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París, mayo de 2002 12 page
Me sonó el móvil, y el timbre nos hizo dar un bote a los dos. Era mi hermana Charla. – ¿Estás bien? ‑me preguntó. Su voz sonaba con una nitidez sorprendente, como si estuviera justo a mi lado y no a miles de kilómetros al otro lado del Atlántico‑. Esta mañana me has dejado un mensaje muy triste. Mis pensamientos se alejaron de Sarah Starzynski y fueron a parar al bebé que llevaba en el vientre, aquella criatura a la que Bertrand había definido la noche anterior como «el fin de lo nuestro». Y una vez más, volví a sentir que todo el peso del mundo caía sobre mí.
L a estación de tren de Orleans era un lugar concurrido y ruidoso, un hormiguero en el que pululaba un enjambre de uniformes grises. Sarah se acercó aún más a los ancianos, aunque no quería mostrar su miedo. Haber llegado hasta allí significaba que aún tenía esperanzas de volver a París. Tenía que ser valiente, tenía que ser fuerte. – Si alguien pregunta ‑ le murmuró Jules mientras esperaban para comprar los billetes a París ‑, eres nuestra nieta, Stéphanie Dufaure. Te hemos afeitado el pelo porque cogiste piojos en el colegio. Geneviève enderezó el cuello de la camisa de Sarah. – Así ‑ dijo la señora, sonriente ‑. Tienes buen aspecto y estás limpia. Y eres muy guapa, igual que nuestra nieta. – ¿De verdad tienen una nieta? ‑ preguntó Sarah ‑. ¿Esta ropa es suya? – Tenemos dos nietos que son dos torbellinos, Gaspard y Nicolas. Y un hijo, Alain, de cuarenta años. Vive en Orleans con Henriette, su mujer. Esa ropa es de Nicolas, que es un poquito mayor que tú. ¡Menudo elemento está hecho! Sarah admiraba la forma en que ambos fingían estar tranquilos, le sonreían y actuaban como si fuera una mañana normal y corriente, y ellos efectuaran un viaje de rutina a París, pero también se daba cuenta de la velocidad a la que se movían los ojos, observando a su alrededor constantemente, siempre vigilantes. Su nerviosismo aumentó al ver que unos soldados registraban a todos los pasajeros que subían a los trenes. Estiró el cuello para observarlos. ¿Alemanes? No, eran franceses. Y ella no tenía tarjeta de identificación. Lo único que llevaba encima era la llave y el dinero. En silencio y con disimulo le dio el fajo de billetes a Jules. Él la miró, sorprendido. La chica apuntó con la barbilla a los soldados que se interponían entre ellos y el acceso a los trenes. – ¿Qué quieres que haga con esto, Sarah? ‑ le preguntó Jules, extrañado. – Van a pedirle mi tarjeta de identificación y no la tengo. Esto puede ayudar. Jules observó la fila de hombres formados delante del tren. Se puso nervioso. Geneviève le dio un codazo. – ¡Jules! ‑ le dijo entre dientes ‑. Quizá funcione. Tenemos que intentarlo. No nos queda otra opción. El anciano se enderezó y asintió, recobrando la compostura. Compraron los billetes y se dirigieron hacia el tren. El andén estaba abarrotado y los demás pasajeros los empujaban por todas partes. Había mujeres con bebés que lloraban, viejos de gesto severo, hombres de negocios trajeados de ademanes impacientes. Sarah sabía lo que debía hacer. Se acordaba de aquel chico que se escapó del estadio cubierto, el que se había escurrido entre la multitud. Eso era lo que tenía que hacer ahora: aprovecharse de los empujones, el caos, la confusión creada por los gritos de los soldados y el bullicio del gentío. Se soltó de la mano de Jules y se agachó. Se le antojó que abrirse paso entre aquella apretada masa de faldas y pantalones, zapatos y tobillos era como bucear. Avanzó gateando sobre los puños, y entonces el tren apareció ante ella. Cuando estaba subiendo, una mano la agarró del hombro. Compuso el gesto al instante y dibujó una sonrisa relajada, la sonrisa de una niña normal y corriente que coge un tren para París. Una niña como aquella del vestido lila a la que había visto en el andén cuando se los llevaban al campo de internamiento, aquel