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París, mayo de 2002 5 page





Su padre la miró, y la muchacha supo que le había leído el pensamiento. Él le dijo en tono muy calmado que corrían un gran peligro. Ignoraba adónde los llevaban y qué iba a sucederles. Pero sí sabía que, si intentaba escapar, le matarían. Le dispararían en el acto, delante de ella y de su madre. Y si eso ocurría, sería el fin: la chica y su madre se quedarían solas. Tenía que quedarse con ellas para protegerlas.

La chica escuchaba. Su padre nunca había utilizado aquel tono de voz con ella. Era el mismo tono que había captado en aquellas inquietantes conversaciones secretas. La joven trató de comprender e intentó que la angustia que sentía no se reflejara en su cara. Pero su hermano… Era ella quien le había dicho que se quedara en el armario. Toda la culpa era suya. El niño podría haber estado ahora con ellos, agarrado de su mano, de no haber sido por su error.

Empezó a llorar, con unas lágrimas ardientes que le quemaban los ojos y las mejillas.

¡No lo sabía!sollozó ‑. Papá, no lo sabía. Creía que íbamos a volver y pensé que allí estaría a salvo.

Después miró a su padre, y le brotó una voz llena de furia y dolor mientras le golpeaba con sus pequeños puños en el pecho.

Nunca me lo dijiste, papá. Nunca me lo explicaste, nunca me contaste cuál era el peligro, ¡nunca! ¿Por qué? Pensaste que era demasiado pequeña para entenderlo, ¿verdad? ¿Querías protegerme? ¿Era eso lo que intentabas?

Al ver el gesto de su padre, no pudo seguir mirándolo. Había en él tanta desesperación, tanta tristeza… Después, las lágrimas borraron la imagen de su rostro. La chiquilla lloró escondiendo la cara entre las manos, sola. Su padre no la tocó. En esos instantes terroríficos y solitarios, la chica comprendió. Había dejado de ser una niña feliz de diez años; era alguien mucho mayor. Nada volvería a ser como antes ni para ella ni para su familia. Ni para su hermano.

La chica explotó, una última vez, y tiró a su padre del brazo con una violencia desconocida hasta ese momento.

¡Va a morir! ¡Se morirá!

Todos estamos en peligrorespondió el padre ‑. Tú y yo, tu madre, tu hermano, Eva y sus hijos, y toda esta gente. Todos los que nos encontramos aquí. Pero yo estoy aquí contigo, y también estamos con tu hermano. Lo tenemos en nuestras plegarias y en nuestros corazones.

Antes de que la joven pudiese responder, los empujaron al interior del tren, un tren que no tenía asientos, sólo vagones desnudos. Era un transporte de ganado cubierto, que olía a excrementos rancios. Ella se asomó a la estación gris y polvorienta desde las puertas.

En un andén cercano, una familia esperaba otro tren. Padre, madre y dos hijos. La madre era guapa; llevaba el pelo recogido en un moño muy elegante. Seguramente se marchaban de vacaciones. Había una niña que tenía su misma edad. Llevaba un bonito vestido color lila, tenía el pelo lavado y sus zapatos relucían.

Las dos niñas se quedaron mirándose la una a la otra. También la miró la madre, bella y bien peinada. La muchacha del tren sabía que tenía la cara negra de churretes y el pelo grasiento, pero en vez de agachar la cabeza, aver gonzada, se mantuvo firme, con la cabeza bien alta, y se enjugó las lágrimas.

Cuando cerraron las puertas, y el tren arrancó con una sacudida y sus ruedas rechinaron sobre la vía, la chica se asomó por una pequeña ranura en el metal. No dejó de mirar en ningún momento a la niña, y se quedó mirándola hasta que la pequeña figura del vestido lila desapareció por completo.

 

N unca le profesé demasiado cariño al distrito XV.

Quizá fuera por la monstruosa oleada de edificios altos y modernos que desfiguraban las orillas del Sena, justo al lado de la Torre Eiffel, y a los que nunca logré acostumbrarme, a pesar de que los habían construido a principios de los setenta, mucho antes de mi llegada a París, pero cuando llegué con Bamber a la calle Nélaton, donde en tiempos estuvo el Vélodrome d'Hiver, pensé que aquella zona de París me gustaba aún menos.

– Qué calle tan fea ‑murmuró Bamber, y después tomó un par de fotografías.

