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París, mayo de 2002 14 page





– Sí ‑contesté en voz baja‑. Fue algo terrible.

– ¿Estás intentando localizarla? ‑preguntó muy seria, contagiada por mi tono.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quiero decirle que nuestra familia no es lo que ella piensa, y explicarle lo que ocurrió. No creo que sepa que tu bisabuelo la estuvo ayudando durante diez años.

– ¿Cómo la ayudaba?

– Le enviaba dinero todos los meses, pero pidió que nadie se lo dijera.

Zoë se quedó callada unos segundos.

– ¿Y cómo vas a encontrarla?

Suspiré.

– No lo sé, cariño. Tengo la esperanza de conseguirlo, pero esos documentos no dan más pistas sobre ella después de 1952. No hay más cartas ni fotos, ni una dirección donde localizarla.

Zoë se me sentó en las rodillas, y apretó su estrecha espalda contra mi cuerpo. Me llegó el olor de su cabello espeso y brillante, un olor familiar que siempre me recordaba cuando Zoë era muy pequeña, y le alisé un par de mechones rebeldes con la palma de la mano.

Pensé en Sarah Starzynski, que tenía la edad de Zoë cuando el horror invadió su vida.

Cerré los ojos. Pero aun así seguía viendo el momento en que los policías separaron a los niños de sus madres en Beaune‑la‑Rolande. No podía sacarme aquella imagen de la cabeza.

Abracé con fuerza a Zoë, tan fuerte que casi la dejé sin aliento.

 

R esulta extraño cómo coinciden las fechas, casi irónico. Jueves, 16 de julio de 2002. El aniversario de la redada del Vel' d'Hiv'. Y justo el día del aborto. Iba a hacerlo en una clínica donde nunca había estado antes, en un lugar del distrito XVII, cerca de la residencia de Mamé. Pedí otra fecha distinta, pensando que el 16 de julio estaba demasiado cargado de connotaciones, pero el cambio resultó imposible.

Zoë, que acababa de terminar las clases, se iba a Long Island pasando por Nueva York. La acompañaba Alison, su madrina y una de mis viejas amigas de Boston, que solía volar entre Manhattan y París. Yo me reuniría con mi hija y la familia de Charla el día 27. Bertrand no tenía vacaciones hasta agosto. Solíamos pasar un par de semanas en Borgoña, en la casa de los Tézac. Nunca había disfrutado mucho de los veranos en aquel lugar. Mis suegros eran cualquier cosa menos gente de costumbres relajadas. Las comidas tenían que ser puntuales, las conversaciones comedidas y a los niños se les podía ver, pero no oír. Y yo me sentía excluida, como de costumbre. Por muchos años que pasaran, Laure y Cécile seguían manteniendo las distancias. Invitaban a sus amigas divorciadas a pasar las horas muertas junto a la piscina para broncearse a conciencia. La moda era tener los pechos morenos. Incluso después de quince años en Francia, yo seguía sin acostumbrarme y nunca enseñaba los míos. Me daba la sensación de que se reían a mis espaldas por ser la prude Américaine [20]. De modo que pasaba la mayor parte de los días recorriendo el bosque con Zoë, dando paseos agotadores en bici hasta que me aprendí la zona de memoria, y exhibiendo mi impecable estilo mariposa mientras las otras damas fumaban con languidez y tomaban el sol con sus minúsculos bañadores Ères que nunca metían en la piscina.

– Son unas envidiosas arpías francesas. Tú estás divina en bikini ‑se burlaba Christophe cada vez que me quejaba de aquellos penosos veranos‑. Seguro que te daban conversación si tuvieras celulitis y varices.

Siempre me hacía reír, aunque no acababa de creerle. Aun así, me encantaba la belleza de aquel lugar: la casona antigua y silenciosa que permanecía fresca incluso en lo peor de la canícula, el jardín enorme y laberíntico sombreado por robles añosos, la vista del sinuoso río Yonne. Al lado había un bosque por el que Zoë y yo dábamos largos paseos, y donde, cuando ella era un bebé, se quedaba embelesada por el gorjeo de un pájaro, la forma extraña de una rama o el tenebroso destello de una ciénaga escondida.


Según Bertrand y Antoine, el piso de la calle Saintonge estaría listo a primeros de septiembre. Bertrand y su equipo habían hecho un gran trabajo, pero yo aún no me hacía a la idea de vivir allí. Sobre todo ahora que estaba al corriente de lo ocurrido. Habían derribado la pared, pero yo no podía dejar de pensar en el armario secreto donde el pequeño Michel había esperado en vano el regreso de su hermana.

