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Capítulo 48





 

E1 niño era un bebé aún. No sabía andar. Estábamos en los jardines de Luxemburgo con la niñera, cerca de la fuente Médicis. Era un bonito día ventoso de primavera, el jardín rebosaba de pájaros y flores. Muchas madres habían llevado allí a sus hijos. Usted no estaba, de eso estoy segura. Yo llevaba puesto un bonito sombrero, pero el lazo azul se deshacía continuamente, bailaba a mi espalda con el viento. ¡Ay, cómo reía Baptiste!

Cuando un golpe de viento se llevó el sombrero volando, el niño explotó de alegría, sus labios dibujaron una amplia sonrisa. Su cara adquirió una expresión fugaz, con la boca deformada en un rictus que yo había visto antes y que no podía quitarme de la cabeza. Un rictus repugnante. Fue una visión horrorosa que me traspasó como una daga. Me llevé la mano al pecho y ahogué un grito. Preocupada, la niñera me preguntó si me encontraba bien. Me repuse. Había perdido el sombrero, que daba saltos por el camino polvoriento como un animal salvaje. Baptiste lloriqueó y lo señaló con el dedo. Conseguí recuperar la compostura y fui a cogerlo titubeante. Durante el trayecto, el corazón se me salía del pecho.

Aquella sonrisa, aquel rictus… Tenía ganas de vomitar la comida en ese instante, lo cual hice. No sé cómo logré regresar a casa. La joven me ayudó. Recuerdo que una vez en casa, subí directamente a nuestra habitación y pasé el resto del día en la cama, con las cortinas echadas.

Tiempo después, mucho tiempo después, tuve la sensación de estar encerrada en una celda sin ventanas ni puerta. Un lugar oscuro, opresor. Durante horas, intenté encontrar una salida: convencida de que estaba oculta en alguna parte debajo de los motivos del papel pintado, pasaba las palmas de las manos y los dedos por las paredes, en busca del marco de la puerta, desesperada. No era un sueño. La imagen me llenaba la mente, se mantenía mientras me ocupaba de las tareas diarias, me ocupaba de mis hijos, de mi casa, de usted. Desde entonces y para siempre esa celda me sofocaba mentalmente. A veces, tenía que refugiarme en el cuartito de estar contiguo a nuestra habitación para tranquilizarme.

Nunca volví a poner un pie en el preciso lugar en que se cometió el acto, a unos cuantos pasos de donde mamá Odette dio su último suspiro. Necesité meses, años para borrar de mi memoria lo que ocurrió, para que se atenuara el horror. Día tras día, cada vez que rodeaba el lugar sobre la alfombra, aparecía el recuerdo que evitaba. Lo ocultaba, lo borraba como se habría hecho con una mancha. Hasta que un buen día cambiamos la alfombra. ¿Cómo lo aguanté? ¿Cómo pude enfrentarme a aquello? Lo conseguí, eso es todo. Me erguí como un soldado antes de la batalla. El radiante amor que sentía por mi hijo y por usted triunfó frente a la monstruosa verdad.

Aún hoy, amor mío, no puedo escribir las palabras, no puedo formular las frases que expresan esa verdad. No obstante, la culpabilidad siempre ha pesado sobre mí. ¿Entiende ahora por qué, cuando murió Baptiste, estaba convencida de que el Señor me castigaba por mis pecados?

Después de la muerte de nuestro hijo, quise volcarme en Violette. Era mi única hija. Sin embargo, ella jamás me dejó quererla. Altanera, distante, un poco desdeñosa, creo que pensaba que yo valía menos que usted. Ahora, con la distancia que propicia la edad, me doy cuenta de que quizá haya sufrido porque yo prefería a su hermano. Ahora entiendo que, como madre, esa fue mi mayor falta: querer a Baptiste más que a Violette y demostrarlo. Qué injusto debió de parecerle. Siempre le daba al niño la manzana más brillante, la pera más dulce; el sillón a la sombra era para él, y la cama más mullida y el mejor sitio en el teatro y el paraguas si llovía. ¿Se aprovecharía Baptiste de esas ventajas? ¿Se burlaría de su hermana? Quizá lo hiciera a nuestras espaldas. Tal vez el niño acentuó la sensación de Violette de ser menos querida.


Me esfuerzo por pensar en todo esto con tranquilidad. Mi amor por Baptiste fue la fuerza más poderosa de mi vida. ¿Estaría usted convencido de que solo podía quererlo a él? ¿Se sentiría usted rechazado? Recuerdo que, un día, me dijo que estaba obsesionada con nuestro hijo. Lo estaba. Y cuando la repugnante realidad me estalló en la cara, aún lo quise más. Habría podido odiarlo, habría podido rechazarlo, pero no, mi amor se hizo más fuerte, como si debiera protegerlo desesperadamente de su terrorífico origen.

Tras su muerte, no pude deshacerme de sus cosas. Durante años, su habitación fue una especie de altar, un templo al amor que yo profesaba a mi niño adorado. Allí me quedaba sentada en un estado casi de estupor y lloraba. Usted era amable y atento, pero no me entendía. ¿Cómo podría? Violette, que se convertía en una joven, despreciaba mi pena. Sí, yo tenía la sensación de haber recibido un castigo. Sí, me quitaron a mi príncipe dorado porque había pecado y no había sido capaz de prevenir la agresión. Porque había sido culpa mía.

Solo ahora, Armand, cuando oigo acercarse al equipo de demolición por la calle, sus voces altas, las risas groseras, su beligerancia atizada por esa repugnante misión, me parece que va a repetirse la agresión de la que fui víctima. En esta ocasión, dese cuenta, no es el señor Vincent quien me someterá a su voluntad, utilizando su virilidad como un arma, no, es una serpiente colosal de piedra y cemento la que va a reducir a la nada nuestra casa, la que me lanzará al olvido. Y detrás de ese horrible reptil de piedras se erige quien lo comanda. Mi enemigo, ese hombre barbudo, el hombre de la casa. Él.

 







Date: 2015-12-13; view: 360; Нарушение авторских прав



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