La calle Nélaton era oscura y silenciosa. Saltaba a la vista que allí no daba mucho el sol. A un lado se levantaban edificios burgueses de piedra construidos a finales del siglo XIX; al otro, en el antiguo emplazamiento del Vélodrome d'Hiver, había una construcción pardusca, típica de principios de los sesenta, tan espantosa por su color como por sus proporciones. Sobre las puertas giratorias de cristal, un cartel rezaba: «Ministère de l'Intérieur».

– Un sitio curioso para construir un edificio oficial ‑señaló Bamber‑, ¿no te parece?

Bamber sólo había logrado encontrar un par de fotografías del Vel' d'Hiv'. Yo sostenía una de ellas en la mano. Sobre una fachada pálida se leía, escrito en grandes letras negras: «Vel' d'Hiv'». Había una puerta enorme, y se veía un montón de autobuses aparcados junto a la acera y también las cabezas de la gente. Probablemente habían hecho la foto desde una ventana, al otro lado de la calle, la mañana de la redada.

Buscamos alguna placa, algo que mencionara lo que había ocurrido allí, pero no encontramos nada.

– No puedo creer que no haya nada ‑dije.

Al final lo encontramos en el bulevar de Grenelle, a la vuelta de la esquina: una placa diminuta, más bien humilde, que rezaba:

«Entre los días 16 y 17 de julio de 1942, 13.152 judíos fueron arrestados en París y sus suburbios, deportados a Auschwitz y asesinados. Por orden de los ocupantes nazis, la Jefatura de Policía de Vichy encerró y hacinó en condiciones infrahumanas a 1.129 hombres, 2.916 mujeres y 4.115 niños en el Vélodrome d'Hiver, que se alzaba en este mismo lugar. Nuestro agradecimiento para aquellos que intentaron salvarles. Caminante que pasas por aquí, ¡nunca lo olvides!».

Me pregunté si alguien se habría fijado alguna vez en ella.

– Interesante… ‑musitó Bamber‑. ¿Por qué tantos niños y mujeres, y tan pocos hombres?

– Circulaban rumores de que se iba a producir una gran redada ‑le expliqué‑. Ya había habido un par de ellas antes, sobre todo en agosto del 41, pero hasta ese momento sólo habían arrestado a los hombres, y no habían sido tan masivas ni se habían planeado con tanto detalle como ésta. Por eso, esa detención fue una infamia de tal calibre. La mayoría de los hombres estaban escondidos la noche del 16 de julio, creían que las mujeres y los niños se hallaban a salvo. Pero se equivocaron.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron planeándolo?

– Meses ‑respondí‑. El gobierno francés trabajó en ello a conciencia desde abril del 42, redactando las listas de todos los judíos que serían arrestados. Encargaron la tarea a unos seis mil policías parisinos. Al principio la fecha elegida fue el 14 de julio, pero como era la f ê te nacional la aplazaron unos días.

Caminamos hacia la estación de metro. Era una calle deprimente. Deprimente y lúgubre.

– Y luego, ¿qué pasó? ‑inquirió Bamber‑. ¿Adónde se llevaron a todas esas familias?

– Las tuvieron encerradas en el Vel' d'Hiv' un par de días. Al final dejaron entrar a un grupo de médicos y enfermeras. Todas sus descripciones coinciden en el caos y la desesperación que reinaban allí. Luego se llevaron a las familias a la estación de Austerlitz, y de ahí a los campos de los alrededores de París. Después, los enviaron directos a Polonia.

Bamber enarcó una ceja.

– ¿Campos? ¿Quieres decir que había campos de concentración en Francia?

– Sí. Esos campos eran la antesala francesa de Auschwitz. Estaba Drancy, el más cercano a París, y también Pithiviers y Beaune‑la‑Rolande.

– Me pregunto qué aspecto tendrán hoy esos lugares ‑dijo Bamber‑. Deberíamos acercarnos a averiguarlo.

– Lo haremos ‑le aseguré.

Paramos en la esquina de la calle Nélaton a tomar un café. Miré el reloj. Había prometido ir a ver a Mamé, pero sabía que ya no me daba tiempo. Mañana iría. Visitarla nunca había sido una molestia para mí: ella era la abuela que nunca llegué a tener, pues mis dos abuelas habían muerto cuando yo era muy pequeña. Tan sólo habría deseado que Bertrand la tratara un poco mejor, teniendo en cuenta que ella le adoraba.

Bamber me trajo de vuelta al Vel' d'Hiv'.

