Ãëàâíàÿ Ñëó÷àéíàÿ ñòðàíèöà


Ïîëåçíîå:

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Êàòåãîðèè:

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París, mayo de 2002 16 page





Oí cómo abría la nevera en la cocina, y luego el crujido de un papel de aluminio. Volvió al salón con un muslo de pollo en la mano y el papel de aluminio en la otra.

– Sólo una cosa más, Julia.

– ¿Sí?

– Cuando te he dicho que no puedo soportar la idea de tener este hijo, lo decía en serio. Tú ya te has decidido, y me parece bien. Ahora me toca decidirme a mí. Necesito tiempo para mí mismo. Zoë y tú os vais a mudar a la calle Saintonge después del verano, así que yo buscaré un sitio donde vivir, cerca de allí. Después veremos cómo evolucionan las cosas. Tal vez para entonces habré aceptado este embarazo. Si no, nos divorciaremos.

No fue ninguna sorpresa, llevaba tiempo esperándomelo. Me levanté, me coloqué el vestido y le dije con calma:

– Lo único que importa es Zoë. Pase lo que pase, tendremos que hablar con ella, los dos. Quiero que esté preparada. Tenemos que hacer las cosas bien.

Bertrand puso el muslo de pollo sobre el papel de aluminio.

– ¿Por qué eres tan dura, Julia? ‑me dijo. No había sarcasmo en su voz, sólo amargura‑. Hablas igual que tu hermana.

No le contesté. Me fui a la habitación, entré en el baño y abrí el grifo. Entonces me di cuenta de algo: había tomado una decisión. Había preferido el bebé antes que a Bertrand. No me habían ablandado sus puntos de vista ni sus temores, no me había asustado su amenaza de mudarse un par de meses, o de forma indefinida. Bertrand no podía desaparecer. Era el padre de mi hija y de la criatura que llevaba dentro, así que nunca podría marcharse del todo de nuestras vidas.

Pero mientras me miraba en el espejo y el vapor que invadía el baño poco a poco borraba mi reflejo con su bruma, me di cuenta de que todo había cambiado de forma drástica. ¿Seguía queriendo a Bertrand? ¿Seguía necesitándolo? ¿Cómo podía ser que quisiera al bebé y no a mi marido?

Quise llorar, pero no me salieron las lágrimas.

Aún seguía en el baño cuando él entró. Llevaba en la mano el cartapacio rojo de «Sarah» que había dejado en el bolso.

– ¿Qué es esto? ‑inquirió, blandiendo la carpeta.

Asustada, hice un movimiento brusco que hizo que el agua rebosara por un lado de la bañera. Bertrand, sonrojado y confuso, se sentó en la taza. En cualquier otro momento me habría reído de aquella postura tan ridícula.

– Déjame explicarte ‑empecé.

Levantó la mano.

– No puedes evitarlo, ¿verdad? No puedes dejar en paz el pasado.

Recorrió los documentos con los ojos, hojeó las cartas de Jules Dufaure a André Tézac y examinó las fotos de Sarah.

– ¿Qué es todo esto? ¿Quién te lo ha dado?

– Tu padre ‑respondí con serenidad.

Se quedó mirándome.

– ¿Qué tiene que ver mi padre con esto?

Salí de la bañera, cogí una toalla y me puse de espaldas a él para secarme. Por alguna razón no quería que me viera desnuda.

– Es una larga historia, Bertrand.

– ¿Por qué has tenido que remover todo esto? ¡Esas cosas pasaron hace sesenta años! ¡Todo está muerto y enterrado!

Me di la vuelta para mirarle a la cara.

– No, no lo está. Hace sesenta años le ocurrió a tu familia algo que tú no sabes. Tampoco lo saben tus hermanas, ni siquiera Mamé.

Estaba tan atónito que se quedó boquiabierto.

– ¿Qué pasó? ¡Dímelo! ‑me exigió.

Le arrebaté la carpeta y la sujeté contra mi pecho.

– Dime qué buscabas en mi bolso.

Parecíamos dos críos peleándose en el recreo. Bertrand puso los ojos en blanco y dijo:

– He visto la carpeta y quería saber qué era. Eso es todo.

– Suelo llevar carpetas en el bolso. Hasta ahora nunca les habías prestado atención.

– Ésa no es la cuestión. Quiero saber de qué va todo esto. Dímelo ahora mismo.

Negué con la cabeza.

– Llama a tu padre, Bertrand. Dile que has encontrado la carpeta y pregúntale a él.

