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Capítulo 40
Sens, 23 de octubre de 1868 Mi queridísima señora Rose: Jamás le agradeceré lo bastante su inestimable apoyo. Usted es la única persona en el mundo que de verdad comprende el trastorno y la desesperación que sufrí cuando tuve que aceptar que destruirían mi hotel. El hotel era como una parte de mí. Me he entregado en cuerpo y alma a ese edificio, igual que lo hizo mi muy amado esposo cuando aún estaba en este mundo. Recuerdo la primera vez que puse los ojos en el hotel. No era sino una forma oscura y triste escondida cerca de la iglesia. Hacía años que nadie había vivido allí, estaba infestado de ratones y apestaba a humedad. Gastón, mi marido, vio de inmediato lo que podríamos hacer con él. Tenía buen ojo, como se dice. En ocasiones, las casas son tímidas, no desvelan fácilmente su personalidad. Hizo falta que pasara tiempo para que considerásemos esa casa como la nuestra, y todos los momentos que pasé entre sus paredes fueron de alegría. Desde el principio supe que quería un hotel. Sabía el trabajo sin descanso que esa actividad exigía; sin embargo, eso no me disuadió, tampoco a Gastón. Cuando por primera vez colgaron el letrero en el balcón de la primera planta, me extasié de felicidad y de orgullo. Usted bien lo sabe, el hotel exhibía casi siempre el cartel de completo. Era el único establecimiento aceptable del barrio y, una vez se desató el boca a boca, jamás nos han faltado los clientes. Señora Rose, cuánto echo de menos a mis clientes, su parloteo, su fidelidad, sus caprichos. Incluso a los más excéntricos. Incluso a esos señores respetables que llevaban a señoritas jóvenes para unos rápidos revolcones mientras yo hacía la vista gorda. ¿Recuerda a los señores Roche, que venían todos los meses de junio para su aniversario de boda? ¿Y a la señorita Brunerie, aquella solterona que siempre reservaba la habitación de la última planta, la que daba al tejado de la iglesia? Decía que así se sentía más cerca de Dios. A veces, me sorprende que un lugar tan protector pueda ser borrado de la superficie terrestre con tanta facilidad. Decidí marcharme antes de que demolieran la calle Childebert. Ahora le escribo desde la casa de mi hermana, en Sens, donde me esfuerzo por abrir una pensión familiar, sin demasiado éxito. No he olvidado cómo luchamos, sobre todo usted, el doctor Nonant y yo. El resto de los habitantes de la calle parece que aceptaron su suerte sin mayor dificultad. Quizá tuvieran menos que perder. Tal vez estaban impacientes por comenzar una nueva vida en otra parte. De vez en cuando me pregunto qué habrá sido de ellos. Sé que, probablemente, no volveremos a ver nunca a nuestros vecinos. Qué idea tan curiosa, nosotros que nos saludábamos unos a otros todas las mañanas de nuestras vidas. Todos esos rostros familiares, los edificios, las tiendas. El señor Jubert reprendiendo a su equipo; el señor Horace con la nariz ya colorada a las nueve de la mañana; la señora Godfin y la señorita Vazembert en el trabajo, discutiendo como dos gallinas; el señor Bougrelle parloteando con el señor Zamaretti; y el rico y maravilloso olor a chocolate que nos llegaba de la tienda del señor Monthier. He vivido tantos años en la calle Childebert, cuarenta, quizá, no, cuarenta y cinco, que no puedo admitir que ya no exista. Me niego aponer los ojos en el bulevar moderno que se la ha tragado. ¿Ha decidido instalarse en casa de su hija, señora Rose? Se lo ruego, deme noticias de vez en cuando. Si tuviera ganas de venir a verme a Sens, hágamelo saber. Es una ciudad muy agradable. Un bienvenido reposo tras el trabajo, el polvo y el ruido sin fin de París. Mis clientes siguen escribiéndome para decirme cuánto echan de menos el hotel, lo que me supone un gran consuelo. Sabe cómo los mimaba. Las habitaciones estaban impecables, decoradas con sencillez y buen gusto, y la señorita Alexandrine nos llevaba flores frescas todos los días, por no mencionar los bombones del señor Monthier. Cuánto añoro estar en la recepción recibiendo a los clientes. ¡Y qué clientela internacional! Creí que perdería la cabeza ante la idea de cerrar en plena Exposición Universal. ¡Qué espanto tener que aceptar la destrucción de tantos años de trabajo! Me acuerdo de usted, señora Rose, a menudo: de su gracia y amabilidad con nuestro vecindario; de su gran valor cuando murió su esposo. El señor Bazelet era un auténtico caballero. Sé que no habría podido soportar que destruyeran su querida casa. Aún les veo a los dos caminando por la calle, antes de que la enfermedad lo debilitara. ¡Qué pareja tan encantadora! Y, ¡ay, Señor misericordioso!, me acuerdo del niño. Señora Rose, nadie lo olvidará jamás. Dios lo bendiga y a usted también. Espero que se sienta feliz con su hija. Quizá esta prueba las una al fin. Reciba toda mi amistad y mis oraciones, y espero que volvamos a vernos. Micheline Paccard
Date: 2015-12-13; view: 337; Нарушение авторских прав |