– Me alegro de no ser francés ‑dijo.

Entonces se dio cuenta.

– ¡Vaya, lo siento! Tú lo eres ahora, ¿no?

– Sí ‑le respondí‑, por matrimonio. Tengo doble nacionalidad.

– No quería decir eso ‑se disculpó carraspeando. Parecía avergonzado.

– No te preocupes ‑le dije sonriendo‑. Después de todos estos años mi familia política me sigue llamando «la americana».

Bamber puso una mueca.

– ¿Te molesta?

Me encogí de hombros.

– A veces. He pasado más de la mitad de mi vida en este país. Me siento de aquí.

– ¿Cuánto tiempo llevas casada?

– Pronto hará dieciséis años, aunque llevo viviendo en Francia veinticinco.

– ¿Y tu boda fue como esas bodas pijas francesas?

Me reí.

– No, fue bastante sencilla. La celebramos en Borgoña. Mi familia política tiene una casa allí, cerca de Sens.

Recordé fugazmente aquel día. No hubo demasiada conversación entre Sean y Heather Jarmond, por una parte, y Edouard y Colette Tézac, por la otra. Parecía como si toda la parte francesa de la familia hubiera olvidado su inglés, pero yo era tan feliz que me daba igual: el sol lucía espléndido, la capilla campestre era apacible, e incluso mi suegra había dado su aprobación a mi sencillo vestido de color marfil. Bertrand estaba deslumbrante con su chaqué gris. El banquete en casa de los Tézac fue magnífico: champán, velas y pétalos de rosas. Charla pronunció un discurso muy divertido con su horrible francés que sólo me hizo reír a mí, mientras Laure y Cécile sonreían con afectación. Mi madre, que llevaba un vestido magenta pálido, me susurró al oído: «Espero que seas muy feliz, cariño». Mi padre bailó un vals con Colette, tiesa como una escoba.

Todo eso parecía tan lejano…

– ¿Echas de menos América? ‑me preguntó Bamber.

– No. Echo de menos a mi hermana, pero no añoro Estados Unidos.

Un joven camarero vino a traernos los cafés. Dirigió una mirada al pelo zanahoria de Bamber y sonrió. A continuación vio el impresionante despliegue de cámaras y lentes.

– ¿Sois turistas? ‑preguntó‑. ¿Estáis sacando fotos de París?

– No somos turistas. Estamos sacando fotos de lo que queda del Vel' d'Hiv' ‑respondió Bamber en francés, con su pausado acento británico.

El camarero parecía asombrado.

– Nadie pregunta mucho por el Vel' d'Hiv' ‑dijo‑. Por la Torre Eiffel sí, pero no por el Vel' d'Hiv'.

– Somos periodistas ‑le aclaré‑. Trabajamos para una revista americana.

– A veces vienen familias judías ‑dijo el camarero haciendo memoria‑. Sí, después de los discursos de aniversario que pronuncian junto a la placa conmemorativa que hay junto al río.

Se me ocurrió una idea.

– ¿No conocerás a alguien, algún vecino de esta calle, que sepa algo de la redada y que esté dispuesto a hablar con nosotros? ‑le pregunté.

Habíamos hablado ya con varios supervivientes, la mayoría de los cuales habían escrito libros sobre su experiencia, pero nos hacían falta testigos, parisinos que hubieran visto todo lo que ocurrió.

En aquel momento me sentí estúpida. Al fin y al cabo, el camarero apenas tendría veinte años. Probablemente, en el 42 su padre todavía ni siquiera habría nacido.

– Pues sí, conozco a alguien ‑contestó, para mi sorpresa‑. Si volvéis por esta calle veréis una tienda donde venden periódicos a la izquierda. El encargado, Xavier, os podrá contar. Su madre sabe muchas cosas, porque lleva viviendo allí toda la vida.

Le dejamos una buena propina.

 

H abían recorrido un largo y polvoriento camino desde la pequeña estación, atravesando una población donde la gente también se les quedaba mirando y les apuntaba con el dedo. A la chica le dolían los pies. ¿Adónde iban ahora? ¿Qué les iba a pasar? ¿Estaban lejos de París? El viaje en tren había sido breve, apenas un par de horas. Como siempre, ella seguía pensando en su hermano. A cada kilómetro que se alejaban su corazón se hundía más y más. ¿Cómo iba a volver a casa? Le enfermaba la idea de que su hermano creyera que se había olvidado de él. Sí, seguro que era lo que estaba pensando, encerrado en el armario: que ella le había abandonado, que no le importaba, que ya no le quería. No tenía agua ni luz, y estaba asustado. Ella le había decepcionado.

