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Capítulo 36





 

Acabé pasando las mañanas en la librería y las tardes en la tienda de Alexandrine. Leía dos o tres horas, luego subía y comía algo rápido, que había preparado Mariette y me servía Germaine, y, a continuación, volvía a bajar a la floristería. Ahora entiendo que la lectura y las flores han tejido mi trama personal y me permitieron agarrarme a la vida después de que usted se hubiera ido.

Ardía en deseos de volver a encontrarme con Charles, Emma, Léon y Rodolphe. El libro me aguardaba en la mesita, delante del sillón, y me lanzaba sobre él. Me parece difícil explicar qué sentía cuando leía, pero me esforzaré por hacerlo. Usted, un gran lector, debería entenderme. Era como si me encontrase en un lugar donde nada podía alterarme ni afectarme. Me volvía insensible a los ruidos de mi alrededor, a la voz del señor Zamaretti, a la de los demás clientes, a los transeúntes de la calle. Incluso cuando la niña retrasada iba a jugar, reía aullando y rodaba el balón por el suelo, únicamente veía las palabras en la página. Las frases se transformaban en imágenes que me aspiraban como por arte de magia. Las imágenes afluían a mi cabeza. Emma, su pelo y sus ojos negros, tan negros que, a veces, eran casi azules. Gracias a los detalles ínfimos de su vida, tenía la impresión de estar con ella, de vivir esos instantes junto a ella. El primer baile en La Vaubreyssard, el asombroso vals con el vizconde. El ritmo estancado de su vida en el campo, su descontento creciente. Sus sueños interiores vívidamente descritos. Rodolphe, la cabalgada por el bosque, su abandono, la cita secreta en el jardín. Luego, la relación con Léon en el esplendor pasado de moda de una habitación de hotel. Y el final horrible que me dejó sin respiración, el dolor de Charles.

¿Cómo había tardado tanto en descubrir la alegría de la lectura? Recuerdo lo concentrado que estaba usted, las noches de invierno, cuando leía junto a la chimenea. Yo cosía, zurcía o escribía cartas. En ocasiones, jugaba al dominó. Y usted no se levantaba del sillón, con el libro en la mano y los ojos recorriendo página tras página. Recuerdo haber pensado que la lectura era su pasatiempo favorito y que yo no lo compartía. Aunque eso no me preocupaba. Sabía que usted tampoco compartía mi pasión por la moda. Mientras que a mí me maravillaba el corte de un vestido o el tono de un tejido, usted disfrutaba de Platón, Honoré de Balzac, Alexandre Dumas y Eugéne Sue. ¡Ay, amor mío, qué cerca de mí lo sentí cuando devoraba Madame Bovary! No llegaba a comprender todo ese escándalo por el juicio. ¿No había conseguido Flaubert entrar, precisamente, en el alma de Emma Bovary, y ofrecía al lector la posibilidad de conocer todas las sensaciones que ella vivía, su hastío, su dolor, su pena y su alegría?

Una mañana, Alexandrine me llevó con ella al mercado de flores de Saint‑Sulpice. Había pedido a Germaine que me despertara a las tres de la madrugada, lo que hizo, con la cara abotargada de sueño, mientras que yo sentía el escozor de la excitación y ni la menor sombra de cansancio. Al fin descubriría cómo elegía las flores Alexandrine los martes y los viernes, con Blaise. Allí estábamos los tres en la penumbra y el silencio de la calle Childebert. No había nadie, salvo un par de traperos con los garfios y las linternas. Creo que nunca había visto la ciudad a una hora tan temprana, ¿y usted?

Recorrimos la calle Ciseaux y nos metimos por Canettes; los primeros carros y carretas se dirigían hacia la plaza de la iglesia. Alexandrine me había explicado que el prefecto estaba construyendo un nuevo mercado cerca de la iglesia de Saint‑Eustache, un enorme edificio con pabellones de cristal y metal, sin duda una monstruosidad, que estaría terminado en uno o dos años. Podrá imaginar que tenía tan pocas ganas de ir allí como de ver las obras de su nueva y grandiosa ópera. De modo que Alexandrine tendría que ir a comprar las flores a ese gigantesco mercado. Sin embargo, esa mañana caminábamos hacia Saint‑Sulpice. Yo me cerraba el abrigo y lamentaba no haber cogido el echarpe de lana rosa. Blaise tiraba de una carretilla de madera detrás de él, que era casi de su tamaño.


