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París, mayo de 2002 4 page
Aquel silencio era opresivo y doloroso. Cuando Guillaume empezó a hablar de nuevo, su voz había cambiado. El gesto también había cambiado: estaba pálido y ya no nos miraba. Tenía la vista clavada en el plato, donde su pasta seguía sin tocar. – Mi abuela tenía quince años cuando ocurrió la redada. Le dijeron que era libre porque sólo se llevaban a los niños de entre dos y doce años con sus padres. La dejaron atrás y se llevaron a todos los demás: su hermana y sus hermanos pequeños, su madre, su padre, su tía, su tío. Sus abuelos. Fue la última vez que los vio. Ninguno de ellos volvió. Ninguno.
L os ojos de la chica estaban vidriosos, con la palidez fantasmal de la noche. Al amanecer, la mujer embarazada había dado a luz a un niño prematuro. La criatura nació muerta. La chica fue testigo de los gritos y el llanto. Vio cómo la cabeza del bebé, manchada de sangre, apareció entre las piernas de la mujer. Sabía que debía mirar hacia otro lado, pero no pudo evitar contemplarlo, aterrada y fascinada a la vez. Vio al niño muerto, que parecía un muñeco de cera, pálido y roto, aunque enseguida lo taparon con una sabana sucia. La mujer gemía todo el rato, y nadie consiguió hacerle callar. Por la mañana, el padre sacó del bolsillo de la chica la llave del armario secreto. La cogió y fue a hablar con un policía para explicarle la situación. La chica se dio cuenta de que intentaba mantener la calma, pero estaba a punto de desmoronarse. Le dijo al policía que tenía que ir a buscar a su hijo de cuatro años, y le prometió regresar después. Sólo iba a recoger a su hijo, insistió, y luego volvería directamente, pero el policía se rió en su cara: «¿ Y piensas que voy a creerte? ¡Pobre diablo!». El padre le pidió que lo acompañara, ya que sólo iba a recoger al niño y volver enseguida. El gendarme le ordenó que se apartara de su vista. El padre volvió a su sitio, con los hombros encorvados. Estaba llorando. La chica cogió la llave de entre los dedos temblorosos de su padre y volvió a guardársela en el bolsillo. Se preguntó cuánto tiempo lograría sobrevivir su hermano. Aún debía de estar esperándola. El pequeño tenía una fe incondicional en ella. No podía soportar la idea del niño aguardando en la oscuridad. Debía de tener hambre y sed. Probablemente ya se habría quedado sin agua, y las pilas de la linterna se habrían agotado. Pero cualquier cosa era mejor que estar allí, pensó. Cualquier cosa antes que ese infierno, entre el hedor, el calor y el polvo, la gente gritando y muriendo. Contempló a su madre, que estaba encogida en cuclillas y en las dos últimas horas no había vuelto a emitir ni un gemido. Contempló a su padre, que tenía el rostro macilento y la mirada perdida. Miró a su alrededor, a Eva y a sus niños, tan agotados que daba pena verlos, y también a las demás familias, a todas aquellas personas desconocidas que, como ella, llevaban una estrella amarilla sobre el pecho. Miró a los miles de niños que corrían sin control, hambrientos, sedientos; los pequeños que no lograban comprender, que creían que se trataba de algún extraño juego que ya estaba durando demasiado, y que querían volver a casa, a acostarse en sus camas con sus ositos de peluche. La chica intentó descansar apoyando su puntiaguda barbilla sobre las rodillas. Al salir el sol, volvió el calor. No sabía cómo iba a afrontar otro día más en aquel lugar. Se sentía débil, cansada. Tenía la garganta reseca, y le dolía el estómago de hambre. Al cabo de un rato se quedó amodorrada. Soñó que estaba de vuelta en casa, en su cuarto con vistas a la calle, en el salón donde el sol entraba por las ventanas y dibujaba figuras sobre la chimenea y sobre la foto de su abuela polaca. A través del frondoso patio se oía el violín del profesor. Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse, sur le pont d'Avignon, on y danse tout en rond. Su madre preparaba la cena, mientras cantaba Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça. Su hermano estaba jugando con su trenecito rojo por el pasillo, deslizándolo y haciéndolo traquetear sobre las oscuras tablas de la tarima. Les belles dames font comme ça, et puis encore comme ça. Podía oler su hogar, el reconfortante aroma de la parafina y de las especias, y de todas las cosas apetitosas que su madre guisaba en la cocina. Podía escuchar la voz de su padre leyendo en alto para su madre. Estaban a salvo. Eran felices. Sintió una mano fría en la frente. Miró hacia arriba y vio a una mujer joven que llevaba un velo azul con una cruz. La joven le sonrió y le dio un vaso de agua fresca, que la chica bebió con avidez. Luego le dio una galleta fina como el papel y un poco de pescado en conserva. – Tienes que ser valiente ‑ musitó la enfermera. Pero la chica vio que la joven tenía lágrimas en los ojos, como su padre. – Quiero salir de aquí ‑ susurró la, chica. Quería volver a aquel sueño, a la paz y la seguridad que le había hecho sentir. La enfermera asintió y esbozó una triste sonrisa. ‑ Lo entiendo, pero no puedo hacer nada. Lo siento. Se levantó para dirigirse hacia otra familia, pero la chica la agarró de la manga y la detuvo. – Por favor, ¿cuándo nos vamos a ir? ‑ le preguntó. La enfermera sacudió la cabeza y le acarició suavemente la mejilla. Luego se volvió para atender a la familia de al lado. La chica creyó que iba a volverse loca. Quería gritar, patear, chillar; quería salir de aquel abominable y espantoso lugar. Quería volver a casa, a la vida que había llevado antes de que le cosieran la estrella amarilla, antes de que aquellos hombres aporrearan su puerta. ¿Por qué le tenía que pasar a ella? ¿Qué habían hecho sus padres o ella para merecer aquello? ¿Por qué era tan horrible ser judío? ¿Por qué trataban a los judíos de esa manera? Recordó el primer día en que tuvo que llevar la estrella al colegio, el momento en que entró en clase y todas las miradas se volvieron hacia ella. Llevaba sobre el pecho una estrella amarilla del tamaño de la mano de su padre. Y entonces vio que había más chicas en la clase con la estrella. Armelle llevaba una, y eso la hizo sentir un poco mejor. En el recreo, todas las niñas que llevaban la estrella formaron una piña. Los demás alumnos, que hasta entonces habían sido sus amigos, las señalaban con el dedo. Mademoiselle Dixsaut se había encargado de explicar que aquello no cambiaba nada: iban a tratar a todos los alumnos igual que antes, con o sin estrella. Pero la charla de mademoiselle Dixsaut no sirvió de mucho. Desde aquel día, la mayoría de las niñas dejaron de hablar a quienes llevaban estrellas. O peor aún, los miraban con desprecio. No podía soportar el desprecio. Aquel chico, Daniel, les había dicho a ella y a Armelle en la calle, delante del colegio, con una mueca de crueldad: «Si vuestros padres son cochinos judíos, vosotras sois cochinas judías». ¿Por qué cochinas? ¿Por qué era sucio ser judío? Aquello la hizo sentirse avergonzada y triste, y le dieron ganas de llorar. Armelle no dijo nada y se limitó a morderse el labio hasta que empezó a sangrarle. Fue la primera vez que había visto a Armelle parecer asustada. La chica quería arrancarse la estrella, y les dijo a sus padres que se negaba a volver al colegio con ella. Pero su madre le dijo que no, que debía estar orgullosa de ella. A su hermano le dio una pataleta porque él también quería su estrella. La madre le explicó con paciencia que no tenía seis años, y que tendría que esperar un par de años más. El niño se pasó toda la tarde llorando. Pensó en su hermano, escondido en la oscuridad de aquel profundo armario. Quería estrechar su cálido cuerpecito entre sus brazos, darle besos en aquella cabecita poblada de rizos dorados y en el cuello regordete. Aferró la llave en el bolsillo con todas sus fuerzas. – No me importa lo que digan ‑ susurró ‑. Encontraré la manera de volver y salvarle. La encontraré.