¿Dónde estaban? Cuando los sacaron a empujones no le dio tiempo a mirar el nombre de la estación, pero sí se había fijado en las cosas que llaman la atención a una chica de ciudad: la vegetación exuberante, las praderas verdes y llanas, los campos dorados. El embriagador perfume de la brisa fresca y del verano. El zumbido de los abejorros. Los pájaros en el cielo. Las nubes blancas y algodonosas. Después del hedor y el calor de los últimos días, aquello era como estar en la gloria. Tal vez no iba a ser tan horrible, después de todo.

Siguiendo los pasos de sus padres, atravesó una alambrada de púas. A cada lado de la puerta había apostados guardias armados que vigilaban con mirada severa. Y entonces vio las hileras de oscuros barracones, y el aspecto siniestro del lugar hizo que se le cayera el alma a los pies. Se acurrucó contra su madre mientras los policías empezaban a ladrar órdenes. Las mujeres y los niños debían dirigirse a los cobertizos de la derecha, y los hombres a los de la izquierda. Impotente y agarrada a su madre, la chica vio cómo empujaban a su padre junto con un grupo de hombres. Le daba miedo no tenerlo a su lado, pero no podía hacer nada: las armas la tenían petrificada. Su madre no se movía; tenía los ojos apagados, muertos, y una palidez enfermiza en el rostro.

La muchacha cogió la mano de su madre mientras las empujaban hacia los barracones. En el interior, sórdido y desnudo, sólo había tablas, paja, suciedad y pestilencia. Las letrinas, que estaban en el exterior, eran simples tablones sobre agujeros. Les ordenaron que se sentaran allí, en grupos, y que orinaran y defecaran delante de todo el mundo, como los animales. A la joven se le revolvió y el estómago y pensó que no podía ir ni hacer eso. Al ver cómo su madre se sentaba a horcajadas en uno de los agujeros, agachó la cabeza, avergonzada. Pero al final, acobardada, hizo lo que se le ordenaba, con la esperanza de que nadie la estuviese mirando.

Por encima de la alambrada se divisaba el pueblo: la aguja negra de una iglesia, un depósito de agua, tejados, chimeneas, árboles. Pensó que allí, en aquellas casas cercanas, la gente tenía camas, sábanas, mantas, comida y agua. Estaban limpios, llevaban ropa limpia y nadie les gritaba ni les trataba como si fueran ganado. Y se encontraban allí, al alcance de la mano, al otro lado de la alambrada, en aquel pueblo tan pulcro cuya campana se oía repicar.

Pensó que seguramente allí había niños que estaban de vacaciones, que iban de excursión al campo y que jugaban al escondite. Niños felices, a pesar de la guerra, el racionamiento, y quizá la ausencia de sus padres, que a lo mejor luchaban lejos de allí. Eran niños felices, amados y protegidos. No alcanzaba a imaginar por qué existía tanta diferencia entre aquellos niños y ella, ni entendía el motivo por el que a ella y a la gente que la rodeaba la trataban de aquella forma. ¿Quién lo había decidido, y con qué propósito?

Les dieron una sopa tibia de col, aguada y turbia, y nada más. Después, la chica vio varias filas de mujeres desnudas a las que obligaban a lavarse el cuerpo bajo un hilo de agua en unas palanganas de hierro oxidadas. Las encontró feas, grotescas. Le repugnaban las que tenían el cuerpo fofo, las flacas, las viejas, las jóvenes. No quería mirarlas: odiaba verse obligada a contemplar su desnudez.

Se acurrucó buscando el calor de su madre e intentó no pensar en su hermano. Le picaban la piel y el cuero cabelludo. Quería darse un baño, acostarse en su cama y ver a su hermano. Quería cenar. Se preguntó si aún podría ha ber algo peor que todo lo que le había pasado en los últimos días. Se acordó de sus amigas, las otras niñas del colegio que también llevaban estrellas: Dominique, Sophie, Agn è s. ¿Qué habría sido de ellas? ¿Habría logrado escapar alguna, y tal vez estaría ahora a salvo, oculta en algún lugar? ¿Estaría Armelle escondida con su familia? ¿Volvería a verla a ella o a sus demás amigas alguna vez? ¿Regresaría al colegio en septiembre?

