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París, mayo de 2002 9 page





Durmió a ratos, apoyada en Rachel, y tuvo una extraña pesadilla en la que veía a su hermano muerto en el armario, y a la policía golpeando a sus padres, y lloró en sueños.

Cuando la despertaron unos ladridos furiosos, le dio un codazo a Rachel. Oyeron la voz de un hombre cuyos pasos se acercaban crujiendo sobre la grava. Ya era tarde para escapar. Se abrazaron desesperadas, mientras la niña pensaba: Estamos perdidas. Nos van a matar ahora mismo.

El amo tiró del perro hacia atrás. La muchacha vio una mano que tanteaba en el interior de la caseta, agarraba su brazo y luego el de Rachel. Las do s salieron reptando.

El hombre era bajito, estaba calvo y lleno de arrugas y tenía el bigote canoso.

Vaya, ¿qué tenemos aquí?murmuró, observándolas a la luz de la farola.

La chica notó que Rachel se ponía rígida y supuso que iba a echar a correr como un conejo.

¿Os habéis perdido? ‑preguntó el viejo, en tono que parecía preocupado.

Las jóvenes estaban sorprendidas. Se esperaban amenazas, golpes, cualquier cosa menos amabilidad.

Por favor, señor, tenemos hambre ‑imploró Rachel.

El hombre asintió.

Ya me lo imagino.

Se agachó para hacer callar al perro, que no dejaba, de gañir. Después dijo:

Venid, niñas. Seguidme.

Ninguna de las dos se movió. ¿Podían confiar en aquel anciano?

Aquí nadie os hará dañoles aseguró.

El hombre sonrió de forma amable y bondadosa.

¡Genevi è ve!gritó volviéndose hacia la casa.

Una señora mayor con una bata azul salió al porche.

¿Por qué está ladrando ahora el bobo del perro, Jules?preguntó la señora, enfadada.

Entonces vio a las niñas y se llevó las manos a la cara.

Santo cielo…murmuró.

La anciana se acercó. Tenía un gesto apacible, la cara redonda y el pelo recogido en una gruesa trenza blanca. Se quedó mirando a las niñas con gesto de pena y consternación.

A la chiquilla le dio un vuelco el corazón. La anciana se parecía a su abuela polaca, la de la foto. Los mismos ojos de color claro, el pelo blanco, la misma silueta regordeta y tranquilizadora.

Julessusurró la anciana ‑, ¿son…?

El anciano asintió.

Creo que sí.

La señora repuso en tono decidido:

Que entren. Debemos esconderlas de inmediato.

Bajó con un curioso anadear y escudriñó a ambos lados del camino.

Vamos, niñaslas instó al tiempo que las tomaba de la mano ‑. Aquí estaréis a salvo. Con nosotros no corréis peligro.

 

T ras una noche terrible, me levanté con la cara hinchada por la falta de horas de sueño. Me alegré de que Zoë ya se hubiera marchado al colegio. No me apetecía que me viera en semejante estado. Bertrand se mostró amable y afectuoso, y me dijo que teníamos que hablar más del asunto. Podíamos hacerlo por la noche, cuando Zoë se durmiera. Dijo todo esto en un tono muy calmado y gentil, pero yo sabía que ya se había decidido. Nada ni nadie iba a conseguir que quisiera tener a ese bebé.

Me faltó valor para contárselo a mis amigos y a mi hermana. La decisión de Bertrand me había afectado hasta tal punto que prefería tragármelo todo yo sola, al menos por el momento.

Aquella mañana me costó mucho ponerme en marcha. Cualquier cosa que hacía me resultaba fatigosa, y cada movimiento suponía un gran esfuerzo. No dejaban de venirme a la cabeza las imágenes de la noche anterior y los comentarios de Bertrand. La única solución era enfrascarme en el trabajo. Aquella tarde iba a reunirme con Franck Lévy en su oficina. De repente lo del Vel' d'Hiv' me parecía muy lejano. Me sentía como si hubiera envejecido de la noche a la mañana. Ya nada importaba, salvo el bebé que llevaba en mi vientre y que mi marido no quería.

