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París, mayo de 2002 8 page





Zoë me cogió las manos y empezó a girar mi anillo de boda, una artimaña que usaba desde que era pequeña.

– La semana pasada te oí hablar por teléfono ‑confesó sin mirarme.

– ¿Y bien?

– Tú creías que estaba dormida.

– Oh ‑dije.

– No lo estaba. Era tarde. Estabas hablando con Hervé, creo, y le contaste lo que te había dicho Mamé.

– ¿Sobre el apartamento?

– Sí ‑contestó, mirándome por fin a la cara‑. Le hablaste sobre la familia que vivía en el piso y lo que les pasó. También le contaste que Mamé había vivido allí todos esos años sin importarle demasiado.

– ¿Oíste todo eso? ‑pregunté.

Zoë asintió.

– ¿Sabes algo de aquella familia, mamá? ¿Quiénes eran, qué les ocurrió?

Meneé la cabeza.

– No, cariño, no lo sé.

– ¿Es verdad que a Mamé no le importaba?

Tenía que hablar con cautela.

– Cielo, estoy segura de que sí le importaba. Creo que ella no sabía lo que había pasado en realidad.

Zoë volvió a darle vueltas a la alianza, esta vez, más deprisa.

– Mamá, ¿vas a descubrir qué les pasó?

Agarré aquellos dedos nerviosos que tiraban de mi anillo.

– Sí, Zoë. Eso es exactamente lo que pienso hacer ‑le dije.

– A papá no le va a gustar ‑respondió ella‑. Le oí decir que dejaras de pensar en ello y de darle vueltas. Parecía muy enfadado.

La estreché contra mí y apoyé mi barbilla sobre su hombro. Pensé en el maravilloso secreto que guardaba en mi interior, y en que aquella noche iba al Thomieux. Me imaginé el gesto de incredulidad y alegría de Bertrand. ¡Iba a quedarse sin palabras!

– Cariño ‑le dije‑. A papá no le va a importar. Te lo prometo.

 

E xhaustas, las niñas al fin dejaron de correr y se agacharon tras un arbusto. Tenían sed y les faltaba el aliento. La chica sentía un agudo pinchazo en el costado. Si al menos pudiera beber agua, descansar un poco y recuperar fuerzas… Pero sabía que no podía quedarse allí. Tenía que seguir adelante y encontrar la forma de volver a París.

«Arrancaos las estrellas», les había dicho el policía. Se quitaron las prendas que se habían puesto por encima, rasgadas y rotas por la alambrada. La chica se miró al pecho, donde tenía la estrella cosida en la blusa. Tiró de ella. Después le hizo un gesto a Rachel, que agarró la suya con las uñas y se la quitó con facilidad. Pero la de la chica estaba muy bien cosida. Se quitó la blusa y examinó la estrella de cerca. Las puntadas eran meticulosas, perfectas. Se acordó de su madre, encorvada sobre el costurero, cosiendo las estrellas con paciencia, una tras otra. Aquel recuerdo hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas, y lloró sobre la blusa, con una desesperación desconocida hasta entonces.

Los brazos de Rachel la rodearon, y sus manos ensangrentadas trataron de consolarla.

¿Es verdad lo de tu hermanito? ¿Está dentro de un armario?preguntó Rachel.

Ella asintió. Rachel la abrazó aún más fuerte y le acarició la cabeza con cierta torpeza. La muchacha se preguntó dónde estaba su madre, y también su padre. ¿Adónde se los habían llevado? ¿Estarían juntos y a salvo? Ah, si la hubieran visto ahora mismo, llorando detrás de unos arbustos, sucia, perdida y hambrienta…

Se enderezó, haciendo un esfuerzo para sonreír a Rachel a través de las pestañas húmedas. Sí, tal vez estaba sucia, perdida y hambrienta, pero no asustada. Se secó las lágrimas con dedos llenos de roña. Había crecido demasiado para volver a tener miedo. Ya no era un bebé. Sus padres se enorgullecerían de ella. Sí, quería que estuvieran orgullosos de ella, porque había conseguido escapar del campo, porque iba a volver a París para salvar a su hermano y porque no tenía miedo.


Agarró la estrella con los dientes, y se dedicó a morder las minuciosas puntadas de su madre. Por fin, el trozo de tela amarillo se desprendió de la blusa. La chica se quedó mirando aquellas grandes letras negras que decían: «JUDÍA», y después la enrolló en su mano.

