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Capítulo 37
Poco a poco, aprendí a vivir sin usted. Así debía ser. ¿No es eso lo que hacen las viudas? Era otra vida. Me esforzaba por mostrarme valiente. Creo que lo he sido. El padre Levasque estaba atareadísimo con las obras de restauración de la iglesia, bajo la férula de uno de los arquitectos del prefecto (el señor Baltard, el que ahora está construyendo el nuevo mercado del que ya le he hablado), y no tenía tiempo de pasear conmigo por los jardines de Luxemburgo. Me las tuve que arreglar con la ayuda de mis nuevos amigos. Alexandrine me encontró una ocupación: me enviaba a entregar flores con Blaise. Los dos formábamos una simpática pareja. Desde la calle Abbaye hasta la de Four, todo el mundo nos saludaba, a él con la carretilla detrás y a mí con las flores en los brazos. Lo que más nos gustaba era llevar las rosas a la baronesa de Vresse. Alexandrine pasaba la mayor parte de la mañana eligiéndolas. Aquello le llevaba mucho tiempo. Tenían que ser las más refinadas, las más hermosas y las más perfumadas. Adéle Heu rosas, Aimée Vibert blancas, Adélaide d'Orléans con librea marfil o la Amadis de color rojo oscuro. Las envolvía con mucho cuidado en un papel fino y las metía en cajas; entonces, nosotros teníamos que darnos prisa en llevarlas. La baronesa de Vresse vivía en una magnífica casa en la esquina de la calle Taranne con la calle Dragón. El mayordomo, Célestin, nos abría la puerta. Tenía una cara seria y una fea verruga peluda a un lado de la nariz. Ese hombre se dedicaba en cuerpo y alma a la baronesa. Había que subir una escalera enorme de piedra, lo que era un fastidio. Mientras yo tenía mucho cuidado para no resbalar en las losas, Blaise se peleaba con la carretilla. La baronesa jamás nos hizo esperar. Le daba un pequeño coscorrón a Blaise en la cabeza, le deslizaba unas monedas y lo mandaba de vuelta a la tienda, mientras yo me quedaba con ella. La miraba ocuparse de las flores. Ninguna otra persona tenía permiso para encargarse de sus rosas. Nos sentábamos en un gran salón muy luminoso, su antro, lo llamaba ella. Era de deliciosa sencillez. Ahí no había tapicería de color púrpura, ni dorados, ni candelabros resplandecientes. Las paredes de color magenta pálido estaban decoradas con dibujos infantiles, las alfombras eran blancas y mullidas y los doseles estaban revestidos de tela de Jouy. Cualquiera habría pensado que estaba en una casa de campo. A la baronesa le gustaba disponer sus rosas en unos jarrones grandes y estrechos, al menos necesitaba tres ramos para cada uno. De vez en cuando, su marido, un hombre ágil y altivo, aparecía por allí con aspecto preocupado y casi ni se fijaba en mi presencia, pero no tenía nada de desagradable. Yo podía pasar horas allí, saboreando ese ambiente delicadamente femenino. Quizá se pregunte de qué hablábamos. De sus hijas, unas niñas encantadoras a las que, de vez en cuando, veía con la niñera. De su vida social, que me fascinaba: el baile de Mabille, la ópera, los teatros. Y charlábamos mucho de libros, porque, igual que usted, ella era una gran lectora. Había leído Madame Bovary de un tirón, para desesperación de su marido, que no consiguió arrancarla de la novela. Le confesé que yo leía desde hacía poco tiempo, que descubrí esa pasión gracias al señor Zamaretti, el de la librería de al lado de la tienda de Alexandrine. Me aconsejó a Alphonse Daudet y a Víctor Hugo; la escuchaba describir sus novelas cautivada. «¡Qué diferentes son nuestras vidas!», pensaba yo. Ella lo tenía todo: belleza, inteligencia, educación, un brillante matrimonio. Sin embargo, adivinaba como una tristeza tangible en Louise de Vresse. Era mucho más joven que yo, que Violette y que Alexandrine, pero mostraba una rara madurez para una persona de su edad. Mientras admiraba su grácil silueta, me preguntaba qué secretos se esconderían debajo de esa capa de barniz. Me sorprendí queriendo confiarme a ella y esperando que me convirtiera en su confidente. Aunque sabía que eso era improbable. Recuerdo que mantuvimos una conversación apasionante. Una mañana, estaba sentada a su lado, saboreando una taza de chocolate que me había servido Célestin. (¡Qué magnífica porcelana de Limoges con las armas de la familia de Vresse!). Ella leía el periódico junto a mí y lanzaba comentarios incisivos. Me gustaba eso de ella, su intenso interés por lo que pasaba en el mundo, su curiosidad natural. Con toda seguridad, no era en absoluto una coqueta frívola, sin cerebro. Aquel día, llevaba puesto un adorable vestido con miriñaque de color blanco perla, mangas evasé bordadas de encaje y un cuerpo de cuello alto que destacaba la esbeltez de su busto. – ¡Ay, alabado sea el Señor! ‑exclamó repentinamente, inclinada sobre una página. Le pregunté qué la alegraba tanto. Me explicó que la mismísima emperatriz había intervenido para reducir considerablemente la pena al poeta Charles Baudelaire. Me preguntó si había leído Las flores del mal. Le respondí que el señor Zamaretti me había hablado de ese libro recientemente, me había contado que los poemas habían provocado un juicio y un escándalo, como el de Madame Bovary, aunque aún no lo había leído. Se levantó, fue a buscar un librito a la habitación contigua y me lo dio. Se trataba de una bonita edición de un cuero verde muy fino, con una corona de flores exóticas entrelazadas en la cubierta. – Señora Rose, creo que le gustarán mucho estos poemas ‑me dijo‑. Le ruego que se lleve prestado este ejemplar y lo lea. Estoy impaciente por saber qué piensa. Así pues, regresé a casa. Después de comer, me senté a leer los poemas. Abrí el libro con desconfianza. Los únicos poemas que había leído en mi vida eran los que usted, mi amor, me escribía. Temía aburrirme ojeando esas páginas. ¿Qué le diría a la baronesa para no ofenderla? Ahora lo sé: como lector, hay que confiar en el autor, en el poeta. Ellos saben qué hacer para sacarnos de la vida ordinaria y enviarnos a deambular por otro mundo del que ni siquiera hubiéramos sospechado su existencia. Eso es lo que hacen los autores con talento. Eso es lo que me hizo el señor Baudelaire.
Date: 2015-12-13; view: 372; Нарушение авторских прав |