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Capítulo 44





 

En plena noche, abajo, en la bodega, he sentido una presencia cerca de mí y he estado a punto de desvanecerme. Muy asustada, creí que era el intruso y que nadie me oiría gritar nunca. Pensé que había llegado mi última hora. Entonces me debatí con las cerillas para encender la vela.

Con voz temblorosa, dije:

– ¿Quién anda ahí?

Una mano cálida encontró la mía. Para mi gran alivio, era Alexandrine. Había entrado en casa con su antigua llave, había bajado las escaleras en la oscuridad hasta llegar a donde estaba yo. Al fin había deducido que me escondía aquí. Le supliqué que no revelara mi presencia a nadie. Siguió mirándome fijamente a la luz vacilante de la vela. Parecía muy nerviosa.

– Señora Rose, ¿ha estado aquí todo este tiempo?

Le aseguré que me había ayudado Gilbert, mi amigo trapero. Él me compraba todos los días comida, agua y carbón, todo marchaba bien pese al frío glacial que había invadido la ciudad. Balbuceando de emoción, gritó:

– ¡Pero no puede quedarse aquí, señora Rose! ¡Dentro de veinticuatro horas tirarán la casa! Sería una locura quedarse, va a…

Me miró fijamente a los ojos, sus ojos de color caramelo brillaban inteligentes, y yo le mantuve la mirada con tranquilidad. Era como si buscase una respuesta dentro de mí y, sin decir ni una palabra, le di esa respuesta. Se echó a llorar. La abracé y estuvimos así un buen rato, hasta que se apaciguaron sus sollozos aunque solo fuera un poco. Cuando se repuso, simplemente murmuró:

– ¿Por qué?

Me agobió la inmensidad de la pregunta. ¿Cómo podría explicarle? ¿Por dónde empezar? El silencio, frío y crudo, nos envolvió. Tuve la sensación de haber vivido aquí toda mi vida, de que nunca volvería a ver la luz del día. ¿Qué hora era? Poco importaba. La noche se había paralizado. El olor a cerrado de la bodega se había insinuado hasta en el pelo y la ropa de Alexandrine.

Cuando la abracé, sentí que era mi propia hija, que estábamos hechas de la misma carne, de la misma sangre.

Compartíamos el calor y una clase de amor, supongo, un poderoso lazo afectivo me unía a ella. En ese momento me sentí más cerca de ella de lo que he estado con quienquiera que fuese en toda mi vida, incluso de usted. Le podía confiar todas mis cargas, las comprendería. Respiré profundamente. Empecé a decirle que esta casa era toda mi vida, que cada habitación relataba una historia, mi historia, la suya. Desde que usted se marchó, nunca había encontrado un modo de llenar su ausencia. Su enfermedad no debilitó mi amor por usted en absoluto, al contrario.

Nuestra historia de amor estaba escrita en la estructura interna, en la belleza pintoresca de la casa. Era mi lazo con usted para siempre. Si perdía la casa, lo perdería a usted otra vez. Yo creía que esta casa viviría eternamente, que siempre estaría ahí, insensible al paso del tiempo, a las batallas, igual que la iglesia. Pensaba que esta casa le sobreviviría a usted, y también a mí, que algún día otros niños bajarían la escalera corriendo, riendo, que otras jóvenes morenas y delgadas se arrellanarían en el sillón, cerca de la chimenea, otros señores leerían tranquilamente junto a la ventana. Cuando pensaba en el futuro, o me esforzaba en ello, siempre veía la casa, su estabilidad. Año tras año, pensé que conservaría el mismo olor familiar, las mismas fisuras en las paredes, los chirridos de los peldaños, las losas desencajadas de la cocina.

Me equivocaba. La casa estaba condenada. Y yo nunca la abandonaría. Alexandrine me escuchó muy tranquila, sin interrumpirme ni una sola vez. Perdí la noción del tiempo y mi voz continuó susurrando en la penumbra como un extraño faro que nos guiara hacia el día. Pienso que, después de un rato, Alexandrine debió de dormirse, pero yo continué de todas formas.