día que parecía tan lejano en el pasado. – Voy con mi abuela ‑ dijo, señalando al interior del vagón con aquella sonrisa inocente. El soldado asintió y la dejó pasar. Sin aliento, ella se metió en el tren y se asomó por la ventana. El corazón le palpitaba como un tambor. Jules y Geneviève, que habían logrado abrirse camino entre la multitud, la miraron asombrados. Ella les saludó con la mano, triunfante. Se sentía orgullosa de sí misma. Había logrado subir al tren por sí misma, y los soldados no la habían detenido. Pero su sonrisa se desvaneció al ver la cantidad de oficiales alemanes que subían al tren y se abrían paso en el pasillo abarrotado con sus voces estridentes y brutales. La gente apartaba la vista, miraba hacia abajo y procuraba empequeñecerse todo lo posible. Sarah estaba en un rincón del vagón, medio escondida tras Jules y Geneviève. La única parte visible de ella era su cara, que miraba a hurtadillas por entre los hombros de la pareja. Vio que los alemanes se acercaban y se quedó mirándolos, fascinada. No podía apartar los ojos de ellos. Jules le dijo que mirase para otro lado, pero no podía. Había un hombre que le repugnaba en particular, un tipo alto y delgado, con la cara blancuzca y angulosa. Sus ojos eran de un azul tan pálido que parecían transparentes bajo los gruesos párpados rosados. Cuando el grupo de oficiales pasó a su lado, el hombre alto estiró un brazo larguísimo envuelto en una manga gris y pellizcó a Sarah en la oreja. La chica se estremeció del susto. – Bueno, chico ‑ le dijo el oficial, dándole una palmadita en la cara ‑, no tienes por qué tenerme miedo. Algún día tú también serás soldado, ¿a que sí? Jules y Geneviève parecían tener la sonrisa esculpida en el rostro. Agarraron a Sarah y la acercaron más a ellos, como quien no quiere la cosa, pero la chica pudo sentir cómo les temblaban las manos. – Tienen un nieto muy guapo ‑ les dijo el oficial con una sonrisa, mientras frotaba el pelo rapado de Sarah con su manaza ‑. Ojos azules y pelo rubio, como los niños de mi país. Sus pálidos ojos dieron un último parpadeo de aprobación, se dio la vuelta y siguió al grupo de oficiales. Ha creído que soy un chico, en vez de pensar que soy judía, sopesó Sarah. ¿Acaso ser judío no era algo que saltaba a la vista? No estaba segura. Una vez se lo había preguntado a Armelle, y su amiga le respondió que ella no parecía judía por el pelo rubio y los ojos azules. Así que han sido mi pelo y mis ojos los que me han salvado hoy, concluyó. Pasó la mayor parte del viaje acurrucada en el suave y cálido nido que formaban los dos ancianos. Nadie les dirigió la palabra ni les preguntó nada. Mientras miraba por la ventanilla, pensó que a cada momento que pasaba se acercaba más a París y a Michel. Observó cómo se formaban unas nubes bajas y grises, y los primeros goterones de lluvia empezaron a salpicar el cristal para luego resbalar y alejarse empujados por el viento. El tren paró en Austerlitz, la misma estación de donde había partido con sus padres aquel día gris y sofocante. Salió del tren detrás de ambos ancianos, y los tres recorrieron el andén hacia el metro. Los pasos de Jules vacilaron. Miraron hacia arriba. Justo delante de ellos había una fila de gendarmes uniformados de azul marino que paraban a los pasajeros y les pedían sus tarjetas de identificación. Geneviève, sin decir nada, les empujó con suavidad y siguió andando con paso decidido y la cabeza alta, Jules la siguió, agarrando la mano de Sarah. Mientras aguardaban en la cola, Sarah observó la cara del policía. Era un hombre de unos cuarenta años que llevaba una gruesa alianza de oro. Aunque tenía cara de aburrimiento, la chica advirtió que sus ojos saltaban con rapidez del papel que sujetaba en la mano al rostro de la persona que tenía delante. El gendarme se estaba tomando en serio su trabajo. Sarah dejó la mente en blanco. No quería imaginar lo que podía ocurrir, ni se sentía con