Iba de camino a la oficina cuando me sonó el móvil. Era Guillaume. Había encontrado en casa de su abuela un par de libros sobre el Vel' d'Hiv' que estaban agotados y que a mí me hacían falta. Si yo quería, me los podía prestar. Me preguntó si podíamos quedar para tomar algo esa misma tarde o ya de noche. Su voz sonaba amigable y alegre, y yo acepté de inmediato. Quedamos a las seis en punto en el Select, en el bulevar de Montparnasse, a dos minutos de casa. Nos despedimos, y después mi teléfono volvió a sonar.


Esta vez se trataba de mi suegro, lo cual me sorprendió, pues Edouard me llamaba raras veces. Nos llevábamos bien, con una corrección muy francesa, y a ambos se nos daban de maravilla las conversaciones banales, pero nunca me encontraba del todo a gusto con él: me daba la impresión de que se contenía, de que no demostraba sus verdaderos sentimientos, ni a mí ni a nadie más.

Edouard era la clase de hombre al que se escucha y se respeta. No podía imaginármelo exhibiendo emoción alguna salvo ira, orgullo o autocomplacencia. Jamás lo había visto en vaqueros, ni siquiera durante los fines de semana en Borgoña, cuando se sentaba en el jardín a leer a Rousseau debajo de un roble. Creo que ni siquiera había llegado a verlo sin corbata. Si le comparaba con el momento en que le había conocido, debía admitir que apenas había cambiado en los últimos diecisiete años: la misma pose mayestática, el cabello plateado, la mirada de acero. A mi suegro le encantaba cocinar, y a menudo echaba a Colette de la cocina para prepararnos él mismo platos exquisitos y sencillos: pot au feu [16], sopa de cebolla, una suculenta ratatouille [17] * o tortilla de trufas. La única persona a la que permitía acompañarlo en la cocina era Zoë. Tenía debilidad por ella, aunque Cécile y Laure le habían dado dos nietos varones, Arnaud y Louis. Pero Edouard adoraba a mi hija. Nunca supe lo que ocurría en aquellas sesiones de cocina. Tras la puerta cerrada, yo oía las carcajadas de mi hija, el sonido del cuchillo cortando las verduras, el borboteo del agua, el crepitar de la grasa en la sartén y, de cuando en cuando, el grave retumbar de la risa de Edouard.

Edouard me preguntó qué tal estaba Zoë y cómo iba la reforma del apartamento. Después fue al grano. Había ido a ver a Mamé la víspera. Tenía un día de los «malos», añadió, y estaba enfurruñada. Edouard se disponía a marcharse y a dejarla haciendo pucheros y viendo la televisión, cuando de repente, así sin más, ella le dijo algo sobre mí.

– ¿Y qué te ha comentado? ‑le pregunté, con curiosidad.

Edouard carraspeó.

– Según mi madre, la habías estado interrogando sobre el apartamento de la calle de Saintonge.

Respiré hondo.

– Sí, es verdad ‑admití.


Me pregunté adónde quería llegar.

Silencio.

– Julia, preferiría que no le hicieras más preguntas a Mamé sobre la calle Saintonge.

De pronto se había puesto a hablar en inglés, como para asegurarse de que le entendía bien. Ofendida, le respondí en francés:

– Lo siento, Edouard. Es que ahora mismo estoy investigando la redada del Vel' d'Hiv' para mi revista, y me sorprendió la coincidencia.

Silencio de nuevo.

– ¿La coincidencia? ‑repitió, volviendo al francés.

– Sí ‑dije‑. Me refiero a los judíos que vivían allí justo antes de que tu familia se mudara, a los que arrestaron durante la redada. Cuando Mamé me lo contó, me dio la impresión de que aquello la afectaba, por lo que ya no le hice más preguntas.

– Te lo agradezco, Julia. ‑Tras una pausa, añadió‑: Esa historia afecta a Mamé, así que no vuelvas a mencionársela, por favor.

Me paré en mitad de la acera.

– Está bien, no lo haré ‑le contesté‑, pero no pretendía hacer daño a nadie, tan sólo averiguar cómo tu familia acabó viviendo en ese piso y si Mamé sabía algo de aquella familia judía. ¿Puedes ayudarme tú, Edouard? ¿Sabes algo?

– Lo siento, no te he oído bien ‑respondió con suavidad‑. Tengo que colgar ya. Hasta luego, Julia.

La línea se cortó.

