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Capítulo 39





 

Otra vez he sentido el contacto de la mano helada y el aliento del intruso en mi cara; la lucha por rechazarlo, las patadas furiosas y los gestos desordenados de mis brazos, el grito ahogado cuando él aplasta la palma de la mano sucia contra mi boca. El instante terrible en que comprendo que es inútil resistirme y que obtendrá lo que busca. Solo tengo un modo de mantener a raya la pesadilla: escribirle. Estoy tan cansada, amor mío… Quiero que llegue el fin. Sé que está próximo. Y, sin embargo, todavía tengo muchas cosas que decirle. He de ordenar mis pensamientos. Me asusta pensar que solo consiga aumentar su confusión. Las fuerzas no me durarán mucho más tiempo. Soy demasiado vieja para vivir en semejantes condiciones. No obstante, sabe que no hay nada que me haga abandonar esta casa.

Ahora me siento un poco mejor. Unas cuantas horas de sueño, por pocas que hayan sido, me han devuelto la vida. Ha llegado el momento de hablarle de mi lucha contra el prefecto, de lo que emprendí. Quiero informarle de todo lo que intenté para salvar nuestra casa. El año pasado, después de recibir la carta, me fijé en que nuestros vecinos no reaccionaban de la misma manera. Únicamente la señora Paccard, el doctor Nonant y yo decidimos pelear.

El año pasado, pese al éxito de la Exposición Universal, la situación empezó a cambiar. El prefecto ya no estaba cubierto de gloria. Después de quince años de terroríficas destrucciones, aumentaba el descontento de los parisienses. Leía en la prensa los despiadados artículos del señor Picard y el señor Ferry respecto a esa cuestión, muy virulentos tanto uno como otro. Todos parecían preguntarse sobre la financiación de las mejoras y la amplitud de las obras. ¿Había hecho bien el prefecto en arrasar la isla de la Cité y en llevar a cabo destrucciones tan masivas en el Barrio Latino? ¿Cómo se financió todo eso? A continuación, ¡fíjese!, en medio de esa tormenta, el prefecto dio dos pasos en falso que, según creo, le costaron todo su honor. El futuro lo dirá.

El primer error afectó a nuestro querido Luxemburgo. (Amor mío, cómo se habría exasperado. No me resulta nada difícil imaginar su reacción, delante del café matutino, si hubiera podido leer el tono desafectado del siniestro decreto en el periódico). Era un día glacial de noviembre y Germaine se ocupaba del fuego mientras yo echaba un vistazo a las noticias: recortarían diez hectáreas de los jardines de Luxemburgo para mejorar el tráfico de la calle Bonaparte y de la calle Férou y suprimirían el magnífico vivero del sur de los jardines con el mismo fin. Di un salto que sorprendió a Germaine y bajé como una exhalación a la floristería. Alexandrine esperaba una entrega importante.

– ¡No me diga que está de acuerdo con el prefecto! – rugí, mientras le agitaba el periódico en las narices.

Estaba tan furiosa que casi pataleaba. Mientras Alexandrine leía el artículo, se le iba desencajando la cara. Después de todo, amaba la naturaleza fervorosamente.

– ¡Ay! ‑exclamó‑. ¡Esto es terrible!

Esa misma tarde, pese al frío, los descontentos se concentraron delante de las puertas del jardín, arriba de la calle Férou. Allí fui yo con Alexandrine y el señor Zamaretti. Pronto se congregó una auténtica multitud y enviaron a la policía para asegurar el orden público. Unos estudiantes gritaban: «¡Larga vida a los jardines de Luxemburgo!», mientras circulaban las peticiones vehementemente. Yo debí de firmar tres, con una mano enguantada y torpe. Era exultante ver a los parisienses de todas las edades, de todas las clases, reunidos para defender sus jardines. Allí estaba la señora Paccard, con el personal del hotel, y la señorita Vazembert iba con un caballero a cada brazo. De lejos vi a la adorable baronesa de Vresse y a su marido, con la niñera y las niñas tras ellos.

La calle Vaugirard se llenó de gente. ¿Cómo diantre regresaríamos a casa? Afortunadamente me sentía segura con Alexandrine y el señor Zamaretti. Allí estábamos todos unidos contra el prefecto. ¡Qué magnífica sensación! A la mañana siguiente, cuando, con su equipo, escrutara los periódicos buscando su nombre, porque, según se decía, era su primera tarea del día, oiría hablar de nosotros. Oiría hablar de nosotros cuando empezaran a amontonarse las peticiones sobre su mesa. ¿Cómo se atrevía a recortar nuestro jardín? A todos nos unían lazos personales con ese lugar, con el palacio, las fuentes, el gran estanque, las estatuas, los macizos de flores. Ese apacible jardín era el símbolo de nuestra infancia, de nuestros recuerdos. Habíamos tolerado durante demasiado tiempo la ambición devoradora del prefecto. En esta ocasión, nos levantaríamos contra él. No le dejaríamos que tocase los jardines de Luxemburgo.

