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Capítulo 46





 

Nunca supe su nombre completo, todo el mundo lo llamaba señor Vincent a secas, y no estoy segura de si se trataba de su nombre o de su apellido. Seguro que no se acuerda de él, para usted resultaba insignificante. Cuando aquello ocurrió, yo tenía treinta años, mamá Odette había muerto hacía tres y Violette casi había cumplido los ocho.

Lo vi por primera vez una mañana, cerca de la fuente, cuando daba un paseo con nuestra hija. Estaba sentado con un grupo de hombres a los que no conocía. Me fijé en él solo porque me miraba. Un tipo fuerte, pecoso, con el pelo rubio muy corto y la mandíbula cuadrada. Era más joven que yo y le gustaba mirar a las mujeres, no tardé mucho en darme cuenta. Tenía algo de vulgar, quizá en la ropa o en la forma de comportarse.

Desde el principio me pareció desagradable: tenía una expresión cínica, una sonrisa artificial que le desfiguraba la cara.

– Huy, ese es un mujeriego ‑me había cuchicheado la señora Chanteloup con disimulo.

– ¿Quién? ‑le pregunté para asegurarme.

– Ese joven, el señor Vincent. El nuevo que ha empezado a trabajar con el señor Jubert.

En cuanto ponía un pie en la calle, para ir al mercado, llevar a la niña a clase de piano o ir a la tumba de mamá Odette, ahí estaba él, merodeando en la puerta de la imprenta, como si estuviera esperando algo. Estoy segura de que me acechaba como un depredador, lo que me irritaba. Nunca me sentía cómoda en su presencia. Sus ojos brillantes tenían esa manera de clavarse en los míos.

¿Qué pretendía ese joven? ¿Por qué me aguardaba todas las mañanas? ¿Qué esperaba? Al principio, me molestaba tanto que huía. Cuando veía la sombra de su silueta delante del edificio, me marchaba corriendo, con la cabeza gacha, como si tuviera algo urgente que solucionar. Incluso recuerdo haberle comentado a usted lo mucho que me importunaba ese joven. Usted se rio. Le parecía halagador que aquel joven cortejase a su mujer. «Eso quiere decir que mi Rose sigue siendo joven y hermosa», me dijo, al tiempo que me daba un tierno beso en la frente. Eso no me hizo demasiada gracia. ¿No podía haberse mostrado un poco más posesivo? Me habría gustado un respingo de celos. El señor Vincent cambió de actitud cuando comprendió que no tenía ninguna intención de dirigirle la palabra. De pronto se mostró muy educado, casi deferente. Corría a ayudarme si llevaba los recados o si bajaba de un coche de punto. Se volvió de lo más agradable.

Poco a poco se disipó mi desconfianza. Su encanto surtió efecto de manera lenta pero segura. Me acostumbré a su amabilidad, a los saludos, incluso empecé a solicitarlos. ¡Ay, querido, qué frívolas somos las mujeres! ¡Qué idiotez! Ahí estaba yo, disfrutando como una tonta de las constantes atenciones de ese joven. Que un día no andaba por allí, pues me preguntaba dónde estaría. Y cuando lo veía, me ponía roja como un tomate. Sí, sabía cómo actuar con las mujeres y yo tendría que haber estado sobre aviso.

El día que aquello ocurrió, usted estaba de viaje. De algún modo, él se enteró. Usted había ido a visitar una propiedad fuera de la ciudad, con el notario, y no regresaría hasta el día siguiente. Germaine y Mariette aún no trabajaban para nosotros. Solía venir una joven, pero cuando se marchaba al final del día me quedaba sola con Violette.

Aquella noche, llamó a la puerta cuando acababa de cenar sola. Miré abajo, a la calle Childebert, con la servilleta en los labios, y lo vi allí de pie, con el sombrero en las manos. Me aparté de la ventana. ¿Qué diantre querría? Por muy encantador que se hubiera mostrado la última temporada, no bajaría a abrirle. Al fin se fue y creí estar segura. Sin embargo, alrededor de una hora más tarde, oí de nuevo llamar a la puerta. Estaba a punto de acostarme. Llevaba puesto un camisón azul y la bata. Nuestra hija dormía en la planta de arriba. La casa estaba en silencio, sumergida en la oscuridad. Bajé, no abrí pero pregunté quién estaba ahí.


– Soy yo, el señor Vincent, solo quiero hablar con usted, señora Rose, un minuto nada más. Por favor, ábrame.

Tenía la voz teñida de dulzura. Esa misma voz amable que había utilizado las semanas anteriores. Me engañó y le abrí.

Se abalanzó dentro, demasiado deprisa. Le apestaba el aliento a alcohol. Me miró como un animal salvaje mira a su presa, con los ojos brillantes. Un miedo helado se me metió hasta los huesos. Comprendí que había cometido un terrible error al dejarlo entrar. No perdió el tiempo hablando. Se abalanzó sobre mí con las manos plagadas de pecas, un gesto repugnante, ávido, y me apretó cruelmente los brazos con los dedos y el aliento ardiendo en la cara. Conseguí liberarme sollozando, logré subir las escaleras de cuatro en cuatro, un grito mudo me desgarró la garganta. Pero él era demasiado rápido. Me agarró del cuello cuando entraba en el salón, y rodamos por la alfombra; tenía sus inmundas manos en mi pecho y pasó su boca húmeda sobre la mía.