Cuando abrí los ojos, allí estaba Gilbert, lo oía hurgar en la planta de arriba y nos llegaba el olor a café. Alexandrine se movió y murmuró unas palabras. Le aparté con cuidado el pelo de la cara. Parecía tan joven adormilada de ese modo en mis brazos, con esa piel fresca y sonrosada… Me pregunté por qué ningún hombre habría sabido encontrar el camino hacia su corazón. Me pregunté cómo era su vida, al margen de las flores. ¿Se sentiría sola? Era una criatura tan misteriosa… Cuando se despertó al fin, me di cuenta de que le costaba recordar dónde estaba. No podía creer que hubiera dormido allí conmigo. La llevé arriba, donde Gilbert había preparado café. Alexandrine lo miró e hizo un gesto con la cabeza. Luego, cuando recordó la conversación que habíamos mantenido por la noche, se le endureció el gesto. Me cogió la mano y la apretó fuerte con una expresión implorante, ardiente. No obstante, no cedí. Sacudí la cabeza.

De pronto, se le enrojeció la cara, me agarró de los hombros y empezó a moverme violentamente.

– ¡No puede hacer eso! Señora Rose, ¡no puede hacerlo!

Gritó esas palabras con las mejillas llenas de lágrimas. Intenté tranquilizarla, pero no me escuchaba. Tenía los rasgos deformados, estaba irreconocible. Gilbert dio tal salto que tiró el café por el suelo y la separó de mí sin miramientos.

– Y los que se preocupan por usted, y los que la necesitan, ¿qué? ‑silbó, con el pecho hinchado, forcejeando para soltarse‑. ¿Qué haré yo sin usted, señora Rose? ¿Cómo puede dejarme así? ¿No comprende que su decisión es de un enorme egoísmo? Señora Rose, la necesito; la necesito como las flores necesitan la lluvia. La aprecio tanto…, ¿no se da cuenta?

Su dolor me afectó profundamente. Nunca la había visto en semejante estado. Durante diez años, Alexandrine había encarnado a la mujer dueña de sí misma, llena de autoridad. Sabía hacerse respetar, jamás nadie la había dominado. Y ahí estaba, sollozando, con la cara descompuesta de pena y tendiéndome las manos. Seguía diciendo que cómo podía hacer eso, cómo podía ser tan cruel y tener tan poco corazón, que si no había entendido que era como una madre para ella, que era su única amiga.

Yo la escuchaba, la escuchaba y también lloraba en silencio, sin atreverme a mirarla. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas.

– Podría venir a vivir conmigo ‑gimió, agotada‑. Yo la cuidaría y siempre estaría con usted para protegerla; sabe que lo haría, señora Rose. Nunca más estaría sola.


La voz grave de Gilbert gruñó y nos sobresaltó a las dos.

– Señorita, ya basta ‑soltó.

Alexandrine se volvió hacia él, furiosa. Gilbert la miró de arriba abajo, divertido, atusándose la barba negra.

– Yo cuido a la señora Rose, no está sola.

Alexandrine movió la cabeza hacia atrás con desprecio. Me hizo feliz ver que había recuperado algo de energía.

– ¿Usted? ‑se burló.

– Sí, yo ‑respondió Gilbert, incorporándose todo lo alto que era.

– Pero en definitiva, señor, estará de acuerdo en que el plan de la señora Rose de quedarse dentro de la casa es una locura.

Gilbert se encogió de hombros, como hacía siempre.

– Eso le corresponde decidirlo a la señora Rose, solo a ella.

– Si es eso lo que piensa, señor, entonces creo que no compartimos los mismos sentimientos hacia la señora Rose.

Gilbert la sujetó del brazo, dominándola con aire amenazante.

– ¿Qué sabrá usted de sentimientos? ‑escupió‑. La señorita que siempre ha dormido en una cama limpia, que nunca ha pasado hambre, una señorita como Dios manda, con la graciosa nariz pegada a sus pétalos de flores. ¿Qué sabe usted del amor, del sufrimiento y de la pena? ¿Qué sabe de la vida y de la muerte? Dígamelo.

– Ay, suélteme ‑gimió, liberándose de la mano que la atenazaba.

Alexandrine recorrió la cocina vacía y nos dio la espalda.

