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París, mayo de 2002 13 page





¿Tu hermano?dijo el chico, despacio ‑. Aquí no vive ningún Michel.

Le dio un empujón brutal para apartarlo, sin advertir que en el recibidor había cuadros nuevos, una estantería que no le sonaba de nada y una alfombra roja y verde. El chico gritó, desconcertado, pero ella no se detuvo, corrió por el largo pasillo que tan bien conocía, giró a la izquierda y entró en su habitación. Tampoco reparó en el papel de la pared ni en la cama nueva ni en los libros y objetos personales que nada tenían que ver con ella.

El chico llamó a voces a su padre y en la habitación contigua se oyeron pasos precipitados.

A toda prisa, Sarah sacó la llave del bolsillo y presionó con la palma de la mano el dispositivo oculto. La cerradura del armario quedó a la vista.

Escuchó el repique del timbre y un rumor de voces alarmadas que se acercaban: Jules, Geneviève y un hombre desconocido.

Debía actuar deprisa, tenía que ser rápida. Mascullaba una y otra vez:

Michel, Michel, Michel, soy yo, Sirka…

Le temblaban tanto los dedos que se le cayó la llave. A su espalda, el chico entró corriendo en el cuarto.

¿Qué estás haciendo?preguntó, jadeando ‑. ¿Por qué has entrado en mi habitación?

Ella le ignoró, cogió la llave e intentó meterla en la cerradura. Estaba demasiado nerviosa e impaciente. Tardó unos segundos, pero al fin la cerradura chasqueó, y la chica abrió la puerta del armario secreto.

Un hedor pútrido la golpeó como un puño. Se echó atrás. El chico dio un respingo a su lado, asustado, mientras Sarah caía de rodillas.

Un hombre alto de pelo entrecano irrumpió en la habitación, seguido por J ules y Geneviève.

Sarah no podía hablar, sólo temblaba, y se tapaba los ojos y la nariz con las manos, intentando protegerse de aquel hedor.

Jules se acercó, le puso una mano en el hombro y miró al interior del armario. La chica notó que la rodeaba con sus brazos y que intentaba llevársela de allí.

Él le susurró al oído:

Vamos, Sarah, ven conmigo…

Intentó separarse de él con todas sus fuerzas, arañando, pataleando, luchando con uñas y dientes, y logró volver junto a la puerta abierta del armario.

En el fondo del armario había un bulto, un cuerpecillo inerte, acurrucado. Después, Sarah vio aquella carita adorable, ahora tan ennegrecida que era casi imposible reconocerla.

La chica volvió a caer de rodillas, y después chilló con toda la fuerza de sus pulmones. Gritó por su madre y por su padre. Gritó por Michel.

 

E douard Tézac aferró el volante con las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Yo lo miraba, hipnotizada.

– Aún la oigo gritar ‑susurró‑. Nunca he logrado olvidarlo.

Yo estaba conmocionada con lo que acababa de descubrir. Así que Sarah Starzynski había escapado de Beaune‑la‑Rolande, para regresar a la calle Saintonge y efectuar aquel descubrimiento espeluznante.

Era incapaz de hablar. Sólo podía contemplar a mi suegro. Él siguió hablando, con voz ronca y grave.

– Hubo un momento espantoso, cuando mi padre miró en el armario. Yo intenté asomarme también, pero él me apartó de un empujón. No entendía lo que estaba pasando. Ese olor… era la hediondez de algo corrompido, putrefacto. Entonces, mi padre sacó con cuidado el cuerpo de un niño. No podía tener más de tres o cuatro años. Yo no había visto un cadáver en mi vida. Era una imagen escalofriante. El niño tenía el pelo rubio y rizado. Estaba tieso, encogido, con la cara entre en las manos, y la piel de un horrible color verde…

Las palabras se le atravesaron en la garganta, y creí que iba a vomitar. Le apreté el codo, tratando de transmitirle simpatía y afecto. Era una situación irreal: yo, intentando consolar a mi suegro, un hombre orgulloso y altivo que ahora no hacía más que llorar convertido en un viejo tembloroso. Se limpió los ojos con dedos trémulos y prosiguió.


