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París, mayo de 2002 11 page
Después nos enseñó el vagón para el transporte de ganado que estaba situado en medio de un prado, fuera del museo. Se encontraba cerrado, pero el conservador tenía la llave. Traté de imaginar el vagón atestado de gente, aplastándose unos a otros, niños pequeños, abuelos, padres de mediana edad, adolescentes, todos camino de la muerte. Guillaume estaba pálido. Luego, me confesó que nunca se había atrevido a entrar en el vagón. Le pregunté si se encontraba bien. Asintió, pero se notaba que estaba destrozado. Mientras nos alejábamos del edificio, con una pila de folletos y libros debajo del brazo que el conservador me había dado, cavilé acerca de todo lo que sabía de Drancy, un lugar inhumano del que, durante los años del terror, no dejaron de salir trenes cargados de judíos con destino a Polonia. No podía desterrar de la mente las desgarradoras descripciones sobre los cuatro mil niños del Vel' d'Hiv' que habían llegado aquí sin sus padres a finales del verano del 42, sucios, enfermos y famélicos. ¿Estaba Sarah entre ellos? ¿Había partido hacia Auschwitz, aterrorizada y sola en un vagón de ganado lleno de desconocidos? Bamber me aguardaba enfrente de nuestra oficina. Después de colocar su equipo fotográfico en el asiento de atrás, dobló su cuerpo larguirucho para acomodarse en el del copiloto. Entonces me miró, y me di cuenta de que algo le preocupaba. Me apretó el antebrazo en un gesto de cariño. – ¿Te encuentras bien, Julia? Supuse que las gafas de sol no ayudaban: llevaba escrito en la cara que había pasado una noche espantosa. Había estado discutiendo con Bertrand hasta la madrugada, y, cuanto más hablábamos, más inflexible se volvía. No, no quería tener ese bebé. Para él, aún no llegaba a la categoría de bebé, y ni siquiera era un ser humano. Tan sólo una pequeña simiente, menos que nada. No quería a aquel hijo, era demasiado para él. Para mi asombro, se le quebró la voz. De pronto, su cara parecía devastada por el tiempo, vieja. ¿Dónde estaba mi displicente, vanidoso e irreverente marido? Me quedé mirándole, estupefacta. Si decidía tenerlo contra su voluntad, me dijo con voz ronca, sería el fin. «¿El fin de qué?», le pregunté atónita. «El fin de lo nuestro», contestó con aquella horrible voz rota que yo no reconocía. El fin de nuestro matrimonio. Nos quedamos callados, mirándonos mutuamente sobre la mesa de la cocina. Le pregunté por qué le aterraba tanto que el bebé naciera. Dejó de mirarme, suspiró y se frotó los ojos. Me dijo que se estaba haciendo viejo. Se acercaba a los cincuenta. Eso en sí ya era terrible. Envejecer. Soportar la presión del trabajo para mantener a raya a los chacales jóvenes, competir con ellos día tras día. Y, sobre todo, ver cómo se desvanecía su atractivo. Era incapaz de aceptar el rostro que veía en el espejo cada mañana. Nunca había tenido una conversación semejante con Bertrand, ni había llegado a imaginar que envejecer supusiera un problema tan grave para él. «No quiero tener setenta años cuando mi hijo cumpla veinte», murmuraba una y otra vez. «No puedo, y no pienso hacerlo. Debes meterte esto en la cabeza, Julia. Si tienes ese hijo, vas a matarme. ¿Me oyes? Vas a matarme». Respiré hondo. No sabía qué decirle a Bamber, ni por dónde empezar. ¿Cómo podía entenderlo alguien que era tan joven y tan distinto? Sin embargo, agradecía su simpatía y su interés, así que enderecé los hombros. – Bueno, no voy a ocultártelo, Bamber ‑le dije sin mirarle, aferrando el volante con todas mis fuerzas‑. He pasado una noche de aúpa. – ¿Tu marido? ‑preguntó, tanteándome. – En efecto, mi marido ‑respondí. Asintió. Después se volvió hacia mí. – Julia, si quieres hablar de ello, cuenta conmigo ‑dijo con el mismo tono contundente y solemne con el que Churchill había asegurado: «Nunca nos rendiremos». No pude contener una sonrisa. – Gracias, Bamber. Eres un buen tío. Sonrió. – ¿Qué tal en Drancy? Solté un gemido. – Oh, Dios, ha sido horrible. Es el sitio más deprimente