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París, mayo de 2002 3 page
La chica pensó en su hermanito, que la esperaba en el armario, y metió la mano en el bolsillo para tocar la llave. Podía escaparse con aquel niño tan rápido y espabilado. Así podría salvar a su hermano, y también a sí misma. Pero se sentía demasiado pequeña y vulnerable para hacer algo así ella sola. Estaba demasiado asustada. Y sus padres… ¿Qué les pasaría a ellos? ¿Y si lo que decía el chico no era verdad? ¿Podía confiar en él? El chico le puso la mano en el brazo, intuyendo su reticencia. – Ven conmigo ‑ la animó. – No sé ‑ musitó ella. El chico se apartó. – Yo ya me he decidido. Me marcho. Adiós. Lo vio dirigirse hacia la entrada. La policía hacía pasar a más gente: ancianos en camillas, en sillas de ruedas, grupos de niños que gimoteaban y mujeres que lloraban. Vio a Léon deslizarse entre la muchedumbre, a la espera del momento adecuado. En un momento, un policía le agarró por el cuello de la camisa y lo lanzó hacia atrás. Léon se levantó ágilmente y se acercó centímetro a centímetro hacia las puertas, como un nadador que avanza con destreza contra la corriente. La chica observaba, fascinada. En la entrada irrumpió un grupo de madres airadas que pedían agua para sus hijos. Los policías parecieron confusos por un momento, sin saber qué hacer. La chica vio a Léon deslizarse con facilidad entre el caos, rápido como un rayo. Luego desapareció. Volvió con sus padres. Empezaba a caer la noche y, con ella, la chica sentía que su desesperación y la de las miles de personas encerradas en aquel lugar empezaba a crecer como un ser monstruoso, fuera de control, una desesperación pura y absoluta que la llenaba de pánico. Trató de cerrar los ojos, la nariz y los oídos para cerrar el paso al olor, el polvo, el calor, los quejidos de angustia, la visión de adultos llorando y niños gimiendo. Pero no podía. Lo único que podía hacer era observar, desvalida, callada. Advirtió un repentino alboroto arriba, cerca del tra galuz, donde la gente se sentaba en pequeños grupos. Hubo un alarido sobrecogedor, un borrón de ropas que caía como una cascada desde el palco, y un golpe sordo contra el duro suelo de la pista. Después se oyó un grito ahogado entre la multitud. – Papá, ¿qué ha sido eso? ‑ preguntó. Su padre intentó apartarle la cara. – Nada, cariño, nada. Sólo es ropa que ha caído desde arriba. Pero la chica lo había visto, y sabía lo que había pasado. Una mujer joven, de la edad de su madre, y un niño pequeño. La mujer había saltado de la barandilla más alta con el niño agarrado. Desde donde estaba sentada, la chica podía ver el cuerpo desmadejado de la mujer y el cráneo ensangrentado del niño, abierto como un tomate maduro. La chica agachó la cabeza y lloró.
C uando era niña y vivía en el 49 de Hyslop Road en Brookline nunca imaginé que un día me iría a vivir a Francia y me casaría con un francés. Suponía que iba a quedarme en Estados Unidos toda la vida. Cuando tenía once años estaba colada por Evan Frost, el chico que vivía en la casa de al lado. Tenía la cara llena de pecas, como los niños de los cuadros de Norman Rockwell, y tenía un aparato dental y un perro, Inky, al que le encantaba retozar sobre los primorosos parterres de mi padre. Mi padre, Sean Jarmond, daba clases en el MIT [8]. Era el típico «profesor chiflado», con el pelo rizado y unas gafas de culo de vaso. Era muy popular, y a los estudiantes les caía bien. Mi madre, Heather Carter Jarmond, era una campeona de tenis retirada de Miami, esa clase de mujer deportista, bronceada y esbelta que nunca parece envejecer. Le gustaban el yoga y los alimentos naturales. Los domingos, mi padre y el vecino, el señor Frost, hacían concursos de gritos por encima del seto por culpa de Inky, que destrozaba los tulipanes de mi padre, mientras mi madre preparaba magdalenas de miel y salvado en la cocina y suspiraba. Odiaba los conflictos. Sin prestar atención a la trifulca, Charla, mi hermana pequeña, veía La Isla de Gilligan o Meteoro en el cuarto