fuerzas para visualizarlo. Dejó vagar sus pensamientos, y se acordó de la mascota que tenían, un gato que le hacía estornudar. ¿Cómo se llamaba el gato? No se acordaba. Era un nombre tonto, como Bonbon o Réglisse. Tuvieron que regalarlo porque hacía que le picara la nariz y que se le enrojecieran y se le hincharan los ojos. Ella se había puesto muy triste, y Michel se había pasado un día entero llorando y diciéndole a Sarah que se habían llevado al gato por su culpa. El hombre levantó la mano con gesto cansado. Jules le dio las tarjetas de identificación en un sobre. El hombre miró el sobre, revolvió su interior y lanzó una mirada a Jules y otra a Geneviève. Luego dijo: – ¿Y el niño? Jules señaló el sobre. – La tarjeta del niño está ahí, monsieur, con las nuestras. El policía entreabrió el sobre con el pulgar. En el fondo había un billete grande doblado tres veces. El gendarme no se inmutó. Volvió a mirar el dinero, y luego la cara de Sarah. Ella le devolvió la mirada. No se acobardó ni suplicó, simplemente se quedó mirándole. Aquel momento se hizo eterno, como el minuto interminable en que el otro policía había decidido por fin dejar que escapara del campo de internamiento. El hombre asintió con gesto lacónico. Devolvió las tarjetas a Jules y, con naturalidad, se guardó el sobre en el bolsillo. Luego se echó hacia atrás para dejarles pasar. – Gracias, monsieur ‑ dijo ‑. El siguiente, por favor.
L a voz de Charla resonó en mi oído. – Julia, ¿hablas en serio? No puede decirte eso. No tiene derecho a ponerte en una disyuntiva así. La voz que estaba oyendo ahora era la de la abogada dura y agresiva de Manhattan que no temía a nadie ni a nada. – Eso es lo que ha dicho ‑le contesté en tono neutro‑. Ha dicho que sería «el fin de lo nuestro», y que me dejará si sigo adelante con el embarazo. Dice que se siente raro, que no puede con otro hijo y que no quiere convertirse en un padre viejo. Hubo una pausa. – ¿Tiene esto algo que ver con la mujer con la que estuvo liado? ‑preguntó Charla‑. No me acuerdo de su nombre. – No. Bertrand no la ha mencionado. – No dejes que te presione para hacer nada, Julia. También es tu hijo. No olvides eso nunca, cariño. Aquella frase de mi hermana estuvo resonando en mi cabeza durante todo el día. «También es tu hijo». Hablé con mi ginecóloga. No se sorprendió de la decisión de Bertrand, y me sugirió que tal vez estaba atravesando la crisis de la mediana edad y que se sentía frágil, incapaz de asumir la responsabilidad de otro hijo. Según la doctora, les ocurría a muchos hombres al llegar a los cincuenta. ¿De verdad Bertrand estaba atravesando una crisis? Si era el caso, yo no la había visto venir. ¿Cómo era posible? Yo creía que estaba siendo egoísta y pensando sólo en él, como siempre, y eso fue lo que le dije durante nuestra conversación. De hecho, le solté todo lo que se me pasó por la cabeza. ¿Cómo podía obligarme a otro aborto después de todos los que había tenido, después de haber sufrido tanto dolor y haber visto tronchadas tantas esperanzas? «¿Me quieres? ‑le pregunté desesperada‑. ¿De verdad me quieres?» Me miró, sacudiendo la cabeza. «Por supuesto que te quiero. ¿Cómo puedes ser tan tonta?», me contestó. Volví a recordar su voz quebrada, la forma tan rebuscada en que me reconoció que tenía miedo a envejecer. La crisis de la mediana edad. Quizá la doctora estuviera en lo cierto, y yo no me había percatado porque en los últimos meses tenía demasiadas cosas en la cabeza. Me sentía perdida por completo, e incapaz de ocuparme de Bertrand y de su ansiedad. Mi médico me dijo que no disponía de mucho tiempo para decidirme. Ya estaba embarazada de seis semanas. Si pensaba abortar, debía hacerlo en las dos semanas siguientes. Tenía que hacerme pruebas y encontrar una clínica. Sugirió que Bertrand y yo habláramos de ello con un consejero matrimonial. Era necesario discutirlo abiertamente. – Si aborta contra su voluntad ‑me advirtió la