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París, mayo de 2002 7 page
Me olvidé del ascensor y subí a pie los cuatro tramos de escalera. Los operarios habían salido a comer y el edificio estaba en silencio. Al abrir la puerta principal, sentí que algo extraño me envolvía, una sensación desconocida de desesperación y vacío. Me dirigí hacia la parte antigua del apartamento, la misma que Bertrand nos había enseñado el otro día. Allí fue donde ocurrió todo, donde llegaron los hombres que aporrearon la puerta aquella mañana de julio, justo antes del amanecer. Fue como si todo lo que había leído durante las semanas anteriores, todo lo que había averiguado sobre el Vel' d'Hiv', alcanzara su punto culminante allí, justo en la casa donde iba a vivir. Todos los testimonios que había leído minuciosamente, los libros que había estudiado, los supervivientes y testigos a los que había entrevistado me hicieron ver y comprender con una claridad casi irreal lo que había ocurrido entre las paredes que estaba tocando en aquel preciso instante. El artículo que había empezado a escribir un par de días antes estaba casi acabado. Se acercaba la fecha límite. Todavía tenía que visitar los campos de Loiret, en las afueras de París, y de Drancy, y había concertado una cita con Franck Lévy, cuya asociación estaba organizando la mayoría de los actos de conmemoración del sexagésimo aniversario de la redada. Pronto mi investigación habría concluido, y me pondría a escribir sobre algún otro asunto. Pero ahora que sabía lo que había ocurrido allí, tan cerca de mí, y que estaba tan íntimamente relacionado conmigo y con mi vida, tenía la sensación de que debía averiguar más. Mi búsqueda no había terminado. Necesitaba saberlo todo. ¿Qué le sucedió a la familia judía que vivía en aquel piso? ¿Cómo se llamaban? ¿Tenían niños? ¿Alguno de ellos había conseguido regresar de los campos de exterminio, o habían muerto todos? Caminé por el apartamento vacío. En una habitación, el tabique estaba derribado. Entre los escombros advertí una abertura profunda, disimulada con habilidad tras un panel, que ahora era parcialmente visible. Debía de haber sido un buen escondrijo. Si estas paredes pudieran hablar… Pero no hacía falta que hablaran. Yo sabía lo que había ocurrido allí, podía verlo. Los supervivientes me habían hablado de aquella noche calurosa, los golpes en la puerta, las órdenes tajantes, el viaje en autobús por París. También habían rememorado el sofocante infierno del Vel' d'Hiv'. Pero los que me lo contaron eran los supervivientes, los que habían escapado, los que se arrancaron la estrella y huyeron de allí. De pronto, me pregunté si sería capaz de sobreponerme a esa información y vivir allí sabiendo que en mi apartamento habían arrestado a una familia entera para después enviarla a una muerte más que probable. ¿Cómo habían podido vivir con eso los Tézac? Saqué el móvil y llamé a Bertrand. Al ver mi número, susurró: «Reunión». Ése era nuestro código para «Estoy ocupado». – Es urgente ‑le dije. Le oí murmurar algo, y después su voz me llegó con más claridad. – ¿Qué pasa, amour?‑preguntó‑. Sé rápida, que tengo a alguien esperando. Respiré hondo. – Bertrand ‑empecé‑, ¿sabes cómo consiguieron tus abuelos el apartamento de la calle Saintonge? – No ‑contestó‑. ¿Por qué? – Acabo de visitar a Mamé. Me ha dicho que se mudaron en julio del 42. Dijo que el piso se había quedado vacío porque arrestaron a una familia judía durante la redada del Vel' d'Hiv'. Silencio. – ¿Y? ‑preguntó Bertrand, por fin. Sentí que se me encendía el rostro, y el eco de mi voz resonó en el apartamento vacío. – ¿Es que te da igual que tu familia se mudara aquí sabiendo que habían arrestado a esos judíos? ¿Nunca te hablaron de ello? Casi pude oír cómo se encogía de hombros con ese típico estilo francés, curvando hacia abajo las comisuras de la boca y arqueando