– No confías en mí, ¿es eso?

Tenía las mejillas caídas. De pronto sentí lástima por él. Parecía dolido, escéptico.

– Tu padre me pidió que no te lo contara ‑repuse en tono más suave.

Bertrand se levantó trabajosamente de la taza y se estiró para alcanzar el pomo de la puerta. Se le veía abatido, derrotado.

Retrocedió un paso y me acarició la mejilla. El tacto de sus dedos era cálido.

– ¿Qué nos ha pasado, Julia?

Después salió del cuarto de baño.

Las lágrimas inundaron mis ojos, y dejé que corrieran por mi cara. Él me oyó llorar, pero no volvió.

 

D urante el verano de 2002, sabiendo que Sarah Starzynski había viajado de París a Nueva York cincuenta años atrás, sentí el impulso de volver a cruzar el Atlántico igual que un trozo de hierro se siente atraído por un poderoso imán. No veía el momento de marcharme de la ciudad, ver a Zoë y buscar a Richard J. Rainsferd. Estaba impaciente por subir a aquel avión.

Me preguntaba si Bertrand habría llamado a su padre para averiguar qué había ocurrido en el apartamento de la calle Saintonge todos esos años atrás. Él no decía nada, y seguía mostrándose cordial, aunque distante. Me daba la sensación de que estaba impaciente por que me fuera. ¿Para qué, para reflexionar a solas o para ver a Amélie? No lo sabía, y me daba igual. Me dije a mí misma que no me importaba.

Un par de horas antes de salir para Nueva York, llamó mi suegro para despedirse. No mencionó que hubiera hablado con Bertrand, y yo tampoco le pregunté.

– ¿Por qué dejó Sarah de escribir a los Dufaure? ‑preguntó Edouard‑. ¿Qué crees que ocurrió, Julia?

– No lo sé, Edouard, pero voy a hacer cuanto esté en mi mano para averiguarlo.

Esas mismas cuestiones me atormentaban día y noche. Horas después, cuando ya estaba a bordo del avión, seguía formulándome la misma pregunta.

¿Seguiría viva Sarah Starzynski?

 

M i hermana tenía un cabello castaño y lustroso, hoyuelos, unos preciosos ojos azules. Era de constitución fuerte y atlética, como la de nuestra madre. Les soeurs Jarmond [24], más altas que las mujeres de la familia Tézac con sus sonrisas blancas, relucientes, perplejas, y una punzada de envidia. ¿Por qué las americanas sois tan altas? ¿Es por algo que hay en la comida? ¿Os dan vitaminas, hormonas? Charla era incluso más alta que yo, y sus dos embarazos no habían redondeado en absoluto su silueta esbelta y afilada.

En cuanto me vio en el aeropuerto, Charla supo por mi gesto que andaba cavilando algo, y que ese algo no guardaba relación alguna ni con el bebé al que había decidido tener ni con mis desavenencias matrimoniales. Mientras nos dirigíamos en coche al centro de la ciudad, su teléfono no dejó de sonar: su secretaria, su jefe, sus clientes, sus hijos, la canguro, Ben, su ex marido de Long Island, Barry, su actual marido, que estaba de viaje de negocios en Atlanta… Parecía que las llamadas no se acababan nunca, pero estaba tan contenta de verla que no me importaba. Sólo estar a su lado, rozándome con sus hombros, me hacía feliz.

Una vez a solas en su angosto brownstone [25]en el 81 de East Street, en su inmaculada cocina de muebles cromados, cuando mi hermana sirvió una copa de vino blanco para ella y un zumo de manzana para mí, en atención a mi embarazo, le conté toda la historia con pelos y señales. Charla no sabía gran cosa sobre Francia, y apenas hablaba francés; la única lengua que dominaba, aparte del inglés, era el castellano. La Francia ocupada le decía poco. Se quedó sentada en silencio, mientras yo le hablaba de la gran redada, los campos de internamiento, los trenes a Polonia. París en julio de 1942. El apartamento de la calle Saintonge. Sarah. Su hermano Michel.

Observé cómo su bello rostro empalidecía de horror. La copa de vino blanco se quedó intacta. No hacía más que apretarse la boca con los dedos y menear la cabeza. Seguí con la historia hasta el final, hasta la última tarjeta de Sarah, fechada en 1955 y remitida desde Nueva York.

Por fin, Charla dijo:

– Oh, Dios mío. ‑Dio un pequeño sorbo al vino‑. Has venido por ella, ¿verdad?