¿De pronto no te parece muy pequeña?le preguntó a Rachel.

¿Qué hacemos con ellas?preguntó Rachel ‑. Si nos las guardamos en el bolsillo y nos están buscando, se acabó.

Decidieron enterrarlas junto con las prendas que habían usado para escapar, bajo el matorral. La tierra estaba blanda y húmeda. Rachel cavó un agujero, metió dentro las estrellas y la ropa, y luego cubrió todo con la tierra oscura.

Biendijo en tono exultante ‑. Estamos sepultando las estrellas. Están muertas, enterradas en una tumba, por siempre jamás.

La chica se rió con Rachel, pero después se sintió avergonzada. Su madre le había dicho que tenía que estar satisfecha de su estrella y de ser judía.

No quería pensar en eso ahora. Ahora todo era distinto. Había que encontrar agua, comida y refugio, y ella tenía que volver a su casa. ¿Cómo? Lo ignoraba. Ni siquiera sabía dónde estaba, pero al menos tenía el dinero del policía. Al final, aquel hombre no había resultado tan malo. A lo mejor eso significaba que podía haber más personas bondadosas dispuestas a ayudarlas. Personas que no las odiaran ni pensaran que eran «diferentes».

No estaban muy lejos del pueblo. Desde detrás de los matorrales alcanzaron a ver un cartel.

Beaune‑La‑Rolandeleyó Rachel en voz alta.

El instinto les aconsejó no entrar en la localidad, pues allí no encontrarían ayuda. Sus habitantes conocían la existencia del campo, pero nadie había ido a ayudarles, salvo aquellas mujeres, y una sola vez. Además, el pueblo estaba demasiado cerca del campo y podían toparse con alguien que las mandara de vuelta. Volvieron la espalda a Beaune‑La‑Rolande y echaron a andar, siempre cerca de las hierbas altas que crecían al borde de la carretera. Estaban a punto de desfallecer de sed y de hambre. Si pudiéramos beber algo, deseó la chica.

Caminaron durante un buen rato. Se paraban y se escondían cada vez que oían un coche o a un granjero que llevaba las vacas de vuelta al establo. La chica se preguntó si iban en la dirección correcta, hacia París. No estaba del todo segura, pero al menos sabía que cada vez se alejaban más del campo. Se miró los zapatos, que estaban destrozados. Eran su segundo mejor par, los que guardaba para ocasiones especiales como cumpleaños, ir al cine o a visitar a los amigos. Se los había comprado el año anterior con su madre, cerca de la plaza de La República. Aquello parecía tan lejano como si hubiera pasado en otra vida, y los zapatos ya le quedaban demasiado pequeños y le apretaban los dedos.


Bien entrada la tarde llegaron a un bosque alargado, poblado de árboles verdes y frondosos. De su fresca sombra brotaba un olor dulce y húmedo. Dejaron el camino con la esperanza de encontrar en él fresas o moras. No tardaron en dar con un arbusto bien cargado. Rachel profirió un gritito de alegría, y las dos se sentaron y se pusieron a engullir bayas. La muchacha recordó aquellas maravillosas vacaciones junto al río, cuando buscaba frutos del bosque con su padre. Parecía haber pasado tanto tiempo…

Como ya no estaba acostumbrada a tales manjares, se le revolvió el estómago y tuvo que vomitar apretándose el abdomen. Devolvió una masa de bayas sin digerir, y le quedó un horrible sabor de boca. Le dijo a Rachel que tenían que encontrar agua. Se obligó a sí misma a levantarse, y ambas se adentraron en el bosque, un extraño mundo esmeralda moteado por la luz dorada de sol. Al ver a un ciervo que trotaba entre los helechos se le cortó la respiración. No estaba acostumbrada a la naturaleza: era una auténtica chica de ciudad.

Llegaron a una pequeña laguna clara en el corazón del bosque. El agua estaba limpia y fría al tacto. La chica bebió durante largo rato, se enjuagó la boca, se limpió las manchas de mora y después chapoteó con los pies en las aguas calmadas. No había vuelto a nadar desde aquella escapada al río, y no se atrevía a entrar del todo en la charca. Rachel, que sabía nadar bien, le dijo que se metiera, que ella la sujetaba. La chica se agarró a los hombros de Rachel, mientras ésta la sostenía por debajo del estómago y de la barbilla, como hacía su padre. El contacto del agua en la piel era una maravilla, una caricia delicada y reconfortante. La chica se mojó la cabeza afeitada, donde le había empezado a crecer una pelusilla dorada, áspera como la barba de dos días de su padre.

