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Capítulo 35
A mi lado hay una pila de libros, a los que tengo un cariño especial. Sí, libros. Ahora le toca a usted reír. Al menos, deje que le cuente cómo sucedió. Un día que salía de la floristería con la cabeza llena de olores y colores, de pétalos y de los vestidos de baile de la baronesa de Vresse, el señor Zamaretti me pidió con mucha educación que fuera por la librería cuando tuviese un momento. (Por supuesto, se había dado cuenta de que las recientes reformas de Alexandrine habían ayudado a la prosperidad de su comercio y él también había decidido remodelar su establecimiento). Yo jamás había puesto un pie allí; sin embargo, sabía que usted iba con frecuencia, le encantaba leer. Además, el señor Zamaretti se había fijado en que pasaba mucho tiempo con Alexandrine, desde hacía uno o dos años. ¿Estaría un poco celoso de nuestra amistad? Otro día lluvioso de junio, llegó como una exhalación, cuando Alexandrine charlaba con sus clientes de la terrible ejecución, en la prisión de la Roquette, del joven doctor Couty de la Pommerais, acusado de haber envenenado a su amante. Una gran muchedumbre asistió a la ejecución. El señor Zamaretti nos proporcionó toda clase de detalles sangrientos, puesto que un amigo suyo había asistido a la decapitación. (Cuanto más chillábamos de horror, más parecía divertirse). Acepté su invitación y una tarde entré en la librería, que tenía las paredes pintadas de un color azul pálido especialmente sosegante y despedía un olor a cuero y papel embriagador. El señor Zamaretti había hecho un buen trabajo. Se veía un mostrador alto con lápices, cuadernos de notas, lupas, cartas y recortes de prensa; unas hileras de libros de todos los tamaños y colores, además de una escalera para llegar a ellos. Los clientes podían sentarse en unos cómodos sillones, bajo la luz de unas buenas lámparas, y leer allí tan contentos. En la tienda de Alexandrine resonaban los parloteos y el roce del papel que usaba para envolver las flores, el tintineo de la campanilla de la puerta y la tos frecuente de Blaise. Aquí, en cambio, el ambiente era estudioso e intelectual. Al entrar en la librería profunda y oscura, donde reinaba el silencio, cualquiera diría que había entrado en una iglesia. Felicité al señor Zamaretti por su buen gusto y estaba a punto de retirarme cuando me hizo la misma pregunta que Alexandrine me había planteado unos meses antes. Por supuesto, en este caso orientada hacia su propio comercio y no hacia las flores: – Señora Rose, ¿le gusta leer? Me quedé desconcertada, no sabía qué responder. Porque, desde luego, resulta embarazoso tener que reconocer que una no lee, ¿no le parece? Habría quedado como una idiota. Por lo tanto, murmuré unas palabras con la cabeza gacha. – ¿Quizá le gustaría sentarse aquí y leer un ratito? – me propuso, con una delicada sonrisa. (No es guapo, recuerde, pero hay que mencionar sus ojos negros, los dientes blancos y el hecho de que presta mucha atención a la ropa. Bien sabe usted cuánto me gusta describir con detalle la ropa, y puedo decir que aquel día llevaba un pantalón de cuadros azul, un chaleco a rombos rosa y violeta y un redingote adornado con un vivo de astracán). Me condujo hasta un sillón y me encendió la luz. Yo me senté dócilmente. – Aunque no conozco sus gustos, ¿podría permitirme una sugerencia para hoy? Asentí. Con una sonrisa radiante, trepó con habilidad por la escalera. El verde esmeralda de los calcetines me dejó admirada. Bajó de nuevo, sujetando algunos libros contra su cadera en cuidado equilibrio. – Aquí tenemos algunos autores que, sin duda, le gustarán: Paul de Kock, Dumas, Erckmann‑Chatrian… Dejó los volúmenes encuadernados en cuero, con los títulos en letras de oro, sobre una mesita que había delante de mí. Le barbier de Paris, L'ami Fritz, La tulipe noire, Le colonel Chabert. Los miré con desconfianza, al tiempo que me mordía el labio. – ¡Ah! ‑exclamó, repentinamente‑. Tengo una idea. Volvió a subir la escalera. Esta vez solo buscó un libro, que me entregó en cuanto tocó