de la tele mientras se atiborraba de regaliz rojo. En el piso de arriba, mi mejor amiga, Katy Lacy, y yo observábamos por detrás de la cortina cómo el encantador Evan Frost jugaba con el objeto de la ira de mi padre, un labrador negro azabache. Fue una infancia feliz, entre algodones, sin grandes arrebatos ni escenas entre mis padres. Iba al colegio Runkle, calle abajo. Días de Acción de Gracias tranquilos, Navidades entrañables, veranos largos y perezosos en Nahant. Las semanas apacibles se convertían en meses no menos apacibles. La única vez que tuve miedo fue cuando mi maestra de quinto, la rubia señorita Sebold, leyó en voz alta El corazón delator, de Edgar Allan Poe. Gracias a ella tuve pesadillas durante años. Fue durante mi adolescencia cuando empecé a sentir los primeros anhelos por Francia, una insidiosa fascinación que fue creciendo con el paso del tiempo. ¿Por qué Francia? ¿Por qué París? Siempre me había atraído la lengua francesa. La encontraba más suave y sensual que el alemán, el español o el italiano. Imitaba a la perfección a Pepe Le Pew, la mofeta francesa de los Looney Tunes. En mi interior sabía que aquella pasión por París, que no dejaba de crecer, no tenía nada que ver con los típicos clichés americanos del romance, la sofisticación y el atractivo sexual. Era algo más que todo eso. Cuando descubrí París por primera vez, enseguida me llamaron la atención sus contrastes: los barrios vulgares y chabacanos me atraían mucho más que los majestuosos distritos de Haussmann. Me fascinaban sus paradojas, sus secretos, sus sorpresas. Me llevó veinticinco años aclimatarme, pero lo conseguí. Me acostumbré a soportar a los camareros impacientes y a los taxistas maleducados. Aprendí a conducir por la plaza de L'Étoile, impasible ante los airados insultos que me lanzaban los conductores de autobús y, lo que es más sorprendente, rubias elegantes y llamativas al volante de brillantes Minis negros. Aprendí a domar a concierges arrogantes, vendedoras altivas, operadoras telefónicas displicentes y médicos pedantes. Descubrí que los parisinos se consideraban superiores al resto del mundo, en especial a los demás ciudadanos franceses desde Niza hasta Nancy, y con un desprecio particular hacia los habitantes de los suburbios de la Ciudad de la Luz. Me enteré de que el resto de Francia llamaba a los parisinos «caraperros»: «Parisién T ê te de Chien», y de que no les profesaban demasiado cariño. Nadie amaba más París que un auténtico parisino. Nadie estaba más orgulloso de su ciudad que un auténtico parisino. Nadie era tan arrogante, tan orgulloso, tan engreído y, sin embargo, tan irresistible. Me preguntaba a mí misma por qué adoraba París. Tal vez porque nunca se entregó a mí. Se me acercaba, tentador, pero me dejaba claro cuál era mi lugar: el de la americana. Siempre sería la americana, l'Américaine. Supe que quería ser periodista cuando tenía la edad de Zoë. Empecé escribiendo para el periódico del instituto y no dejé de hacerlo desde entonces. Me vine a vivir a París cuando tenía poco más de veinte años, tras licenciarme en la Universidad de Boston en la especialidad de Lengua Inglesa. Mi primer trabajo fue de ayudante subalterna en una revista de moda americana, pero duré poco. Buscaba temas de más enjundia que la longitud de una falda o los colores de la última primavera. Acepté el primer empleo que me surgió: reescribir notas de prensa para una cadena americana de televisión. No es que pagaran una maravilla, pero daba suficiente para ir tirando. Vivía en el distrito XVIII, compartiendo piso con dos franceses gays, Hervé y Christophe, que se convirtieron en amigos míos para toda la vida. Aquella semana había quedado para cenar con ellos en la calle Berthe, donde vivía antes de conocer a Bertrand. Éste me acompañaba muy raras veces. A veces me preguntaba a mí misma por qué no se interesaba más por Hervé y Christophe. «Porque tu querido esposo, como la mayoría de los franceses que son burgueses o caballeros acomodados, prefieren las mujeres a los homosexuales, cocott