De pronto la chica se sintió agotada. Quería tumbarse sobre el musgo verde y húmedo y dormir. Sólo un rato, un breve descanso. Rachel se mostró de acuerdo. Podían echar una cabezada, ya que allí estaban a salvo.

Se acurrucaron juntas, disfrutando del aroma del musgo fresco, tan distinto al de la paja hedionda de los barracones.

La chica se quedó dormida enseguida. Fue un sueño profundo y tranquilo, el tipo de sueño del que llevaba mucho tiempo sin disfrutar.


 

E ra nuestra mesa habitual, en el rincón que quedaba a la derecha según se entraba, detrás de la barra de zinc pasada de moda con sus cristales tintados. Me senté en la banquette de terciopelo rojo en forma de «L» y observé a los camareros ajetreados con sus largos delantales blancos. Uno de ellos me trajo un Kir royal [13]. La noche estaba animada. Bertrand me había traído aquí en nuestra primera cita, muchos años antes, y el lugar no había cambiado desde entonces: el mismo techo bajo, las paredes de color marfil, la tenue luz de las lámparas de globo, los manteles almidonados. La misma comida sana de Corrèze y Gascuña, la favorita de Bertrand. Cuando lo conocí vivía en la cercana calle Malar, en un ático muy pintoresco que en verano me resultaba insoportable. Como americana, me había criado con aire acondicionado, y me preguntaba cómo Bertrand podía aguantar ese calor. Entonces yo aún residía en la calle Berthe con los chicos, y mi habitación pequeña y oscura parecía el paraíso durante los sofocantes veranos parisinos. Bertrand y sus hermanas se habían criado en esta área de París, en el distinguido y aristocrático distrito VII donde sus padres llevaban años viviendo en la calle de l'Université, una calle larga y curvada, y donde el negocio de antigüedades familiar seguía prosperando en la calle de Bac.

Nuestra mesa. Allí fue donde nos sentamos cuando Bertrand me pidió que me casara con él. Allí fue donde le dije que estaba embarazada de Zoë. Allí fue donde le dije que sabía lo de Amélie.

Amélie.

Esta noche no. Lo de Amélie se había acabado. ¿Seguro?, me pregunté. Tenía que reconocer que no estaba del todo convencida, pero, por el momento, no quería saberlo ni pensar en ello. Iba a tener un bebé. Amélie no podía luchar contra eso. Sonreí con cierta amargura y cerré los ojos. Ésa era la típica actitud francesa: «cerrar los ojos» a las correrías del marido. Me pregunté si yo era capaz de hacerlo.

Diez años antes, cuando descubrí por primera vez que me ponía los cuernos, le monté una buena bronca. Estábamos sentados en esta misma mesa, y yo había decidido decírselo allí y en ese mismo momento. Él no negó nada, y permaneció frío y calmado, mientras me escuchaba con los dedos cruzados bajo la barbilla. Le mostré los extractos de la tarjeta de crédito. Hotel La Perla, calle Canettes. Hotel Lenox, calle Delambre. Albergue Christine, calle Christine. Una factura de hotel tras otra.

Bertrand no había sido demasiado cuidadoso con las facturas, ni tampoco con el perfume, que se le quedaba pegado al cuerpo, la ropa, el pelo o incluso al cinturón de acompañante de su Audi ranchera y que había sido el primer indicio. L'Heure Bleue. La fragancia más intensa, densa y empalagosa de Guerlain. No resultó muy difícil averiguar su identidad. De hecho, yo ya la conocía: me la había presentado justo después de casarnos.

Divorciada. Tres hijos adolescentes. Cuarenta años, pelo castaño plateado. El ideal parisién: menuda, delgada, exquisitamente vestida, con bolso y zapatos conjuntados a la perfección. Tenía un trabajo muy bueno, un piso muy amplio con vistas al Trocadero, un apellido francés tradicional que sonaba a vino famoso, y un sello en la mano derecha.

Amélie, la antigua novia de Bertrand, de los tiempos del liceo Victor Duruy. Aquella a la que nunca había dejado de ver. Aquella a la que nunca había dejado de follarse, a pesar de los matrimonios, los hijos y el paso de los años. «Ahora somos amigos ‑me había jurado‑. Sólo amigos, y ya está».