D espués de cenar, Hervé nos ofreció limoncello, un licor helado italiano de limón de un color amarillo precioso. Guillaume sorbía el suyo con lentitud. No había hablado mucho durante la cena. Parecía apagado. No me atreví a sacar el tema del Vel' d'Hiv' otra vez, pero fue él quien se dirigió a mí, mientras los otros dos escuchaban. – Mi abuela ya es muy mayor ‑comenzó‑. No querrá volver a hablar sobre ello. Pero me contó todo lo que necesito saber sobre lo que sucedió aquel día. Creo que lo peor para ella fue tener que seguir viviendo sin ellos, tener que salir adelante sin su familia. No se me ocurría qué decir. Los chicos estaban callados. – Después de la guerra, mi abuela iba todos los días al hotel Lutétia, en el bulevar Raspail ‑prosiguió Guillaume‑. Allí era donde había que ir para averiguar si alguien había vuelto de los campos. Había listas y organizaciones. Ella iba todos los días, y esperaba. Pero al cabo de un tiempo dejó de ir. Al oír hablar de los campos, empezó a asimilar que todos habían muerto y que ninguno iba a volver. Al principio nadie sabía nada, pero después, cuando los supervivientes que regresaban empezaron a contar sus testimonios, todo el mundo lo supo. De nuevo, un silencio. – ¿Sabéis qué es lo que más me choca del Vel' d'Hiv'? ‑inquirió Guillaume‑. Su nombre en clave. Yo sabía la respuesta gracias a que había leído a conciencia sobre el asunto. – Operación Viento Primaveral ‑murmuré. – Es un nombre muy dulce para algo tan horrible, ¿no crees? ‑inquirió él‑. La Gestapo pidió a la policía francesa que le «entregara» a cierto número de judíos de entre dieciséis y cincuenta años. La policía puso tanto empeño en deportar al mayor número de judíos posible que decidió llevar las órdenes aún más lejos, de modo que arrestaron a un montón de niños, aunque habían nacido en Francia. Arrestaron a niños franceses. – ¿ La Gestapo no le había pedido esos niños? ‑pregunté. – No ‑contestó‑. En principio, no. Deportar niños habría revelado la verdad. Habría sido demasiado obvio que no estaban enviando a todos aquellos judíos a campos de trabajo, sino a la muerte. – Entonces, ¿por qué arrestaron a los niños? ‑inquirí. Guillaume dio un sorbo a su limoncello. – Seguramente, la policía pensó que los hijos de los judíos, aunque hubieran nacido en Francia, eran judíos al fin y al cabo. Al final, Francia envió a cerca de ochenta mil judíos a los campos de exterminio. Sólo unos dos mil lograron volver, y entre ellos, casi ningún niño. De camino a casa no era capaz de quitarme de la cabeza la mirada triste de Guillaume. Se había ofrecido a enseñarme fotos de su abuela y de su familia, y yo le había dado mi número de teléfono. Me prometió que me llamaría pronto. Cuando llegué a casa, Bertrand estaba viendo la tele, tumbado en el sofá con la cabeza apoyada en un brazo. – Bueno ‑saludó sin apartar apenas los ojos de la pantalla‑, ¿cómo están los chicos? ¿Mantienen sus estándares habituales de sofisticación? Dejé caer las sandalias, me senté en el sofá a su lado y me quedé observando su perfil elegante y delicado. – Ha sido una cena perfecta. Habían invitado a un hombre interesante: Guillaume. – Ajá ‑dijo Bertrand mirándome, divertido‑. ¿Era gay? – No, no lo creo. De todas formas, no me habría dado cuenta. – ¿Y qué tenía de interesante ese tal Guillaume? – Nos ha estado hablando de su abuela, que se libró de la redada del Vel' d'Hiv' en 1942. – Mmm… ‑respondió mientras cambiaba de canal con el mando a distancia. – Bertrand ‑dije‑, cuando ibas al colegio, ¿te enseñaron algo sobre el Vel' d'Hiv'? – Ni idea, chérie. – Es que estoy trabajando en ello, para la revista. Se acerca el sexagésimo aniversario. Bertrand me cogió un pie y empezó a masajearlo con sus dedos firmes y cálidos. – ¿Tú crees que a los lectores les va a interesar el Vel' d'Hiv'? ‑me preguntó‑. Es agua pasada. No es algo sobre lo que la gente quiera leer. – ¿Porque los franceses están avergonzados, quieres decir? ‑le contesté‑. ¿Así que deberíamos enterrarlo y olvidarlo, como hicieron ellos? Apartó mi pie de su rodilla y en sus ojos apareció aquel destello. Me preparé. – Querida, querida ‑repuso con una sonrisa malévola‑, otra ocasión más para demostrar a tus compatriotas lo malvados que fuimos