Me dejó tan perpleja que por unos instantes me olvidé de Bertrand y de lo ocurrido la noche anterior. ¿De verdad Mamé se había quejado a Edouard de mis preguntas? Recordé que aquel día no había querido seguir contestándome. Se había cerrado en banda y no volvió a abrir la boca hasta que me marché, frustrada. ¿Por qué se había enfadado tanto? ¿Por qué Mamé y Edouard se empeñaban en que no hiciese preguntas sobre el apartamento? ¿Qué era lo que no querían que yo supiera?

Bertrand y el bebé volvieron de nuevo a mi cabeza como una pesada losa. De pronto me vi incapaz de ir a la oficina. Alessandra me miraría tan inquisitiva como siempre y haría preguntas, intentando ser amigable sin conseguirlo. Bamber y Joshua se quedarían mirando mi cara abotargada. Bamber, un auténtico caballero, no diría nada, pero me apretaría discretamente el hombro. Y Joshua… Ése sería el peor. «¿Cuál es el drama ahora, tesoro? ¿Otra vez tu maridito francés?». Casi podía ver su sonrisa sarcástica cuando me ofreciera un café. No, esa mañana era impensable ir a la oficina.


Di media vuelta y me dirigí hacia el Arco del Triunfo, abriéndome paso con impaciencia y cierta destreza entre las hordas de turistas que caminaban con parsimonia admirando el monumento y deteniéndose para hacerle fotos. Saqué la agenda y marqué el número de la asociación de Franck Lévy. Pregunté si podía ir en ese momento, en lugar de por la tarde. «Perfecto, no hay ningún problema», me respondieron. Me hallaba en la avenida Hoche, cerca de allí, por lo que tardé en llegar menos de diez minutos. Una vez fuera de la abarrotada arteria que cruza los Campos Elíseos, las demás avenidas que salían de la plaza de l'Étoile estaban sorprendentemente vacías.

Le calculé a Franck Lévy unos sesenta y cinco años. En su rostro se adivinaba una nobleza profunda y algo cansada. Pasamos a su oficina, un despacho con el techo alto lleno de libros, archivos, ordenadores y fotografías. Mis ojos se posaron en las fotos en blanco y negro pinchadas en la pared. Había bebés, críos que empezaban a caminar, niños que llevaban la estrella.

– Muchos de ellos son niños del Vel' d'Hiv' ‑dijo, siguiendo la dirección de mi mirada‑, pero hay otros. Todos forman parte de los once mil niños que fueron deportados de Francia.

Nos sentamos junto a su mesa. Antes de la entrevista le había mandado algunas consultas por correo electrónico.

– Así que quiere información sobre los campos de Loiret ‑empezó.

– Sí ‑contesté‑. Beaune‑la‑Rolande y Pithiviers. Hay muchos datos disponibles sobre Drancy, que es el más cercano a París, pero de los otros dos se sabe mucho menos.

Franck Lévy suspiró.

– Tiene razón. Comparado con Drancy, hay poco material sobre los campos de Loiret. Cuando vaya allí, comprobará que no hay muchos restos que expliquen lo que ocurrió. La gente que vive allí tampoco quiere recordar. Se niegan a hablar. Para colmo, hubo muy pocos supervivientes.

Volví a mirar las fotografías, esas caras pequeñas y vulnerables alineadas en las paredes.

– ¿Qué eran esos campos originalmente? ‑pregunté.

– Se trataba de campos militares convencionales, construidos en 1939 para los soldados alemanes que cayeran prisioneros. El gobierno de Vichy empezó a enviar allí a los judíos a partir de 1941. Los primeros trenes en dirección a Auschwitz salieron de Beaune y Pithiviers al año siguiente.

– ¿Por qué no enviaron a las familias del Vel' d'Hiv' a Drancy, ya que estaba en los suburbios de París? Franck Lévy sonrió con amargura.

– Después de la redada, enviaron a Drancy a los judíos sin hijos. Drancy se hallaba cerca de París, mientras que los otros campos estaban a más de una hora, perdidos en mitad de la tranquila campiña de Loiret. Fue aquí donde la policía francesa separó a los niños de sus padres sin que nadie se enterara. En París no podrían haberlo hecho con tanta facilidad. Supongo que habrá leído algo sobre la brutalidad con que actuaron.