Varios días después, todos volvimos a congregarnos, cada vez éramos más. Las peticiones se multiplicaban y los artículos en los periódicos eran muy críticos con el prefecto. Unos estudiantes organizaron una revuelta, el propio emperador tuvo que enfrentarse a la multitud, cuando estaba a punto de asistir a una obra de teatro en el Odéon. Yo no estaba presente, pero me lo contó Alexandrine. Me informó de que el emperador parecía molesto. Se detuvo un momento en los escalones, embutido en el abrigo. Había escuchado lo que se decía y asintió con aspecto serio.

Unas semanas más tarde, Alexandrine y yo leímos que se había enmendado el decreto, porque el emperador había ordenado revisar los planes al prefecto. Estábamos locas de alegría. Desgraciadamente, la felicidad duró poco. Efectivamente, se recortarían los jardines, aunque no de la manera tan dramática en que estaba previsto. El vivero quedaba desahuciado. Fue una victoria decepcionante. Luego, mientras se calmaba el asunto de Luxemburgo, otro, aún más repugnante, veía la luz. Me esfuerzo por encontrar las palabras justas para hacerle partícipe.

Lo crea o no, la muerte obsesionaba al prefecto. Estaba convencido de que el polvo que emanaba de la putrefacción de los cadáveres en los cementerios parisienses contaminaba el agua. Por cuestiones sanitarias, el prefecto planeaba clausurar los cementerios que se encontraban dentro de la muralla de la ciudad. A partir de entonces, habría que llevar a los muertos hasta Méry‑ sur‑Oise, cerca de Pontoise, a treinta kilómetros de allí, a un cementerio inmenso, una necrópolis moderna. El prefecto había proyectado unos trenes mortuorios que saldrían de todas las estaciones parisienses. Las familias ocuparían las plazas con el ataúd del difunto, al que se sepultaría en Méry. Era algo tan repugnante de leer que, en un primer momento, no pude ni bajar para enseñar el periódico a Alexandrine. Pensaba en ustedes, en mis seres queridos, usted, Baptiste y mamá Odette. Me veía subida en un lúgubre tren con un crespón negro, lleno de personas enlutadas, enterradores y sacerdotes para poder visitar sus tumbas. Creí deshacerme en lágrimas. Pienso que lo hice. Para ser sincera, no tuve que enseñarle el artículo a Alexandrine. Ya lo había leído y pensaba que el prefecto acertaba. Ella tenía fe en la modernización completa de la red de distribución de agua, y le parecía que resultaba sano enterrar a los muertos fuera de los límites de la ciudad. Yo estaba demasiado apenada para contradecirla. «¿Dónde estarán sus muertos? – me pregunté‑. Seguramente, en París, no».

La mayoría de la gente estaba tan escandalizada como yo. Y su descontento fue mayor cuando el prefecto anunció que el cementerio de Montmartre sufriría cambios: habría que trasladar decenas de sepulturas para levantar los pilares de un puente nuevo que atravesaría la loma. La polémica se infló. Los periódicos sacaron buen provecho de aquello. Los adversarios del prefecto dieron rienda suelta al veneno. El señor Fournel y el señor Veuillot escribieron unos panfletos brillantes, mordaces, usted los habría admirado. Después de haber obligado a miles de parisienses a mudarse y de haber destruido sus casas, ahora quería deportar a sus muertos. ¡Sacrilegio! Todo París se indignaba. Se olía que el prefecto se había aventurado por terreno peligroso.

El tiro de gracia le llegó con la publicación de un artículo conmovedor, en Le Fígaro, que hizo que se me saltasen las lágrimas. Una tal señora Audouard (una de esas damas que escriben con valentía, no como la condesa de Ségur y sus amables cuentos para niños) tenía un hijo enterrado en Montmartre. Ambas sentíamos la misma pena muda. Armand, sus palabras se quedaron grabadas en mi corazón para siempre: «Señor prefecto, todas las naciones, incluso aquellas que nosotros calificamos de bárbaras, respetan a los muertos».

El emperador no respaldó al prefecto. Ante una oposición tan feroz, al cabo de unos meses, abandonaron el proyecto. Por primera vez, el prefecto había sido el objetivo. En fin.

 

Date: 2015-12-13; view: 373; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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