Hubo un largo silencio; yo los miraba a uno y otro, a aquellas dos extrañas criaturas que habían ocupado un lugar tan importante en mi vida. No sabía nada de sus pasados, de sus secretos, y, sin embargo, me resultaban curiosamente parecidos en la soledad, en la actitud, en la vestimenta: altos, delgados, vestidos de negro, el rostro pálido, el pelo negro y enmarañado, el mismo brillo furioso en la mirada, las mismas heridas ocultas. ¿Por qué cojeaba Gilbert? ¿Por qué Alexandrine estaba sola? ¿Por qué nunca hablaba de ella? Probablemente, jamás lo sabría.

Les tendí la mano a los dos. Sus palmas estaban frías y secas en las mías.

– Se lo ruego, no discutan ‑dije, pausadamente‑. Los dos son muy importantes para mí en estos últimos momentos.

Ambos asintieron con la cabeza sin decir ni una palabra, apartando sus ojos de los míos.

Entretanto, había despuntado un día de una blancura difusa y un frío cortante. Gilbert me cogió por sorpresa cuando me tendió el abrigo y el gorro de piel que llevé puestos la noche que fuimos a ver el barrio.


– Póngase esto, señora Rose. Y usted, señorita, vaya a buscar su abrigo. Abríguese.

– ¿Adónde vamos? ‑pregunté.

– Aquí cerca. No tardaremos más de una hora. Hay que darse prisa. Confíe en mí. Le gustará. A usted también, señorita.

Alexandrine obedeció dócilmente. Creo que estaba demasiado cansada y triste para resistirse.

Fuera, el sol brillaba como una curiosa joya, colgado aún bajo en el cielo, casi blanco. Hacía tanto frío que sentía cómo me cortaba los pulmones con cada respiración. Mantuve la mirada baja, porque no soportaba ver otra vez la calle Childebert medio destruida. Cojeando, Gilbert nos hizo subir la calle Bonaparte apresuradamente. Estaba desierta. No vi un alma, ni siquiera un coche de punto. La luz blanquecina, el aire glacial parecía haber sofocado la vida. ¿Adónde nos llevaría? Continuamos nuestra carrera, yo sujeta del brazo de Alexandrine, que temblaba de la cabeza a los pies.

Llegamos a la orilla del río, donde asistimos a un espectáculo que nos dejó perplejas. ¿Recuerda aquel invierno implacable, justo antes de que naciera Violette, cuando fuimos a un lugar, entre el Pont des Arts y el Pont‑Neuf, a ver pasar enormes bloques de hielo? En esta ocasión, el frío era tan espantoso que estaba helado todo el río. Gilbert nos llevó hasta los muelles, donde dos chalanas, atrapadas por el hielo, permanecían inmóviles. Yo titubeé, di un paso atrás, pero Gilbert me repitió que confiara en él. Lo cual hice.

Una costra gris, espesa y desigual cubría el río. Hasta donde alcanzaba la vista, en dirección hacia la isla de la Cité, la gente caminaba sobre el Sena. Un perro hacía cabriolas enloquecido, saltaba, ladraba y, de vez en cuando, se resbalaba. Gilbert me indicó que tuviera mucho cuidado. Alexandrine corría por delante, exaltada, y lanzaba gritos agudos como un niño. Llegamos al medio del río. Podía adivinar las aguas oscuras que se arremolinaban debajo del hielo. De vez en cuando, resonaba un crujido enorme que me horrorizaba. Gilbert volvió a decirme que no tuviese miedo. Me aseguró que era tal el frío que como poco habría un metro de hielo.

Cuánto le eché de menos en ese momento, Armand. Cualquiera creería que estaba en otro mundo. Veía a Alexandrine saltando con el perrito negro.

El sol subió lentamente, igual de pálido, y cada vez más parisienses acudían a las orillas del río. Los minutos parecían paralizados, a imagen de la capa de hielo bajo mis pies. El clamor de las voces y de las risas, el viento helado, cortante, el grito de las gaviotas en el aire.

Me rodeaba el brazo reconfortante de Gilbert y supe que había llegado mi hora. El fin estaba cerca y la decisión solo dependía de mí. Aún podía dar marcha atrás y abandonar la casa. Sin embargo, no tenía miedo. Gilbert me observó mientras yo guardaba silencio junto a él y sentí que leía mis pensamientos.