– No hay mucho que leer.

La sonrisa triste se desvaneció.

– Es cierto. No obstante, sí sabemos cómo ocurrió. Puedo prestarle un par de libros que le vendrán muy bien. Arrancaron a los niños de los brazos de sus madres. Les pegaron, les apalearon, les echaron cubos de agua helada.

Se me fueron los ojos una vez más a las caritas de las fotos. Imaginé a Zoë separada de Bertrand y de mí, sola, hambrienta y sucia. Me estremecí.

– Los cuatro mil niños del Vel' d'Hiv' fueron un dolor de cabeza para las autoridades francesas ‑continuó Franck Lévy‑. Los nazis habían pedido que deportaran de inmediato a los adultos, no a los niños. No se podía alterar el estricto calendario de los trenes. De ahí la brutal separación de los hijos y las madres a primeros de agosto.

– Y después, ¿qué pasó con aquellos niños? ‑le pregunté.

– A los padres los deportaron de los campos de Loiret directamente a Auschwitz. Los niños quedaron prácticamente solos en unas condiciones sanitarias espeluznantes. A mediados de agosto llegó la decisión de Berlín. Los niños también debían ser deportados. Sin embargo, para no levantar sospechas, primero los enviaron al campo de Drancy, y de ahí a Polonia. En Drancy los mezclaron con adultos que no tenían nada que ver con ellos, para que la opinión pública creyera que esos niños no estaban solos y que se los llevaban a los campos de trabajo del Este junto con sus familias.

Franck Lévy hizo una pausa y contempló, igual que yo, las fotos pinchadas en la pared.

– Cuando esos niños llegaron a Auschwitz, no hubo «selección». Nada de separar a hombres y mujeres en filas, ni reconocimientos para ver cuáles estaban sanos y cuáles enfermos, quiénes podían trabajar y quiénes no. Los enviaron directamente a las cámaras de gas.

– Y fue el gobierno francés, en autobuses franceses y en trenes franceses ‑añadí.

Quizás fue porque estaba embarazada, porque mis hormonas se habían vuelto locas, o porque no había dormido, pero de pronto el alma se me vino a los pies.

Me quedé contemplando aquellas fotos, destrozada.

Franck Lévy me miró en silencio. Después se levantó y me puso la mano en el hombro.

 

L a chica se abalanzó sobre la comida que le habían puesto delante y se la llevó a puñados a la boca con unos ruidos que su madre habría detestado. Estaba en el paraíso. Era como si nunca hubiese probado una sopa tan sabrosa, un pan tan tierno, un queso Brie tan exquisito y cremoso, ni unos melocotones tan jugosos y aterciopelados. Rachel comía más despacio. Al mirarla, se dio cuenta de que su amiga estaba pálida. Le temblaban las manos y tenía ojos febriles.

La pareja de ancianos entraba y salía de la cocina, les servía más potaje y les rellenaba los vasos con agua fresca. La joven escuchaba sus preguntas, hechas en tono suave y amable, pero le faltaba valor para responder. Sólo se decidió a hablar más tarde, cuando Genevi è ve se las llevó a las dos al piso de arriba para bañarlas. Le habló de aquel recinto tan grande donde les habían tenido encerrados durante días sin apenas agua ni comida. Después le contó el viaje en tren por el campo, el terrible momento en que las habían separado de sus padres, y por último la huida.

La anciana escuchaba y asentía mientras le quitaba la ropa a Rachel, que tenía los ojos vidriosos. La chica se quedó mirando el cuerpo flaco y cubierto de ampollas rojas de su amiga, mientras la mujer sacudía la cabeza con espanto.

Pero ¿qué te han hecho?susurró.

Rachel apenas parpadeaba. La señora la ayudó a meterse en el agua caliente y llena de espuma, y la lavó igual que la madre de la chica bañaba a su hermano pequeño.

Después envolvió a Rachel en una toalla grande y la llevó a una cama cercana.

Ahora te toca a tidijo Genevi è ve, preparando otro baño con agua limpia ‑. ¿Cómo te llamas, pequeña? Aún no me lo has dicho.

Sirkarespondió la chica.

¡Qué nombre tan bonito!contestó Genevi è ve mientras le daba una pastilla de jabón y una esponja limpia.