Después de la cena, en el coche, me transformé en una leona y le enseñé los dientes y las garras. Supongo que él debió de sentirse halagado. Me hizo promesas, me juró que sólo le importaba yo, y nada más que yo. Ella no era nada, sólo una passade, un capricho pasajero. Y durante mucho tiempo le estuve creyendo.

Pero últimamente había empezado a hacerme preguntas. Extrañas dudas que me revoloteaban por la cabeza, nada concreto. ¿Aún le creía?

«Si lo aceptas, es que eres tonta», me decían Hervé y Christophe. «Deberías preguntárselo a bocajarro», me aconsejaba Isabelle. «Estás loca si aceptas lo que dice» me reprendían Charla, mi madre, Holly, Susannah y Jan.

Decidí que esa noche iba a olvidarme de Amélie. Sólo contamos Bertrand, yo, y esta maravillosa noticia. Le di un sorbo a mi copa, mientras los camareros me sonreían. Me sentía bien, me sentía fuerte. Al cuerno con Amélie. Bertrand era mi marido y yo iba a tener un hijo suyo.

El restaurante estaba a rebosar. Miré a mi alrededor, a las mesas, todas ocupadas. Una pareja de ancianos con sendas copas de vino comían muy concentrados en sus platos. Un grupo de treintañeras se tronchaba de risa sin poder evitarlo mientras, en una mesa cercana, una mujer de gesto adusto que cenaba sola las miraba con el ceño fruncido. Unos hombres de negocios con trajes grises encendían sus puros, unos turistas americanos trataban de descifrar el menú y en otra mesa cenaba un matrimonio con sus hijos adolescentes. Había mucho ruido y también mucho humo, pero no me molestaba: estaba acostumbrada.

Bertrand se estaba retrasando, como de costumbre, pero me daba igual. Me había dado tiempo a cambiarme y a arreglarme el pelo. Me había puesto los pantalones color chocolate que tanto le gustaban, y un sencillo corpiño ceñido. Pendientes de perla de Agatha y mi reloj de pulsera Hermès. Me miré en el espejo que había a la derecha. Mis ojos parecían más grandes y azules de lo habitual, y mi piel resplandecía. No estaba nada mal para una mujer de mediana edad embarazada, me dije, y por la forma en que me sonreían los camareros debían de opinar lo mismo.

Saqué la agenda del bolso. Por la mañana, antes de nada, tenía que llamar a mi ginecóloga y pedirle cita de inmediato. Probablemente tendría que hacerme algunas pruebas. Para empezar, una amniocentesis, seguro. Ya no era una madre «joven»: el parto de Zoë se me antojaba algo remoto en el tiempo.

De pronto me sobrevino el pánico. ¿Sería capaz de pasar por todo eso once años después? El embarazo, el parto, las noches en vela, los biberones, los llantos, los pañales… Pues claro que puedes, me dije. Llevas diez años deseando esto, ¿cómo no vas a estar preparada? Y Bertrand también.

Pero mientras lo esperaba allí sentada, la ansiedad crecía en mi interior. Traté de ignorarla. Abrí mi libreta y leí las últimas notas que había tomado sobre el Vel' d'Hiv'. No tardé en concentrarme en mi trabajo, tanto que dejé de escuchar el jaleo del restaurante, las risas de la gente, las maniobras de los camareros por entre las mesas e incluso el rechinar de las patas de una silla en el suelo.

Alcé la vista y vi a mi marido sentado enfrente, observándome.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? ‑le pregunté.

Él sonrió y me cogió la mano.

– Un buen rato. Estás muy guapa.

Bertrand llevaba su chaqueta de pana azul oscuro y una camisa blanca y recién planchada.

– Tú sí que estás guapo ‑dije.

Casi se lo suelto en aquel mismo momento. Pero no, era pronto. Demasiado rápido. Me contuve con dificultad, mientras el camarero le traía a Bertrand otro Kir royal.

– ¿Y bien? ‑preguntó‑. ¿Por qué estamos aquí, amour? ¿Algo especial? ¿Una sorpresa?

– Sí ‑respondí, alzando mi copa‑. Una sorpresa muy especial. ¡Bebe! Brindemos por la sorpresa.

Chocamos nuestras copas.

– ¿Se supone que tengo que adivinar de qué se trata? ‑preguntó.

Me sentía como una niña traviesa.

