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París, mayo de 2002 6 page





Una mañana advirtió que un grupo de mujeres hablaban con nerviosismo. Se las veía preocupadas y alteradas, y le preguntó a su madre qué pasaba, pero ella le contestó que no lo sabía. Decidida a enterarse, la joven se lo preguntó a una mujer que tenía un niño de la edad de su hermano y que había dormido al lado de ellas los últimos días. La mujer, con la cara enrojecida, como si tuviera fiebre, le contó que por el campo corría el rumor de que iban a enviar a los padres y las madres al Este, a trabajar. Debían preparar la llegada de los niños, que irían más tarde, un par de días después. La muchacha escuchó horrorizada y le repitió la conversación a su madre. Ésta abrió los ojos de golpe y se negó con vehemencia, meneando la cabeza. No, eso no iba a pasar. No podían hacer eso, no podían separar a los padres de los hijos.

En aquella vida anterior, protegida y tranquila, ahora tan lejana, ella habría creído a su madre, pues siempre confiaba en lo que le decía, pero en aquel mundo nuevo y cruel se dio cuenta de que había crecido. Se sentía mayor que su progenitora, y sabía que las otras mujeres decían la verdad y que los rumores eran ciertos. Pero ¿cómo explicárselo a su madre, que parecía haber retrocedido a la infancia?

No se asustó cuando aquellos hombres entraron en los barracones. Era como si se hubiese endurecido y hubiera levantado un grueso muro a su alrededor. Les ordenaron salir y desfilar en pequeños grupos hasta otro barracón. Cogió la mano de su madre y la apretó con fuerza, para animarla a que fuese fuerte y valiente. Aguardaron juntas con paciencia en la fila mientras miraba a su alrededor por si encontraba a su padre, pero no se le veía por ninguna parte.

Cuando les llegó el turno de entrar en el cobertizo, la joven vio a un par de policías sentados a una mesa. Junto a ellos había un par de mujeres vestidas con ropa civil. Eran de la aldea cercana, y observaban a la gente alineada con gesto frío y severo. Las mujeres ordenaron a la anciana que formaba al frente de la fila que entregara su dinero y sus joyas, y la muchacha vio cómo la señora se quitaba con torpeza el anillo de bodas y el reloj. A su lado había una niña de unos seis o siete años que temblaba de miedo. Un policía señaló con el dedo los pequeños aros de oro que la niña llevaba en las orejas. Estaba demasiado asustada para quitárselos sola, así que la abuela se agachó para desabrochárselos. El policía dio un suspiro de exasperación. Esto iba demasiado lento, y a este paso les iba a llevar toda la noche.

Una de las aldeanas se inclinó sobre la niña y con un movimiento brusco tiró de los pendientes y le desgarró los lóbulos. La niña empezó a chillar, llevándose las manos al cuello ensangrentado. La anciana gritó también, y un policía le pegó en la cara. Las sacaron de allí a empellones. Un murmullo de pánico recorrió la fila, pero los gendarmes enseñaron las armas, y se hizo el silencio.

Ellas no tenían nada que entregar, salvo la pulsera de boda de la madre. Una aldeana de mejillas rubicundas le rasgó el vestido desde el cuello hasta el ombligo, enseñando su piel pálida y su ropa interior descolorida. Le palpó los pliegues del vestido, la ropa interior, los orificios del cuerpo. La madre dio un respingo, pero no dijo nada. La chica lo observaba todo, cada vez más asustada. Le asqueaba el modo en que los hombres miraban el cuerpo de su madre y la aldeana la sobaba como si fuera un trozo de carne. Se preguntaba si le iban a hacer lo mismo a ella, y si le desgarrarían también la ropa. Tal vez le robaran la llave. La apretó en el bolsillo con todas sus fuerzas: no, no podían quitársela, no iba a permitirlo. No iba a consentir que se llevaran la llave del armario secreto. Jamás.

Pero a los policías no les interesaba lo que llevaba en los bolsillos. Antes de que ella y su madre se apartaran a un lado, la chica echó un último vistazo a los objetos que se apilaban en la mesa, en un montón cada vez más alto: collares, brazaletes, broches, anillos, relojes, dinero. Se preguntó qué iban a hacer con todas aquellas cosas. ¿Venderlas, usarlas? ¿Para qué las necesitaban?