La anciana advirtió que a la chica le daba vergüenza desnudarse delante de ella, así que se dio la vuelta para que se quitara la ropa y se metiera en el agua. La chica se lavó con esmero, disfrutando del agua caliente. Luego se bajó de la bañera con agilidad y se arropó con una toalla que despedía un delicioso aroma a lavanda.

Genevi è ve se puso a lavar las mugrientas ropas de las niñas en la gran pila esmaltada. La chica la estuvo mirando un rato, y después, tímidamente, puso la mano en el brazo regordete de la señora.

– Madame, ¿puede ayudarme a volver a París?

La anciana, sorprendida, se volvió para mirarla.

¿Quieres volver a París, petite?

La chica empezó a estremecerse de la cabeza a los pies. La señora se quedó mirándola, preocupada, dejó la colada en la pila y se secó las manos con una toalla.

¿Qué te ocurre, Sirka?

Los labios de la chica temblaban.

Mi hermano pequeño, Michel. Aún sigue en París, en el apartamento. Está encerrado en un armario, en nuestro escondite secreto. Lleva allí desde el día en que la policía vino a por nosotros. Creí que allí estaría a salvo y le prometí que volvería a rescatarle.

Genevi è ve la miró con gesto preocupado, y trató de tranquilizarla sujetándola por los hombros pequeños y huesudos.

Sirka, ¿cuánto tiempo lleva tu hermano en el armario?

No lo sémurmuró ella ‑. No me acuerdo. ¡No me acuerdo!

De pronto, la última brizna de esperanza que conservaba se desvaneció, pues acababa de leer en los ojos de la anciana lo que más temía. Michel estaba muerto. Había muerto en el armario. Lo sabía. Había esperado demasiado tiempo, ya era tarde. Era imposible que su hermano hubiese conseguido sobrevivir. Había muerto allí, solo, en la oscuridad, sin comida ni agua, solo con el osito y el libro de cuentos, y había confiado en ella, la había esperado, probablemente la había llamado gritando su nombre una y otra vez: «¡Sirka, Sirka!, ¿dónde estás?». Estaba muerto, Michel estaba muerto. Tenía cuatro años y había muerto por su culpa. De no haberle encerrado aquel día, ahora podría estar bañándole aquí mismo. Ella debería haber cuidado de él, debería haberlo traído con ella a este lugar donde ambos estarían seguros. Era culpa suya. Toda era culpa suya.

La chica se derrumbó en el suelo, rota, invadida por una negra desesperación. Jamás en su corta vida había sufrido un dolor tan agudo. Sintió que Genevi è ve se acercaba a ella, le acariciaba la cabeza afeitada y le murmuraba palabras de consuelo. Se dejó hacer, entregada al cariñoso abrazo de la anciana. Después notó el dulce tacto de un colchón mullido y unas sábanas limpias que la envolvían, y se sumió en un sopor extraño y agitado.

Se despertó temprano, desorientada y confusa. No recordaba dónde estaba. Había sido una sensación muy rara dormir en una cama de verdad después de tantas noches en los barracones. Se dirigió hacia la ventana. Los postigos estaban entreabiertos, y dejaban ver un gran jardín de dulces aromas. Unas gallinas correteaban por la hierba, perseguidas por un perro juguetón. En un banco de hierro forjado, un gato gordo y rojizo se lamía las garras con parsimonia. Escuchó el canto de los pájaros y el cacareo de un gallo. Cerca de allí, mugió una vaca. Era una mañana soleada y fresca, y la chica pensó que jamás había visto un lugar tan pacífico y hermoso como aquel. El horror y el odio de la guerra parecían algo muy lejano. Ni el jardín, ni las flores, ni los árboles, ni todos aquellos animales podían contaminarse de la maldad que había presenciado las últimas semanas.

Examinó la ropa que tenía puesta, un camisón blanco que le quedaba un poco largo. Se preguntó a quién pertenecía. Tal vez los ancianos tenían hijos, o nietos. Miró a su alrededor e inspeccionó el dormitorio. Estaba amueblado con sencillez, pero era amplio y cómodo. Había una estantería cerca de la puerta. Se acercó a mirar los libros. Allí estaban sus favoritos, Julio Verne y la Condesa de Ségur. En las guardas había un nombre escrito a mano con una caligrafía culta y juvenil: Nicolas Dufaure. Se preguntó quién sería.