e», casi pude oír la voz lánguida y las picaras risas de mi amiga Isabelle. Sí, ella tenía razón: definitivamente, a Bertrand le iban las mujeres. Le iban cantidad, como diría Charla. Hervé y Christophe seguían viviendo en el mismo piso que compartieron conmigo, sólo que mi pequeño cuarto se había convertido en un vestidor. Christophe era una víctima de la moda, y estaba orgulloso de ello. Me gustaban las cenas que organizaban; siempre había una mezcla interesante de gente: un modelo o cantante famoso, un escritor polémico, un vecino guapo y gay, algún periodista estadounidense o canadiense, tal vez algún joven editor que empezaba a despuntar. Hervé era abogado de una firma internacional, y Christophe, profesor de yoga. Eran amigos de verdad y muy queridos para mí. Tenía otras amistades aquí, expatriados americanos como Holly, Susannah y Jan, a quienes había conocido a través de la revista o el Colegio Americano, adonde iba a menudo a poner anuncios solicitando canguros. Incluso tenía un par de amigas francesas, como Isabelle, a quien había conocido por las clases de ballet de Zoë en la Salle Pleyel. Pero era a Hervé y a Christophe a quienes llamaba por la mañana cuando Bertrand me daba problemas. Fueron ellos los que acudieron al hospital cuando Zoë se rompió el tobillo al caerse del monopatín. Eran los únicos que jamás olvidaban mi cumpleaños, los que sabían qué películas ver y qué discos comprar. Sus cenas, deliciosas y alumbradas por velas, eran siempre un placer. Llegué con una botella de champán muy frío. Christophe estaba todavía en la ducha, me explicó Hervé al saludarme en la puerta. Hervé tenía unos cuarenta y cinco años; llevaba bigote, era delgado y muy cordial. Fumaba como un carretero y le resultaba imposible dejarlo, así que todos habíamos renunciado a convencerle. – Esa chaqueta es preciosa ‑comentó mientras apagaba el cigarrillo para abrir el champán. Hervé y Christophe siempre se fijaban en qué llevaba puesto, si me había echado un perfume nuevo, si había cambiado de maquillaje o si llevaba un peinado distinto. Cuando estaba con ellos nunca me sentía como l'Américaine que intentaba desesperadamente imitar el chic parisino. Me sentía yo misma, y eso era algo que me encantaba de ellos. – El turquesa te sienta bien; te va divino con el color de los ojos. ¿Dónde te la has comprado? – En H &M, en la calle Rennes. – Estás espléndida. Bueno, ¿qué tal va lo del apartamento? ‑preguntó mientras me tendía una copa y una tostada caliente untada con tarama. – Hay un montón de cosas por hacer ‑respondí suspirando‑. Nos va a llevar meses. – Y me imagino que tu marido el arquitecto estará emocionadísimo. Hice una mueca. – Te refieres a que es incansable. – Ajá ‑dijo Hervé‑. Y por eso mismo, para ti es como un grano en el culo. – Has acertado ‑admití mientras daba un sorbo al champán. Hervé me miró a través de los pequeños cristales al aire de sus gafas. Tenía los ojos gris claro y las pestañas ridículamente largas. – Dime, Juju, ¿te encuentras bien? Sonreí abiertamente. – Sí, estoy bien. Pero nada más lejos de la realidad. Acababa de conocer los sucesos de julio de 1942, y eso había desencadenado en mi interior cierta vulnerabilidad, despertando algo profundo e inexpresable que era a la vez una obsesión y una carga. Llevaba arrastrando aquel peso toda la semana, desde que empecé a investigar sobre la redada del Vel' d'Hiv'. – No pareces tú misma ‑insistió Hervé con gesto preocupado. Se sentó a mi lado y me puso su mano blanca y fina en la rodilla‑. Conozco esa cara, Julia. Es tu cara triste. Así que cuéntame ahora mismo qué es lo que te pasa.