Una vez fuera, les hicieron volver a formar en fila. Era un día caluroso y el aire estaba lleno de polvo. La muchacha tenía la garganta seca e irritada de sed. Permanecieron así largo rato, bajo la silenciosa mirada de un policía. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué pintaban ellas allí? No hacía más que oír murmullos a su espalda. Nadie sabía nada, nadie tenía respuestas. Pero ella ya lo presentía, y cuando ocurrió ya se lo esperaba.

Los policías se abalanzaron sobre ellas como una bandada de enormes grajos. Arrastraron a las mujeres a un lado del campo y a los niños al otro. Hasta las criaturas más pequeñas fueron arrancadas de los brazos de sus madres. La joven lo contemplaba todo como si estuviera en otro mundo. Oyó los gritos, los llantos; vio a las mujeres arrojándose al suelo, aferrando a sus hijos por el pelo y por la ropa. Los gendarmes empuñaron las porras y golpearon a las mujeres en la cabeza y en la cara. Una mujer se desplomó en el suelo con la nariz rota, chorreando sangre.

Su madre estaba a su lado, paralizada. Podía oír su respiración entrecortada, jadeante. La chica se aferró a la mano fría de su madre, y después sintió cómo los policías las separaban a la fuerza. Oyó a su madre chillar, y después la vio abalanzarse hacia ella con el vestido abierto, el pelo revuelto y la boca contorsionada, mientras gritaba el nombre de su hija. La chica intentó agarrarse a sus manos, pero los hombres la empujaron con tal violencia que cayó de rodillas. Su madre luchó como una posesa e incluso llegó a dominar a los policías durante un par de segundos. En ese preciso instante la joven vio emerger a su auténtica madre, la mujer fuerte y pasional a la que admiraba y echaba de menos. Sintió su abrazo una vez más y la caricia de su espesa melena en el rostro. Pero de pronto, un chorro de agua fría la cegó. Entre jadeos y resoplidos, abrió los ojos y vio cómo los hombres se llevaban a su madre arrastrándola del cuello del vestido empapado.

Le pareció que aquello había durado horas: niños perdidos que lloraban mientras les arrojaban cubos de agua a la cara, las mujeres que forcejeaban, destrozadas, el impacto sordo de los golpes, pero ella sabía que todo había ocurrido muy rápido.

Silencio. Todo había terminado. Por fin, los niños habían quedado apelotonados a un lado y las mujeres al otro. Entre ellos se interponía una sólida muralla de policías. Éstos seguían repitiendo que las madres y los chicos de más de doce años iban a adelantarse a los demás, y que los más jóvenes saldrían la semana siguiente para reunirse con ellos. Los padres ya se habían marchado, les dijeron. Todo el mundo debía colaborar y obedecer las órdenes.

Vio a su madre junto a las demás mujeres. La madre miró hacia atrás y le dirigió a su hija una sonrisa de ánimo. Parecía decir: «Estaremos bien, tesoro, lo ha dicho la policía. Te reunirás con nosotros dentro de unos días. No te preocupes, cielo».

La chica miró a su alrededor y contempló aquella multitud de niños. ¡Había tantos! Miró a los más pequeños, que apenas sabían andar, y vio sus caritas arrugadas de angustia y de miedo. También vio a la niña de los lóbulos desgarrados, que extendía los brazos hacia su madre. Se preguntó qué iba a pasarles a todos aquellos niños, y a ella misma. ¿Adónde pretendían llevarse a sus padres?

Sacaron a las mujeres por las puertas del campo. Vio a su madre recorrer la larga carretera que atravesaba el pueblo y llevaba a la estación. La madre volvió la cabeza hacia ella una última vez.

Después desapareció.

 

H oy tenemos uno de esos días «buenos», madame Tézac ‑me dijo Véronique con una sonrisa cuando entré en la habitación, blanca y soleada. Formaba parte del personal que cuidaba de Mamé en aquella residencia limpia y alegre del distrito XVII, no muy lejos del Parque Monceau.

– No la llames madame Tézac ‑dijo la abuela de Bertrand‑. Ella lo odia. Llámala «miss Jarmond».

No pude evitar una sonrisa. Véronique agachó las orejas.

– Y, además, madame Tézac soy yo.