las cejas. – No, no me importa. No lo sabía, nunca me lo dijeron, pero aun así me da igual. Estoy seguro de que hay un montón de parisinos que se mudaron a apartamentos que quedaron vacíos en julio del 42, después de la redada. Seguro que eso no convierte a mi familia en colaboracionistas, ¿no crees? Su risa me hizo daño en los oídos. – Yo no he dicho eso, Bertrand. – Te estás involucrando demasiado en esto, Julia ‑añadió en un tono más amable‑. Eso ocurrió hace sesenta años. Recuerda que había una guerra mundial. Fueron tiempos duros para todos. Suspiré. – Sólo quiero saber cómo ocurrió. No lo entiendo. – Es simple, mon ange [12]. Mis abuelos lo pasaron muy mal durante la guerra. La tienda de antigüedades no iba bien. Seguro que para ellos fue un gran alivio mudarse a un sitio más amplio y mejor. Al fin y al cabo, tenían un hijo y eran jóvenes. Debían de estar tan contentos de tener un techo bajo el que dormir que seguramente ni pensaron en esos judíos. – Pero, Bertrand ‑dije‑, ¿cómo es posible que no pensaran en aquella familia? ¿Cómo fueron capaces? Me tiró un beso por el teléfono. – No lo sabían, supongo. Tengo que dejarte, amour. Te veo esta noche. Y colgó. Me quedé un rato en el apartamento, recorriendo el pasillo, deteniéndome en el salón, pasando la palma de la mano por la pulida superficie de mármol de la chimenea. Intentaba comprender y evitar que las emociones me abrumaran.
L a chica y Rachel se decidieron: iban a escapar. Tenían que huir de aquel lugar. Era eso, o morir, lo sabía. Si se quedaba allí con los demás sería el fin. Había muchos niños enfermos, y ya habían muerto cinco o seis. Una vez vio a una enfermera como la del velódromo, una mujer con un velo azul. ¡Una sola enfermera para tantos niños hambrientos y enfermos! La huida era su secreto. No se lo habían contado a ninguno de los otros niños. Nadie debía sospechar nada. Su idea era escapar a plena luz del día. Se habían dado cuenta de que durante la mayor parte de las horas del día los policías apenas les prestaban atención, así que podía hacerse de una forma rápida y sencilla. Por detrás de los barracones, cerca del depósito de agua, en el mismo lugar donde las mujeres del pueblo habían intentado pasarles comida a través de la valla, habían encontrado un hueco entre los rollos de alambre. Aunque era pequeño, tal vez hubiera espacio suficiente para que alguien de su tamaño consiguiera atravesarlo reptando. Algunos niños habían salido ya del campo, rodeados de policías. Cuando se fueron, la muchacha los contempló, criaturas frágiles y delgadas con el cráneo afeitado y vestidas de harapos, y se preguntó dónde se los llevarían. ¿Lejos de allí, con sus padres? Ella albergaba serias dudas, igual que Rachel. Si pensaban llevarlos a todos al mismo sitio, ¿por qué tenían que separar primero a los padres de los hijos? ¿Por qué tanto dolor, tanto sufrimiento?, pensaba. «Es porque nos odian», le había respondido Rachel con su voz grave y gutural cuando formuló la pregunta en voz alta. «Detestan a los judíos». ¿Por qué tanto aborrecimiento?, se preguntó para sus adentros. Ella no había odiado a nadie en su vida, salvo, quizás, una vez a una profesora que le había impuesto un duro castigo por no saberse la lección. Se preguntó si había llegado a desearle la muerte a aquella mujer, y su respuesta fue «sí». De modo que tal vez era así como funcionaban las cosas: uno aborrece tanto a una persona que al final quiere matarla. A ellos los odiaban porque llevaban una estrella amarilla. Aquel pensamiento le daba escalofríos. Era como si todo el mal y el odio del mundo se concentraran allí, a su alrededor, en los rostros endurecidos de los policías, en su indiferencia, en su desdén. Se preguntó si fuera del campo también odiaban a los judíos, y si estaba condenada a llevar aquella vida a partir de entonces. Recordó que en junio, cuando volvía del