Intenté hacerlo entrar en razón, intenté decirle que aquello estaba mal, terriblemente mal, que mi hija dormía en una habitación de la planta de arriba, que usted llegaría en cualquier momento, que no podía hacer eso. No podía hacerlo.

Se burlaba. No escuchaba, le importaba muy poco. Me dominó, me aplastó contra el suelo. Me dio miedo que me rompiera los huesos con su peso. Quiero que entienda que no había nada que yo pudiera hacer. Nada.

Me defendí, luché lo más furiosamente posible. Le tiré del pelo grasoso, me retorcí, lancé patadas, le mordí, le escupí. Pero no me atrevía a gritar, porque mi hija estaba justo encima y no podía soportar la idea de verla bajar por las escaleras y que asistiera a todo aquello. Por encima de todo, quería protegerla.

Cuando comprendí que era inútil luchar, me quedé completamente quieta, como una estatua. Lloré. Lloré todo el rato, querido mío. Lloré en silencio. Él consiguió su objetivo. Me encerré en mí misma, a distancia de ese abominable instante. Recuerdo haber contemplado el techo y las ínfimas fisuras, haber esperado que cesara aquel suplicio. Podía percibir el olor polvoriento de la alfombra, y el espantoso olor, el hedor de un extraño en mi casa, en mi cuerpo. Todo pasó muy rápido, en apenas unos minutos; sin embargo, a mí me pareció que había durado un siglo. Un rictus obsceno le deformaba la cara, la boca muy abierta, las comisuras fruncidas hacia arriba. Jamás olvidaré esa monstruosa sonrisa, el brillo de sus dientes, su lengua colgando.


Se marchó sin decir ni una palabra, con una sonrisa despectiva. Luego me levanté y casi a rastras fui a nuestra habitación. Eché agua para lavarme. El agua helada me hizo pestañear. Tenía el cuerpo magullado, completamente dolorido. Me hubiera gustado acurrucarme en un rincón y gritar. Creí enloquecer. Me sentía sucia, contaminada.

La casa no era segura, alguien había entrado. Alguien la había violado. Casi podía sentir las paredes temblando. Solo había necesitado unos cuantos minutos, pero el crimen atroz se había cumplido, se había infligido la herida.

Sus ojos brillantes, sus manos ávidas. Esa noche fue cuando empezó a obsesionarme la pesadilla. Me levanté y fui a ver a nuestra hija. Seguía durmiendo, calentita y dormida. Juré que jamás hablaría de eso a nadie. Ni siquiera al padre Levasque en confesión. Ni siquiera podía evocarlo en mis más íntimas oraciones.

Por otra parte, ¿a quién habría podido hacer esa confidencia? No tenía mucha relación con mi madre, ni una hermana. Mi hija era demasiado pequeña. Y no podía decidirme a contárselo a usted. ¿Qué habría hecho? ¿Cómo habría reaccionado? Revivía la escena en mi cabeza una y otra vez. ¿Lo habría incitado yo? ¿No había permitido que me cortejase imprudentemente? ¿Sería culpa mía? ¿Cómo podía haberle abierto la puerta vestida solo con un camisón? Mi actitud no había sido decente. ¿Cómo había podido dejarme engañar por el tono de su voz detrás de la puerta?

Y si se lo hubiera contado, ¿no le habría humillado profundamente ese espantoso suceso? ¿Habría creído que tenía un lío con él, que era su amante? No podía soportar semejante vergüenza. No podía ni imaginar su reacción. No podía soportar los cotilleos, las chácharas, caminar por la calle Childebert o la calle Erfurth, con todos los ojos clavados en mí, las sonrisas de complicidad, los codazos, los susurros.

Nadie lo sabría. Nunca jamás lo sabría nadie.

A la mañana siguiente, ahí estaba, fumando en el escaparate de la imprenta. Temí no tener fuerzas para salir a la calle. Durante un rato, estuve ahí parada, fingía buscar las llaves en mi bolso. Luego conseguí dar unos cuantos pasos hasta la calle. Levanté la mirada, estaba frente a mí. Un largo arañazo le cortaba la cara. Me miró directa, abiertamente, con algo de fanfarrón en la postura. Deslizó despacio la lengua por el labio inferior. Yo enrojecí y aparté la mirada.


En ese instante lo odié. Ardía en deseos de arrancarle los ojos. ¿Cuántos hombres como ese hacen estragos impunemente por las calles? ¿Cuántas mujeres sufren en silencio porque se sienten culpables, porque tienen miedo? Esos hombres hacen del silencio su ley. Sabía que nunca lo denunciaría, que nunca se lo diría a usted. Y estaba en lo cierto.

Dondequiera que ahora esté, no lo he olvidado. Han pasado treinta años, nunca más lo he vuelto a ver y, sin embargo, lo reconocería inmediatamente. Me pregunto qué habrá sido de él, en qué viejo se habrá convertido. ¿Sospechará hasta qué punto ha trastornado mi vida?

Cuando regresó usted al día siguiente, ¿recuerda cómo lo abracé, cómo lo besé? Me agarré a usted como si mi vida dependiera de ello. Aquella noche me hizo el amor y tuve la sensación de que esa era la única manera de borrar el paso de aquel otro hombre.

Poco después, el señor Vincent desapareció del barrio; no obstante, desde entonces no he vuelto a dormir a pierna suelta.

 







Date: 2015-12-13; view: 360; Нарушение авторских прав



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