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Capítulo 42





 

Esta mañana se han reanudado los ruidos. Ahora ya no debería tardar mucho. No tengo demasiado tiempo por delante, también yo reanudaré mi relato. Me faltan tantas cosas que decirle… Hace seis meses, la señora Paccard, el doctor Nonant y yo decidimos ir al ayuntamiento para protestar contra la destrucción de nuestra calle. De las muchas cartas que enviamos, solo recibimos respuestas de funcionarios que, como puede figurarse, se limitaron a repetir que la decisión era irrevocable, pero que podía negociarse la cantidad de dinero que se nos concedía. Ahora bien, a nosotros no nos interesaba el dinero, solo queríamos conservar nuestras paredes.

Así pues, imagínenos aquel día de junio, completamente decididos. La señora Paccard con el moño tembloroso, el doctor Nonant con la cara seria y las patillas, y a su Rose con su abrigo más bonito, el de seda color burdeos, y un sombrero con velo. Cruzamos el río una mañana calurosa y límpida; como siempre, me impresionó el imponente edificio de estilo renacentista que nos esperaba al otro lado del puente. Los nervios me hacían un nudo en el estómago y la cabeza casi me daba vueltas cuando nos acercábamos a la inmensa fachada de piedra. ¿No éramos unos insensatos al creer que nos recibiría el hombre en persona, aunque solo fuera un instante? Me aliviaba no estar sola, tener a mis dos compañeros junto a mí. Parecían mucho más seguros que yo.

En el enorme vestíbulo, me fijé en una fuente que canturreaba debajo de las curvas de una escalera muy ancha. La gente, en grupitos, iba y venía por aquella sala gigantesca, impresionada por los ornamentos del techo y la grandeza del lugar. De modo que allí era donde vivía y trabajaba ese hombre, al que prefiero no nombrar. El y su familia (su esposa Octavie, que se parece a una musaraña y a la que, según se dice, le repugnan los acontecimientos sociales, y sus dos hijas, Henriette y Valentine, sonrosadas, de formas generosas y cabellos dorados, arregladas como unas vacas de concurso) dormían bajo ese techo monumental, en algún lugar dentro de los recovecos laberínticos de ese grandioso edificio.

Gracias a los periódicos, sabíamos todo sobre las fiestas suntuosas, llenas de dispendio, que se celebraban allí, con una pompa digna del mismísimo Rey Sol. La baronesa de Vresse había asistido a la fiesta organizada en honor del zar y el rey de Prusia un año antes, con tres orquestas y un millar de invitados. La baronesa también había acudido a la recepción en honor de Francisco José de Austria, que tuvo lugar el pasado mes de octubre, en la que trescientos lacayos sirvieron a los cuatrocientos invitados. Me describió la cena de siete platos, la abundancia de flores, la cristalería y la porcelana fina, los cincuenta candelabros gigantes. La emperatriz llevaba un vestido de tafetán bordado con rubíes y diamantes. (Alexandrine se quedó con la boca abierta mientras yo me encerraba en un silencio de tumba). Todos los parisienses habían oído hablar de la bodega de vinos del prefecto, la más hermosa de la ciudad. Todos sabían que si se pasaba por la calle Rivoli a primera hora de la mañana, podía verse una lámpara encendida en una ventana del ayuntamiento, la del prefecto, que se esforzaba con la única ambición de desplegar su ejército de picos por nuestra ciudad.

No teníamos cita con un interlocutor en concreto y nos enviaron a la Oficina de Bienes Inmuebles y Expropiaciones, en la primera planta. Allí nos recibió el desalentador espectáculo de una larga fila de espera y nos pusimos a la cola. Yo me pregunté quiénes serían todas esas personas y qué querrían reclamar. La señora que estaba junto a mí era de mi edad, tenía una cara cansada y la ropa hecha harapos, pero en los dedos llevaba unos finos y preciosos anillos. A su lado había un hombre barbudo, de aspecto firme e impaciente, que daba golpecitos con el pie y miraba el reloj cada diez minutos. También había una familia, dos padres jóvenes, muy decentes, con un bebé nervioso y una niña cansada.