doctora‑, jamás le perdonará. Y si no lo hace, él ya le ha advertido que es incapaz de aguantar esta situación. Hay que solucionar este asunto, y cuanto antes. Ella llevaba razón, pero yo no tenía valor para acelerar las cosas. Cada minuto que ganaba eran sesenta segundos de vida más para el bebé, un bebé al que yo quería. Aún era del tamaño de un garbanzo y ya le amaba tanto como a Zoë. Fui a ver a Isabelle. Vivía en la calle Tolbiac, en un pequeño y pintoresco dúplex. No me sentía capaz de ir a casa directamente desde la oficina para esperar a que volviera mi esposo, así que llamé a Elsa, la canguro, y le pedí que fuera. Isabelle me dio unas tostadas con crottin de chavignol [19]y preparó una ensalada rápida. Su marido estaba de viaje de negocios. – Muy bien, cocotte ‑me dijo mientras se sentaba fumando enfrente de mí‑, intenta visualizar la vida sin Bertrand. Imagínatela. El divorcio. Los abogados. Las consecuencias. El destino de Zoë. Cómo serán vuestras vidas. Hogares separados, existencias separadas. Zoë saliendo de tu casa para ir a la suya y de la suya para volver a la tuya. Ya no seréis una auténtica familia. Se acabará lo de desayunar juntos, pasar las Navidades y las vacaciones juntos. Vamos, imagínatelo. ¿Eres capaz? Me quedé mirándola. Me parecía inconcebible. Imposible. Y, sin embargo, era algo que le pasaba a mucha gente. Zoë era prácticamente la única de su clase cuyos padres llevaban quince años casados. Le dije a Isabelle que de momento prefería no seguir hablando de ello. Me ofreció una mousse de chocolate y vimos Las señoritas de Rochefort en el DVD. Cuando llegué a casa, Bertrand estaba en la ducha y Zoë en la Tierra de Nod. Me arrastré hasta la cama. Mi marido se fue a ver la tele al salón. Cuando se acostó, yo ya estaba profundamente dormida. Al día siguiente me tocaba visitar a Mamé. Por primera vez estuve a punto de llamar para cancelar la cita. Me sentía agotada, y me apetecía quedarme en la cama durmiendo toda la mañana, pero sabía que ella me estaría esperando. Seguro que se había puesto su mejor vestido, el gris y lavanda, se había pintado con su barra de labios rubí y se había perfumado con Shalimar. No podía fallarle. Cuando llegué, justo antes de mediodía, vi el Mercedes plateado de mi suegro en el aparcamiento de la residencia. Aquello me desconcertó. Edouard estaba allí porque quería verme. Nunca visitaba a su madre al mismo tiempo que yo. Cada uno tenía su horario: Laure y Cécile iban los fines de semana; Colette, los lunes por la tarde; Edouard, los jueves y los viernes; yo, normalmente, los miércoles por la tarde con Zoë, y los jueves a mediodía, sola. Y todos acatábamos esa agenda. En efecto, allí estaba, sentado muy tieso, escuchando a su madre. Ella acababa de terminar su almuerzo, que siempre le servían muy temprano, a una hora absurda. De repente me puse nerviosa, como una colegiala culpable. ¿Qué quería Edouard de mí? ¿Es que no podía coger el teléfono y llamarme si quería verme? ¿Por qué había esperado hasta ahora? Disfracé mis nervios y mi resquemor con una cálida sonrisa, le di dos besos y me senté al lado de Mamé, cogiéndola de la mano, como siempre hacía. Casi esperaba que mi suegro se marchara, pero se quedó allí, observándonos con una expresión cordial. Era una situación muy embarazosa. Me sentía como si Edouard estuviese invadiendo mi intimidad, como si fuese a escuchar y juzgar cada palabra que yo le dijera a Mamé. Media hora después se levantó, mirando el reloj, y me dirigió una sonrisa enigmática. – Necesito hablar contigo, Julia, por favor ‑me dijo bajando la voz para que Mamé, que era algo dura de oído, no le escuchara. De pronto parecía nervioso, y no hacía más que mover los pies de un lado a otro y mirarme con gesto impaciente. Me despedí de Mamé con un beso y le seguí hasta su coche. Él me hizo un gesto para que entrara en el vehículo. Después se sentó a mi lado y se dedicó a enredar con las llaves, sin