Esa historia me obsesionaba. Tenía que reconocer que no me moría precisamente de ganas por vivir en aquel apartamento. Me daba miedo tener pesadillas. Me aterraba despertar de nuevo el pasado, pero ignoraba el modo de evitarlo.

Era duro no poder hablar de ello con Bertrand. Me hacía falta su enfoque realista, deseaba oírle decir que, aunque se trataba de algo espantoso, encontraríamos la manera de superarlo. Pero no podía contárselo. Se lo había prometido a su padre. Me preguntaba a menudo qué pensaría Bertrand de aquella historia. ¿Y sus hermanas? Traté de imaginar su reacción, y la de Mamé. Pero era imposible. Los franceses son cerrados como tumbas. No pueden manifestar ni revelar sus sentimientos, siempre hay que mostrarse serenos e imperturbables. Así es y así ha sido siempre, pero a mí me resultaba cada vez más difícil aceptar esa forma de ser.

Con Zoë en América, la casa parecía vacía. Pasaba la mayor parte del tiempo en la oficina, trabajando en un ingenioso artículo para la edición de septiembre sobre los jóvenes escritores franceses y el panorama literario de París. Era interesante y consumía tiempo. Cada tarde se me hacía más duro salir de la oficina pensando que cuando llegara a casa sólo me esperaba el silencio de las habitaciones. Elegía el camino más largo para llegar a casa, regodeándome en lo que Zoë llamaba «los atajos de mamá» y disfrutando de la belleza áurea de la ciudad al atardecer. París empezaba a tomar ese delicioso aspecto de abandono que ofrecía desde mediados de julio. Las tiendas tenían echadas las rejas de hierro con carteles que rezaban: «Cerrado por vacaciones. Abrimos el 1 de septiembre». Tenía que recorrer un buen trecho para encontrar abierta una farmacia, una tienda de comestibles, una panadería o una tintorería. Los parisinos se iban a pasar el verano fuera y dejaban la ciudad a los infatigables turistas. Ahora, mientras paseaba de camino a casa en aquellas reconfortantes noches de julio y atravesaba los Campos Elíseos hacia Montparnasse, sentía que París, sin sus parisinos, al fin me pertenecía.

Sí, adoraba París, siempre me había encantado, pero cuando paseaba al anochecer por el puente de Alejandro III y contemplaba la cúpula de Los Inválidos, dorada y resplandeciente como una inmensa joya, añoraba tanto Estados Unidos que el dolor me pinchaba en la boca del estómago. Echaba de menos mi hogar (seguía llamándolo hogar, aunque llevaba viviendo en Francia más de la mitad de mi vida). Echaba de menos la despreocupación, la libertad, el espacio, la naturalidad, el idioma, el hecho de poder tratar con campechanía a todo el mundo y no complicarme con los tratamientos de cortesía que nunca había llegado a dominar y que aún me desconcertaban. Debía reconocer que añoraba a mi hermana, a mis padres y a mi país más que nunca.


Cuando me acercaba a nuestro barrio, anunciado por la alta y siniestra silueta parda de la Torre de Montparnasse, a la que los parisinos les encantaba odiar (yo le tenía cariño porque me permitía orientarme para volver desde cualquier distrito), me pregunté qué aspecto habría tenido el París de la ocupación, el París de Sarah. Uniformes de color caqui y cascos redondos. La opresión del toque de queda y las ausweiss [21]. Carteles alemanes con letras góticas, esvásticas gigantescas pintadas sobre los nobles edificios de piedra.

Y niños con la estrella amarilla.

 

L a clínica era un lugar para gente pudiente: acogedora, atendida por enfermeras sonrientes y recepcionistas serviciales, y toda decorada de flores. Iban a practicarme el aborto a la mañana siguiente, a las siete. Me pidieron que fuera la noche anterior, el 15 de julio. Bertrand se había ido a Bruselas a cerrar un negocio importante. No insistí en que se quedara; de alguna manera me sentía mejor si él no estaba cerca. Me fue más fácil instalarme sola en aquella coqueta habitación de color salmón. En otro momento me habría sorprendido que la presencia de Bertrand resultara superflua, teniendo en cuenta que él formaba parte de mi rutina cotidiana. Y, sin embargo, allí estaba yo, atravesando la crisis más dura de mi vida sin él, y a la vez aliviada por su ausencia.