– Nunca lo adivinarías. ¡Es imposible!

Él se rió, divertido.

– ¡Te pareces a Zoë! ¿Le has dicho a ella en qué consiste esa sorpresa tan especial?

Negué con la cabeza, cada vez más emocionada.

– No. Nadie lo sabe. Nadie excepto… yo.

Estiré el brazo para agarrarle de la mano. Su piel era suave y bronceada.

– Bertrand… ‑empecé.

El camarero apareció por encima de nuestras cabezas. Decidimos pedir. Terminamos en un minuto: confit de canard [14]para mí, cassoulet [15] * para Bertrand y espárragos de entrante.

Cuando vi la espalda del camarero que se retiraba hacia la cocina, se lo dije muy rápido.

– Voy a tener un bebé.

Analicé su gesto. Esperé a que sonriera y abriera unos ojos como platos en gesto de alegría, pero los músculos de su cara permanecieron inmóviles, como una máscara. Parpadeó y me miró fijamente.

– ¿Un bebé? ‑retrucó.

Le apreté la mano.

– ¿No te parece estupendo, Bertrand?

Permaneció en silencio. Yo no podía entenderlo.

– ¿De cuánto tiempo estás? ‑preguntó por fin.

– Acabo de enterarme ‑musité, preocupada por aquella frialdad.

Se frotó los ojos, algo que hacía siempre cuando estaba cansado o enfadado. No dijo nada, y yo tampoco.

El silencio cayó sobre nosotros como una espesa niebla. Casi podía tocarlo con los dedos.

El camarero nos trajo el primer plato, pero ninguno de los dos tocó los espárragos.

– ¿Qué pasa? ‑quise saber, sin poder soportarlo más.

Bertrand suspiró, meneó la cabeza y volvió a frotarse los ojos.

– Creí que te alegrarías… Que te emocionarías… ‑dije, con los ojos húmedos.

Él se apoyó la barbilla en la mano.

– Julia, ya había renunciado.

– ¡Y yo también! ¡Me había rendido del todo!

Su mirada era seria, y no me gustaba nada la determinación que veía en ella.

– ¿Qué quieres decir? ‑le pregunté‑. ¿Sólo porque hayas renunciado ya no puedes…?

– Julia, me quedan menos de tres años para cumplir los cincuenta.

– ¿Y qué? ‑pregunté, con las mejillas encendidas.

– Que no quiero ser un padre viejo ‑añadió en voz baja.

– Oh, por el amor de Dios…

Otro silencio.

– No podemos seguir adelante con ese bebé, Julia ‑me dijo con voz suave‑. Ahora llevamos otra vida. Zoë será pronto una adolescente, y tú tienes cuarenta y cinco años. Nuestra vida ya no es la misma, y un crío no encaja en ella.

En ese momento las lágrimas me resbalaron por la cara y cayeron al plato.

– ¿Intentas decirme…? ‑pregunté, atragantada‑. ¿Intentas decirme que debo abortar?

La familia de la mesa de al lado nos miró escandalizada. Me importaba un comino.

Como era mi costumbre en momentos de crisis, volví a mi lengua materna. Me resultaba imposible hablar en francés en un momento así.

– ¿Un aborto provocado después de tres naturales? ‑pregunté mientras negaba con la cabeza.

Su semblante era triste. Triste y también compasivo. Me dieron ganas de abofetearle la cara, de pateársela.

Pero no pude. Sólo fui capaz de llorar sobre la servilleta. Él me acarició el pelo, murmurando una y otra vez que me quería.

Yo había dejado de escuchar su voz.

 

C uando las chiquillas se despertaron, ya había caído la noche. El bosque había dejado de ser aquel lugar frondoso y apacible por el que habían vagado durante la tarde. Ahora se veía inmenso y lúgubre, y estaba poblado de sonidos extraños. Poco a poco se abrieron camino entre los helechos, agarradas de la mano y parándose cada vez que oían un ruido. Tenían la sensación de que la noche era cada vez más negra. Siguieron caminando, internándose cada vez más en el corazón del bosque. La chica pensó que iba a derrumbarse de agotamiento, pero la mano cálida de Rachel le daba ánimos.

Por fin llegaron a un sendero ancho que serpenteaba entre unos prados llanos. Dejaron atrás la ominosa presencia del bosque y se asomaron a un cielo sombrío, sin luna.

Miradijo Rachel, señalando hacia delante ‑. Un coche.