Siguiendo el murmullo de las voces que salían de la cocina, bajó las escaleras de madera, que crujieron bajo sus pies. La casa era tranquila y acogedora, y tenía un aspecto informal, algo destartalado. El salón, soleado, olía a cera de abejas y a lavanda, y el suelo era de baldosas cuadradas de color vino. Un gran reloj de péndulo emitía un solemne tictac.

Se dirigió de puntillas a la cocina y se asomó a la puerta. Allí estaban los dos ancianos, sentados en una mesa larga y bebiendo de unos cuencos azules. Parecían inquietos.

Estoy preocupada por Rachelestaba diciendo Geneviève ‑. La fiebre es muy alta y no le aguanta nada en el estómago. Y ese sarpullido… Tiene muy mala pinta, la verdad.Exhaló un profundo suspiro ‑. ¡En menudo estado venían esas niñas, Jules! Una de ellas tenía piojos hasta en las pestañas.

La chiquilla entró en la cocina, con paso dubitativo.

Me preguntaba…empezó a decir.

La pareja la miró, y ambos sonrieron.

Vayacomentó el anciano ‑, esta mañana eres una persona totalmente distinta, señorita. Hasta tienes algo de color en las mejillas.

Yo tenía algo en los bolsillos…observó ella.

Geneviève se levantó y señaló hacia un anaquel.

Sí, una llave y un poco de dinero. Están ahí.

La chica cogió los objetos y los apretó contra su pecho.

– É sta es la llave del armario donde está Micheldijo en voz baja ‑. Nuestro escondite secreto.

Las miradas de Jules y Geneviève se cruzaron.

Sé que creen que mi hermano está muertocontinuó la niña, a trompicones ‑, pero aun así voy a volver. Debo saberlo. A lo mejor alguien le ha auxiliado igual que ustedes me han ayudado a mí. Quizá me esté esperando. ¡Necesito saberlo! Puedo utilizar el dinero que me dio el policía.

Pero ¿cómo vas a llegar a París, petite? ‑ preguntó Jules.

Cogeré el tren. Seguro que París no queda muy lejos de aquí.

Otro intercambio de miradas.

Sirka, vivimos al sur de Orleans. Has caminado un buen trecho con Rachel, y al hacerlo te has alejado aún más de París.

La chica se envaró. Estaba resuelta a volver a París a buscar a Michel y ver qué le había pasado. Le daba igual lo que pudiera esperarle.

He de marcharmeaseguró con resolución ‑. Seguro que hay trenes de Orleans a París. Me marcharé hoy mismo. Geneviève se acercó a ella y la agarró de las manos.

Sirka, aquí estás a salvo. Puedes quedarte una temporada con nosotros. Como esto es una granja, tenemos leche, carne y huevos, y no necesitamos cartillas de racionamiento. Puedes descansar y comer hasta que te restablezcas del todo.

Graciascontestó la chica ‑, pero ya me encuentro mejor. Tengo que volver a París. No hace falta que vengan conmigo, puedo arreglármelas yo sola. Lo único que necesito es que me indiquen cómo puedo llegar a la estación.

Antes de que la señora pudiera contestar, se escuchó un prolongado lamento que venía del piso superior. Era Rachel. Subieron corriendo a su habitación. La niña se retorcía de dolor, y había puesto perdidas las sábanas con un líquido oscuro y maloliente.

Lo que me temía. Disenteríaanunció Geneviève ‑. Necesita un médico cuanto antes.

Jules volvió a bajar las escaleras con paso cansino.

Voy al pueblo, a ver si está el doctor Théveninmanifestó mientras se volvía hacia su mujer y la chica.

Una hora después, la muchacha lo vio regresar resoplando encima de su bicicleta desde la ventana de la cocina.

Se ha idole dijo a su esposa ‑. La casa está vacía. Nadie ha podido informarme de su paradero, así que he seguido hacia Orleans. He encontrado a un doctor más bien joven y le he rogado que venga, pero es un tipo bastante arrogante y me ha contestado que antes ha de atender a otros enfermos más urgentes.







Date: 2015-12-13; view: 483; Нарушение авторских прав



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