colegio, había oído a unas vecinas hablando en voz baja en la escalera. La chica se había parado en las escaleras, aguzando las orejas como un cachorrillo. «¿Y sabes qué pasó? Se abrió la chaqueta y vi que llevaba la estrella. Jamás habría ima ginado que fuera judío». La otra mujer había contenido la respiración para después responder: «¡Judío! Qué sorpresa, un caballero tan educado como él…». La chica le había preguntado a su madre por qué a algunos vecinos no les caían bien los judíos. Su madre se encogió de hombros y suspiró, sin levantar la mirada de la ropa que estaba planchando. Como no le respondía, la chica acudió a su padre. ¿Qué tenía de malo ser judío? ¿Por qué había gente que les odiaba? Su padre se rascó la cabeza y la miró con una enigmática sonrisa. «Creen que somos distintos. Por eso nos tienen miedo». ¿Pero por qué eran distintos?, se preguntaba. ¿Qué los hacía diferentes? Cuando pensaba en su madre, en su padre y en su hermano, los echaba tanto de menos que se sentía físicamente enferma. Era como si se hubiera caído a un pozo sin fondo. Escapar era la única forma de recuperar cierto control sobre esta nueva vida que no podía entender. Tal vez sus padres se las habían arreglado también para escapar. Tal vez todos conseguirían volver a casa. Tal vez, tal vez… Pensó en el apartamento vacío, en las camas sin hacer, en la comida pudriéndose poco a poco en la cocina. Y su hermano en medio del silencio sepulcral de la casa. Rachel le tocó el brazo, y la chica dio un respingo. – Ahora ‑ le susurró ‑. Vamos a intentarlo. El campo estaba en silencio, casi desierto. Habían notado la presencia de menos policías desde la marcha de los adultos, y los que quedaban apenas hablaban con los niños, a los que dejaban a su aire. Un calor insoportable caía sobre los barracones, en cuyo interior yacían niños enfermos y débiles, tendidos sobre paja húmeda. Las chicas oyeron a lo lejos risas y voces masculinas. Probablemente los hombres estaban en un barracón, a resguardo de aquel sol de justicia. El único policía a la vista estaba sentado a la sombra, con el fusil a los pies. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en la pared, y parecía dormido como un tronco, con la boca abierta. La chica y Rachel reptaron hacia la alambrada como lagartijas, vislumbrando los campos y las verdes praderas que se extendían ante ellas. Silencio, quietud, calor. ¿Las habría visto alguien? Se agazaparon entre la hierba, con el corazón latiendo a toda prisa. Volvieron la vista atrás, pero no captaron movimiento ni ruido alguno. Qué fácil ha sido, se dijo la joven. Es posible. Las cosas nunca eran tan fáciles, y menos ahora. Rachel llevaba en las manos un hato de ropa y le aconsejó ponérsela para que las capas extra de tejido le protegieran la piel de los pinchos. La muchacha sintió escalofríos al enfundarse un jersey sucio y andrajoso y unos pantalones tiesos y harapientos, mientras se preguntaba a quién habría pertenecido aquella ropa. Seguramente a algún infortunado niño cuya madre se había ido y al que habían dejado morir allí, solo. Aún en cuclillas, se acercaron al pequeño resquicio abierto entre los rollos de alambre. A poca distancia había un policía de pie. No se le distinguía la cara, sólo el perfil de la gorra redonda de gendarme. Rachel señaló con el dedo hacia la abertura de la valla. Tenían que apresurarse, no había tiempo que perder. Se echaron boca abajo y reptaron hacia el agujero. La chica pensó que parecía muy pequeño. ¿Cómo iban a atravesarlo sin cortarse con las púas de la alambrada, aunque llevaran toda esa ropa? ¿Cómo habían podido siquiera soñar que iban a conseguirlo, que nadie iba a verlas y que se saldrían con la suya? Estamos locas, se dijo. Locas. La hierba le hacía cosquillas en la nariz. Olía de maravilla. Quería enterrar la cara en ella y aspirar su aroma fresco y penetrante. Vio que Rachel