– Todos nos quedamos horrorizados. La niña se desmayó y cayó al suelo. Mi padre la cogió y la tendió sobre mi cama. Pero ella se giró, vio la cara del niño y volvió a chillar. Al escuchar a mi padre y al matrimonio que venía con la chica, empecé a comprender lo que había pasado. El niño era su hermano pequeño, y nuestro nuevo apartamento había sido su hogar. El niño llevaba escondido allí desde el día de la redada del Vel' d'Hiv', el 16 de julio. La niña pensó que podría volver a sacarle de allí, pero se la llevaron a un campo fuera de París.

Se produjo una nueva pausa que se me hizo eterna.

– ¿Y qué pasó después? ‑pregunté, cuando al fin me salió la voz.

– Aquellos dos ancianos venían de Orleans. La niña se había escapado de un campo de internamiento cercano y había acabado colándose en su granja. Ellos decidieron ayudarla y llevarla de vuelta a París, a su casa. Mi padre les explicó que nuestra familia se había mudado allí a finales de julio. Él no sabía nada del armario que estaba en mi cuarto. Ninguno de nosotros lo sabía. Yo había notado un olor fuerte y desagradable, pero mi padre pensó que debía de haber alguna tubería atascada y había avisado al fontanero, que tenía previsto venir esa misma semana.

– ¿Qué hizo tu padre con…, con el niño?

– No lo sé. Recuerdo oírle decir que quería ocuparse de todo. Estaba consternado y se sentía fatal. Creo que aquella pareja se llevó el cadáver, pero no estoy seguro. No lo recuerdo.

– ¿Y después qué pasó? ‑le pregunté, conteniendo el aliento.

Me miró con sarcasmo.

– ¿Y después qué pasó? ¿Y después qué pasó? ‑Soltó una carcajada llena de amargura‑. Julia, ¿te imaginas cómo nos sentimos cuando la niña se fue? Cómo nos miró. Nos odiaba, nos aborrecía. Para ella, la culpa era nuestra. Éramos criminales de la peor calaña. Nos habíamos ido a vivir a su casa y habíamos dejado morir a su hermano. Sus ojos… Había en ellos tanto odio, tanto dolor, tanta desesperación… Eran los ojos de una mujer en el rostro de una niña de diez años.

Yo también vi aquellos ojos y me estremecí.

Edouard suspiró, y con las palmas de las manos se frotó la cara, cansada y pálida.

– Cuando se fueron, mi padre se sentó, enterró la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Estuvo así mucho tiempo. Yo nunca lo había visto llorar, y jamás volví a verlo. Mi padre era un tipo fuerte. A mí me habían dicho que en la familia Tézac los varones nunca lloraban ni demostraban sus sentimientos, así que fue un momento terrible. Mi padre me dijo que lo que había ocurrido era algo monstruoso, y que ni él ni yo lo olvidaríamos mientras viviéramos. A continuación, me contó cosas que hasta entonces nunca había mencionado. Me dijo que ya era lo bastante mayor para saberlas, y me explicó que antes de mudarnos no le había preguntado a madame Royer quién vivía en el apartamento. Sabía de sobra que se trataba de una familia judía, y que los habían arrestado durante la redada, pero había preferido cerrar los ojos, igual que hicieron tantos otros parisinos durante aquel terrible año de 1942. Sí, cerró los ojos el día de la redada, cuando vio a toda aquella gente apiñada en los autobuses, camino de Dios sabe dónde. Ni siquiera preguntó por qué estaba vacío el apartamento, ni adónde habían ido a parar las pertenencias de esa gente. Sí, actuó como cualquier otro parisino, se mudó con su familia a una casa más grande y cerró los ojos. Pero en ese momento la chica había vuelto y habíamos descubierto que el niño estaba muerto. Lo más probable era que ya lo estuviera cuando nos mudamos. Mi padre predijo que jamás podría olvidarlo, jamás. Y tenía razón, Julia. Ese horror ha estado ahí, entre nosotros. Y yo llevo cargando con él sesenta años.


Se calló, sin levantar aún la barbilla del pecho. Traté de imaginar lo que debía de haber sido para él guardar aquel secreto durante tanto tiempo.

– ¿Y Mamé? ‑le pregunté, decidida a presionarle para que me contara la historia completa.

Edouard negó con la cabeza, muy despacio.

– Mamé no estaba en casa aquella tarde. Mi padre no quiso que se enterara de lo que había ocurrido. Se sentía abrumado por la culpa, aunque, por supuesto, la culpa no era suya. No podía soportar la idea de que ella lo supiera y, tal vez, lo juzgara. Me dijo que yo ya era lo bastante mayor para guardar un secreto, y que Mamé no debía enterarse. Parecía tan triste y tan desesperado que acepté.