Moviéndome como un robot, doblé mi ropa de forma mecánica, coloqué el cepillo de dientes en la repisa que había sobre el lavabo y me asomé a la ventana para contemplar las fachadas burguesas de aquella calle tan tranquila. ¿Qué demonios estás haciendo?, me murmuraba una voz interior que llevaba todo el día tratando de ignorar. ¿Estás loca? ¿De veras vas a hacerlo? No le había contado a nadie mi decisión final, aparte de Bertrand. Y no quería volver a acordarme de su sonrisa de felicidad cuando le dije que iba a abortar, la forma en que me abrazó, el fervor con que me besó en la coronilla.


Me senté en la cama individual y saqué del bolso los documentos de Sarah. En aquel momento, era la única persona en la que me sentía capaz de pensar. Encontrarla se había convertido para mí en una misión sagrada, la única forma posible de mantener la cabeza alta y disipar la melancolía que había ensombrecido mi vida. Sí, tenía que encontrarla, pero ¿cómo? En la guía telefónica no aparecía ninguna Sarah Dufaure o Starzynski. Habría sido demasiado sencillo. En cuanto a la dirección escrita en el remite de las cartas de Jules Dufaure, ya no existía. De modo que decidí seguir la pista de sus hijos, o incluso de sus nietos, Gaspard y Nicolas Dufaure, los jóvenes de la foto de Trouville, que debían de tener ahora entre sesenta y cinco y setenta años.

Por desgracia, Dufaure era un apellido muy común. Había cientos de Dufaures en el área de Orleans, lo que requería llamarlos a todos. La semana anterior había trabajado duro en ello, y había pasado horas navegando por Internet, consultando listines telefónicos y haciendo innumerables llamadas, pero al final siempre acababa en callejones sin salida.

Aquella misma mañana había hablado con una tal Nathalie Dufaure cuyo número aparecía en la guía de París. Me contestó una voz joven y alegre. Empecé con la rutina habitual y repetí lo que ya había dicho una y otra vez a los desconocidos del otro lado de la línea: «Me llamo Julia Jarmond, soy periodista, estoy intentando encontrar a Sarah Dufaure, nacida en 1932, y los únicos nombres que tengo relacionados con ella son Gaspard y Nicolas Dufaure…». Ella me interrumpió: sí, Gaspard Dufaure era su abuelo. Vivía en Aschères‑le‑Marché, en las afueras de Orleans. Su número no aparecía en la guía. Agarré con fuerza el auricular, conteniendo la respiración, y le pregunté a Nathalie si le sonaba de algo el nombre de Sarah Dufaure. La joven se echó a reír. Tenía una risa agradable. Me explicó que ella había nacido en 1982 y que no sabía gran cosa sobre la infancia de su abuelo. No, no le había oído hablar de Sarah Dufaure. Al menos no recordaba nada concreto. Pero, si yo quería, podía ponerse en contacto con su abuelo. Era un tipo bastante gruñón y no le gustaba hablar por teléfono, pero podía intentarlo y luego llamarme a mí. Me pidió mi número. Luego me preguntó: «¿Eres americana? Me encanta tu acento».

Estuve todo el día esperando su llamada. Nada. No hacía más que comprobar el móvil y asegurarme de que tenía batería y estaba encendido, pero seguía sin recibir la llamada. Tal vez a Gaspard Dufaure no le interesaba hablar de Sarah con una periodista. Tal vez no había sido lo bastante persuasiva. Quizá no debía haber dicho que era periodista, sino una amiga de la familia. Pero no, no podía decir eso, porque no era verdad. No podía ni quería mentir.

Aschères‑le‑Marché. Lo había buscado en un mapa. Era un pueblo pequeño a mitad de camino entre Orleans y Pithiviers, el campo de internamiento gemelo de Beaune‑la‑Rolande, que tampoco se encontraba muy lejos. No era la antigua dirección de Jules y Geneviève, luego tampoco podía ser el lugar donde Sarah había pasado diez años de su vida.

Me estaba impacientando. ¿Y si volvía a llamar a Nathalie Dufaure? Mientras coqueteaba con la idea, me sonó el móvil. Lo cogí y tomé aire. «All ô?». Era mi marido, que llamaba desde Bruselas. Sentí que la frustración me atacaba los nervios.

