecho a que la encontraran. Ya tenían a la pobre Rachel, ¿no les bastaba con eso? ¿Y dónde se la habían llevado? ¿La tenían fuera, en una camioneta, con los soldados? ¿Se habría desmayado? Se preguntó si la llevarían a un hospital o de regreso al campo. ¡Malditos monstruos sanguinarios! Odiaba a esos bastardos, deseaba que se murieran todos. Utilizó todas las palabrotas que conocía, todos los tacos que su madre le había prohibido pronunciar. ¡Cabrones hijos de puta! Gritó mentalmente todas las palabras malsonantes que se le pasaron por la cabeza, tan alto como se lo permitió su imaginación, apretando los párpados para no ver el rayo de luz que se aproximaba y que pasaba por encima de los sacos donde estaba escondida. No la encontrarían nunca. Hijos de puta, mamones.

Resonó de nuevo una voz, la de Jules, mientras decía:

Aquí abajo no hay nadie, teniente. Estaba sola y apenas se tenía de pie, teníamos que atenderla.

La voz del teniente le llegó como un zumbido de moscas:

Sólo estamos comprobando. Vamos a echar un vistazo a su bodega, y luego tendrán que acompañarnos a la Kommandantur.

Mientras el haz de luz pasaba sobre su cabeza, la chica intentó no moverse ni respirar.

¿Acompañarles?La voz de J ules sonaba perpleja ‑. Pero ¿por qué?

Entonces surgió la voz de Geneviève, sorprendentemente serena. Parecía que había dejado de llorar.

Usted mismo ha podido comprobar que no la escondíamos teniente. Nos limitamos a cuidarla, eso es todo. Era incapaz de hablar, por lo que ni siquiera sabemos su nombre.

Clarosiguió Jules, incluso hemos avisado a un médico. No la estábamos ocultando.

Hubo una pausa. La muchacha oyó toser al teniente.

En efecto, eso es lo que nos ha contado Guillemin, que ustedes no la encubrían. Eso nos ha dicho el buen Herr doktor.

La niña notó que alguien movía las patatas que había sobre su cabeza. Se quedó quieta como una estatua y contuvo el aliento. Le picaba la nariz y tenía ganas de estornudar.

Volvió a escuchar la voz de Geneviève, serena, utilizando un tono animado y casi duro que no le había oído hasta ese momento.

¿Les apetece una copa de vino, caballeros?

Las patatas dejaron de moverse a su alrededor.

Arriba, el teniente soltó una risotada.

¿Vino? Jawohl! [18]

¿Y un poco de paté?preguntó Geneviève en el mismo tono.

Los pasos se retiraron escaleras arriba y la trampilla se cerró de un portazo. La chica casi se desmayó de alivio. Se rodeó con sus propios brazos, con la cara empapada de lágrimas. ¿Cuánto tiempo estuvieron arriba, chocando los vasos, arrastrando los pies y riendo a carcajadas? A ella se le hizo interminable. Le pareció que las voces del teniente eran cada vez más alegres, e incluso le llegó un tremendo eructo. A Jules y a Geneviève no se les oía. ¿Seguirían arriba? Se moría de ganas de saber qué estaba pasando, pero sabía que debía quedarse allí hasta que Jules o Geneviève bajaran a buscarla. Tenía los brazos y las piernas dormidos, pero no se atrevía a moverse.

Por fin la casa se quedó en silencio. El perro ladró una vez, y después se calló. La chica aguzó el oído y se preguntó si los alemanes se habrían llevado a Jules y Geneviève y la habrían dejado sola en la casa. Después oyó el sonido ahogado de unos sollozos. La trampilla rechinó al abrirse y la voz de J ules la llamó:

¡Sirka! ¡Sirka!

Cuando se incorporó, le dolían las piernas, tenía los ojos irritados por el polvo y las mejillas húmedas y sucias. Vio que Geneviève había roto a llorar y tenía la cara enterrada entre las manos, mientras Jules intentaba consolarla. La chica los miraba con impotencia. La señora levantó la vista. Su cara parecía haberse hundido y envejecido de golpe.

Se han llevado a esa niña para matarlasusurróNo sé dónde ni cómo, pero estoy segura de que morirá. No han querido hacernos caso. Hemos intentado emborracharles, pero el vino no se les ha subido. A nosotros nos han dejado en paz, pero se han llevado a Rachel.

Las lágrimas resbalaban por las arrugadas mejillas de Geneviève. Sin dejar de menear la cabeza, afligida, agarró la mano de Jules y la apretó.

Dios mío, ¿adónde va a llegar este país?

Geneviève le hizo una seña a la chica para que se acercara y cogió su mano entre sus dedos curtidos y ajados. Me han salvado, pensó la chica. Me han salvado la vida. A lo mejor alguien como ellos ha salvado a Michel, a papá y a mamá. Quizás aún haya esperanza.