Unos faros, pintados de negro para que sólo dejaran pasar una estrecha ranura de luz, perforaban las tinieblas de la noche, acompañados por el ruido de un motor cada vez más próximo.

¿Qué hacemos?preguntó Rachel ‑. ¿Lo paramos?

La chica vio otros dos faros sombreados, y luego otros dos más. Una larga hilera de coches se acercaba a ellas.

Agáchatesusurró a Rachel, tirándole de la falda ‑. ¡Rápido!

No había arbustos tras los que esconderse. La chica se tumbó boca abajo, con la barbilla en la tierra.

¿Por qué? ¿Qué haces?preguntó Rachel.

Entonces lo comprendió.

Soldados. Era una patrulla nocturna de soldados alemanes.

Rachel se tiró al suelo junto a la muchacha.

Los coches se acercaban haciendo rugir sus potentes motores. A la luz atenuada de los faros, las chicas distinguieron los cascos redondos y brillantes de los soldados. Nos van a ver, pensó la chica. No podemos escondernos. No hay donde esconderse, nos van a ver.

Pasó el primer jeep, seguido del resto, levantando una espesa nube de polvo blanco que se metió en los ojos de las niñas. Intentaron no toser ni moverse. La joven estaba tumbada boca abajo en el polvo, tapándose los oídos con las manos. La fila de coches parecía interminable. ¿Verían sus siluetas oscuras al borde de aquel camino de tierra? Se preparó para oír los gritos, el frenazo de los coches, los portazos y los pasos rápidos de los soldados, para después sentir el contacto de unas manos rudas que la agarraban por los hombros.

Pero los últimos coches pasaron de largo y el zumbido de sus motores se perdió en la noche. Volvió a hacerse el silencio, y el camino se quedó vacío, salvo por la polvareda blanca que ondeaba sobre él. Esperaron un momento y luego gatearon por el camino en sentido opuesto al de los coches.

A través de los árboles se veía una luz, que parecía atraerlas con su resplandor blanco. Se acercaron, siempre caminando por fuera de la carretera. Abrieron la puerta de una verja y entraron con sigilo en una propiedad. Parecía una granja, pensó la chiquilla. A través de una ventana abierta vieron a una mujer que leía junto a la chimenea y aun hombre que fumaba en pipa, y también les llegó hasta la nariz un suculento olor a comida.

Sin vacilar, Rachel llamó a la puerta. Se abrió una cortina de algodón. La mujer que las observaba a través del cristal tenía una cara alargada y huesuda. Se quedó mirándolas y volvió a correr el visillo, sin abrir la puerta. Rachel volvió a llamar.

Por favor, madame, necesitamos algo de comida y un poco de agua…

La cortina no se movió. Las niñas se acercaron a la ventana abierta. El hombre de la pipa se levantó de su silla.

Fuera de aquíordenó en voz baja y amenazante ‑. Largaos de aquí.

Detrás de él, la mujer de la cara huesuda las contemplaba sin decir nada.

Agua, por favor…suplicó la chiquilla.

La ventana se cerró de golpe.

A la chica le dieron ganas de llorar. ¿Cómo podían ser tan crueles esos granjeros? Había visto que sobre la mesa tenían pan, y también una jarra de agua, pero Rachel tiró de ella y ambas volvieron a aquella sinuosa calzada de tierra. Encontraron más granjas, pero en todas ellas ocurrió lo mismo: las echaban con cajas destempladas, y ellas debían marcharse.

Ya era muy tarde. Estaban exhaustas y hambrientas y a duras penas podían caminar. Llegaron a una alquería grande y antigua, a poca distancia del camino, alumbrada por una farola alta y con la fachada cubierta de hiedra. No se atrevían a llamar. Delante de la casa había una gran perrera vacía. Entraron en ella gateando. La caseta era cálida, estaba limpia y había en ella un olor a perro que no resultaba desagradable. Hallaron un cuenco con agua y un hueso roído. Bebieron el agua a lengüetazos, primero una y después la otra. La chica temía que el perro pudiera volver y morderlas, y se lo dijo a Rachel con un hilo de voz, mas su amiga ya se había quedado dormida, enroscada como un animalillo. La chica contempló su cara de agotamiento, las mejillas chupadas, las cuencas de los ojos hundidas. Parecía una anciana.







Date: 2015-12-13; view: 426; Нарушение авторских прав



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