Aquella noche no pudo dormir. Necesitaba el contacto reconfortante de su padre. Le dolía el estómago y sentía retortijones. Sabía que de noche no se les permitía salir de los barracones. Rechinó los dientes y se apretó la tripa con las manos, pero el dolor fue a más. Se levantó despacio, pasó de puntillas por entre las filas de mujeres y niños que dormían y se dirigió hacia las letrinas del exterior.

Unos focos barrieron el campo mientras se acuclillaba sobre los tablones. Aguzando la vista distinguió unos gusanos gordos y blancuzcos que se retorcían sobre la oscura masa de excrementos. Temía que algún policía pudiera verle el trasero desde las torres de vigilancia, así que se tapó como pudo con la falda. Después volvió rápidamente al barracón.

Dentro, el aire estaba cargado y olía mal. Algunos niños lloriqueaban en sueños, y se oía el sollozo de una mujer. Se volvió hacia su madre y se quedó mirando su rostro, pálido y demacrado.

La mujer cariñosa y feliz había desaparecido. Ya no era la madre que la cogía en brazos y le susurraba palabras tiernas en yiddish, ni la mujer de lustrosos rizos de miel y figura voluptuosa a la que todos los vecinos y los tenderos saludaban por su nombre de pila. Nada quedaba de aquella persona que emanaba un aroma maternal, cálido y reconfortante a jabón, ropa limpia y platos apetitosos; la mujer de la risa contagiosa; la que decía que saldrían adelante a pesar de la guerra, porque eran una familia honrada y fuerte que se quería.

Aquella mujer había desaparecido poco apoco. Se había encogido, había empalidecido y ya nunca soltaba una carcajada, ni siquiera sonreía. Su olor era rancio y amargo, su cabello se había vuelto seco y quebradizo y tenía mechones grises.

La muchacha pensó que su madre ya estaba muerta.

 

L a anciana nos miró a Bamber y a mí con ojos legañosos y blanquecinos. Pensé que debía de andar cerca de los cien. Tenía una sonrisa desdentada, como la de un bebé. Comparada con ella, Mamé era una quinceañera. Vivía encima de la tienda de su hijo, el vendedor de periódicos de la calle Nélaton, en un diminuto apartamento abarrotado de muebles polvorientos, alfombras apolilladas y plantas mustias. La señora estaba sentada junto a la ventana, en un sillón hundido. Nos observó mientras entrábamos y nos presentábamos. Parecía contenta de recibir una visita inesperada.

– Así que son periodistas americanos ‑dijo con voz temblorosa, mientras nos estudiaba con la vista.

– Ella es americana y yo británico ‑corrigió Bamber.

– Periodistas. ¿Y están interesados en el Vel' d'Hiv'? ‑preguntó.

Saqué mi bolígrafo y mi libreta y me los puse sobre la rodilla.

– ¿Recuerda algo sobre la redada, madame? ‑le pregunté‑. ¿Puede contarnos algo, aunque sea un mínimo detalle?

La vieja soltó una carcajada seca.

– ¿Cree que no lo recuerdo, jovencita? ¿Acaso cree que se me ha olvidado?

– Bueno ‑repuse‑, al fin y al cabo ha pasado mucho tiempo.

– ¿Cuántos años tiene? ‑me espetó de pronto.

Sentí que mis mejillas enrojecían. Bamber sonrió a escondidas detrás de la cámara.

– Cuarenta y cinco ‑respondí.

– Yo voy a cumplir noventa y cinco ‑dijo, luciendo sus deterioradas encías con orgullo‑. El 16 de julio de 1942 yo tenía treinta y cinco, diez años menos que usted. Y me acuerdo. Me acuerdo de todo.

Hizo una pausa. Volvió los ojos opacos hacia fuera, hacia la calle.

– Recuerdo que me desperté muy temprano al oír autobuses que pasaban justo debajo de mi ventana. Me asomé y los vi llegar, más y más autobuses. Eran los mismos autobuses urbanos que a los que me subía todos los días, verdes y blancos. Había muchos, y me pregunté qué diantre hacían allí. Entonces vi que salía gente de ellos. Sobre todo niños, muchos niños. Es difícil olvidarse de los críos…

Garabateé algo mientras Bamber disparaba su cámara con suavidad.

– Después me vestí y bajé con mis niños, que entonces eran pequeños. Tenían curiosidad por saber qué pasaba. Nuestros vecinos también bajaron, y el concierge. Entonces vimos las estrellas amarillas y comprendimos. Estaban arrestando a los judíos.