encender el motor. Esperé, sorprendida por el tic nervioso de sus dedos. El silencio creció, cargado y pesado. Miré alrededor, al patio pavimentado, y observé a las enfermeras que empujaban las sillas de los ancianos impedidos dentro y fuera del recinto. Al fin, empezó a hablar. – ¿Qué tal te encuentras? ‑preguntó con la misma sonrisa forzada. – Bien ‑le contesté‑. ¿Y tú? – Muy bien. Y Colette también. Otro silencio. – Anoche hablé con Zoë. Tú aún no habías llegado a casa ‑dijo sin mirarme. Estudié su perfil, su nariz imperial, su barbilla regia. – ¿Ah, sí? ‑respondí con cautela. Hizo una pausa. Las llaves tintinearon en su mano. – Estás haciendo indagaciones sobre el apartamento ‑dijo por fin, volviendo los ojos hacia mí. Asentí. – Sí, he descubierto quiénes vivían allí antes de que vosotros os mudarais. Supongo que Zoë te lo habrá dicho. Suspiró, agachó la cabeza y dejó caer la barbilla. Unos pequeños pliegues de carne se formaron sobre el cuello de su camisa. – Julia, ya te lo advertí, ¿recuerdas? La sangre me empezó a bombear muy deprisa. – Me dijiste que dejara de hacerle preguntas a Mamé ‑dije con voz neutra‑. Y eso es lo que he hecho. – Entonces, ¿por qué has tenido que seguir husmeando en el pasado? ‑me preguntó. Había empalidecido y respiraba de forma fatigosa, como si le doliera el pecho. Bien, ya lo había soltado. Ahora ya sabía por qué quería hablar conmigo. – He descubierto quién vivía allí ‑repuse, acalorada‑. Eso es todo. Debía averiguar quiénes eran. No sé nada más. Ignoro qué tiene que ver tu familia con todo este asunto… – ¡Nada! ‑me interrumpió, casi gritando‑. No tuvimos nada que ver con el arresto de aquella familia. Me quedé callada, mirándolo. Estaba temblando, pero no sabría decir si por la ira o por alguna otra razón. – No tuvimos nada que ver con el arresto de aquella familia ‑repitió con convicción‑. Se los llevaron en la redada del Vel' d'Hiv'. Nosotros no los denunciamos ni hicimos nada parecido, ¿entiendes? Le miré, escandalizada. – ¡En ningún momento se me ha ocurrido pensar nada semejante, Edouard! Se acarició las cejas con dedos nerviosos en un intento de recobrar la compostura. – Has estado formulando muchas preguntas, Julia. Has sido demasiado curiosa. Deja que te cuente lo que ocurrió, y escúchame bien. Había una concierge que se llamaba madame Royer. Se llevaba bien con nuestra portera de la calle Turenne, cerca de la calle Saintonge. Madame Royer le tenía mucho cariño a Mamé, porque mi madre se portaba bien con ella. Fue madame Royer quien les dijo a mis padres que el apartamento había quedado libre. El alquiler salía barato, y era más grande que el piso de la calle Turenne. Eso fue lo que ocurrió y por eso nos mudamos. ¡Eso es todo! Seguí mirándolo y él no dejó de temblar. Nunca lo había visto tan perdido ni tan angustiado. Le toqué la manga con cierta timidez. – ¿Estás bien, Edouard? ‑le pregunté. Noté que su cuerpo se estremecía bajo mis dedos, y me pregunté si estaba enfermo. – Sí, perfectamente ‑me respondió, pero con voz ronca. No comprendía por qué se le veía tan agitado, tan lívido‑. Mamé no lo sabe ‑continuó, bajando la voz‑. Nadie lo sabe. ¿Lo entiendes? No debe saberlo. No debe saberlo jamás. Yo estaba perpleja. – Saber, ¿qué? ‑le pregunté‑. ¿De qué me estás hablando, Edouard? – Julia ‑dijo, taladrándome con su mirada‑, tú sabes quién era esa familia. Has visto su apellido. – No te entiendo ‑murmuré. – Has visto su apellido, ¿verdad? ‑gritó, haciéndome dar un respingo‑. Ya sabes lo que pasó, ¿no es cierto? Debí de parecer completamente perdida, porque Edouard suspiró y enterró la cara entre las manos. Me quedé allí sentada, sin habla. ¿De qué demonios estaba hablando? ¿Qué había ocurrido en el pasado que todo el mundo ignoraba? – La niña ‑dijo por fin, levantando la vista, con una voz tan baja que apenas podía oírle‑. ¿Qué has averiguado de la niña? – ¿Qué quieres decir? ‑le pregunté, petrificada. Había algo en su voz y en sus ojos que me asustaba. – La niña ‑repitió, con la voz amortiguada y rara‑. Ella sí volvió. Un par de semanas después de que nos mudáramos. Volvió a la calle Saintonge. Yo tenía doce años. Nunca lo olvidaré. Nunca olvidaré a Sarah Starzynski. Para mi horror, se vino abajo y se puso a llorar. Yo era incapaz de hablar. Sólo podía armarme de paciencia y escuchar. Edouard había dejado de ser mi arrogante padre político. Ahora era otra persona. Un hombre que llevaba guardando un secreto durante muchos años. Nada menos que sesenta.