Asentí.

– ¿Y por dónde demonios vas a empezar?

– Por ese nombre del que te hablé, ¿recuerdas? Richard J. Rainsferd. Es el nombre de su marido.

– ¿Rainsferd? ‑preguntó.

Se lo deletreé.

Charla se levantó como un resorte y cogió el teléfono inalámbrico.

– ¿Qué haces? ‑le pregunté.

Levantó la mano y me hizo un gesto para que me quedara callada.

– Hola. ¿Operadora? Estoy buscando a Richard J. Rainsferd. Estado de Nueva York. Así es: R‑A‑I‑N‑S‑F‑E‑R‑D. ¿Nada? Bien, ¿puede buscar en Nueva Jersey, por favor…? Nada… ¿Connecticut?… Estupendo. Sí, gracias. Un momento.

Escribió algo en un trozo de papel y luego me lo tendió con un gesto ampuloso.

– La tenemos ‑dijo en tono triunfal. Incrédula, leí el número y la dirección.

Sr. y sra. R. J. Rainsferd. N.° 2299 de Shepaug Drive. Roxbury. Connecticut.

– No pueden ser ellos ‑musité‑. No es tan fácil.

– Roxbury ‑dijo Charla, pensativa‑. ¿Eso no está en el condado de Litchfield? Tuve un novio de allí cuando tú ya te habías ido. Greg Tanner, un auténtico bombón. Su padre era médico. Roxbury es un sitio bastante bonito. Está a unos ciento cincuenta kilómetros de Manhattan.

Me senté en el taburete, anonadada. No podía creer que encontrar a Sarah Starzynski fuese tan fácil ni tan rápido. Acababa de aterrizar. Ni siquiera había hablado con mi hija, y ya casi tenía localizada a Sarah. Seguía viva. Parecía algo imposible, irreal.

– Oye ‑se me ocurrió‑, ¿cómo sabemos que es ella?

Charla estaba sentada junto a la mesa, encendiendo el ordenador portátil. Cogió el bolso, buscó sus gafas, se las puso y las deslizó por el puente de su nariz.

– Ahora mismo lo averiguamos.

Me puse detrás de ella. Sus dedos corrían con destreza por el teclado.

– ¿Qué estás haciendo? ‑le pregunté, intrigada.

– Cálmate ‑me dijo mientras seguía tecleando. Miré por encima de su hombro y vi que ya había entrado en Internet.

En la pantalla decía: «Bienvenidos a Roxbury, Connecticut. Acontecimientos, vida social, gente, pisos».

– Perfecto. Justo lo que necesitamos ‑dijo Charla observando la pantalla. Me quitó suavemente el trozo de papel de la mano, cogió el teléfono otra vez y marcó el número que había escrito.

Esto estaba yendo demasiado rápido. Me estaba cortando la respiración.

– ¡Charla, espera! ¿Qué demonios vas a decir, por el amor de Dios?

Tapó el auricular con la mano. Sus ojos azules me miraron con indignación por encima de la montura de las gafas.

– ¿Confías en mí, o no? Recurrió a su voz de abogada, dominante, controlada, y yo sólo pude asentir. Me sentía impotente y muy nerviosa, por lo que me levanté y me puse a dar paseos por la cocina, toqueteando los electrodomésticos y las superficies cromadas.

Cuando volví la mirada hacia mi hermana, vi que estaba sonriendo.

– Creo que deberías beber un poco de vino, después de todo. No te preocupes por la identificación de llamada entrante. El 212 no aparecerá en pantalla. ‑De repente levantó un dedo y señaló al teléfono‑. Sí, hola, buenas noches. ¿La señora Rainsferd?

No pude reprimir una sonrisa al escuchar la voz nasal que había puesto. Siempre se le había dado bien cambiar la voz.

– Oh, vaya… ¿Ha salido?

Así que «la señora Rainsferd» había salido. Eso quería decir que realmente existía una señora Rainsferd. Seguí escuchándola, incrédula.

– Sí, verá, soy Sharon Burstall, de la biblioteca Minor Memorial, en South Street. Me preguntaba si estarían interesados en venir a nuestro primer encuentro estival, que tendrá lugar el 2 de agosto… Oh, comprendo. Vaya, lo siento, señora. Hum. Sí. Disculpe las molestias, señora. Gracias. Adiós.

Colgó el teléfono y me dirigió una sonrisa de autosuficiencia.