– ¿Tenían idea de qué iba a ocurrirle a toda esa gente? ‑le pregunté.

Se encogió de hombros.

– No ‑respondió‑. No teníamos ni idea. ¿Cómo íbamos a saberlo? Nos enteramos después de la guerra. Creíamos que los habían mandado a trabajar a alguna parte. No se nos ocurrió que les fuera a pasar nada malo. Recuerdo que alguien comentó: «Se trata de la policía francesa, así que nadie va a hacerles daño». De modo que no nos preocupamos. Y al día siguiente, aunque esto había ocurrido en pleno centro de París, no se informó de nada en los periódicos ni en la radio. Nadie parecía preocupado, por lo que nosotros tampoco nos inquietamos. Hasta que vi a los niños.

Hizo otra pausa.

– ¿Los niños? ‑repetí.

– Unos días después, se llevaron a los judíos en autobús ‑prosiguió‑. Yo estaba en la acera, y vi a aquellas familias salir del velódromo, y a todos aquellos niños sucios que no dejaban de llorar. Estaban llenos de roña y muy asustados. El espectáculo me horrorizó, y me di cuenta de que en el velódromo no les habían dado apenas de comer ni de beber. Me sentí impotente y furiosa, e intenté tirarles pan y fruta, pero la policía no me dejó.

Volvió a hacer una pausa, esta vez más larga. De pronto parecía cansada, exhausta. Bamber apartó la cámara en silencio. Esperó. No nos movimos. Me pregunté si iba a volver a hablar.

– Después de todos estos años ‑dijo por fin en tono apagado, casi en susurros‑, ¿saben?, aún sigo viendo a los niños. Veo cómo los suben a los autobuses y se los llevan de aquí. Entonces no tenía ni idea de adónde iban, pero tuve una corazonada, un horrible presentimiento. A la mayoría de la gente que había alrededor le daba igual, y le parecía normal. Sí, para ellos era muy normal que se llevaran a los judíos.

– ¿Por qué razón cree que pensaban así? ‑pregunté.

Volvió a reírse con aquella risa cascada.

– ¡Pues porque a los franceses llevaban años enseñándonos que los judíos eran enemigos de nuestro país! En el 41, o el 42, hubo una exposición en el palacio de Berlitz, si no recuerdo mal, en el bulevar des Italiens, que se llamaba «El judío y Francia». Los alemanes se aseguraron de que durara meses. Fue un gran éxito entre los parisinos, ¿y saben en qué consistía? En una escandalosa exhibición de antisemitismo.

Se alisó la falda con sus dedos arrugados.

– Me acuerdo de los policías. Nuestros buenos policías parisinos, nuestros honrados gendarmes. Fueron ellos los que subieron a los niños a los autobuses entre gritos y empujones y utilizando los batons [10].

Agachó la barbilla sobre el pecho y murmuró algo que no capté, pero que sonaba como: «Debería darnos vergüenza no haberlo impedido».

– Pero usted no lo sabía ‑le respondí con suavidad, conmovida al ver sus ojos empañados de lágrimas‑. ¿Qué podría haber hecho?

– Nadie se acuerda de los niños del Vel' d'Hiv'. A nadie le importan.

– Puede que este año sí que importen ‑repuse‑. A lo mejor este año todo cambia.

La anciana frunció los labios, ya arrugados de por sí.

– No. Ya lo verá: nada ha cambiado. Nadie se acuerda. ¿Por qué iban a hacerlo? Aquéllos fueron los días más oscuros de la historia de nuestro país.

 

L a chica se preguntó dónde estaba su padre. En algún lugar del mismo campo, en uno de los barracones, seguro, pero sólo lo vio una o dos veces. Había perdido la noción del tiempo. Lo único que la atormentaba era el recuerdo de su hermano. Se despertaba por las noches temblando, pensando en él, metido en aquel armario. Asía la llave y la miraba con pena y horror. Tal vez ya había muerto de sed, o de hambre. Intentó contar los días transcurridos desde el jueves negro en que aquellos hombres fueron a arrestarlos. ¿Una semana, diez días? Lo ignoraba. Se sentía perdida, confusa. Todo había sido un ciclón devastador de terror, hambre y muerte. En el campo de concentración habían muerto más niños, y se habían llevado sus pequeños cadáveres entre lágrimas y lamentos.

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