ya había llegado a la abertura y que intentaba meter la cabeza con cautela. De pronta la chica oyó pisadas sordas y pesadas en la hierba y se le paró el corazón. Miró hacia arriba y vio una enorme figura que se cernía sobre ella. Era un policía. El gendarme la agarró por el cuello deshilachado de la blusa y la sacudió. La chica sintió cómo las piernas le desfallecían de terror. – ¿Qué demonios estáis haciendo? ‑ La voz del hombre siseó junto a su oído. Rachel ya había pasado la mitad del cuerpo por la alambrada. El hombre, sin soltar el cuello de la chica, alcanzó a Rachel y la agarró del tobillo. Ella forcejeó y pateó, pero el gendarme era mucho más fuerte y tiró de ella, haciéndole sangre en las manos y en la cara. Se quedaron de pie frente a él, Rachel sollozando, y la chica con la espalda recta y la cabeza alta. Aunque por dentro estaba temblando, había decidido no mostrar miedo. O al menos iba a intentarlo. Entonces miró al hombre y se quedó boquiabierta. Era el policía pelirrojo. Él también la reconoció, y al hacerlo tragó saliva, y la chica notó cómo la gruesa mano que le sujetaba el cuello empezaba a temblar. – No podéis escapar ‑ dijo el gendarme en tono áspero ‑. Tenéis que quedaros aquí, ¿entendido? Era joven, poco más de veinte años, de cuerpo grande y cara sonrosada. La chica se dio cuenta de que estaba sudando bajo el grueso uniforme oscuro. La frente y el labio superior le brillaban húmedos, no hacía más que parpadear y cambiaba el peso de un pie a otro. La chica se dio cuenta de que no le tenía miedo. En lugar de eso, sentía una especie de extraña compasión por el policía que a ella misma le resultaba desconcertante. Le puso la mano en el brazo, y él se quedó mirándola sorprendido y avergonzado. Ella le dijo: – Se acuerda de mí. No era una pregunta, sino la constatación de un hecho. Él asintió, enjugándose con los dedos el sudor que tenía debajo de la nariz. La chica sacó la llave del bolsillo y se la enseñó, sin que le temblara la mano. – ¿Se acuerda de mi hermano pequeño? ‑ preguntó ella ‑. Un niño rubio, con el pelo rizado. El policía asintió de nuevo. – Tiene que dejarme marchar, monsieur. Es mi hermano pequeño, y está en París, solo. Le encerré en el armario porque pensé que… ‑ Se le quebró la voz ‑. ¡Pensé que allí estaría a salvo! ¡Tengo que volver! Déjeme salir por ese agujero. Puede fingir que nunca me ha visto, monsieur. El hombre miró hacia atrás, a los barracones, como si temiera que alguien pudiese venir, o que alguien los viera o escuchase su conversación. Después volvió a mirar a la chica llevándose un dedo a los labios, arrugó el gesto y meneó la cabeza. – No puedo hacerlo ‑ susurró ‑. Tengo órdenes. La chica le puso la mano en el pecho. – Por favor, monsieur ‑ insistió en voz baja. A su lado, Rachel sorbía, con la cara llena de sangre y lágrimas. El hombre volvió a mirar atrás una vez más. Parecía aturdido. La chica advirtió aquella extraña expresión que había visto en su rostro el día de la redada, una mezcla de compasión, vergüenza y furia. La chica sentía cómo pasaban los minutos, interminables, pesados como el plomo. En su interior volvían a acumularse los sollozos, las lágrimas, el pánico. ¿Qué iba a hacer si el gendarme las mandaba a Rachel y a ella de vuelta al barracón? ¿Cómo iba a seguir adelante? Se dijo con determinación que no cejaría en su empeño e intentaría escapar de nuevo una y otra vez. De repente, el policía pronunció el nombre de la chica y le cogió la mano. Su propia palma estaba caliente y húmeda. – Vete ‑ dijo entre dientes. Tenía el semblante descompuesto y el sudor le goteaba por las mejillas ‑. ¡Vete ahora mismo! ¡Rápido! Perpleja, la chica miró aquellos ojos dorados. El policía la empujó hacia la abertura y la obligó a agacharse. Después tiró de la alambrada hacia arriba y empujó a la chica para que pasara. Las púas le pincharon en la