que te puedas imaginar. ¿Te puedes creer que hay gente viviendo allí? Fui con un amigo cuya familia fue deportada desde allí. No vas a disfrutar tomando fotos de Drancy, créeme. Es diez veces peor que la calle Nélaton. Salí de París por la A‑6. Por suerte, no había mucho tráfico a esa hora del día. Íbamos callados. Me di cuenta de que tenía que hablar con alguien sobre el bebé, y pronto. No podía seguir guardándomelo. ¿Charla? Era demasiado temprano para llamarla. En Nueva York apenas eran las seis de la mañana, aunque su jornada como implacable abogada de éxito estaba a punto de empezar. Tenía dos niños pequeños que eran el vivo retrato de su ex marido, Ben. Ahora tenía un nuevo esposo, Barry, que era un tipo encantador y trabajaba con ordenadores, pero yo aún no lo conocía demasiado. Me moría por escuchar la voz de Charla, la forma tan cálida y afable en que decía «¡Hola!» por el teléfono cuando sabía que era yo. Charla y Bertrand nunca habían congeniado. Digamos que se toleraban, y había sido así desde el principio. Yo sabía lo que Bertrand pensaba de Charla: La típica americana, guapa, brillante, arrogante y feminista. Y ella de él: El típico franchute, atractivo, chauvinista y engreído. Echaba de menos a Charla. Me encantaban su vitalidad, su risa, su sinceridad. Cuando me vine de Boston a París, hace ya muchos años, ella aún no había cumplido los veinte. Al principio no la añoré demasiado; al fin y al cabo, sólo era mi hermana pequeña. Ahora era cuando la echaba de menos. Muchísimo. – Mmm… ‑sonó la voz suave de Bamber‑. ¿Ésa no era nuestra salida? Lo era. – ¡Mierda! ‑dije. – No importa ‑me tranquilizó Bamber mientras se peleaba con el mapa‑. La siguiente también nos va bien. – Lo siento ‑murmuré‑. Estoy un poco cansada. Me sonrió con gesto comprensivo y mantuvo la boca cerrada. Eso era algo que me gustaba de Bamber. Beaune‑la‑Rolande estaba cerca, una ciudad sombría perdida entre los trigales. Aparcamos en el centro, junto a la iglesia y el ayuntamiento. Dimos una vuelta y Bamber sacó algunas fotos. Había poca gente; era un lugar triste y solitario. Había leído que el campo estaba situado en la zona nordeste, y que en los años sesenta habían construido en él una escuela técnica. El campo estaba a unos tres kilómetros de la estación, justo en el otro extremo de la ciudad lo que significaba que las familias deportadas tuvieron que atravesar andando el corazón de Beaune‑la‑Rolande. Pensé que tenían que quedar personas que lo recordaran, y se lo dije a Bamber; vecinos que se habían asomado a la ventana o al umbral de la puerta para ver desfilar esas hileras interminables de gente. La estación de tren ya no prestaba servicio. La habían renovado y transformado en una guardería, lo cual no dejaba de ser una enorme ironía, me dije al ver a través de las ventanas los dibujos de colores y los animales de peluche. Un grupo de niños pequeños jugaba en un área vallada a la derecha del edificio. Una mujer de cerca de treinta años con un crío en brazos salió a preguntarme si quería algo. Le contesté que era periodista y que buscaba información sobre el antiguo campo de internamiento que se levantaba en aquel lugar en los años cuarenta. La mujer no había oído hablar de él en su vida. Yo señalé el cartel sobre la puerta de la guardería. «En memoria de los miles de niños, mujeres y hombres judíos que entre mayo de 1941 y agosto de 1943 pasaron por esta estación y el campo de internamiento de Beaune‑la‑Rolande antes de ser deportados al campo de exterminio de Auschwitz, donde fueron asesinados. Que no se olvide jamás». La mujer se encogió de hombros, sonriéndome con aire de disculpa. No lo sabía. Era demasiado joven, al fin y al cabo. Aquello había ocurrido mucho antes de que ella naciera. Le pregunté si la gente iba a la estación a ver el cartel. Me contestó que ella sólo llevaba un año trabajando allí, pero que nunca había visto a nadie. Bamber tomaba fotografías mientras yo rodeaba el achaparrado edificio blanco. El nombre de la ciudad figuraba grabado en letras negras a ambos lados de la estación. Me asomé por encima de la valla. Los viejos raíles estaban sembrados de maleza, pero seguían en su sitio, con sus traviesas de madera y su acero oxidado. Sobre aquellos rieles abandonados habían rodado muchos trenes con destino a Auschwitz. Al mirar las traviesas se me encogió el corazón, y de pronto sentí que me costaba mucho respirar. El 5 de agosto de 1942 el convoy número 15 había llevado a los padres de Sarah Starzynski directos a la muerte.