– ¿Y bien? ‑le pregunté.

– La mujer con la que he hablado es la enfermera de Richard Rainsferd. Es un hombre anciano, y sufre una enfermedad que lo mantiene postrado en la cama. Necesita un tratamiento especial, así que va a visitarle todas las tardes.

– ¿Y la señora Rainsferd? ‑pregunté, impaciente.

– Debe de estar al llegar.

Miré a Charla, sin comprender nada.

– ¿Y qué hago? ‑le dije‑. ¿Me presento allí?

Mi hermana se echó a reír.

– ¿Se te ocurre alguna otra idea?

 

A llí estaba. El número 2299 de Shepaug Drive. Paré el motor y me quedé dentro del coche, con las manos sudorosas apoyadas sobre las rodillas.

Desde donde estaba podía ver la casa, detrás de las dos columnas de piedra gris de la entrada. Era un edificio achaparrado, de estilo colonial, construido probablemente a finales de los años treinta. No tan impresionante como las mansiones de un millón de dólares que había visto de camino hasta aquí, pero era una casa elegante y armoniosa.

Mientras conducía por la carretera 67 me quedé impresionada por la belleza agreste y rural del condado de Litchfield: colinas ondulantes, ríos que brillaban como espejos y una vegetación verde y exuberante en pleno verano. Había olvidado el calor que puede llegar a hacer en Nueva Inglaterra. Sudando a chorros a pesar del aire acondicionado del coche. Me arrepentí de no haber traído una botella de agua mineral. Tenía la garganta seca.

Charla me había comentado que los habitantes de Roxbury eran gente acaudalada. Roxbury era uno de esos lugares pintorescos que nunca se pasan de moda y de los que uno nunca se aburre, me dijo. Al parecer, allí había artistas, escritores, estrellas de cine. Me pregunté en qué se ganaba la vida Richard Rainsferd. ¿Había tenido siempre esa casa, o se había mudado con Sarah desde Manhattan? Y los hijos, ¿cuántos hijos tendrían? A través del parabrisas observé la fachada de piedra de la casa y conté las ventanas. Calculé que debía de tener dos o tres dormitorios, a menos que la parte trasera fuera más grande de lo que creía. Si tenían hijos, serían de mi edad, así que también podían tener nietos. Estiré el cuello para ver si había algún coche aparcado delante de la casa, pero sólo alcancé a ver un garaje cerrado y separado de la casa.

Miré el reloj. Acababan de dar las dos. Sólo había tardado un par de horas en coche desde la ciudad. Charla me había prestado su Volvo, que estaba tan impoluto como su cocina. Pensé que ojalá me hubiera acompañado, pero no había conseguido cancelar sus citas.

– Lo harás muy bien, hermanita ‑me había asegurado, lanzándome las llaves del coche‑. Mantenme al corriente, ¿vale?

Esperé sentada en el Volvo, aún más nerviosa por culpa de aquel calor pegajoso. ¿Qué demonios iba a decirle a Sarah Starzynski? Ni siquiera podía llamarla así. Tampoco Dufaure. Ahora era la señora Rainsferd, llevaba cincuenta años siéndolo. Me parecía imposible salir del coche, tocar el timbre de bronce que estaba viendo a la derecha de la puerta principal y decir por las buenas: «Sí, hola, señora Rainsferd, usted no me conoce, me llamo Julia Jarmond y quiero charlar con usted sobre la calle Saintonge y lo que ocurrió allí, y hablarle de la familia Tézac, y…».

Sonaba poco convincente, artificial. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había recorrido todo ese camino? Debería haberle escrito una carta y esperar a que ella me respondiera. Presentarme allí era ridículo, una ocurrencia patética. De todas formas, ¿qué esperaba? ¿Que me recibiera con los brazos abiertos, me sirviera una taza de té y me dijera: «Pues claro que perdono a la familia Tézac»? Qué locura. Era surrealista. Había ido allí para nada. Lo mejor era que me largara enseguida.

Estaba a punto de dar marcha atrás para irme cuando me sobresaltó una voz.

– ¿Buscas a alguien?

Me di la vuelta sobre el asiento empapado de sudor, y vi a una mujer de unos treinta y cinco años. Tenía la piel bronceada, el pelo negro y corto, y complexión robusta.

– Sí, a la señora Rainsferd, pero no estoy segura de haber dado con la dirección correcta.

La mujer sonrió.

– Ésta es la dirección correcta, pero mi madre no está. Ha salido a comprar, pero volverá en unos veinte minutos. Me llamo Ornella Harris, y vivo en la casa de al lado.