– ¿Y sigue sin saberlo? ‑le pregunté.

Respiró hondo una vez más.

– No estoy seguro, Julia. Ella estaba al tanto de lo de la redada, como todos, ya que había ocurrido delante de nuestras narices. Cuando volvió por la noche, mi padre y yo estábamos raros y distantes, y ella se dio cuenta de que había pasado algo. Aquella noche vi al niño muerto en mis sueños, y después volví a verlo muchas otras noches. Tenía pesadillas, y seguí teniéndolas hasta los veintitantos años. Me sentí más que aliviado cuando nos marchamos de aquel piso. Me da la impresión de que mi madre quizá supiera por lo que había pasado mi padre y cómo había debido de sentirse. Quizás él acabó contándoselo, porque era una carga demasiado pesada, pero Mamé nunca me ha hablado de ello.


– ¿Y Bertrand? ¿Y tus hijas? ¿Y Colette?

– No saben nada.

– ¿Por qué no? ‑pregunté.

Me puso la mano en la muñeca. Estaba muy fría, y su tacto se colaba por mi piel como hielo.

– Porque le prometí a mi padre en su lecho de muerte que no se lo contaría a mis hijos ni a mi esposa. Él cargó con su culpa durante el resto de su vida. No quiso compartirla ni hablar de ella con nadie. Y yo respeté su decisión. ¿Me entiendes?

Asentí.

– Por supuesto.

Hice una pausa.

– Edouard, ¿qué fue de Sarah?

Sacudió la cabeza.

– Entre 1942 y el momento de su muerte, mi padre jamás volvió a pronunciar su nombre. Sarah se convirtió en un secreto en el que yo no dejaba de pensar. Dudo de que mi padre se diera cuenta siquiera de lo mucho que yo pensaba en ella, de cómo me hacía sufrir ese silencio. Deseaba saber cómo estaba, dónde estaba, qué había sido de ella, pero me hacía callar cada vez que le preguntaba. No podía creer que ya no le importara, que hubiera pasado página, como si ya no significara nada para él. Parecía como si quisiera enterrarlo todo en el pasado.

– ¿Estabas resentido con él por eso?

Asintió.

– Sí, en efecto. Estaba muy dolido. Mi admiración por él se empañó para siempre, pero no podía decírselo. Nunca lo hice.

Nos quedamos en silencio por un momento. Las enfermeras estarían empezando a preguntarse por qué monsieur Tézac y su nuera llevaban tanto rato sentados en el coche.

– Edouard, ¿quieres saber qué fue de Sarah Starzynski?

Por primera vez durante la conversación, sonrió.

– No sabría por dónde empezar ‑dijo.

Yo también sonreí.

– Es mi trabajo. Yo puedo ayudarte.

Su cara pareció algo menos demacrada y pálida. De pronto sus ojos brillaban, llenos de una nueva luz.

– Julia, hay algo más. Cuando mi padre murió, hace ya casi treinta años, su abogado me dijo que en la caja fuerte guardaba unos documentos confidenciales.

– ¿Los leíste? ‑le pregunté, con el pulso acelerado.

Él agachó la mirada.

– Les eché un vistazo, justo después de la muerte de mi padre.

– ¿Y? ‑dije, conteniendo el aliento.

– Sólo eran papeles de la tienda, documentación sobre cuadros, muebles, objetos de plata.

– ¿Eso es todo?

Para mi decepción, se limitó a sonreír.

– Eso creo.

– ¿Qué quieres decir? ‑le pregunté, confusa.

– No volví a mirarlos. Recuerdo que hojeé muy rápido los papeles y me puse furioso al no encontrar nada sobre Sarah. Me enfadé con mi padre aún más.

Me mordisqueé el labio inferior.

– Entonces no estás seguro de que tal vez haya algo…

– No. Y no he vuelto a comprobarlo desde entonces.

– ¿Por qué no?

Apretó los labios.

– Porque no quería descubrir que, en efecto, no había nada.

– Ya que eso te haría enfadarte aún más con tu padre…

– Sí ‑admitió.

– Así que no sabes con certeza qué hay entre esos papeles. Llevas treinta años sin saberlo.