La anciana dijo esto con un toque de arrogancia y de desprecio hacia la otra madame Tézac, Colette, su nuera y madre de Bertrand. Qué típico de Mamé, pensé: siempre combativa, incluso a su edad. Su nombre de pila era Marcelle, pero ella lo detestaba. Nadie la llamaba así.

– Lo lamento ‑repuso Véronique en tono humilde.

Le puse la mano en el brazo.

– No pasa nada, tranquila ‑le dije‑. Nunca uso mi apellido de casada.

– Es una costumbre americana ‑añadió Mamé‑. Miss Jarmond es americana.

– Sí, ya me he dado cuenta ‑contestó Véronique, de mejor humor.

Me dieron ganas de preguntarle en qué lo había notado. ¿En mi acento, en mi ropa, en mis zapatos?

– ¿Has tenido un buen día entonces, Mamé? ‑Me senté a su lado y le cogí la mano.

Comparada con la anciana de la calle Nélaton, Mamé tenía un aspecto lozano. Apenas se veían arrugas en su piel y sus ojos grises aún brillaban. Pero la anciana de la calle Nélaton, a pesar de su aspecto decrépito, conservaba la mente lúcida, mientras que Mamé, a los ochenta y cinco, tenía alzheimer. Algunos días ni siquiera recordaba quién era.

Los padres de Bertrand decidieron llevarla a la residencia cuando se dieron cuenta de que ya no podía vivir sola. Por ejemplo, abría un quemador de la cocina y lo dejaba todo el día encendido, o se le salía el agua de la bañera. Más de una vez había cerrado la puerta de su piso con la llave dentro y la habían encontrado paseando en bata por la calle Saintonge. Por supuesto, Mamé había organizado una buena discusión y había dicho que no quería que la llevaran a la residencia, pero después se había adaptado bastante bien, salvo algunos arrebatos ocasionales.

– Hoy tengo un día «bueno» ‑dijo con una sonrisa burlona cuando salió Véronique.

– Ya veo ‑contesté‑. ¿Qué, aterrorizando a toda la residencia, como siempre?

– Como siempre ‑respondió. Se volvió hacia mí y sus ojos grises recorrieron mi cara con una mirada afectuosa‑. ¿Dónde está el mequetrefe de tu marido? Nunca viene. Y no me digas eso de que «está muy ocupado».

Suspiré.

– Bueno, al menos tú sí has venido ‑añadió‑. Pareces cansada. ¿Va todo bien?

– Muy bien ‑contesté.

Sabía que parecía cansada, pero no podía hacer mucho al respecto. Irme de vacaciones, tal vez. Pero no las tenía planeadas hasta el verano.

– ¿Y el apartamento?

Había ido a ver cómo iba la obra antes de ir a la residencia. El piso era un enjambre de actividad. Bertrand lo supervisaba todo con su energía habitual, mientras que Antoine parecía agotado.

– Cuando esté terminado, va a quedar precioso ‑dije.

– Echo de menos vivir ahí ‑confesó Mamé.

– Estoy segura de eso ‑respondí.

Ella se encogió de hombros.

– Una se encariña con los lugares. Es lo mismo que pasa con la gente, supongo. Me pregunto si André también lo echa de menos.

André era su difunto marido. Yo no llegué a conocerlo, ya que murió cuando Bertrand era muy joven. Estaba acostumbrada a que Mamé hablara de él en presente. Nunca la corregía ni le recordaba que había muerto hacía años de cáncer de pulmón. A Mamé le encantaba hablar de él. Cuando la conocí, mucho antes de que empezara a perder la memoria, me enseñaba sus álbumes de fotos cada vez que iba a verla a la calle Saintonge. Me sabía la cara de André Tézac de memoria. Sus ojos entre azules y grises eran iguales que los de Edouard, aunque tenía la nariz más redonda y una sonrisa tal vez más cálida.

Mamé me había contado con todo lujo de detalles cómo se conocieron y se enamoraron, y también cómo durante la guerra todo se les puso en contra. Los Tézac eran originarios de Borgoña, pero cuando André heredó de su padre la empresa vinícola de la familia, descubrió que era incapaz de salir adelante con ella. De modo que tuvo que trasladarse a París, y abrió una pequeña tienda de antigüedades en la calle Turenne, cerca de la plaza de los Vosgos. Le llevó un tiempo labrarse una reputación para conseguir que el negocio prosperara. Tras la muerte de su padre, Edouard tomó las riendas y trasladó la tienda a la calle Bac, en el distrito VII, donde se encontraban los anticuarios más prestigiosos de París. Ahora el negocio lo llevaba Cécile, la hermana pequeña de Bertrand, y le iba muy bien.