los franchutes, que colaboramos con los nazis enviando a aquellas inocentes familias a la muerte… ¡La pequeña miss Nahant desvela la verdad! ¿Qué vas a hacer, amour, restregárnoslo por las narices? A nadie le importa ya; nadie se acuerda. Escribe sobre otra cosa: algo divertido, algo bonito. Tú sabes hacerlo. Dile a Joshua que lo del Vel' d'Hiv' es un error. Nadie va a leerlo. La gente bostezará y pasará a la siguiente columna. Me levanté, exasperada. – Creo que te equivocas ‑le dije‑. Me parece que la gente no conoce el tema lo suficiente. Ni siquiera Christophe sabe mucho sobre ello, y eso que es francés. Bertrand resopló. – ¡Pero es que Christophe apenas sabe leer! Las únicas palabras que entiende son «Gucci» y «Prada». Salí del salón sin decir nada y fui a prepararme un baño. ¿Por qué no le había dicho que se fuera al infierno? ¿Por qué le aguantaba esas cosas una y otra vez? Porque estás loca por él, ¿verdad? Estás loca por él desde que le conociste, a pesar de que es un dictador, un grosero y un egoísta. Es listo, es guapo, puede ser divertido y además es un amante excelente, ¿verdad? Recuerdos de noches sensuales que nunca acababan, de besos y caricias, de sábanas arrugadas, de su hermoso cuerpo, de su boca cálida y su sonrisa traviesa. Bertrand: tan encantador, tan irresistible, tan difícil. Por eso le consientes su actitud. ¿A que sí? Pero ¿hasta cuándo vas a aguantar? Recordé una conversación reciente con Isabelle. Julia, ¿no estarás aguantándole todo eso a Bertrand porque te da miedo perderlo? Estábamos sentadas en un pequeño café junto a la Salle Pleyel, mientras nuestras hijas hacían ballet. Isabelle había encendido su enésimo cigarrillo y me miró directa a los ojos. «No ‑le dije‑. Le quiero. Le quiero de verdad. Me encanta cómo es». Ella silbó, impresionada, aunque irónica. «Vaya, qué suerte tiene ‑respondió‑, pero, por el amor de Dios, cuando se pase contigo, díselo. Tú sólo díselo». Mientras me bañaba recordé la primera vez que vi a Bertrand. Fue en una pintoresca discoteca de Courchevel a la que había acudido con un grupo de amigos ruidosos y un tanto achispados. Yo estaba con el que era mi novio entonces, Henry, a quien había conocido un par de meses atrás en el canal de televisión donde trabajaba. Teníamos una relación informal y sin complicaciones. Ninguno de los dos estaba demasiado enamorado del otro. Éramos dos colegas americanos que lo pasaban en grande en Francia. Bertrand me pidió que bailara con él, sin que pareciera importarle el hecho de que estuviera con otro hombre. Yo me negué, ofendida. Fue muy insistente: «Sólo un baile, señorita. Sólo uno. Pero será un baile maravilloso, se lo prometo». Me quedé mirando a Henry, y Henry se encogió de hombros. «Adelante», me dijo guiñándome un ojo. Así que me levanté y bailé con aquel francés tan audaz. A los veintisiete, yo era una mujer despampanante. Y sí, había sido miss Nahant a los diecisiete. Aún guardaba en alguna parte la diadema de diamantes de imitación. A Zoë le gustaba jugar con ella cuando era pequeña. Mi aspecto nunca se me había subido a la cabeza, pero me había dado cuenta que desde que vivía en París llamaba mucho más la atención que al otro lado del Atlántico. También descubrí que los franceses eran mucho más atrevidos, más abiertos a la hora de ligar. Y también comprendí que, a pesar de no tener nada de parisina sofisticada (era demasiado alta, demasiado rubia y tenía demasiados dientes), mi atractivo de Nueva Inglaterra me hacía ser la chica de moda. Durante mis primeros meses en París, me asombraba el modo en que los franceses (y las francesas) se quedan mirando unos a otros, evaluándose constantemente. Analizan la figura, la ropa, los complementos. Recuerdo que, durante mi primera primavera en París, iba un día por el bulevar Saint Michel con Susannah, de Oregón, y Jan, de Virginia. Ni siquiera íbamos vestidas para salir: llevábamos vaqueros, camisetas y sandalias de dedo, pero las tres éramos altas, atléticas y rubias, con aspecto inconfundible de americanas. Los hombres se nos