frente, y después todo se acabó. La chica se puso de pie a duras penas. Estaba al otro lado: era libre. Rachel la observaba, sin moverse. – Yo también quiero irme ‑ porfió Rachel. – No, tú te quedas ‑ respondió el policía. Rachel gimió. – ¡No es justo! ¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por qué? El policía la hizo callar levantando la otra mano. Detrás de la valla, la joven se había quedado paralizada. ¿Por qué Rachel no podía ir con ella? ¿Por qué tenía que quedarse? – Por favor, déjela venir ‑ dijo la muchacha ‑. Se lo suplico, monsieur. Habló en tono sereno y calmado. Ya no era la voz de una niña, sino la de una joven, la voz de una mujer. El hombre parecía nervioso e incómodo, pero no dudó mucho tiempo. – Venga, vete ‑ dijo empujando a Rachel ‑. Rápido. Sujetó de nuevo la alambrada. Rachel la cruzó a rastras y se reunió con ella, jadeante. El hombre se palpó los bolsillos, sacó algo y se lo dio a la joven a través de la valla. – Toma esto ‑ le ordenó. Ella miró el grueso taco de billetes en su mano, y después se lo guardó en el bolsillo, con la llave. El hombre volvió a mirar hacia los barracones, con el ceño fruncido. – Por el amor de Dios, ¡corred! ¡Echad a correr las dos! Si os ven… Arrancaos las estrellas y buscad alguien que os ayude. ¡Tened mucho cuidado, y buena suerte! La chica habría querido darle las gracias por su ayuda y por el dinero, y también estrecharle la mano, pero Ra chel la agarró del brazo y tiró de ella. Corrieron lo más deprisa posible por los trigales altos y dorados, siempre hacia delante, con los pulmones ardiendo, agitando los brazos de forma atropellada. Lejos del campo, lo más lejos posible de aquel lugar.
C uando llegué a casa me di cuenta de que llevaba un par de días con náuseas. Estaba tan enfrascada en mi investigación para el artículo sobre Vel' d'Hiv' que no le había concedido importancia, y además la semana anterior acababa de conocer la revelación sobre el apartamento de Mamé. Presté más atención a las náuseas al percatarme de que tenía los pechos más hinchados y que me dolían. Calculé mi periodo. Sí, llevaba retraso, pero ya me había pasado lo mismo varias veces en los últimos años. Al final bajé a la farmacia del bulevar a comprar una prueba de embarazo, sólo para asegurarme. Cuando apareció la pequeña línea azul, comprendí que estaba embarazada. Embarazada. No podía creerlo. Me senté en la cocina. Casi no me atrevía a respirar. Mi último embarazo, cinco años atrás, después de dos abortos, había sido una pesadilla. Al principio tuve dolores y hemorragias, y después descubrí que el cigoto se estaba desarrollando fuera del útero, en una de mis trompas. Me sometieron a una operación bastante complicada, y después sufrí consecuencias muy desagradables, tanto mentales como físicas. Me llevó un buen tiempo superarlo. Me habían extirpado un ovario, y el cirujano me dijo que no creía que pudiera quedarme embarazada de nuevo. Además, ya había cumplido cuarenta años. Recuerdo la desilusión y la tristeza en el rostro de Bertrand. Aunque nunca hablaba de ello, yo lo intuía. El hecho de que nunca quisiera expresar sus sentimientos empeoraba las cosas. Se guardó su disgusto para sí, pero las palabras no pronunciadas crecían como una presencia tangible que se interponía entre nosotros. Yo sólo hablaba de ello con mi psiquiatra, o con mis amigos más íntimos. Recordé un fin de semana reciente en Borgoña, cuando invitamos a Isabelle, a su marido y a sus hijos a quedarse. Su hija Mathilde tenía la edad de Zoë, y luego estaba el pequeño Matthieu. Bertrand se había quedado prendado de aquel niño, un crío encantador de cuatro o cinco años. Ver cómo mi marido le seguía con la mirada, cómo jugaba con él y lo llevaba a hombros, sonriente pero con una sombra de melancolía en los ojos, me resultaba insoportable. Isabelle me encontró llorando sola en la cocina mientras