Estaba contemplando a la hija de Sarah Starzynski. La hija de Sarah Starzynski en persona.

Intenté mantener la calma y sonreír con educación.

– Me llamo Julia Jarmond.

– Encantada de conocerte. ¿En qué puedo ayudarte?

Me exprimí el cerebro para inventarme una excusa.

– Bueno, sólo quería ver a tu madre. Debería haber llamado, y todo eso, pero como pasaba por Roxbury, se me ocurrió acercarme por aquí y saludarla…

– ¿Eres amiga de mamá? ‑me preguntó.

– No exactamente. Hace poco conocí a un primo suyo, y me dijo que vivía aquí…

El rostro de Ornella se iluminó.

– Oh, seguro que es Lorenzo. ¿Le conociste en Europa?

– La verdad es que sí, en París.

Ornella soltó una risita. ‑Sí, es tremendo, el tío Lorenzo… Mamá le adora. No viene mucho a vernos, pero nos llama a menudo.

Levantó la barbilla hacia mí.

– Oye, ¿quieres pasar a tomar un té helado, o cualquier otra cosa? Aquí fuera hace un calor de mil demonios. Así haces tiempo mientras viene mamá. Oiremos el coche en cuanto llegue.

– No quisiera molestar…

– Mis hijos están fuera, navegando en el lago Lillinoah con su padre, así que no es ninguna molestia. ¡Vamos, estás en tu casa!

Salí del coche, cada vez más nerviosa, y seguí a Ornella por el patio de la casa de al lado, que era del mismo estilo que la residencia de los Rainsferd. El césped estaba sembrado de juguetes de plástico: Frisbees, Barbies decapitadas y piezas de Lego. Me senté a la sombra, y me pregunté si Sarah Starzynski se acercaba a menudo a ver jugar a sus nietos. Viviendo justo al lado, lo fácil es que viniera todos los días.

Ornella me dio un buen vaso de té helado que yo acepté agradecida. Bebimos en silencio.

– ¿Vives por aquí? ‑preguntó por fin.

– No, vivo en Francia, en París. Me casé con un francés.

¡Guau, París…! ‑exclamó‑. Es una ciudad preciosa, ¿no?

– Sí, pero me alegro mucho de volver a casa. Mi hermana vive en Manhattan, y mis padres en Boston. He venido a pasar el verano con ellos.

Sonó el teléfono. Ornella fue a cogerlo. Murmuró unas pocas palabras y volvió al patio.

– Era Mildred ‑dijo.

– ¿Mildred? ‑pregunté, sin entender.

– La enfermera de mi padre.

La mujer con la que Charla había hablado por teléfono el día anterior. La que había mencionado al anciano postrado en la cama.

– ¿Tu padre está… mejor? ‑pregunté con timidez.

Negó con la cabeza.

– Por desgracia, no. El cáncer está muy avanzado. No saldrá de esta. Ya ni siquiera habla, está inconsciente.

– Lo siento mucho ‑le dije.

– Gracias a Dios que tengo el apoyo de mamá. Ella es quien me está ayudando a soportar esto, y no al revés. Es estupenda. Y Eric, mi marido, también. No sé qué haría sin ellos dos.

Asentí. Entonces oímos el ruido de las ruedas de un coche sobre la grava.

– Es mamá ‑dijo Ornella.

Oí cerrarse la puerta de un coche y el crujido de unos pasos sobre los guijarros. Luego escuché una voz por encima del seto, chillona y dulce:

– ¡Nella! ¡Nella!

Tenía un tono cantarín, extranjero.

– Ven, mamá.

El corazón me dio un vuelco. Tuve que llevarme la mano al esternón para controlarlo. Según seguía el bamboleo de las caderas cuadradas de Ornella, sentí que iba a desmayarme de los nervios y la emoción.

Iba a conocer a Sarah Starzynski. Iba a verla con mis propios ojos. Dios sabía lo que iba a decirle.

Aunque estaba justo a mi lado, oía la voz de Ornella como si estuviera a muchos metros de mí.

– Mamá, ésta es Julia Jarmond, una amiga del tío Lorenzo. Viene de París, y está de paso por Roxbury…

La mujer sonriente que se dirigía hacia mí llevaba un vestido rojo que le llegaba hasta los tobillos. Tenía cerca de sesenta años. Tenía la misma figura robusta que su hija: hombros redondos, muslos rellenitos y unos brazos gruesos. Tenía el pelo negro, con algunas canas, y lo llevaba recogido en un moño. Su piel estaba bronceada y sus ojos eran de color negro azabache.