E l viaje en metro hasta la calle Saintonge fue rápido: tan sólo un par de paradas y un trasbordo en la Bastilla. Al doblar hacia la calle Bretagne, el corazón de Sarah empezó a acelerarse. Unos minutos más y estaría en casa. Tal vez, mientras ella estaba fuera, sus padres habían conseguido regresar y ahora estaban los dos esperándola con Michel en el apartamento. Se preguntó si era una insensata por pensar eso. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Le quedaba derecho a conservar una pizca de esperanza? Era una niña de diez años y quería creer, lo quería más que nada en el mundo, más que su propia vida. Tiró de la manga de Jules para que se diera prisa, y mientras recorría la calle sintió renacer en su interior la esperanza, como una planta salvaje imposible de controlar. En su interior, una voz calmada y grave le prevenía: No te creas nada, Sarah. Prepárate para lo peor. Intenta imaginar que nadie te espera, que papá y mamá no están ahí, que el piso está vacío y lleno de polvo y que Michel… Michel… El número 26 apareció delante de ellos. La calle seguía igual que siempre, angosta y silenciosa. Se preguntó cómo las calles y los edificios podían permanecer inmutables y en cambio las vidas se podían transformar y destruir de golpe. Jules abrió la pesada puerta de un empujón. El patio estaba exactamente igual, con su frondosa vegetación, su olor a moho, polvo y humedad. Según avanzaban por el patio, madame Royer abrió la puerta de su cubículo y asomó la cabeza. Sarah se soltó de la mano de Jules y echó a correr hacia la escalera. Rápido, tenía que darse prisa, por fin estaba en casa, no había tiempo que perder. Al llegar al primer piso, ya casi sin aliento, escuchó la voz inquisitiva de la concierge. «¿Buscan ustedes a alguien?». Escaleras abajo, Jules respondió: «A la familia Starzynski». Sarah oyó la risa desagradable y chirriante de madame Royer: «Se largaron de aquí, monsieur. Se esfumaron. En esta casa no va a encontrarlos, puede estar seguro». Sarah hizo una pausa en el descansillo del segundo piso y se asomó al patio. Vio a madame Royer allí, con su sucio delantal azul, con la pequeña Suzanne en brazos. ¿A qué se refería la concierge con eso de «largarse» y «esfumarse»? ¿Adónde? ¿Cuándo? No hay tiempo que perder, no hay tiempo para pensar en eso, se dijo la chica. Quedaban sólo dos pisos para llegar a su casa. Pero la estridente voz de la concierge la perseguía mientras subía las escaleras a toda prisa: «La policía vino a por ellos, monsieur. Vinieron a por todos los judíos de la zona y se los llevaron en un autobús grande. Ahora hay muchos pisos vacíos aquí, monsieur. ¿Buscan un piso en alquiler? El de los Starzynski ya está ocupado, pero en el segundo hay un apartamento precioso. Puedo enseñárselo si les interesa». Jadeando, Sarah llegó al cuarto piso. Le faltaba el resuello, así que se apoyó en la pared y se clavó el puño en el costado para aliviar los pinchazos. Llamó a la puerta del piso de sus padres, golpeando con la palma de la mano. No hubo respuesta. Volvió a llamar, más fuerte, esta vez con los puños. Se oyeron pasos al otro lado. La puerta se abrió. Apareció un chico de doce o trece años. – ¿Sí? ‑ dijo el chico. ¿Quién era? ¿Qué hacía en su apartamento? – He venido a por mi hermano ‑ tartamudeó ella ‑. ¿Quién eres tú? ¿Dónde está Michel? Date: 2015-12-13; view: 445; Нарушение авторских прав |