Me di cuenta, además, de que no quería hablar con Bertrand. ¿Qué podía decirle?

No dormí bien aquella noche, aunque amaneció enseguida. Al romper el alba apareció una matrona con una bata azul de celulosa doblada en los brazos. Me sonrió mientras me decía que debía ponérmela para la «operación». También llevaba un gorro y unos protectores para los pies del mismo material y color de la bata. Volvería en media hora para llevarme en una silla de ruedas al quirófano. Me recordó, con la misma sonrisa cordial, que debido a la anestesia no podía beber ni comer nada. Se marchó, cerrando la puerta con suavidad. Me pregunté a cuántas mujeres despertarían esa misma mañana con la misma sonrisa, y a cuántas embarazadas estaban a punto de extraerles un bebé del útero como a mí.

Me puse el gorro, obediente, a pesar de lo mucho que la celulosa me irritaba la piel. No tenía otra cosa que hacer, salvo esperar. Encendí el televisor, busqué la LCI, el canal de noticias de 24 horas, y me puse a verlo sin prestar demasiada atención. Tenía la mente obnubilada, en blanco. En una hora, más o menos, todo habría acabado. ¿Estaba preparada? ¿Era lo bastante fuerte como para afrontarlo? Me sentía incapaz de responder a estas preguntas Me tumbé en la cama con mi bata y mi gorro de celulosa, y esperé. Esperé a que vinieran a por mí con la silla de ruedas. A que me durmieran. A que el médico empezara a operar. Prefería no pensar en qué tipo de maniobras iba a llevar a cabo entre mis piernas abiertas. Desterré aquella imagen de mi mente y traté de concentrarme en una joven esbelta y rubia que gesticulaba sobre un mapa de Francia salpicado de pequeños soles, y de paso lucía su manicura. Me acordé de la última sesión con el terapeuta, la semana anterior. Bertrand mantenía puesta la mano en mi rodilla mientras afirmaba: «No, no queremos este hijo. Los dos estamos de acuerdo». Me quedé callada. El terapeuta me miró. ¿Asentí? No estaba segura; tan sólo recordaba que me sentía sedada, casi hipnotizada. Más tarde, en el coche, Bertrand me dijo: «Es lo que hay que hacer, amour, ya verás, pronto se habrá acabado todo». También me acuerdo del modo en que me besó, apasionado y ardiente.

La rubia desapareció y fue sustituida por un presentador mientras sonaba la conocida sintonía de las noticias. «El día de hoy, 16 de julio de 2002, está marcado por el sexagésimo aniversario de la redada del Velódromo de Invierno, en la que la policía francesa arrestó a miles de familias judías. Un negro episodio de la historia de Francia».

Subí el volumen de inmediato. Cuando la cámara barrió la calle Nélaton pensé en Sarah, dondequiera que estuviera. Sin duda se acordaba de esta fecha, sin necesidad de que nadie se la recordara. Para ella, y para todas las personas que habían perdido a sus seres queridos, era imposible olvidar el 16 de julio, y seguro que esta mañana, al abrir los ojos, habían sentido un terrible dolor. Quería decírselo a ella, y también a toda esa gente. Pero ¿cómo?, pensé. Me sentía impotente, inútil. Quería gritarle a Sarah y a todos los demás que yo sabía, que yo recordaba, que no podía olvidar.

Mostraron a varios supervivientes (a algunos de ellos los había entrevistado yo) ante la placa del Vel' d'Hiv'. Me di cuenta de que aún no había visto el número de esta semana del Seine Scenes donde aparecía mi artículo; salía precisamente hoy. Decidí dejar un mensaje a Bamber en el móvil para pedirle que me enviaran un ejemplar a la clínica. Encendí el teléfono con los ojos clavados en la televisión. Apareció la cara seria de Franck Lévy, hablando de la conmemoración, que, según él, iba a ser más señalada que la de los años anteriores. El móvil emitió un pitido para avisarme de que tenía mensajes de voz. Uno de ellos era de Bertrand, que lo había dejado de madrugada para decirme que me quería.

El siguiente mensaje era de Nathalie Dufaure. Lamentaba llamar tan tarde, pero no había podido hacerlo antes. Tenía buenas noticias: su abuelo se había decidido a encontrarse conmigo, y había dicho que podía contármelo todo sobre Sarah Dufaure. El hombre estaba tan entusiasmado que incluso había despertado la curiosidad de Nathalie. La voz animada de la joven ahogaba el tono gris de Franck Lévy: «Si quieres, mañana jueves puedo llevarte a Aschères. Yo te llevo en coche, no hay problema. Me apetece mucho oír qué te cuenta mi papy [22]. Por favor, llámame y quedamos».