– Así es ‑respondió.

Cruzamos una mirada de inteligencia. Sólo fueron un par de segundos.

Edouard arrancó el motor y condujo como un poseso, me imaginé que hacia su banco. Nunca le había visto ir tan deprisa. Los conductores le amenazaban con el puño y los peatones se apartaban asustados. Durante el trayecto no pronunciamos una sola palabra, pero nuestro silencio era cálido, emocionado. Por primera vez estábamos compartiendo algo, y no dejábamos de mirarnos y sonreír.

Corrimos hacia el banco en cuanto encontramos un sitio donde aparcar en la avenida Bosquet sólo para descubrir que estaba cerrado porque era la hora de comer. Otra típica costumbre francesa que me sacaba de quicio, y aquel día más todavía. Estaba tan frustrada que me entraron ganas de llorar.

Edouard me dio dos besos y me hizo un gesto para que me marchara.

– Vete, Julia. Volveré a las dos, cuando abran. Te llamaré si encuentro algo.

Bajé por la avenida y cogí el autobús 92, que me dejaba directa en la oficina, junto al Sena.

Cuando el autobús arrancó, miré hacia atrás y vi a Edouard esperando delante del banco, una figura erguida y solitaria vestida con una chaqueta verde oscuro.

Me pregunté cómo se sentiría si en la caja fuerte no encontraba nada sobre Sarah, tan sólo montones de legajos sobre porcelanas y cuadros antiguos.

Y entonces sentí que mi corazón estaba con él.

 

E stá segura de esto, señora Jarmond? ‑me preguntó la doctora mirándome por encima de sus gafas de media luna.

– No ‑respondí con sinceridad‑. Pero de momento tengo que pedir hora para eso.

Recorrió con los ojos mi historial médico.

– Estaré encantada de concertar las citas por usted, pero no estoy segura de que se sienta del todo a gusto con lo que ha decidido.

Mis pensamientos volaron a la noche anterior. Bertrand estuvo extraordinariamente tierno, atento. Durante toda la noche me tuvo abrazada, diciéndome una y otra vez que me quería, que me necesitaba, pero que no podía afrontar la perspectiva de tener un hijo a estas alturas. Él había pensado que el hecho de envejecer nos uniría más, que podríamos viajar más a menudo conforme Zoë fuese cada vez más independiente. De hecho, había concebido nuestros cincuenta como una segunda luna de miel.

Yo le escuché, mientras las lágrimas bañaban mi cara en la oscuridad. Ironías de la vida. Bertrand me dijo todo lo que siempre había soñado oír de su boca, hasta la última palabra. Estaba todo allí: la bondad, el compromiso, la generosidad que siempre había esperado de él. El problema era que yo llevaba dentro un bebé que él no quería. Mi última oportunidad de volver a ser madre. No dejaba de pensar en lo que me había dicho Charla: «También es tu hijo».

Durante años había anhelado darle a Bertrand otro hijo, demostrar mi valía, ser una esposa perfecta y obtener la aprobación de los Tézac, pero ahora me daba cuenta de que quería a ese niño para mí misma. Era mi bebé, mi último hijo. Quería sentir su peso en mis brazos, oler el dulce aroma a leche de su piel. Era carne de mi carne y sangre de mi sangre. Estaba deseando que llegara el parto para notar la cabeza del bebé abriéndose paso a través de mi cuerpo, gozar de la sensación inconfundible y pura de traer un niño al mundo. Aunque fuese entre lágrimas y dolor, yo quería ese llanto y ese suplicio en vez del dolor del vacío y las lágrimas de un vientre yermo surcado de cicatrices.

Salí de la consulta del médico y me dirigí hacia Saint‑Germain, donde iba a reunirme con Hervé y Christophe para tomar algo en el café Flore. Había pensado no contarles nada, pero en cuanto me vieron la cara se preocuparon tanto que no tardé en confesárselo todo. Como siempre, tenían opiniones opuestas. Hervé decía que debía abortar y que mi matrimonio era lo más importante, mientras que Christophe insistía en que el centro de todo era el bebé. Si no tenía a mi hijo, lo lamentaría el resto de mi vida.