acercaban constantemente. Bonjour Mesdemoiselles, vous ê tes Américaines, Mesdemoiselles? Hombres jóvenes, maduros, estudiantes, empresarios, hombres que nos pedían el número de teléfono, nos invitaban a cenar, a tomar una copa, suplicantes, divertidos, algunos encantadores, otros bastante menos. Esto no nos ocurría en nuestro país, pues los americanos no van detrás de las chicas por la calle para declararse. A Jan, Susannah y a mí nos daba la risa tonta: nos sentíamos halagadas y abrumadas al mismo tiempo. Bertrand dice que se enamoró de mí durante aquel primer baile en la discoteca de Courchevel. Justo allí y entonces, pero yo creo que no fue así, sino que debió pasarle un poco más tarde. Quizás a la mañana siguiente, cuando me llevó a esquiar. «Merde alors, las chicas francesas no esquían así», dijo entre jadeos y mirándome con patente admiración. «¿Así, cómo?», le pregunté. «Ni la mitad de rápido que tú», contestó riéndose, y a continuación me besó apasionadamente. Sin embargo, yo había caído en el acto, hasta tal punto que cuando me largué de la discoteca del brazo de Bertrand ni siquiera le dirigí al pobre Henry una mirada de despedida. Bertrand empezó a hablar de matrimonio enseguida. Nunca se me habría ocurrido tan pronto; yo estaba satisfecha con ser su novia una temporada. Pero él insistió, y fue tan encantador y tan apasionado que al final accedí a casarme con él. Creo que pensaba que yo iba a ser la esposa y madre perfecta. Era inteligente, culta, tenía un alto nivel de estudios (Summa Cum Laude por la Universidad de Boston), y era muy educada («para ser americana»; casi le leía el pensamiento). Además estaba sana y era fuerte. No fumaba, no tomaba drogas, apenas bebía y creía en Dios. Y así, de vuelta en París conocí a la familia Tézac. Qué nerviosa estaba el primer día. Recuerdo el impecable apartamento clásico en la calle de l'Université. Los ojos de Edouard, azules y fríos, y su sonrisa mordaz. Colette, con su cuidado maquillaje y su ropa perfecta, que intentaba ser amable sirviéndome el café y el azúcar con aquellos dedos elegantes y, por supuesto, con manicura. Y las dos hermanas, claro. Una era rubia y pálida y de líneas angulosas: Laure. La otra rolliza, de pelo castaño y mejillas rubicundas: Cécile. También estaba Thierry, el novio de Laure, que apenas me dirigió la palabra. Las dos hermanas me miraban con aparente interés, perplejas por el hecho de que el Casanova de su hermano hubiese elegido a una americana tan poco sofisticada cuando tenía le tout‑Paris rendido a sus pies. Sabía que Bertrand, al igual que su familia, esperaba que yo tuviera enseguida tres o cuatro niños. Pero inmediatamente después de la boda surgieron problemas, complicaciones interminables que no habíamos esperado. Tuve una serie de abortos precoces que me dejaron destrozada. Conseguí tener a Zoë tras seis años muy difíciles. Durante mucho tiempo, Bertrand esperó un segundo hijo. Y yo también, pero el caso es que nunca volvimos a hablar de ello. Y entonces apareció Amélie. Pero lo cierto es que esta noche no quería pensar en Amélie. Ya le había dado demasiadas vueltas a eso en el pasado. El agua de la bañera se estaba enfriando, así que salí, tiritando. Bertrand seguía viendo la tele. Normalmente, yo volvía a su lado, y él me abría los brazos, me besaba y me mimaba, y yo le decía que había sido muy grosero, pero se lo decía con voz de niña pequeña y haciendo pucheros. Y después nos besábamos, él me llevaba al dormitorio y me hacía el amor. Pero aquella noche no volví a él, sino que me metí en la cama a leer algo más sobre los niños del Vel' d'Hiv'. Y lo último que vi antes de apagar la luz fue el rostro de Guillaume mientras nos hablaba de su abuela.