El corazón empezó a latirme tan deprisa que casi me dolía. El presentador seguía en la pantalla, hablando de otro tema. Era demasiado temprano para llamar a Nathalie Dufaure, aún tenía que esperar un par de horas. Mis pies, envueltos en las zapatillas de celulosa, empezaron a bailar solos. Las palabras resonaban en mi mente: «…contártelo todo sobre Sarah Dufaure». ¿Qué sabía Gaspard Dufaure? ¿Qué estaba a punto de averiguar?

Me sobresalté al oír que llamaban a la puerta. La radiante sonrisa de la enfermera me devolvió de golpe a la realidad.

– Llegó el momento, madame ‑anunció en tono vivaz, luciendo a la vez dientes y encías.

Escuché el chirrido de las ruedas de goma de la silla al otro lado de la puerta.

De repente lo vi todo perfectamente claro, más sencillo y evidente que nunca. Me levanté y la miré a los ojos. ‑Lo siento ‑le dije‑. He cambiado de opinión.

Me quité el gorro de celulosa. Ella se me quedó mirando, sin pestañear.

– Pero, madame… ‑empezó. Me arranqué la bata. Al verme desnuda de repente, la enfermera abrió un instante los ojos y después apartó la mirada.

– Los doctores están esperando ‑adujo.

– No me importa ‑contesté con firmeza‑. No voy a seguir con esto. Quiero tener el bebé.

A la enfermera le temblaban los labios de la indignación.

– Le diré al doctor que venga a verla de inmediato.

Se dio la vuelta y se marchó. Mientras sus zuecos chacoloteaban desaprobadores sobre el linóleo del pasillo, me puse un vestido vaquero, me calcé los zapatos, agarré el bolso y salí de la habitación. Pasé junto a las enfermeras que llevaban los carritos del desayuno y que se quedaron mirándome con cara de sorpresa, y después, mientras bajaba por las escaleras, me di cuenta de que me había dejado el cepillo de dientes, las toallas, el champú, el gel, el desodorante, el estuche de maquillaje y la crema facial en el baño. ¿Y qué?, me dije mientras atravesaba un vestíbulo de aspecto pulcro y un tanto remilgado. ¡Qué más da!

La calle estaba vacía, con ese aspecto limpio y brillante que lucen las aceras parisinas a primera hora de la mañana. Paré un taxi y me fui a casa.

16 de julio de 2002.

El bebé estaba a salvo en mi vientre. Tenía ganas de reír y de llorar, e hice las dos cosas. El taxista me miró varias veces por el retrovisor, pero me daba igual. Iba a tener aquel bebé.

 

H ice un cálculo aproximado y conté más de dos mil personas congregadas junto al Sena, a lo largo del puente de Bir‑Hakeim. Allí estaban los supervivientes, acompañados por sus familias, sus hijos y sus nietos. También habían acudido varios rabinos, el alcalde de la ciudad, el primer ministro, el ministro de Defensa, numerosos políticos, periodistas y fotógrafos y, por supuesto, Franck Lévy. Había miles de flores, una gran carpa y un estrado blanco, en un despliegue impresionante. Guillaume estaba a mi lado, con gesto solemne y mirada alicaída.

Por un momento me acordé de la anciana de la calle Nélaton. ¿Qué fue lo que me dijo? «Nadie se acuerda. ¿Por qué iban a acordarse? Aquellos fueron los días más oscuros de la historia de nuestro país».

De pronto, deseé que estuviera allí, contemplando los cientos de rostros callados y emocionados que me rodeaban. En la plataforma, una mujer de mediana edad, bastante guapa y con una larga melena caoba, empezó a cantar. Su voz clara se elevó sobre el rugido del tráfico cercano. Después, el primer ministro inició su discurso:

– Hace sesenta años aquí en París, al igual que en el resto de Francia, dio comienzo una terrible tragedia, un viaje hacia el horror. La sombra de la Shoah [23]se cernía ya sobre las personas inocentes hacinadas en el Velódromo de Invierno. Este año, como cada año, nos hemos congregado aquí para recordar, para no olvidar las persecuciones, el acoso ni el terrible destino que sufrieron tantos judíos franceses.