La conversación se fue acalorando tanto que se olvidaron de mi presencia y empezaron a discutir entre ellos. Como no podía soportarlo, les interrumpí dando un puñetazo en la mesa que casi tiró los vasos. Me miraron sorprendidos, ya que ése no era mi estilo. Me disculpé, les dije que estaba demasiado cansada para seguir hablando sobre ese asunto y me fui. Los dejé allí con gesto desconsolado, pero pensé que no pasaba nada, y que lo arreglaría más tarde. Eran mis amigos de toda la vida, así que seguro que lo entenderían.

Volví a casa atravesando el Jardín de Luxemburgo. No había vuelto a saber nada de Edouard desde el día anterior. ¿ Significaba eso que no había encontrado nada relacionado con Sarah en la caja fuerte de su padre? Imaginé todo el rencor, toda la amargura y la decepción aflorando de nuevo. Me sentía mal, como si la culpa fuera mía por haber echado sal en una vieja herida.

Paseé despacio por los caminos sinuosos y floridos, sorteando corredores, paseantes, ancianos, jardineros, turistas, amantes, adictos al taichí, jugadores de petanca, adolescentes, lectores, gente que simplemente tomaba el sol. La concurrencia habitual del Jardín de Luxemburgo. Había muchos bebés y, como era de esperar, cada bebé con el que me cruzaba me hacía pensar en el ser diminuto que llevaba en mi vientre.

Aquel día, muy temprano, antes de la cita con la doctora, había hablado con Isabelle. Me había apoyado, como de costumbre. Por muchos loqueros y amigos a los que consultara, por muchas opiniones y factores que sopesara, la decisión era mía, me dijo. En resumidas cuentas, era yo quien tenía que elegir, y eso era precisamente lo que hacía todo aún más doloroso.

Había algo de lo que estaba segura: debía mantener a Zoë al margen de esto a toda costa. En un par de días empezaría sus vacaciones. Iba a pasar parte del verano en Long Island con Cooper y Alex, los hijos de Charla, y después se quedaría con mis padres en Nahant. En cierto modo me sentía aliviada, pues eso significaba que abortaría mientras ella estaba fuera. Si es que al final me decidía a abortar, claro.

Cuando llegué a casa había un gran sobre beis en mi mesa. Zoë, que hablaba por teléfono con una amiga, me dijo a voces desde la habitación que lo acababa de traer la concierge.

No tenía dirección, sólo mis iniciales garabateadas en tinta azul. Lo abrí y saqué un cartapacio rojo y descolorido.

Al ver escrito el nombre «Sarah» di un respingo.

Enseguida supe qué contenía esa carpeta. Gracias, Edouard, me dije emocionada. Gracias, gracias, gracias.

 

D entro de la carpeta había una docena de cartas, fechadas entre septiembre de 1942 y abril de 1952. El papel era fino y de color azul, y estaba escrito con una caligrafía pulcra y redondeada. Las leí detenidamente. Todas eran de un tal Jules Dufaure, que vivía cerca de Orleans. Eran más bien breves, y todas ellas hablaban de Sarah: sus progresos, sus estudios, su estado de salud. Las frases eran amables, pero sucintas. «A Sarah le va muy bien. Este año está aprendiendo latín. En primavera ha pasado la varicela». «Sarah ha ido este verano a Bretaña con mis nietos, y ha visitado el monte Saint‑Michel».

Di por hecho que Jules Dufaure era el caballero ya mayor que había escondido a Sarah tras su fuga de Beaune, el mismo que la había llevado de vuelta a París el día en que hizo el escalofriante descubrimiento del armario. Pero ¿por qué Jules Dufaure le escribía a André Tézac para hablarle de Sarah con tantos pormenores? No lo entendía. ¿Acaso le había pedido André que lo hiciera?

Averigüé la explicación al ver un extracto bancario. Todos los meses, André Tézac hacía que su banco enviara una transferencia a nombre de los Dufaure, destinada a Sarah. Se trataba de una suma generosa, y la había estado enviando durante diez años.

Así que durante diez años el padre de Edouard había intentado ayudar a Sarah a su manera. No pude evitar pensar en el inmenso alivio de Edouard al hallar esa información en la caja fuerte. Me lo imaginé leyendo las cartas y haciendo este descubrimiento. Después de tanto tiempo, aquí estaba la redención de su padre.