E l único modo de aislarse del infierno circundante era esconder la cabeza entre sus rodillas huesudas y taparse los oídos con las manos. Se balanceaba adelante y atrás, apretando el rostro contra las piernas. Piensa en cosas agradables, se decía, en todo lo que te gusta, en lo que te hace feliz, en todos los momentos mágicos y especiales que recuerdes. Su madre llevándola a la peluquería, donde todo el mundo alababa su espesa cabellera de color miel: ¡Cuando crezcas estarás orgullosa de esa mata de pelo, ma petite! Las manos de su padre trabajando el cuero en el taller, moviéndose con fuerza y velocidad mientras ella admiraba su destreza. El día en que cumplió diez años y le re galaron el reloj nuevo, guardado en aquella preciosa ca ja azul, con la pulsera de cuero que su padre le había fabricado y que despedía un olor fuerte y embriagador, y aquel discreto tictac de las agujas que la embelesaba. Estaba muy orgullosa de su reloj, pero su madre le aconsejó que no lo llevara al colegio, porque se le podía romper o a lo mejor lo perdía. Sólo lo había visto Armelle, su mejor amiga. ¡Y qué envidia le dio! ¿Dónde estaría Armelle? Vivía calle abajo, y las dos iban al mismo colegio. Pero Armelle había salido de la ciudad al empezar las vacaciones de verano para irse con sus padres a algún lugar del sur. Le había escrito una carta, y se acabó. Armelle era bajita, pelirroja y muy lista. Se sabía de memoria toda la tabla de multiplicar, e incluso dominaba los complicados entresijos de la gramática. Armelle nunca tenía miedo, y la chica la admiraba por ello. Ni siquiera el día en que, en mitad de la clase, empezaron a sonar las sirenas, aullando como lobos furiosos, y todo el mundo dio un brinco. Armelle no perdió la calma ni el control, agarró a la chica de la mano y la llevó al mohoso sótano del colegio, indiferente a los susurros aterrados de los demás niños y a las órdenes que mademoiselle Dixsaut impartía con voz trémula. Se acurrucaron juntas, hombro con hombro, en aquel lugar húmedo, con las luces de las velas parpadeando en sus pálidos semblantes. Parecieron transcurrir horas mientras escuchaban el zumbido de los aviones sobre sus cabezas y mademoiselle Dixsaut leía a J ean de La Fontaine, o a Molière, mientras intentaba contener el temblor de sus manos. – Mírale las manos ‑ dijo Armelle con una risita ‑. Tiene tanto miedo que casi no puede leer, fíjate. La chica miró asombrada a Armelle. – ¿Tú no tienes miedo? ‑ inquirió en un susurro ‑. ¿Ni siquiera un poquito? – No, no lo tengo ‑ le contestó sacudiendo sus brillantes cabellos rojos con desdén ‑. No estoy asustada. Y a ratos, cuando la vibración de las bombas se filtraba haciendo temblar el mugriento suelo del sótano y a mademoiselle Dixsaut le fallaba la voz y dejaba de leer, Armelle cogía la mano de la chica y la agarraba con fuerza. Echaba de menos a Armelle. Ojalá pudiera estar allí ahora, para agarrarle la mano y decirle que no tuviera miedo. Añoraba sus pecas, sus ojos verdes y maliciosos y su sonrisa insolente. Piensa en las cosas que amas, en las cosas que te hacen feliz. El verano anterior, o tal vez dos veranos atrás, no se acordaba muy bien, su padre los había llevado a pasar unos días al campo, junto al río. No recordaba el nombre del río, pero sí la sensación tan suave y agradable del agua en su piel. Su padre intentó enseñarle a nadar. Al cabo de unos días consiguió manotear con un torpe estilo perruno que hizo reír a todos. En la orilla, su hermano estaba emocionado, loco de contento. Era muy pequeño todavía, aún estaba empezando a andar. La chica se pasaba el día corriendo tras él, mientras su hermano se resbalaba por el barro de la orilla entre alegres chillidos. A mamá y papá se les veía relajados, jóvenes y enamorados, y su madre apoyaba la cabeza en el hombro de su padre. Pensó en aquel hotelito junto al río donde disfrutaban de comidas sencillas y apetitosas a la sombra de un cenador, y se acordó de cuando la patronne le pidió que la ayudara detrás del mostrador y estuvo sirviendo café. Se sentía muy mayor, y muy orgullosa, hasta que se le cayó un café en los pies de alguien; pero la patronne no le había dado importancia. La chica levantó la cabeza y vio a su madre hablando con Eva, una mujer joven que vivía cerca de ellos. Eva tenía cuatro niños pequeños, una panda de críos ruidosos que a la chica no le caían demasiado bien. El rostro de Eva parecía demacrado y envejecido, como el de su madre. ¿Cómo