C uánto tiempo llevaban allí? La chica ya no lo recordaba. Se sentía insensible, entumecida. Los días se confundían con las noches. En un momento dado se mareó, vomitó bilis y gimió de dolor. Sintió la mano de su padre, reconfortante. Lo único en lo que pensaba era en su hermano. No se lo podía sacar de la cabeza. Tomaba la llave del bolsillo y la besaba con fervor, como si estuviera besando sus rollizas mejillas o sus ricitos. En los últimos días habían muerto unas cuantas personas, y la muchacha había sido testigo de todo. Vio hombres y mujeres a los que aquel calor sofocante y hediondo volvía locos, y a los que reducían a golpes y ataban a la fuerza en camillas. Vio infartos, suicidios, fiebres galopantes, y contempló cómo se llevaban los cuerpos. Nunca había presenciado semejante horror. Su madre se había convertido en un animalillo dócil que apenas hablaba, sólo lloraba en silencio y rezaba. Una mañana los altavoces empezaron a ladrar órdenes secas. Tenían que recoger sus pertenencias y reunirse cerca de la entrada, en silencio. La muchacha se levantó mareada, a punto de desfallecer. Tenía las piernas tan débiles que apenas la sostenían, pero aun así ayudó a su padre a tirar de su madre para que se levantara. Recogieron sus bolsas. La multitud se encaminó hacia la puerta lentamente, arrastrando los pies. Ella advirtió que todos se movían despacio, con fatiga. Incluso los niños caminaban con dificultad, como ancianos, encorvados y con la cabeza gacha. Se preguntó adónde irían. Pensó en preguntárselo a su padre, pero su rostro macilento e inexpresivo le hizo pensar que no conseguiría respuesta alguna. ¿Se iban a casa de una vez? ¿Había llegado el fin? ¿Podía volver a casa a liberar a su hermano? Caminaron por la estrecha calle, mientras los policías los guiaban con sus órdenes. La chica vio a gente desconocida que los observaba desde las ventanas, desde los balcones, desde las puertas, desde las aceras. La mayoría mostraba un gesto vacío, impasible. Sólo miraban, sin decir una sola palabra. No les importa, pensó la joven. Les da igual lo que nos vayan a hacer o adónde nos lleven. Un hombre los señaló con el dedo, riéndose. Llevaba a un niño agarrado de la mano, que también se reía. ¿Por qué?, se preguntaba, ¿por qué? ¿Resultamos graciosos con estos harapos apestosos? ¿De eso se ríen? ¿Qué es tan divertido? ¿Cómo pueden reírse, cómo pueden ser tan crueles? Le dieron ganas de insultarles y escupirles. Una mujer de mediana edad cruzó la calle a toda prisa y le puso algo en la mano. Era un panecillo tierno. La policía la ahuyentó a gritos, tan rápido que la joven apenas tuvo tiempo de ver cómo volvía al otro lado de la calle. La mujer le había dicho: «Pobre criatura. Que Dios se apiade de ti». ¿Qué hacía Dios?, pensó la muchacha con desánimo. ¿Acaso los había abandonado, o los estaba castigando por algo que ella ignoraba? Sus padres no eran muy devotos, aunque sabía que creían en Dios. No la habían criado según la religión tradicional, al contrario que a Armelle, cuyos padres respetaban todos los ritos. La chica se preguntaba si aquello no sería un castigo divino por no practicar su religión como era debido. Le ofreció el pan a su padre, pero él le dijo que se lo comiera ella. Lo devoró tan deprisa que casi se atragantó. Los mismos autobuses urbanos que los habían traído los llevaron a una estación de tren cercana al río. La chica no sabía qué estación era, pues nunca había estado allí. Apenas había salido de París en sus diez años de vida. Cuando vio el tren la invadió el pánico. No, no podía irse, tenía que quedarse por su hermano, le había prometido que volvería a rescatarlo. Tiró de la manga a su padre y le susurró el nombre de su hermano. Su padre se quedó mirándola. – No podemos hacer nada ‑ admitió impotente, definitivo ‑. Nada. Pensó en aquel chico astuto que había escapado, el que había conseguido huir, y la ira se apoderó de ella. ¿Por qué su padre se mostraba tan débil, tan cobarde? ¿Es que no le importaba su hijo pequeño? ¿Le daba igual lo que le pudiera pasar? ¿Por qué no tenía el coraje de huir? ¿Cómo podía estar allí, dejando que lo metieran en un tren igual que una oveja? ¿Cómo podía quedarse allí en vez de salir corriendo hacia el apartamento, hacia su hijo y hacia la libertad? ¿Por qué no le quitaba la llave y echaba a correr? Date: 2015-12-13; view: 390; Нарушение авторских прав |