Al acercarnos, pude oír el murmullo de las voces y el ruido de las ruedas sobre los adoquines. Las lámparas de gas creaban unas bolsas de luz brillantes encima de los puestos. El perfume dulce y familiar de las flores me recibió en un abrazo amistoso. Seguimos a Alexandrine por un laberinto de colores. A medida que pasábamos, me iba diciendo el nombre de las flores: claveles, campanillas de invierno, tulipanes, violetas, camelias, miosotas, lilas, narcisos, anémonas, ranúnculos… Me daba la impresión de que me presentaba a sus mejores amigas.

– Aún no es la época de las peonías ‑dijo, alegremente‑. Pero en cuanto empiecen a llegar, ya verá, gustan casi tanto como las rosas.

Alexandrine se movía entre los puestos con una habilidad de profesional. Sabía exactamente lo que quería. Los vendedores la recibían llamándola por su nombre, algunos la cortejaban abiertamente; no obstante, no les hacía ni caso. Casi ni sonreía. Dejó de lado unos ramos de rositas redondas y blancas que a mí me parecían deliciosas. Cuando se dio cuenta de mi perplejidad, me explicó que no estaban muy frescas.

– Las rosas blancas Aimée Vibert tienen que estar perfectas ‑murmuró‑, ribeteadas con un ligero trazo rosa y textura de seda. Las utilizamos para los ramos de novia. Estas no durarían.

Me dejó asombrada, ¿cómo lo sabría? ¿Quizá por la manera en que los pétalos se retorcían o por el matiz de los tallos? Me daba vueltas la cabeza pero estaba encantada. La miraba tocar las hojas y los pétalos con una mano firme y rápida, a veces se inclinaba para oler una flor o la rozaba con la mejilla. Regateaba de manera encarnizada con los vendedores. Me quedé atónita por su determinación. No cedió, no retrocedió ni una vez. Tenía veinticinco años y ganaba a los rudos y experimentados vendedores.

Me pregunté de dónde procedían todas esas flores.

– Del Midi ‑me respondió Blaise‑. Del sur y del sol.

No pude evitar pensar en ese raudal de flores invadiendo la ciudad día tras día. Y una vez vendidas, ¿adónde iban a parar?

– A bailes, iglesias, bodas y cementerios ‑me confirmó Alexandrine, mientras Blaise apilaba sólidamente las flores que había comprado‑. Señora Rose, París siempre está hambrienta de flores. Necesita su ración diaria, para el amor, para la pena, la alegría, el recuerdo, para los amigos.


Le pregunté sobre los motivos que le habían empujado a elegir esa profesión. Alexandrine sonrió, al tiempo que se daba unos golpecitos en la gruesa mata de rizos.

– Cerca de aquí, cuando vivía en Montrouge, había un jardín enorme. Era magnífico, tenía una fuente y una estatua. Todas las mañanas iba a jugar allí y los jardineros me enseñaron todo lo que sé. Era fascinante. Muy pronto comprendí que las flores formarían parte de mi vida.

Luego, añadió en voz baja:

– Las flores tienen su propio lenguaje, señora Rose. A mí me parece mucho más poderoso que el de las palabras.

Y con un gesto rápido, me puso un capullo de rosa en el ojal del abrigo.

La imaginaba de niña, delgaducha, con el pelo rebelde sujeto en dos trenzas, echando chispas en el jardín de Montrouge, un lugar frondoso, con olor a rosas y grava fina, inclinándose sobre las yemas y con las manos largas y sensibles examinando pétalos, espinas, bulbos y flores. Me había dicho que era hija única. Comprendí que las flores se habían convertido en sus amigas más cercanas.

Entretanto, el sol se había alzado tímidamente por entre las dos torres de Saint‑Sulpice. Se apagaron las últimas lámparas de gas. Tuve la sensación de despertarme después de siglos. Había llegado el momento de regresar a la calle Childebert. Blaise tiró de la carretilla y, una vez en la tienda, las flores quedaron colocadas hábilmente en jarrones llenos de agua.

Pronto empezaría a sonar la campanilla de la puerta y las flores de Alexandrine iniciarían su viaje perfumado por las calles de la ciudad. Y mi florista preferida seguía siendo un misterio, aún hoy lo es. Pese a todos estos años, a las largas conversaciones y a los paseos por los jardines de Luxemburgo, sé muy poco de ella. ¿Habrá un joven en su vida? ¿Será la amante de un hombre casado? Ni idea.

Alexandrine es como aquel cactus fascinante que tenía mamá Odette, de una suavidad engañosa y terriblemente punzante.

 







Date: 2015-12-13; view: 368; Нарушение авторских прав



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