El médico de Mamé (el lúgubre pero eficiente doctor Roche) me dijo una vez que preguntarle sobre su papado era una terapia excelente. Según él, probablemente tenía una percepción más clara de lo ocurrido treinta años atrás que de lo que había desayunado por la mañana.

Era como un pequeño juego. Durante mis visitas le hacía preguntas, con naturalidad, sin darle demasiada importancia. Ella sabía perfectamente cuál era mi intención, pero fingía ignorarla.

Me había divertido mucho descubrir cómo era Bertrand de niño. Mamé me obsequiaba con detalles de lo más jugoso. Bertrand había sido un adolescente más bien desgarbado, no el tío guay del que había oído hablar. En los estudios, lejos de ser el brillante alumno del que tanto presumían sus padres, era un zángano. A los catorce años tuvo una bronca memorable con su padre por culpa de la hija del vecino, una rubia de bote bastante promiscua que además fumaba marihuana.

Sin embargo, ahondar en la defectuosa memoria de Mamé no siempre resultaba tan divertido. A menudo se abrían lagunas extensas y sombrías, y no lograba recordar nada. Los días «malos» se callaba como una tumba, y se limitaba a ver la televisión apretando la mandíbula de manera que la barbilla le sobresalía como un pico.

Una mañana no consiguió acordarse de quién era Zoë. Todo el rato estuvo preguntando: «¿quién es esta niña? ¿Qué hace aquí?». Zoë se comportó con madurez, como siempre, pero por la noche la oí llorar en la cama. Cuando le pregunté qué le pasaba, me reconoció que no soportaba ver envejecer a su abuela.

– Mamé ‑le pregunté en ese momento‑, ¿cuándo os mudasteis André y tú al apartamento de la calle Saintonge?

Esperaba que arrugase la cara, como un mono anciano y sabio, y empezara con «Oh, no recuerdo nada en absoluto…».

Pero la respuesta fue como un latigazo.

– En julio de 1942.

Me enderecé en el asiento y me quedé mirándola.

– ¿En julio de 1942? ‑repetí.

– Así es ‑afirmó ella.

– ¿Cómo encontrasteis el apartamento? Estabais en plena guerra. Debió de ser difícil, ¿no?

– En absoluto ‑contestó, sin darle importancia‑. Se había quedado vacío de repente. Nos enteramos por la concierge, madame Royer, que era amiga de nuestra antigua concierge. Vivíamos en la calle Turenne, encima de la tienda de André, en un piso pequeño con un solo dormitorio. Así que nos mudamos con Edouard, que tenía entonces diez o doce años. Estábamos deseando tener un piso más grande, y recuerdo que el alquiler era bastante barato. En aquellos días, ese quartier [11]no estaba tan de moda como ahora.

La miré detenidamente y me aclaré la garganta.

– Mamé, ¿recuerdas si fue a principios de mes, o a finales?

Ella sonrió, satisfecha por lo bien que lo estaba haciendo.

– Lo recuerdo perfectamente. Fue a finales de julio.

– ¿Y recuerdas por qué había quedado libre tan de repente?

Otra sonrisa resplandeciente.

– Por supuesto. Había habido una gran redada en la que detuvieron a mucha gente, así que de pronto quedaron desocupados un montón de pisos.

La miré. Sus ojos se clavaron en los míos y se nublaron al ver la expresión de mi cara.

– ¿Pero cómo fue? ¿Cómo os mudasteis?

Empezó a toquetearse las mangas. Le temblaban los labios.

Madame Royer le dijo a nuestro concierge que en la calle Saintonge había quedado libre un piso de tres dormitorios. Eso fue todo.

Silencio. Dejó de mover las manos y las cruzó sobre el regazo.

– Pero, Mamé ‑le pregunté en voz baja‑, ¿no pensasteis que tal vez esa gente volvería?

Su gesto se había vuelto serio. Había algo tenso, casi doloroso en la forma en que apretaba los labios.