Todo el mundo esperaba. De vez en cuando se abría una puerta y salía un funcionario para apuntar los nombres de los recién llegados. Tuve la sensación de que aquello duraría eternamente. Cuando, al fin, nos tocó el turno, no se nos autorizó a pasar juntos, sino de uno en uno. ¡Así no era de extrañar que aquello llevara tanto tiempo! Dejamos que pasara primero la señora Paccard.

Se desgranaron los minutos. Cuando salió al fin, tenía la cara como hundida. Murmuró algo que no entendí y se desplomó en una silla, con la cabeza entre las manos. El doctor Nonant y yo la miramos con preocupación. Me invadió el nerviosismo un poco más. Dejé que el doctor entrara antes que yo, porque necesitaba desentumecer las piernas. En aquella sala reinaba un ambiente sofocante y húmedo, donde se desbordaban los olores y el miedo de los demás.

Salí a un pasillo enorme y anduve de arriba abajo. El ayuntamiento parecía un hormiguero, bullía de actividad. Todo sucedía allí, ¿lo entiende? Allí había nacido la lenta destrucción de nuestra ciudad. Todos aquellos hombres atareados, que pasaban apresurados de aquí para allá, con papeles e informes en las manos, tenían relación con las obras. ¿Cuál de ellos habría decidido que el bulevar pasara justo al lado de la iglesia?, ¿quién habría dibujado el plano, habría trazado la primera línea fatal?

Todos habíamos leído artículos sobre el formidable equipo del prefecto y conocíamos sus caras, a cada uno le correspondió su porción de fama. Lo mejor de la élite intelectual de nuestro país, los ingenieros más brillantes con las titulaciones de mayor prestigio, del Politécnico, de Caminos, Canales y Puertos. El señor Victor Baltard, «el hombre de hierro», padre del gigantesco mercado del que ya le he hablado. El señor Jean‑Charles Alphand, «el jardinero», famoso por haber regalado unos pulmones nuevos a nuestra ciudad. El señor Eugéne Belgrado, «el hombre del agua», obsesionado con el alcantarillado. El señor Gabriel Davioud concibió los dos teatros de la plaza Chátelet, aunque también la desafortunada fuente, de excesivas dimensiones, de Saint‑ Michel. Cada uno de esos señores había desempeñado una función grandiosa, a todos les había salpicado la gloria.

Y, por supuesto, el emperador vigilaba todo desde los remansos dorados de sus palacios, lejos de los escombros, del polvo y de la tragedia.

Cuando me llamaron al fin, me vi sentada frente a un joven encantador que habría podido ser mi nieto. Tenía el pelo largo y ondulado, del que parecía estar muy orgulloso, llevaba un traje negro inmaculado a la última moda y unos zapatos resplandecientes. Tenía la cara lisa y una tez tan delicada como la de una jovencita. Sobre la mesa se amontonaban pilas de expedientes y carpetas. A su espalda, un señor mayor con gafas garabateaba, absorto en su trabajo. Entrecerrando los ojos, el joven me dirigió una mirada hastiada y arrogante. Encendió un purito y lo fumaba dándose importancia, luego me invitó a formular la reclamación. Le respondí con tranquilidad que me oponía firmemente a la destrucción de mi casa familiar. Me preguntó mi nombre y dirección, abrió un enorme libro de registro y pasó el dedo por unas cuantas páginas. Luego masculló:


– Cadoux, Rose, viuda de Armand Bazelet, calle Childebert, número 6.

– Sí, señor ‑dije‑, esa soy yo.

– Supongo que no está de acuerdo con la cantidad que le ofrece la prefectura.

Lo dijo con un hartazgo teñido de indolencia despectiva, mientras se miraba las uñas. «¿Qué edad tendrá este golfo? ‑pensé, a punto de estallar en la silla‑. Sin duda tiene la cabeza en otros asuntos más agradables, una comida con una joven o una fiesta de gala. ¿Qué traje debería ponerse? ¿Le dará tiempo a rizarse el pelo antes de que se haga de noche?». Sentada frente a él, guardé silencio, con una mano apoyada en la mesa que nos separaba.

Cuando al fin levantó los ojos hacia mí, probablemente le sorprendió mi mutismo, su mirada traicionó un recelo. Sé lo que pensaba: «Otra más que me va a montar un espectáculo. Llegaré tarde a la comida». Me vi tal y como él me consideraba: una anciana respetable, bien conservada, sin duda hermosa en otra época, siglos antes, que ahora iba allí para mendigar más dinero. Lo hacían todas. A veces, lo conseguían. Así pensaba ese hombre.