S arah durmió mal aquella noche. Escuchaba los gritos de Rachel una y otra vez. Se preguntó dónde estaría ahora su compañera, y cómo se encontraría. ¿La estarían cuidando, ayudándola a reponerse? ¿Adónde se habían llevado a todas esas familias judías? ¿Qué habían hecho con sus padres y con los niños del campo de Beaune? Tendida boca arriba en la cama, Sarah escuchaba el silencio de la vieja casa. Tenía tantas preguntas, y ninguna respuesta. Antes, su padre le resolvía todas sus dudas: por qué el cielo es azul, de qué están hechas las nubes, cómo vienen al mundo los bebés. Por qué hay mareas en el océano, cómo crecen las flores, por qué la gente se enamora. Siempre se tomaba su tiempo para contestarle, con paciencia y con calma, usando palabras sencillas y claras. Jamás le decía que no tenía tiempo, ya que le encantaba que no dejara de hacerle preguntas, y decía que era una niña muy inteligente. Pero también recordó que últimamente su padre había dejado de contestar a sus preguntas acerca de la estrella amarilla, la prohibición de ir al cine o a la piscina municipal, el toque de queda, o incluso ese alemán que odiaba a los judíos y cuyo solo nombre la hacía estremecerse. No, su padre no respondía, y se limitaba a quedarse pensativo y callado. Cuando, justo antes de que vinieran a arrestarlos en aquel jueves negro, ella volvió a preguntarle por segunda o tercera vez en qué consistía exactamente ser judío para que los demás los odiaran tanto (Sarah no podía creer que les tuvieran miedo porque eran «diferentes»), su padre desvió la mirada, como si no la hubiese oído, pero ella sabía que la había escuchado perfectamente. No quería pensar en su padre. Le causaba demasiado dolor. Ni siquiera recordaba la última vez que le había visto. Sí, había sido en el campo, pero ¿cuándo exactamente? Lo había olvidado. En el caso de su madre sí recordaba la última vez que había visto su cara: fue cuando ella se dio la vuelta, mientras se alejaba con las otras mujeres que caminaban entre sollozos por el largo y polvoriento camino que conducía a la estación. Sarah tenía una imagen nítida grabada en la cabeza, como una fotografía. El semblante pálido de su madre, sus ojos asombrosamente azules. El fantasma de una sonrisa. Pero con su padre no hubo una última vez. No tenía, una última imagen que evocar o a la que aferrarse. Trató de recordarle ahora, de visualizar su rostro delgado y moreno, su mirada profunda. Tenía los dientes muy blancos, en contraste con su tez oscura. Siempre había oído decir que ella se parecía a su madre, al igual que Michel. Tenían sus hermosos rasgos eslavos, sus pómulos altos y anchos y sus ojos rasgados. Su padre se quejaba de que ninguno de sus hijos se parecía a él. Ahora, Sarah intentó apartar de su mente la sonrisa de su padre. Era demasiado dolorosa, demasiado intensa. Al día siguiente pensaba partir hacia París. Debía volver a casa y averiguar qué había sido de Michel. A lo mejor estaba a salvo, como ella. A lo mejor alguien generoso y de buen corazón había conseguido abrir la puerta de su escondite y sacarle de allí. ¿Pero quién?, se preguntaba. ¿Quién podía haberle ayudado? Sarah nunca se había fiado de madame Royer, la concierge. Tenía la mirada huidiza y la sonrisa falsa. No, seguro que ella no. Tal vez el simpático profesor de violín, el que en la mañana de aquel jueves negro había gritado: «¡No pueden hacer eso! ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso!». Sí, quizás había conseguido salvar a Michel, quizás Michel se hallaba a salvo en casa de ese señor mientras él interpretaba baladas polacas para él. Se imaginó las carcajadas de Michel y sus mofletes rosados mientras tocaba las palmas con sus manitas y bailaba sin dejar de dar vueltas y más vueltas. Quizá su hermano la estaba esperando, quizá le decía cada mañana al profesor de violín: «¿Cuándo va a venir Sirka? ¿Va a venir hoy? Me prometió que volvería a por mí, ¡me lo prometió!». Cuando al amanecer se despertó con el canto de un gallo, se dio cuenta de que la almohada estaba mojada, empapada de lágrimas. Se vistió deprisa, poniéndose la ropa limpia que Geneviève le había dado. Eran prendas de chico, resistentes y pasadas de moda. Se preguntó a quién habrían pertenecido. ¿A ese tal Nicolas Dufaure que se había tomado la molestia de escribir su nombre en todos sus libros? Después, Sarah guardó la llave y el dinero en un bolsillo. Abajo, la amplia y fresca cocina estaba vacía. Aún era pronto. El gato dormía enroscado en una silla. La chica desayunó un trozo de pan tierno y un poco de leche. De vez en cuando se palpaba el bolsillo para cerciorarse de que el fajo de dinero y la llave estaban a buen recaudo. Era una mañana calurosa y gris. Pensó que por la noche habría tormenta, una de esas ruidosas tormentas que tanto miedo le daban a Michel. Se preguntó cómo iba a llegar a la estación. ¿A qué distancia estaba Orleans? No tenía ni idea. ¿Cómo se las arreglaría para encontrar el camino? He llegado hasta aquí, se dijo, así que ahora no puedo rendirme: encontraré una forma de llegar. Pero no podía marcharse sin despedirse de Jules y Geneviève, así que esperó mientras, sentada en los peldaños de la entrada, se dedicaba a tirar migas a las gallinas y a los pollitos. Geneviève bajó media hora después. Su rostro aún mostraba vestigios de la crisis de la noche anterior. Minutos después, apareció Jules, que plantó un cariñoso beso en la cabeza rapada de Sarah. La chica observó cómo preparaban el desayuno con gestos lentos y cuidadosos. Les había tomado cariño. Más que cariño, admitió para sus adentros. ¿Cómo iba a decirles que se marcharía ese día? Estaba convencida de que iba a partirles el corazón, mas no le quedaba otra opción: debía volver a París. Cuando se lo dijo, ya habían terminado de desayunar y estaban recogiendo la mesa. – ¡Pero no puedes hacer eso! ‑ espetó la anciana, a punto de dejar caer la taza que estaba secando ‑. Hay patrullas en las carreteras, y los trenes están vigilados. Ni siquiera tienes una identificación. Te pararán y te llevarán de vuelta al campo. – Tengo dinero ‑ dijo Sarah. – Pero eso no impedirá que los alemanes… Jules interrumpió a su esposa levantando la mano. Trató de convencer a Sarah de que se quedara un poco más hablándole con calma y firmeza, como hacía su padre. Ella le escuchó, asintiendo con gesto distraído. Tenía que conseguir que la entendieran. ¿Cómo explicarles con la misma serenidad y aplomo con que se expresaba Jules que para ella era vital volver a casa? Las palabras brotaron en tropel de su boca. Harta de intentar ser adulta, dio una patada en el suelo. – Si intentan detenerme ‑ avisó en tono ominoso ‑, me escaparé. Se enderezó y se dirigió hacia la puerta. Ellos, que no habían hecho ademán de moverse, se quedaron mirándola, petrificados. – ¡Espera! ‑ le pidió Jules, al fin ‑. Aguarda un minuto. – No, no voy a esperar. Me voy a la estación ‑ dijo Sarah, con la mano en el pomo de la puerta. – Ni siquiera sabes dónde está ‑ le dijo Jules. – La encontraré. Encontraré el camino. Abrió el cerrojo. – Adiós ‑ les dijo a la pareja de ancianos ‑. Adiós, y gracias. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la valla que rodeaba la granja. Había sido muy sencillo, pero al cruzar la cancela y agacharse para acariciarle la cabeza al perro, se dio cuenta de pronto de lo que había hecho. Ahora estaba sola, completamente sola. Se acordó del agudo chillido de Rachel, del ruido sordo y pesado de las botas al desfilar y de la risa escalofriante del teniente, y al hacerlo todo su coraje se desvaneció. Contra su voluntad, volvió la cabeza para mirar la casa. Jules y Geneviève seguían observándola tras el cristal de la ventana, paralizados. Después se movieron, los dos a la vez, Jules para coger su gorra y Geneviève su bolso. Salieron corriendo al exterior y cerraron la puerta. Cuando la alcanzaron, Jules le puso la mano en el hombro. – Por favor, no intenten detenerme ‑ susurró Sarah, poniéndose colorada. Estaba contenta y enfadada al mismo tiempo por que la hubieran seguido. – ¿Detenerte? ‑ retrucó Jules con una sonrisa ‑. No pensamos detenerte, niña testaruda. Vamos contigo.