podían parecer tan mayores de la noche a la mañana?, se preguntó. Eva también era polaca y su francés, al igual que el de su madre, no era muy bueno. Igual que sus padres, Eva tenía familia en Polonia: sus padres, sus tías y sus tíos. La chica recordaba aquel fatídico día (¿cuándo fue?; no hacía mucho) en que Eva recibió una carta de Polonia. Apareció en el apartamento con la cara bañada en lágrimas y se desplomó en los brazos de su madre. Esta trató de consolarla, pero la chica sospechaba que ella también estaba conmocionada. Nadie quiso decirle qué había pasado exactamente, pero ella se enteró prestando atención a cada palabra en yiddish que lograba descifrar de entre los sollozos. Era algo espantoso: en Polonia habían asesinado a familias enteras y habían quemado sus casas; sólo quedaban ruinas y cenizas. La chica le preguntó a su padre si sus abuelos maternos, de los que tenían una fotografía en blanco y negro sobre la chimenea de mármol del salón, estaban a salvo. Él respondió que lo ignoraba. Habían recibido noticias muy malas de Polonia, pero no quiso explicarle en qué consistían. Mientras miraba a Eva y a su madre, la chica se preguntó si sus padres habían hecho bien al protegerla de todo, si habían hecho lo correcto al ocultarle aquellas noticias tan graves e inquietantes y al no querer explicarle por qué, desde que empezó la guerra, tantas cosas habían cambiado en su vida. Como cuando, el año pasado, el marido de Eva no regresó. Había desapareado. ¿Dónde? Nadie que ría contárselo, nadie quería explicárselo. Odiaba que la trataran como a un bebé. Odiaba que bajaran la voz cuando ella entraba en la habitación. Si se lo hubieran dicho, si le hubieran contado todo lo que sabían, ¿no habría sido ahora todo más fácil?
N o me pasa nada. Estoy cansada, eso es todo. Bueno, ¿quién viene esta noche? Antes de que Hervé pudiera contestar, Christophe entró en el salón como una visión encarnada del chic parisién, vestido en tonos crema y caqui y oliendo a colonia cara de hombre. Christophe era un poco más joven que Hervé, mantenía el bronceado todo el año, estaba muy delgado y llevaba el pelo teñido a mechas rubias y negras y recogido en una gruesa coleta a lo Lagerfeld [9]. Casi a la vez sonó el timbre. – Ajá ‑dijo Christophe soplándome un beso‑. Ése debe de ser Guillaume. Se apresuró hacia la puerta. – ¿Guillaume? ‑pregunté a Hervé vocalizando el nombre con los labios. – Nuestro nuevo amigo. Se dedica a algo relacionado con la publicidad. Está divorciado. Es un chico brillante. Te caerá bien. Es nuestro único invitado. Todos los demás se han ido a pasar el puente fuera de la ciudad. El hombre que entró en el salón era alto y moreno, y debía de quedarle poco para los cuarenta. Llevaba una vela perfumada envuelta y unas rosas. – Ésta es Julia Jarmond ‑dijo Christophe‑, periodista. Es amiga íntima nuestra desde que éramos jóvenes, hace mucho, mucho tiempo. – Pues yo diría que fue ayer mismo… ‑murmuró Guillaume con auténtica galantería francesa. Traté de mantener una sonrisa natural, consciente de que Hervé me lanzaba miradas inquisitivas de vez en cuando. Era raro, porque normalmente habría confiado en él. Habría podido contarle lo extraña que me sentía desde la semana anterior. Y también lo de Bertrand. Siempre había soportado su sentido del humor, provocador y a veces bastante desagradable. Nunca me había ofendido ni me había hecho daño. Hasta ahora. Siempre había admirado su ingenio y su sarcasmo, que incluso me hacían amarle aún más. La gente se reía con sus bromas. Hasta le tenían un poco de miedo. Detrás de su risa irresistible, el brillo de sus ojos azulados y su sonrisa cautivadora había un hombre duro y exigente acostumbrado a conseguir lo que quería. Había aguantado hasta ahora porque siempre me compensaba, y cuando se daba cuenta de que me había hecho daño, me colmaba de regalos, flores y sexo apasionado. Probablemente, la cama era el único lugar en el que Bertrand y yo nos comunicábamos de verdad, el único terreno donde ninguno de los dos dominaba al