Me di cuenta de que Jules Dufaure no remitía sus cartas a la calle Saintonge, sino a la tienda de antigüedades de André, en la calle Turenne. Me pregunté la razón, y me imaginé que debía de ser por Mamé. André no quería que ella se enterara, del mismo modo que tampoco quería que Sarah supiera que él le enviaba ese dinero. La nítida caligrafía de Jules Dufaure decía: «Como usted me ha pedido, no le he dicho nada a Sarah de sus donativos».

Al final del cartapacio encontré un sobre ancho de papel de estraza. Dentro había dos fotografías. Contemplé el pelo rubio y los ojos rasgados que ya me resultaban tan familiares. ¡Cómo había cambiado desde la foto del colegio de junio del 42! Había en ella una melancolía palpable, y la alegría se había desvanecido de su rostro. Era una joven, alta y delgada, de unos dieciocho años. Los mismos ojos tristes, a pesar de la sonrisa. Estaba en una playa, con dos chicos de su misma edad. Le di la vuelta a la foto. La letra de Jules decía: «Trouville, 1950. Gaspard y Nicolas Dufaure con Sarah».

Pensé en todo por lo que había pasado Sarah. El Vel' d'Hiv'. Beaune‑la‑Rolande. Sus padres. Su hermano. Demasiada carga para una niña.

Estaba tan absorta en Sarah Starzynski que no había notado la mano de Zoë en el hombro.

– Mamá, ¿quién es esa chica?

Tapé apresuradamente las fotos con el sobre y murmuré que tenía que entregar algo y me habían puesto un plazo muy ajustado.

– Vale, pero ¿quién es?

– Nadie que tú conozcas, cariño ‑le respondí muy deprisa al tiempo que fingía ordenar la mesa.

Suspiró, y entonces me dijo con voz entrecortada, casi de adulto:

– Estás muy rara últimamente, mamá. Crees que no lo sé y que no me entero, pero yo me doy cuenta de todo.

Se dio la vuelta y se fue. Me dio cargo de conciencia, así que me levanté y fui a su habitación.

– Tienes razón, Zoë, estoy rara últimamente. Lo siento. No te lo mereces.

Me senté en su cama, incapaz de enfrentarme a sus ojos, tan serenos y sensatos.

– Mamá, ¿por qué no hablas conmigo? Dime qué te pasa.

Noté que estaba empezando a entrarme migraña, una de las fuertes.

– Crees que no lo voy a entender porque sólo tengo once años, ¿verdad?

Asentí.

– No confías en mí, ¿verdad?

– Por supuesto que confío en ti, pero hay cosas que no puedo contarte porque son demasiado tristes y demasiado complicadas. No quiero que esas cosas te hagan daño como me lo están haciendo a mí.

Zoë me acarició la mejilla con suavidad. Sus ojos brillaban.

– Tienes razón, no quiero que me hagan daño, así que mejor no me lo cuentes. Seguro que si me entero no seré capaz de dormir, pero prométeme que te pondrás bien.

La rodeé con los brazos y la estreché con fuerza. Mi valiente hija. Mi preciosa hija. Qué afortunada era de tenerla. Infinitamente afortunada. A pesar de la repentina jaqueca, mis pensamientos volvieron al bebé. La hermana o el hermano de Zoë. Ella no sabía nada, ignoraba por lo que su madre estaba pasando. Me mordí los labios y me tragué las lágrimas. Pasado un rato, Zoë me apartó suavemente y me miró.

– Dime quién es esa chica. La que sale en las fotos en blanco y negro que has intentado esconderme.

– Está bien ‑dije‑. Pero se trata de un secreto, ¿de acuerdo? No se lo cuentes a nadie. ¿Me lo prometes?

Asintió.

– Te lo prometo. ¡Que me parta un rayo si digo algo!

– ¿Recuerdas que te dije que había descubierto quién vivía en el piso de la calle Saintonge antes de que Mamé se mudara allí?

Volvió a asentir.

– Me dijiste que era una familia polaca, y que tenían una hija de mi edad.

– Se llamaba Sarah Starzynski. Esas fotos son suyas.

Me miró entrecerrando los ojos.

– Pero ¿por qué es un secreto? No lo pillo.

– Se trata de un secreto de familia. Ocurrió algo muy triste de lo que tu abuelo no quiere hablar, y tu padre no sabe nada.

– ¿Eso tan triste le ocurrió a Sarah? ‑preguntó en tono cauteloso.







Date: 2015-12-13; view: 425; Нарушение авторских прав



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