N os dirigimos hacia el cementerio bajo un sol ardiente y seco. De repente me dieron arcadas y tuve que pararme para recuperar el aliento. Bamber parecía inquieto. Le rogué que no se preocupara, pues sólo era la falta de sueño. Una vez más pareció dudar, mas no hizo ningún comentario. El cementerio era pequeño, pero nos llevó un buen rato encontrar alguna pista en él. Casi nos habíamos rendido cuando Bamber atisbó unos guijarros sobre una tumba. Era una tradición judía, por lo que nos acercamos. En la lápida lisa y blanca rezaba: «Los veteranos judíos deportados erigieron este monumento diez años después de su internamiento para perpetuar la memoria de sus mártires, víctimas de la barbarie hitleriana. Mayo de 1941 – Mayo de 1951». – ¡«Barbarie hitleriana»! ‑comentó Bamber con tonillo zumbón‑. Suena como si los franceses no hubieran tenido nada que ver. Había muchos nombres y fechas en la lápida. Me agaché para ver mejor. Se trataba de niños, de apenas dos o tres años, que habían perecido en el campo de internamiento entre julio y agosto de 1942. Los niños del Vel' d'Hiv'. Desde el primer momento estuve convencida de que todo lo que había leído sobre la redada era cierto. Sin embargo, en aquel caluroso día de primavera, al contemplar la tumba, la cruda realidad me abrumó con toda su dureza. Y supe que no descansaría, que jamás estaría tranquila hasta que averiguara cuál había sido el destino de Sarah Starzynski. Y qué era lo que los Tézac sabían y se resistían a contarme. De vuelta al centro de la ciudad, nos cruzamos con un anciano que llevaba una cesta de verduras en la mano. Debía de tener unos ochenta años, tenía la cara redonda y colorada y el pelo totalmente cano. Cuando le pregunté si sabía dónde se encontraba el antiguo campo judío, nos miró con recelo. – ¿El campo? ‑inquirió‑. ¿Quieren saber dónde estaba el campo? Asentimos. – Nadie pregunta por el campo ‑farfulló. Empezó a toquetear los puerros de la cesta, rehuyendo nuestra mirada. – Pero ¿sabe dónde estaba? ‑insistí. El anciano tosió. – Pues claro que lo sé. Llevo viviendo aquí toda mi vida. Cuando era niño no sabía qué era ese sitio. Nadie lo mencionaba, y todos actuábamos como si no estuviera allí. Sabíamos que tenía algo que ver con los judíos, pero no hacíamos preguntas. Estábamos demasiado asustados, así que sólo nos metíamos en nuestros propios asuntos. – ¿Recuerda algún detalle específico del campo? ‑le pregunté. – Yo tenía unos quince años ‑dijo‑. Recuerdo que en el verano del 42 pasaron por esta misma calle multitudes de judíos que venían de la estación. Sí, pasaron justo por aquí. ‑Señaló con su dedo engarfiado a lo largo de la calle donde nos encontrábamos‑. Por la Avenue de la Gare. Hordas de judíos. Un día, empezó a sonar un ruido espantoso. Y eso que mis padres vivían un poco lejos del campo, pero aun así lo oíamos. Era una especie de rugido, un clamor que se escuchaba por toda la ciudad. Oí a mis padres hablar con los vecinos. Decían que en el campo estaban separando a las madres de los hijos. ¿Para qué? No lo sabíamos. Vi a un grupo de mujeres judías caminando hacia la estación. Bueno, no es que caminaran. Más bien era que la policía las llevaba a empujones por la carretera, mientras ellas lloraban sin cesar. Conforme recorría la calle con la mirada, su mirada se extraviaba en sus recuerdos. Luego, levantó la cesta con un gruñido. – Un día ‑prosiguió‑, el campo se quedó vacío. Yo me dije: «los judíos se han ido». No sabía adónde, y dejé de