Ojos negros.

No era Sarah Starzynski. Eso era evidente.

 

A sí que eres amiga de Lorenzo? ¡Encantada de conocerte!

Su acento italiano era genuino, no cabía duda. Todo en aquella mujer era italiano.

Di un paso atrás, y empecé a tartamudear.

– Lo…, lo siento, lo siento mucho…

Ornella y su madre se quedaron mirándome. Sus sonrisas empezaron a difuminarse, hasta que desaparecieron.

– Creo que me he equivocado de señora Rainsferd.

– ¿Que te has equivocado de señora Rainsferd? ‑repitió Ornella.

– Estoy buscando a Sarah Rainsferd ‑dije‑. He cometido un error.

La madre de Ornella suspiró y me dio unas palmaditas en el hombro.

– Por favor, no te preocupes. Esas cosas pasan.

– Me marcho ‑dije, con la cara como un tomate‑. Siento haberles hecho perder el tiempo.

Me di la vuelta y me dirigí hacia el coche, temblando de frustración y de vergüenza.

– ¡Espera! ‑oí decir a la señora Rainsferd‑. ¡Por favor, espera!

Me detuve. Me alcanzó, y me puso la mano regordeta en el hombro.

– Escucha, no te has equivocado. Fruncí el ceño.

– ¿Qué quiere decir?

– La chica francesa, Sarah, fue la primera esposa de mi marido.

Me quedé mirándola.

– ¿Sabe dónde está? ‑le pregunté.

Su mano regordeta volvió a darme una palmadita, y sus ojos negros se entristecieron.

– Querida, está muerta. Falleció en 1972. Siento mucho tener que decírtelo.

Tardé siglos en asimilar aquellas palabras. La cabeza me daba vueltas. Tal vez era por el calor, el sol me estaba dando de lleno.

– ¡Nella! ¡Trae un poco de agua!

La señora Rainsferd me cogió del brazo, me llevó de vuelta al porche, me sentó en un banco de madera con cojines y me ofreció agua. Bebí con los dientes castañeteando contra el borde de cristal, y después le devolví el vaso.

– Siento mucho haberte dado esa noticia, de veras.

– ¿Cómo murió? ‑pregunté, con la voz ronca.

– Fue un accidente de coche. Richard y ella ya vivían en Roxbury desde principios de los sesenta. El coche de Sarah patinó sobre una placa de hielo y se estrelló contra un árbol. Aquí en invierno las carreteras son muy peligrosas. Murió en el acto.

No fui capaz de hablar. Estaba completamente destrozada.

– Pobrecita, qué disgusto te he dado ‑me dijo, acariciándome la cara con un gesto muy maternal.

Respondí que no con un movimiento de cabeza y murmuré algo. Me sentía agotada, sin energía, como una cascara hueca. La idea de conducir de vuelta a Nueva York me daba ganas de gritar. Y después… ¿Qué iba a decirle a Edouard y a Gaspard? ¿Cómo iba a contarles que estaba muerta, así, sin más, y que ya no se podía hacer nada?

Estaba muerta. Muerta a los cuarenta años. Había desaparecido. Se había ido.

Sí, Sarah estaba muerta y ya nunca podría hablar con ella. No podría decirle que lo sentía, de parte de Edouard, ni contarle cuánto se había preocupado de ella la familia Tézac. Tampoco podría explicarle que Gaspard y Nicolas Dufaure la echaban de menos, que le mandaban su cariño. Era demasiado tarde. Había llegado treinta años tarde.

– Yo no llegué a conocerla en persona ‑me estaba diciendo la señora Rainsferd‑. A Richard y a mí nos presentaron dos años después. Era un hombre triste. Y el chico…

Levanté la cabeza y le presté toda mi atención.

– ¿El chico?

– Sí, William. ¿Conoces a William?

– ¿El hijo de Sarah?

– Sí, el hijo de Sarah.

– Mi hermanastro ‑añadió Ornella.

Volví a recobrar la esperanza.

– No, no lo conozco. Hábleme de él.

– Pobre bambino, sólo tenía doce años cuando murió su madre. Aquello le partió el corazón. Yo lo crié como si fuera mío y conseguí que amara Italia. Por eso se casó con una chica italiana, de mi pueblo. La mujer sonreía con orgullo.

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