el suelo con los pies. – Sé que este le gustará, señora Rose. Lo cogí con cuidado y me fijé, no sin cierta angustia, en que era bastante gordo. – ¿De qué trata? ‑pregunté educadamente. – De una joven hermosa con una vida aburrida. Está casada con un médico y la banalidad de su vida provinciana la asfixia. Vi que un lector silencioso, al otro lado de la sala, había levantado los ojos e inclinado la cabeza, y escuchaba atentamente. – ¿Y qué le ocurre a esa joven aburrida? ‑pregunté, con curiosidad. El señor Zamaretti me miró como si hubiera atrapado la primera pieza en un extraordinario día de pesca. – Mire, esa joven es una entusiasta lectora de novelas sentimentales. Sueña con un romance y su marido le parece insignificante. Por lo tanto, se deja tentar por las aventuras e, inevitablemente, se perfila la tragedia… – ¿Es una novela adecuada para una anciana respetable como yo? ‑le corté. Fingió un gesto de sorpresa. (Usted sabe la tendencia que tenía a exagerar). – ¡Señora Rose! ¿Cómo vuestro humilde y digno servidor iba a atreverse a proponerle un libro inconveniente a su rango y a su inteligencia? Me he tomado la libertad de sugerirle este porque sé que las señoras sucumben ante esta obra con pasión aunque no les entusiasme la lectura. – Probablemente les atraiga el escándalo en torno al proceso ‑intervino el lector solitario del otro extremo de la librería. El señor Zamaretti se sobresaltó como si hubiera olvidado hasta su presencia. – A la gente le apetece leerlo mucho más. – Señor, tiene usted razón. El escándalo ha contribuido a que el libro haga furor. – ¿Qué escándalo? ¿Qué proceso? ‑pregunté, y otra vez me sentí idiota. – Bueno, señora Rose, eso ocurrió hace tres o cuatro años. Acusaron al autor de ultraje contra la moral pública y la religión. Se paralizó la publicación íntegra de la novela, lo que provocó un juicio que causó mucho revuelo en la prensa. En consecuencia, todo el mundo quiso leer el libro que había sido fuente de semejante escándalo. Personalmente, vendí unos diez al día. Miré el libro y abrí la guarda. – Y usted, señor Zamaretti, ¿qué piensa de todo esto? ‑le interrogué. – Creo que Gustave Flaubert es uno de nuestros mejores autores ‑afirmó‑. Y que Madame Bovary es una obra maestra. – Vamos, hombre ‑dijo socarrón el lector desde su rincón‑. Eso es un poco exagerado. El señor Zamaretti lo ignoró. – Señora Rose, lea las primeras páginas. Si no le gusta no está obligada a seguir con la lectura. Asentí de nuevo, respiré profundamente y pasé a la primera página. Por supuesto, lo hacía por él. Había sido muy amable desde que usted murió: me sonreía cariñosamente, me saludaba cuando pasaba por delante de su tienda. Me arrellané cómodamente en el sillón: leería unos veinte minutos, le daría las gracias y subiría a casa. Cuando vi a Germaine de pie delante de mí, retorciéndose las manos, aún no estaba completamente segura de saber dónde estaba ni qué hacía. Tenía la impresión de volver de otro mundo. Germaine me miraba fijamente, incapaz de hablar. Fuera estaba oscuro y me crujía el estómago. – ¿Qué hora es? ‑pregunté bajito. – Señora, son casi las siete. Mariette y yo estábamos muy preocupadas. La cena está preparada y el pollo se ha hecho demasiado. No la encontrábamos en la floristería. La señorita Walcker nos dijo que se había marchado hacía mucho tiempo. Miró intensamente el libro que yo tenía en las manos. Luego me di cuenta de que había estado leyendo tres horas. El señor Zamaretti me ayudó a levantarme con una sonrisa triunfal. – ¿Querrá venir mañana y seguir con la lectura? ‑preguntó, encantador. – Sí ‑respondí alelada. Germaine, enfadada y sin dejar de menear la cabeza y chasquear la lengua, me llevó casi a rastras a casa. – Señora, ¿se encuentra bien? ‑murmuró Mariette, que daba golpecitos con el pie junto a la puerta, envuelta en un apetitoso aroma a pollo asado. – La señora está muy bien ‑respondió muy seria Germaine‑. La señora estaba leyendo. Se olvidó de todo lo demás. Mi amor, pensé que usted se habría reído.
Date: 2015-12-13; view: 350; Нарушение авторских прав |