¡Mi pequeña Sirka!dijo Geneviève con un suspiro, retorciéndose los dedos ‑. Has sido muy valiente ahí abajo.

La chica sonrió. Fue una sonrisa hermosa y llena de coraje que conmovió el alma de los dos viejos.

Por favorles dijo ‑, no me llamen Sirka. Ese era mi nombre de bebé.

Y entonces, ¿cómo tenemos que llamarte?preguntó Jules.

La chica cuadró los hombros y levantó la barbilla.Me llamo Sarah Starzynski.

 

A l salir del apartamento, donde estuve comprobando con Antoine la marcha de las obras, me detuve en la calle Bretagne. El taller mecánico aún seguía allí. También había una placa en la que se recordaba que las familias judías del distrito III habían estado allí la mañana del 16 de julio de 1942, antes de que los trasladaran al Vel' d'Hiv' para deportarlos a los campos de concentración. Aquí fue donde comenzó la odisea de Sarah, me dije. ¿Cómo acabó?

Mientras estaba allí, ajena al tráfico, pensé que casi podía ver a Sarah bajando la calle de Saintonge aquella calurosa mañana de julio con sus padres y los gendarmes. Sí, podía verlo todo. Cómo los metían a empujones en el taller, justo allí donde me encontraba en aquel momento. Podía ver la preciosa cara en forma de corazón de la niña, su perplejidad y su miedo. El pelo liso recogido con un lazo, los ojos rasgados color turquesa. Sarah Starzynski. ¿Seguiría viva? Calculé que ahora tendría setenta años. No, seguro que no. Sin duda había desaparecido de la faz de la tierra, con el resto de los niños del Vel' d'Hiv'. Jamás había regresado de Auschwitz. Sólo era un puñado de ceniza.

Salí de la calle Bretagne y volví al coche. Al más puro estilo americano, nunca había sido capaz de acostumbrarme a conducir un vehículo con marchas. Mi coche era un modelo automático japonés del que Bertrand se burlaba. Nunca lo utilizaba para conducir por París: la red de metro y de autobús era excelente, por lo que no sentía la necesidad de coger el coche para moverme por la ciudad. Bertrand se burlaba de eso también.

Bamber y yo íbamos a visitar Beaune‑la‑Rolande aquella tarde. Estaba a una hora en coche de París. Por la mañana había estado en Drancy con Guillaume. Se hallaba muy cerca de París, incrustado entre los grises y destartalados suburbios de Bobigny y Pantin. Durante la guerra, más de sesenta trenes salieron de Drancy, situado justo en el corazón del sistema ferroviario francés, con destino a Polonia. Cuando pasábamos al lado de una gran escultura de estilo moderno construida en conmemoración de aquello, me di cuenta de que ahora el campo de concentración estaba habitado. Había mujeres que paseaban con cochecitos de bebé y perros, niños que corrían y gritaban, cortinas que ondeaban al viento, plantas que crecían en los alféizares. Me quedé estupefacta. ¿Cómo podía vivir alguien entre esas paredes? Le pregunté a Guillaume si ya lo sabía, y él asintió. Al verle la cara, supe que estaba muy afectado. Toda su familia había sido deportada desde aquel campo. No debía resultar fácil para él visitarlo, pero había insistido en acompañarme.

El conservador del Museo Conmemorativo de Drancy era un tal Menetzky, un hombre de mediana edad y aspecto cansado. Nos esperaba en el exterior del pequeño museo, que sólo se abría si se concertaba una cita por teléfono. Recorrimos lentamente aquella habitación pequeña y sencilla, viendo fotos, artículos y mapas. Había algunas estrellas amarillas expuestas tras un panel de cristal. Era la primera vez que veía una auténtica. Me impresionó, y también me puso enferma.

El campo apenas había cambiado en los últimos sesenta años. La gigantesca construcción de cemento en forma de U, construida a finales de los años treinta como un innovador proyecto residencial y requisado por el gobierno de Vichy en 1941 para deportar judíos, albergaba ahora a cuatrocientas familias alojadas en diminutos apartamentos, como había venido ocurriendo desde 1947. Drancy tenía los alquileres más baratos del extrarradio.

Le pregunté al lúgubre señor Meneztky si los residentes de la Cité de la Muette (el nombre de aquel sitio, por extraño que parezca, significaba «Ciudad de la Muda») tenían idea de dónde vivían. Él negó con la cabeza. La mayoría eran jóvenes y, según él, ni lo sabían ni les importaba. También le pregunté si el monumento recibía muchos visitantes y él contestó que los colegios mandaban a sus alumnos, y que a veces venían turistas. Hojeamos el libro de visitas. «A Paulette, mi madre. Te quiero, y jamás te olvidaré. Vendré aquí todos los años para rendirte homenaje. En 1944 saliste de aquí para ir a Auschwitz, de donde nunca regresaste. Tu hija, Danielle». Sentí que los ojos me escocían por las lágrimas.







Date: 2015-12-13; view: 386; Нарушение авторских прав



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