– No sabíamos nada ‑contestó al fin‑. Nada en absoluto.

Agachó la cabeza para mirarse las manos y no añadió nada más.

 

A quélla fue una noche espantosa, la peor de todas tanto para los niños como para ella, dijo la muchacha en su fuero interno. Habían despojado los barracones por completo, y no quedaba nada, ni ropa ni mantas. También habían roto los edredones, y las plumas cubrían el suelo como una imitación de nieve.

Había niños que lloraban, niños que gritaban, niños que hipaban aterrorizados. Los más pequeños no entendían nada y seguían llorando por sus madres. Mojaban los pantalones, se revolcaban por el suelo y chillaban desesperados. Los mayores, como ella, permanecían sentados sob re aquel suelo lleno de porquerías, con la cabeza entre las manos.

Nadie les atendía ni se ocupaba de ellos, y sólo traían comida muy de cuando en cuando. Tenían tanta hambre que se dedicaban a masticar hierba seca y trocitos de paja. Nadie los consolaba. La chica se preguntaba si esos gendarmes no tendrían familia, hijos a los que veían al volver a casa. ¿Cómo podían tratar a los niños de esa manera? ¿Obedecían instrucciones o se comportaban así por iniciativa propia? ¿Acaso eran frías máquinas en lugar de personas? Pero al mirarlos de cerca parecían de carne y hueso, así que debían de ser humanos. No podía entenderlo.

Al día siguiente, vio que un grupo de gente los observaba desde detrás de la alambrada. Eran mujeres que intentaban pasarles paquetes de comida a través de la valla, pero los gendarmes les ordenaron que se fueran, y ya nadie volvió a ocuparse de los niños.

La muchacha tenía la sensación de haberse convertido en otra persona, en un ser duro, maleducado y violento. A veces, cuando encontraba un mendrugo de pan duro y los mayores intentaban quitárselo, se peleaba con ellos, les decía palabrotas y les pegaba. Se sentía como una criatura salvaje y peligrosa.

Al principio no miraba a los niños más pequeños, porque le recordaban demasiado a su hermano, pero ahora sentía que tenía que ayudarles. Eran tan vulnerables, tan menudos, tan patéticos. Estaban sucios, muchos de ellos tenían diarrea y el excremento se había endurecido en sus ropas. No había nadie que los lavara ni les diera de comer.

Poco a poco se aprendió los nombres y la edad de cada uno, aunque algunos eran tan pequeños que apenas sabían responderle. Los críos estaban tan agradecidos de oír una voz afectuosa y recibir una sonrisa o un beso que la seguían por todo el campo, por docenas, caminando tras ella como gorriones desastrados.

Ella les contaba las mismas historias que a su hermano cuando se iba a acostar. Por la noche, tumbados sobre la paja infestada de piojos, mientras oían el correteo de las ratas, les narraba aquellos cuentos en voz baja, y los hacía aún más largos de lo que eran. Los demás niños también se congregaban a su alrededor, y aunque algunos fingían no prestar atención, ella sabía que la estaban escuchando.

Había una niña de once años llamada Rachel, alta y de pelo negro, que a veces la miraba con cierto desdén. Pero por las noches reptaba por el suelo para acercarse a la chica y escuchaba sus cuentos sin perderse una sola palabra. Y una vez, cuando la mayoría de los pequeños se había dormido por fin, le dirigió la palabra y dijo con una voz grave y ronca:

Tenemos que irnos. Hay que escapar de aquí.

La chica meneó la cabeza.

No hay forma de salir. Los policías tienen armas. No podemos escapar.

Rachel encogió sus hombros huesudos.

Pues yo me voy a escapar.

¿Y tu madre? Estará esperándote en el otro campamento, igual que la mía.

Rachel sonrió.

¿Tú te tragas todo eso? ¿Te crees lo que nos han dicho?

La chica odió la sonrisa de suficiencia de Rachel.

Nocontestó con firmeza ‑. No me lo he creído. Yo ya no me creo nada.

Yo tampocodijo Rachel ‑. He visto lo que han hecho. Ni siquiera han escrito bien los nombres de los niños pequeños. Les han puesto esas etiquetitas, pero cuando los críos se las han vuelto a quitar se han mezclado todas. A ellos les da igual. Nos han mentido a todos: a nosotros y a nuestras madres.