– ¿En qué cantidad está pensando, señora Bazelet?

– No creo que haya entendido la naturaleza de mi solicitud, señor.

Se puso rígido y frunció el ceño.

– Señora, se lo ruego, ¿podría saber cuál es esa naturaleza?

¡Ay, la ironía del tono, la burla! Habría podido abofetear esas mejillas rechonchas y lisas.

Insistí con voz clara:

– Me opongo a la destrucción de mi casa familiar.

El hombre reprimió un bostezo.

– Sí, señora, es lo que había creído entender.

– No quiero dinero ‑añadí.

Pareció confundido.

– Entonces, ¿qué quiere, señora?


Respiré profundamente.

– Quiero que el prefecto construya el bulevar Saint‑ Germain más lejos. Quiero salvar mi casa de la calle Childebert.

Se quedó boquiabierto. Luego me miró y estalló en carcajadas, un ruido horroroso, gutural. ¡Cuánto lo odié! Rio y siguió riendo; el renacuajo que le hacía las veces de asistente se unió a él, se abrió la puerta y entró una tercera persona que no tardó en desternillarse de risa cuando el joven bribón, ahogándose, le contó:

– La señora quiere que el prefecto desplace el bulevar para salvar su casa.

Cacarearon más fuerte que antes, mientras me señalaban con el dedo alegremente.

No había nada más que decir ni hacer. Me levanté tan digna como pude y salí. En la habitación contigua, el doctor Nonant se secaba la frente empapada de sudor con el pañuelo. Cuando me vio la cara, sacudió la cabeza y levantó las manos, con las palmas hacia arriba, en señal de desesperación. La señora Paccard me abrazó. Por supuesto, habían oído las risas. Todo el ayuntamiento las había oído.

Aún había más gente en la sala y el ambiente era sofocante, viciado. Nos fuimos rápidamente. Luego, de pronto, lo vimos cuando bajábamos las escaleras.

El prefecto. Nos dominaba a todos, estaba tan cerca de nosotros que nos quedamos paralizados, sin aliento. Yo ya lo había visto, pero nunca tan cerca. Ahí estaba, al alcance de la mano. Podía distinguir los poros de su piel, ligeramente pecosa, la tez rojiza, la barba poblada y rizada, la mirada azul de hielo. Era ancho, algo gordo y tenía unas manos enormes.

Nos apretujamos contra la barandilla para que pasara. Dos o tres funcionarios lo seguían, despedían un olor rancio a alcohol y tabaco. No nos vio. Tenía un aspecto decidido, implacable. Ardía en deseos de estirar la mano y agarrarle el puño grueso, para obligarlo a que me mirara, y liberar mi odio, mi miedo, mi angustia; de gritarle que, al destruir mi casa, reducía a cenizas mis recuerdos y mi vida. Sin embargo, mi mano permaneció colgada junto a mí y él se fue.

Los tres salimos en silencio. Habíamos perdido la batalla. Ninguno de nosotros se había atrevido a dirigirse al prefecto. Ya no había nada que hacer. La calle Childebert estaba condenada. El doctor perdería a sus pacientes, la señora Paccard el hotel y yo nuestra casa. No nos quedaban esperanzas. Era el final.

Fuera, el aire era suave, casi demasiado caluroso. Cuando empezamos a cruzar el puente, me ajusté el sombrero en la cabeza. No vi nada de la actividad del río, ni las chalanas, ni los barcos deslizándose en uno u otro sentido. Tampoco presté atención al tráfico que nos rodeaba, ni a los ómnibus abarrotados, ni a las calesas presurosas. Aún me resonaban las risas insultantes en los oídos y me ardían las mejillas.

Querido, cuando regresé a casa, estaba tan fuera de mí que me senté en el escritorio y escribí una carta muy larga al prefecto. Mandé a Germaine que la llevara a correos para enviarla de inmediato. No tengo ni idea de si la ha leído; sin embargo, escribirla me alivió un poco del peso que llevaba en el pecho. Lo recuerdo perfectamente. Después de todo, no hace tanto tiempo.

 







Date: 2015-12-13; view: 372; Нарушение авторских прав



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