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Capítulo 38





 

Villa Marbella, Biarritz, 27 de junio de 1865

Querida señora Rose:

Muchísimas gracias por su carta, que ha tardado mucho en llegarme, ahora que estoy en el País Vasco. Paso una temporada en casa de lady Bruce, una querida amiga, una inglesa de gusto exquisito y excelente compañía. La conocí en París, de eso hace ya unos cuantos años, en una comida de señoras de la calle Saint‑Honoré, en el hotel de Charost, que, quizá usted ya lo sepa, es la sede de la embajada británica. La embajadora, lady Cowley, colocó a lady Bruce junto a mí, y nos entendimos de maravilla, pese a la diferencia de edad. Supongo que puede decirse que es lo bastante mayor como para ser mi abuela, sin embargo, lady Bruce no tiene nada de anciana, es de una sorprendente vitalidad. El caso es que he recibido su carta al fin y me siento feliz de leerla y de tener noticias suyas. ¡También estoy encantada de ver cuánto le ha gustado Charles Baudelaire! (Mi marido no se puede imaginar por qué me apasionan sus versos, y me siento increíblemente aliviada de encontrar en usted a una cómplice).

¡Ay, qué alegría dejar la calle Taranne y ese París polvoriento y ruidoso! Sin embargo, echo terriblemente en falta a mi florista preferida (además de su preciosa compañía). No he encontrado en ninguna parte de esta ciudad a nadie que me sirva unas flores tan divinas, ni capaz de crear unos peinados tan hermosos, y eso pese a la luminosa presencia de la reina Isabel II de España y de la mismísima emperatriz. Aunque he de decirle, señora Rose, que Biarritz es quizá aún más elegante y esplendorosa que la capital.

Nuestra estancia aquí es un torbellino de bailes, fuegos artificiales, excursiones y meriendas campestres. No me disgustaría arrellanarme en un sofá con un vestido sencillo y un libro, pero lady Bruce y mi esposo me lo impedirían. (¿Sabe?, lady Bruce puede mostrarse terrible cuando no consigue lo que quiere. Es una mujer pequeñita, la mitad de alta que usted, y, sin embargo, ejerce sobre nosotros un poder incontestable. Tal vez sea por esos ojos gris pálido y esa boca fina con un gesto arisco y encantador a la vez. Incluso sus andares, con unas minúsculas zapatillas, son la encarnación de la autoridad).

Tengo que hablarle de su casa, Villa Marbella. Estoy segura de que le encantaría. Es absolutamente espléndida. Imagine una fantasía morisca de mármol y cerámica, con mosaicos directamente salidos de Las mil y una noches. Imagine unas arcadas graciosas, fuentes que canturrean, estanques en los que se refleja la luz, un patio sombreado y una cúpula de cristal salpicada de sol. ¡Cuando una mira hacia el sur, adivina España! Tan cerca, y las cumbres de los Pirineos, siempre envueltos en nubes algodonosas. Cuando una se vuelve hacia el norte, se ve Biarritz, los acantilados y las olas espumosas.

Me gusta la cercanía del mar, aunque se me rice horriblemente el pelo. Todas las noches, justo antes de que el coche nos lleve a Villa Eugénie, tengo que alisármelo, una tarea enojosa, lo confieso. La emperatriz nos espera en esa magnífica casa que el emperador mandó construir solo para ella. (Sé que sigue muy de cerca la moda y pienso sinceramente que le entusiasmarían los vestidos fabulosos que se ven en esas veladas extraordinarias. Aunque los miriñaques parecen cada vez más grandes y resulta cada vez menos cómodo asistir a fiestas con tanto gentío).

Qué amable es por preocuparse de la salud de mis hijas. Pues bien, Apolline y Bérénice adoran estar aquí. Casi no les dejo acercarse al mar, porque las olas son impresionantes. (El otro día, nos enteramos de que un joven se había ahogado en Guetaria. Se lo llevó la corriente. Una tragedia).

A principios de semana, llevé a las niñas con la niñera a un evento social interesante. Era un día de tormenta y lluvioso; sin embargo, a nadie le preocupaba eso. Una gran multitud de gente se había agrupado cerca de la playa y del puerto, esperando la llegada del emperador. Justo delante del puerto y de esa agua traicionera, que atrapa en su trampa a tantos barcos, se levanta una enorme roca marrón que brota del mar agitado. En la cima de la roca, por petición del emperador, se ha colocado una gran estatua blanca de la Virgen, para proteger a todos lo que buscan en el mar su camino hacia tierra. El emperador y su esposa fueron los primeros en pasar por una larga pasarela de madera y hierro que conduce hasta la roca, envueltos en grandes aplausos. Nosotros no tardamos en seguirlos, a las pequeñas les impresionó el rugido de las olas chocando contra la plataforma rocosa. Yo levanté los ojos hacia el rostro blanco de la Virgen, que se mantenía allí frente al viento, con la mirada vuelta hacia el oeste, hacia las Américas, y me pregunté durante cuánto tiempo batallaría contra las violentas tormentas, el viento y la lluvia.

Transmita mis mejores deseos a Alexandrine y a Blaise. Estaré de regreso a finales de temporada y, hasta entonces, espero de todo corazón recibir otra carta suya.

Louise Églantine de Vresse

 







Date: 2015-12-13; view: 352; Нарушение авторских прав



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