otro. Recuerdo que Charla me dijo una vez, tras ser testigo de una diatriba especialmente dura de mi marido: – ¿Pero de verdad te gusta este tipejo? ‑Y al ver que mi cara enrojecía poco a poco, añadió‑: Dios mío. Ya lo entiendo. Conversaciones de alcoba. Obras son amores y no buenas razones. ‑Después de eso suspiró y me dio una palmadita en la mano. ¿Por qué esta noche no le había abierto mi corazón a Hervé? Algo me contenía. Algo me sellaba los labios. Cuando nos sentamos a la mesa octogonal de mármol, Guillaume me preguntó en qué periódico trabajaba. Al decírselo, ni se inmutó. No me sorprendió, ya que los franceses rara vez han oído hablar de Seine Scenes. La mayoría de sus lectores son americanos residentes en París. Aquello no me molestó; yo nunca había buscado la fama. Me bastaba con tener un trabajo bien pagado que, en cierta medida, me dejaba tiempo libre, a pesar del despotismo ocasional de Joshua. – ¿Y sobre qué estás escribiendo ahora? ‑me preguntó Guillaume, muy cortés, enrollando espaguetis verdes con el tenedor. – Sobre el Vel' d'Hiv' ‑dije‑. Van a cumplirse sesenta años. – ¿Te refieres a aquella redada, durante la guerra? ‑preguntó Christophe con la boca llena. Estaba a punto de responderle cuando advertí que el tenedor de Guillaume se había quedado parado a mitad de camino entre el plato y su boca. – Sí, la gran redada del Velódromo de Invierno ‑contesté. – ¿Eso no ocurrió en algún lugar fuera de París? ‑continuó Christophe, sin dejar de masticar. Guillaume había soltado el tenedor, sin decir nada. Su mirada parecía clavada en la mía. Tenía los ojos oscuros, y una boca fina y delicada. – Fueron los nazis, creo ‑dijo Hervé sirviéndome más Chardonnay. Ninguno de los dos parecía haber reparado en el gesto tenso de Guillaume‑. Los nazis arrestaron a los judíos durante la Ocupación. – En realidad no fueron los alemanes… ‑empecé. – Fue la policía francesa ‑me interrumpió Guillaume‑. Y ocurrió en pleno París, en un velódromo donde se celebraban carreras ciclistas muy importantes. – ¿En serio? ‑preguntó Hervé‑. Creía que habían sido los nazis, en los suburbios. – Llevo una semana investigándolo ‑comenté‑. Las órdenes eran alemanas, sí, pero la acción la llevó a cabo la policía francesa. ¿No lo estudiasteis en el instituto? – No recuerdo. Creo que no ‑reconoció Christophe. Guillaume seguía mirándome fijamente, como si intentara sacarme algo o me estuviera sondeando. Me sentía perpleja. – Es asombroso ‑dijo Guillaume con una sonrisa irónica‑ la cantidad de franceses que todavía no saben lo que ocurrió. ¿Y los americanos? ¿Tú lo sabías, Julia? Le aguanté la mirada. – No, no lo sabía. Y tampoco me lo enseñaron cuando estudié en Boston, allá por los años setenta, pero ahora sé mucho más, y lo que he averiguado me tiene conmocionada. Hervé y Christophe permanecían en silencio. Parecían perdidos; no sabían qué decir. Fue Guillaume quien por fin habló. – En julio del 95, Jacques Chirac fue el primer presidente que llamó la atención sobre el papel del gobierno francés durante la Ocupación, y en especial sobre esta redada. Su discurso apareció en todos los titulares, ¿lo recordáis? Había leído el discurso de Chirac durante mi investigación. Sin duda, había sido bastante audaz. Pero yo no lo recordaba, a pesar de que debí de oírlo en las noticias seis años atrás. Y era obvio que los chicos (no puedo evitar llamarles así: siempre lo había hecho) no lo habían leído ni recordaban el discurso del presidente. Miraban fijamente a Guillaume, avergonzados. Hervé empezó a fumar un cigarrillo tras otro mientras Christophe se daba golpecitos en la nariz, como hacía siempre que estaba nervioso o se sentía incómodo. Se hizo el silencio. Era una situación extraña en aquel salón. Allí se habían celebrado un sinfín de fiestas alegres y ruidosas, con gente riendo a carcajadas, chistes sin fin, la música a tope, juegos, discursos de cumpleaños, bailes hasta el amanecer a pesar de los furiosos escobazos que daban los vecinos de abajo… Date: 2015-12-13; view: 355; Нарушение авторских прав |