los demás terminaban de comerse la quiche Lorraine al aire libre. Me abrazó con fuerza, me sirvió una buena copa de vino, encendió el reproductor de CD y me ensordeció con los grandes éxitos de Diana Ross. «No es culpa tuya, ma cocotte, no es culpa tuya. Recuérdalo». Me había sentido inútil durante mucho tiempo. La familia Tézac se mostró cariñosa y discreta sobre el asunto, pero yo me seguía viendo incapaz de dar a Bertrand lo que más deseaba: un segundo hijo. Y, lo más importante, un varón. Bertrand tenía dos hermanas, pero ningún hermano. Sin un heredero que lo llevara, su apellido se extinguiría. No me había dado cuenta de lo importante que era ese factor para esta familia tan particular. Cuando dejé claro que, a pesar de ser la esposa de Bertrand, quería que me siguieran llamando Julia Jarmond, mi decisión fue recibida con sorpresa y silencio. Mi suegra, Colette, me explicó con una sonrisa acartonada que en Francia era una costumbre moderna, demasiado moderna, una postura feminista no muy bien recibida en este país. Una mujer francesa debía ser conocida por el apellido de su marido, así que yo tenía que ser para el resto de mi vida la señora de Bertrand Tézac. Recuerdo que le devolví una sonrisa de anuncio de dentífrico y le dije que aun así iba a seguir con el Jarmond. Ella no dijo nada, pero a partir de ese momento ella y Edouard, mi suegro, siempre me presentaban como «la esposa de Bertrand». Me extasié en la contemplación de la raya azul. Un bebé. ¡Un bebé! Me invadió un sentimiento de gozo y de inmensa felicidad. Iba a tener un bebé. Miré a mi alrededor, a esa cocina que ya me era tan familiar. Fui a sentarme junto a la ventana y contemplé el patio sucio y oscuro al que se asomaba la cocina. Me daba igual que fuera un niño o una niña. Sabía que Bertrand preferiría un niño, pero también que si era niña estaría encantado con ella. Un segundo hijo, ese que habíamos esperado tantísimo tiempo y al que por fin habíamos renunciado. El hermanito que Zoë había dejado de mencionar. El crío por el que Mamé había dejado de preguntar. ¿Cómo iba a decírselo a Bertrand? No podía llamarle y soltárselo por teléfono. Teníamos que estar juntos y a solas: aquello requería intimidad. Y después debíamos procurar que nadie se enterase hasta que yo al menos estuviera de tres meses. Me moría de ganas de llamar a Hervé y Christophe, y también a Isabelle, a mi hermana y a mis padres, pero me contuve. Mi marido tenía que ser el primero en saberlo, y mi hija la segunda. Entonces se me ocurrió una idea. Cogí el teléfono, llamé a Elsa, mi canguro, y le pregunté si estaba libre por la noche para cuidar de Zoë. Me respondió que sí. Después hice una reserva en nuestro restaurante favorito, una brasserie de la calle Saint Dominique de la que éramos clientes habituales desde nuestra boda. Por último llamé a Bertrand, me saltó su buzón de voz y me tocó hablar sola para decirle que quedábamos en Thomieux a las nueve en punto. Oí las llaves de Zoë en la puerta. Sonó un portazo y mi hija entró en la cocina con su pesada mochila en la mano. – Hola, mamá ‑me dijo‑. ¿Qué tal el día? Sonreí. Como cada vez que miraba a Zoë, me quedé embobada contemplando su belleza, su figura esbelta y sus vivos ojos de color avellana. – Ven aquí ‑le pedí, y le di un abrazo de oso. Ella se echó hacia atrás y se quedó mirándome. – Parece que el día ha sido bueno, ¿verdad? ‑preguntó‑. Lo noto por el abrazo. – Tienes razón ‑admití, deseando contarle la verdad‑. Ha sido un día estupendo. Me miró. – Me alegro. Últimamente has estado un poco rara. Pensaba que era por esos niños. – ¿Qué niños? ‑pregunté al tiempo que le apartaba un mechón castaño de la cara. – Ya sabes, los niños del Vel' d'Hiv' ‑dijo Zoë‑. Esos que nunca volvieron a casa. – Pues sí ‑respondí‑. Me daba mucha pena. Y aún me sigue dando. Date: 2015-12-13; view: 384; Нарушение авторских прав |