Recuerdo la última comida que el señor Helder nos ofreció en su restaurante de la calle Erfurth. Fueron todos los vecinos. Sí, estábamos todos: los señores Barou, Alexandrine, el señor Zamaretti, el doctor Nonant, el señor Jubert, la señora Godfin, la señorita Vazembert, la señora Paccard, el señor Horace, el señor Bougrelle y el señor Monthier. Nos sentamos a esas mesas largas que tanto le gustaban a usted, bajo los listeles con remates de bronce, cerca de la pared amarillenta por el humo. Las ventanas con cortinas de encaje se abrían a la calle Childebert y a una parte de la calle Erfurth. Comíamos muy a menudo allí. Usted tenía debilidad por el guiso de cerdo con lentejas, yo por el lomo bajo. Estaba sentada entre la señora Barou y Alexandrine y, sencillamente, no podía aceptar que en pocas semanas, en pocos meses, todo aquello habría desaparecido. Fue una comida solemne y más bien silenciosa. Incluso las bromas del señor Horace no parecían graciosas. Cuando tomábamos el postre, el señor Helder vio a Gilbert cojeando en la calle; sabía que éramos amigos, abrió la puerta y lo invitó a entrar con tono huraño. La presencia de un trapero harapiento no parecía molestar a nadie. Gilbert se sentó, inclinando la cabeza respetuosamente a cada invitado y, pese a todo, consiguió comer el merengue con cierta distinción. Sus ojos chispeando de alegría se cruzaron con los míos. ¡Ay!, no me cabe duda de que, en otra época, fue un chico seductor. Cuando terminamos de comer, mientras tomábamos café, el señor Helder soltó un discurso torpe. Quería darnos las gracias por haber sido sus clientes. Se marchaba a Corréze, allí pensaba abrir un nuevo restaurante, con su mujer, cerca de Brive‑la‑Gaillarde, donde vivía su familia política. No querían quedarse en una ciudad que padecía una modernización tan radical y que, en su opinión, estaba perdiendo el alma. París se había convertido en otro París, se quejaba, y mientras le quedaran energías, prefería irse a otro sitio e iniciar una nueva vida.

Al final de aquella triste última comida en Chez Paulette, me vi en la calle con Gilbert a mi lado. Su presencia era reconfortante. Todo el vecindario había empezado a hacer el equipaje y a mudarse. Había carros y coches de punto aparcados delante de todas las casas. Los mozos de la mudanza pasarían a por mis muebles a principios de la semana siguiente. Gilbert me preguntó adonde pensaba ir. Hasta ese momento, la respuesta a esa pregunta había sido invariable: «A casa de mi hija Violette, cerca de Tours». Sin embargo, curiosamente, sentí que con ese hombre podía mostrarme tal y como era. No necesitaba mentir.

De manera que, queridísimo, ese día le declaré:

– No me voy. Jamás abandonaré mi casa.

Pareció que comprendía lo que implicaba esa decisión perfectamente. Asintió con la cabeza sin querer saber más. Lo único que añadió fue:

– Señora Rose, yo estoy aquí para ayudarla. La ayudaré por todos los medios.

Levanté la mirada hacia él y escudriñé su gesto.

– ¿Y por qué?

Se contuvo unos instantes, se acarició la barba larga y enmarañada con unos dedos largos y finos.

– Señora Rose, es una persona rara y preciosa. Estos últimos años siempre me ha apoyado. La vida ha sido dura: perdí a los que más quería, todos mis bienes y mi casa. Incluso dejé de esperar. Pero cuando estoy con usted, tengo la sensación de que aún queda una chispa de esperanza, hasta en este mundo moderno que no entiendo.

Sin lugar a dudas, fue la frase más larga que pronunció en mi presencia. Me conmovió, puede imaginarlo, y me esforcé para encontrar las palabras adecuadas, que no me vinieron. Me limité a darle un golpecito en el brazo. Él asintió con una sonrisa. En sus ojos disputaban la alegría y la tristeza. Quería preguntarle por las personas que había querido tanto; sin embargo, entre él y yo lo único que contaba era la comprensión y el respeto. No necesitábamos ni preguntas ni respuestas.

Ya sabía que había encontrado a la única persona que no me la jugaría, la que jamás iría en contra de mi voluntad.

 







Date: 2015-12-13; view: 392; Нарушение авторских прав



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