pensarlo. Todos lo hicimos. No hablamos nunca de ellos ni queremos acordarnos. Hay lugareños que ni siquiera están al tanto. Se dio la vuelta y echó a andar. Lo anoté todo y volví a sentir arcadas, pero esta vez no sabía si era por las náuseas matutinas habituales o por lo que había descifrado en los ojos de aquel anciano, su indiferencia y su desprecio. Subimos con el coche desde la plaza del Mercado por la calle Roland, y aparcamos delante de la escuela. Bamber señaló que la calle se llamaba rue des Déportés, calle de los Deportados. Agradecí aquel detalle. Creo que no habría podido soportar que se hubiera llamado «avenida de la República». La escuela técnica era un edificio moderno y austero, sobre el que se cernía un viejo depósito de agua. Era complicado imaginarse el campo allí, bajo la espesa capa de cemento y las plazas del aparcamiento. Los estudiantes se agrupaban fumando alrededor de la entrada. Era la hora de comer. Nos dimos cuenta de que en un cuadradito de hierba descuidada había unas extrañas esculturas retorcidas con unas figuras talladas en ellas. En una de ellas leímos: «Deben actuar por todos y para todos, con espíritu de fraternidad». Nada más. Bamber y yo nos miramos, perplejos. Le pregunté a uno de los estudiantes si las esculturas guardaban alguna relación con el campo. Él me respondió: «¿Qué campo?», mientras su compañero soltaba una risita. Le expliqué la naturaleza del campo, y parece que eso le quitó las ganas de reír. Entonces, una chica del grupo nos indicó que había una especie de placa bajando la calle, de vuelta hacia el pueblo. No la habíamos visto desde el coche. Le pregunté si era una placa conmemorativa y ella me contestó que eso creía. El monumento estaba tallado en mármol negro, con unas letras doradas de aspecto descolorido. Lo había levantado el alcalde de Beaune‑la‑Rolande en 1965. En la cima tenía grabada en oro una estrella de David. Había en ella una lista interminable de nombres. Encontré dos que se habían convertido en algo dolorosamente familiar para mí: «Starzynski, Wladyslaw. Starzynski, Rywka». A los pies del poste de mármol, advertí una pequeña urna cuadrada. «Aquí descansan las cenizas de nuestros mártires de Auschwitz‑Birkenau». Un poco más arriba por debajo de la lista de nombres, leí otra frase: «A los 3.500 niños judíos arrancados de los brazos de sus padres, internados en Beaune‑la‑Rolande y Pithiviers, deportados y exterminados en Auschwitz». Bamber leyó en alto con su refinado acento británico: «Víctimas de los nazis, enterrados en la tumba de Beaune‑la‑Rolande». Debajo, descubrimos los mismos nombres que habíamos visto grabados en la tumba del cementerio, los de los niños del Vel' d'Hiv' muertos en el campo. – Otra vez «víctimas de los nazis» ‑murmuró Bamber‑. Me parece que éste es un caso perfecto para que actúe la diosa Némesis. Nos quedamos de pie, contemplando el monumento en silencio. Bamber había sacado unas fotos, pero ahora tenía la cámara en el estuche. En el mármol blanco no se mencionaba que la policía francesa había sido la única responsable de custodiar el campo, ni tampoco de lo que había ocurrido detrás de la alambrada. Volví la cabeza hacia el pueblo, donde la siniestra aguja de la iglesia se alzaba a mi izquierda. Sarah Starzynski había subido por este mismo camino, había pasado justo por donde yo me encontraba y después había girado a la izquierda, hacia el campo de internamiento. Varios días después sus padres habían salido de él para ir a la estación, derechos hacia su propia muerte. Los niños se habían quedado solos durante varias semanas, y luego los mandaron a Drancy. Y al fin, desde allí, tras un largo camino, los habían conducido a Polonia, a sus solitarias muertes. ¿Qué le había ocurrido a Sarah? ¿Había muerto allí? No encontré rastro de su nombre en el cementerio ni en este monumento. ¿Había conseguido escapar? Miré hacia el norte, más allá del depósito de agua que se erguía en las afueras del pueblo. ¿Seguiría viva aún? Date: 2015-12-13; view: 454; Нарушение авторских прав |