Un anciano situado a mi izquierda sacó un pañuelo del bolsillo y rompió a llorar en silencio. Me compadecí de él, y me pregunté por quién estaría llorando. ¿A quién habría perdido? Mientras el primer ministro proseguía con su alocución eché un vistazo a la multitud. ¿Habría alguien entre los allí presentes que conociera o recordara a Sarah Starzynski? ¿Y si había venido ella en persona, tal vez con su marido, con un hijo o con un nieto? Quizá se hallaba detrás de mí, o delante. Me dediqué a seleccionar a todas las mujeres de más de setenta años y estudié sus caras solemnes para buscar entre las arrugas de la edad aquellos ojos verdes y rasgados, pero me sentía incómoda observando con tanto descaro a aquellas desconocidas, por lo que agaché la mirada. La voz del primer ministro pareció ganar fuerza y claridad, y resonó por encima de nuestras cabezas.

– Sí: el Vel' d'Hiv', Drancy y todos los demás campos de tránsito, auténticas antesalas de la muerte, fueron organizados, dirigidos y custodiados por franceses. ¡Así es, el primer acto de la Shoah tuvo lugar justo aquí, con la complicidad del Estado francés!

Los rostros que había a mi alrededor escuchaban al primer ministro con aparente serenidad. Los observé a medida que continuaba el discurso con la misma voz potente, y vi que cada uno de aquellos semblantes escondía un sufrimiento enorme e indeleble. El discurso del primer ministro recibió una calurosa ovación. Vi que muchos asistentes lloraban y se abrazaban unos a otros.

Acompañada todavía por Guillaume, fui a hablar con Franck Lévy, que llevaba un ejemplar de Seine Scenes bajo el brazo. Me saludó con afecto y nos presentó a un par de periodistas. Unos momentos después nos fuimos. Le expliqué a Guillaume que había averiguado quién vivía en el apartamento de los Tézac y que eso, de alguna manera, me había acercado más a mí suegro, que había guardado un oscuro secreto durante sesenta años. También le conté que iba a buscar a Sarah, la niña que logró escapar de Beaune‑la‑Rolande.

Había quedado con Nathalie Dufaure media hora después, frente a la estación de metro de Pasteur, para que me llevara a Orleans a ver a su abuelo. Guillaume me dio dos besos, me abrazó y me deseó suerte.

Según cruzaba la concurrida avenida, me acaricié el vientre con la palma de la mano. De no haber escapado de la clínica esa misma mañana, ahora estaría recobrando el conocimiento en la cama de la habitación color salmón bajo la vigilancia de aquella enfermera tan sonriente. Tras un delicioso desayuno (cruasán con mermelada y café au lait), habría salido de allí por la tarde, un poco mareada, con una compresa entre las piernas y un dolor sordo en la parte baja del abdomen. Y con un terrible vacío en la mente y en el corazón.

No había vuelto a saber nada de Bertrand. ¿Le habrían llamado de la clínica para informarle de que me había marchado antes de abortar? Lo ignoraba. Mi marido seguía en Bruselas, y no volvería hasta la noche.

Me pregunté cómo iba a decírselo, y cómo se lo tomaría él.

Mientras bajaba por la avenida Émile Zola, preocupada por no hacer esperar a Nathalie Dufaure, me pregunté si seguía importándome lo que Bertrand pudiera pensar o sentir. La idea era tan inquietante que me asustó.

Cuando volví de Orleans a última hora de la tarde, hacía mucho calor en el piso y el aire estaba enrarecido. Fui a abrir la ventana que daba al ruidoso bulevar de Montparnasse. Me resultó extraño pensar que pronto nos mudaríamos a la tranquila calle Saintonge. Llevábamos doce años en esa casa, y Zoë no había vivido en ningún otro sitio. Un pensamiento fugaz cruzó por mi mente: va a ser nuestro último verano aquí. Le había tomado cariño a este apartamento. Por la tarde el sol entraba a raudales en el espacioso salón blanco, y, bajando por la calle Vavin, estaba a tiro de piedra del Jardín de Luxemburgo. A eso se añadía la comodidad de su ubicación en uno de los distritos más activos de París, uno de los lugares donde de verdad se sentía el latido de la ciudad, su pulso ágil y trepidante.







Date: 2015-12-13; view: 440; Нарушение авторских прав



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