Para sorpresa de la chica, Rachel le cogió la mano y se la apretó con fuerza, como hacía Armelle. Después se puso de pie y desapareció.

A la mañana siguiente, los despertaron muy temprano. L os policías entraron en los barracones y los empujaron con las porras. Los más pequeños, que aún estaban adormilados, empezaron a chillar. Ella intentó calmar a los que se enc ontraban cerca de ella, pero estaban aterrados. Los condujeron a un cobertizo. La chica, que llevaba de la mano a dos críos que apenas sabían andar, vio en las manos de u n policía un instrumento con una forma muy extraña. No sab ía qué era. Los pequeños gimieron muertos de mie do y retrocedieron. Los policías les abofetearon y les dieron p atadas, y luego los arrastraron hacia donde estaba aquel hombre con el extraño instrumento. La chica observaba, horrorizada. Entonces comprendió. Iban a afeitarles la cabeza. Iban a rapar a todos los niños.

Vio cómo la espesa mata de pelo negro de Rachel caía al suel o. Su cráneo desnudo era blanco y puntiagudo como un h uevo. Rachel miró a los policías con odio y desprecio y les es cupió en los zapatos. Un gendarme la apartó a un lado de un brutal puñetazo.

Los más pequeños estaban frenéticos, y tenían que sujetarlos entre dos o tres hombres. Cuando le llegó el turno, agachó la cabeza sin resistirse. Sintió la presión fría de la máquina y cerró los ojos, incapaz de soportar la imagen de sus la rgos mechones dorados cayendo a sus pies. Su pelo, esa p reciosa melena que todos admiraban. Se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de sollozar, pero se obligó a sí misma a no hacerlo. No llores delante de esos hombres. No llores nunca, jamás. Sólo es pelo. El pelo vuelve a crecer.

Ya casi habían acabado. Volvió a abrir los ojos. El policía que la sujetaba tenía las manos gruesas y rosadas. Ella lo miró mientras el otro hombre terminaba de afeitar los últimos mechones.

Era el amable gendarme pelirrojo de su barrio, que solía charlar con su madre y siempre le guiñaba el ojo cuando iba de camino al colegio. El mismo al que había saludado con la mano el día de la redada, el que miró para otro lado. Pero ahora estaba demasiado cerca para volver la cabeza.

La chica le sostuvo la mirada. Los ojos del gendarme eran de un extraño color amarillo, como el oro. Tenía la cara roja de vergüenza y le pareció notar que temblaba. La muchacha no despegó los labios, se limitó a mirarle con todo el desprecio del que fue capaz.

El policía, petrificado, sólo pudo devolverle la mirada. Ella le sonrió, con una sonrisa demasiado amarga para una niña de diez años, y se quitó sus pesadas manos de encima.

 

C uando salí de la residencia, estaba obnubilada. Tenía que volver a la oficina, donde me esperaba Bamber, pero me encontré a mí misma volviendo a la calle Saintonge. Había tantas preguntas rondando mi cabeza que me sentía abrumada. ¿Me había dicho Mamé la verdad, o había mezclado y confundido los datos a causa de su enfermedad? ¿De verdad vivió allí una familia judía? ¿Cómo pudo mudarse a ese piso la familia Tézac sin saber nada, como aseguraba Mamé?

Atravesé el patio despacio. El cuarto de la concierge habría estado aquí, pensé. Unos años antes lo habían transformado en un pequeño apartamento. Una hilera de buzones metálicos bordeaba el vestíbulo; ya no había una portera que entregara el correo todos los días puerta por puerta. Según había dicho Mamé, se llamaba madame Royer. Había leído mucho sobre los concierges y el papel que habían desempeñado en los arrestos. La mayoría había obedecido las órdenes de la policía, pero algunos habían ido más allá revelando los escondrijos de algunas familias judías. Otros habían saqueado los apartamentos desocupados justo después de la redada y se habían apoderado de las pertenencias de los inquilinos. Por lo que había leído, sólo unos cuantos habían protegido a las familias judías en la medida de sus posibilidades. Me pregunté cuál habría sido el papel de madame Royer aquí. Por un momento pensé en mi concierge del bulevar de Montparnasse: tenía mi edad y era portuguesa, y no había conocido la guerra.

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