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París, mayo de 2002 17 page
– ¿Vive en Roxbury? ‑pregunté. – ¡Mamma mia, no! William vive en Italia. Se fue de Roxbury en 1980, cuando tenía veinte años, y se casó con Francesca en 1985. Tiene dos niñas encantadoras. Viene a ver a su padre de vez en cuando, y también a Nella y a mí, pero no lo hace muy a menudo. Odia este lugar. Le recuerda la muerte de su madre. Me sentí mucho mejor de repente. Tenía menos calor, me llegaba más el aire. Me di cuenta de que respiraba mejor. – Señora Rainsferd… ‑empecé. – Por favor ‑me dijo‑, llámame Mara. – Mara ‑accedí‑, necesito hablar con William. Necesito conocerlo. Es muy importante. ¿Podrías darme su dirección en Italia?
L a conexión era horrible y apenas podía oír la voz de Joshua. – ¿Que necesitas un anticipo? ‑exclamó‑. ¿En mitad del verano? – ¡Sí! ‑grité, avergonzada por el tono de incredulidad de su voz. – ¿Cuánto? Se lo dije. – Oye, ¿qué ocurre, Julia? ¿Es que el fenómeno de tu marido se ha vuelto tacaño de repente? Suspiré con impaciencia. – ¿Puedes dármelo o no, Joshua? Es importante. – Pues claro que sí ‑me respondió‑. Es la primera vez en muchos años que me pides dinero. Espero que no estés metida en un lío. – No estoy metida en ningún lío. Sólo necesito hacer un viaje. Eso es todo. Y he de hacerlo cuanto antes. – Ah. ‑Pude sentir cómo aumentaba su curiosidad‑. Y ¿adónde vas? – Voy a llevar a mi hija a la Toscana. Te lo explicaré en otro momento. Mi tono fue rotundo y concluyente, y debió de pensar que era inútil tratar de sonsacarme. Podía palpar su irritación, aunque fuera desde París. El anticipo estaría en mi cuenta a partir de última hora de la tarde, me anunció en tono seco. Le di las gracias y colgué. Luego puse las manos bajo la barbilla y pensé. Si le decía a Bertrand lo que iba a hacer, me montaría un número. Lo haría todo complicado, difícil. No podía permitirlo. Podía contárselo a Edouard… No, era pronto. Demasiado pronto. Primero tenía que hablar con William Rainsferd. Ya tenía su dirección, así que iba a ser fácil localizarle. Hablar con él era otro asunto. También estaba Zoë. ¿Cómo le iba a sentar que interrumpiera sus vacaciones en Long Island y ni siquiera la llevara a Nahant, a casa de sus abuelos? Eso me preocupó al principio, pero luego pensé que no le importaría. Zoë nunca había estado en Italia, y además podía compartir con ella el secreto. Podía contarle la verdad, que íbamos a conocer al hijo de Sarah Starzynski. Pero luego estaban mis padres. ¿Cómo podía abordar la cuestión? Me estaban esperando en Nahant, cuando terminara mi estancia en Long Island. ¿Qué demonios iba a contarles? – Ya ‑dijo Charla cuando se lo expliqué todo, más tarde‑. Sí, claro, te vas a la Toscana con Zoë, encuentras a ese tipo y le dices que lo sientes sesenta años después. – Bueno, ¿y por qué no? ‑le pregunté. Charla suspiró. Estábamos sentadas en el amplio salón que utilizaba como despacho en el segundo piso de la casa. Su marido llegaba esa misma noche. La cena esperaba en la cocina, la habíamos preparado entre las dos. A Charla le encantaban los colores llamativos, como a Zoë. Aquel salón era un batiburrillo de colores: verde pistacho, rojo rubí y naranja chillón. La primera vez que lo vi empecé a sentir pinchazos en la cabeza, pero había acabado por acostumbrarme, y en el fondo, lo encontraba intensamente exótico. Yo siempre he tendido hacia los colores neutros y sosos, como el marrón, el beis, el blanco o el gris, incluso para vestir. Charla y Zoë preferían las sobredosis de tonos brillantes, pero conseguían que les sentaran bien. Yo las envidiaba y admiraba a las dos por su audacia. – Deja de comportarte como la hermana mayor que da órdenes. Estás embarazada, no lo olvides. No creo que ese viaje sea una buena idea en este preciso momento. No dije nada. Tenía razón. Se levantó y se fue a poner un viejo disco de Carly Simon, You're so vain, con Mick Jagger dando berridos en los coros. Se dio la vuelta y me miró fijamente. – ¿De verdad necesitas encontrar a ese hombre ahora mismo, en este mismo instante? Quiero decir, ¿no puedes esperar un poco? De nuevo, lo que decía tenía su lógica. Pero le devolví la mirada. – Charla, no es tan sencillo. No, no puedo esperar. Y tampoco puedo explicarlo. Es demasiado importante. Es lo más importante de mi vida ahora mismo, aparte del bebé. Volvió a suspirar. – Esta canción de Carly Simon me recuerda a tu marido. «You're so vain, I betcha think this song is about you… [26] ». Solté una carcajada sardónica. – ¿Qué demonios vas a decirles a papá y a mamá? ‑me preguntó‑. ¿Cómo vas a explicarles que no vas a Nahant, por no hablar del bebé? – Algo se me ocurrirá. – Pues entonces piensa en ello. Piénsatelo bien. – Ya lo he hecho. Se puso detrás de mí y me masajeó los hombros. – ¿Eso significa que ya lo tienes todo organizado? ¿Tan pronto? – Ajá. – Eres muy rápida. Me gustaba sentir el tacto de sus manos en los hombros; era cálido y adormecedor. Me dediqué a contemplar el abigarrado despacho de Charla. La mesa estaba cubierta de archivos y libros, y las livianas cortinas de color rubí ondeaban suavemente con la brisa. La casa estaba tranquila sin los niños de Charla. – ¿Y dónde vive ese tipo? ‑me preguntó. – Ese tipo tiene nombre. Se llama William Rainsferd y vive en Lucca. – ¿Dónde está eso? – Es una ciudad pequeña entre Florencia y Pisa. – ¿A qué se dedica? – He buscado su nombre en Internet, aunque su madrastra ya me lo había dicho. Es crítico gastronómico, y su mujer escultora. Tienen dos hijos. – ¿Y cuántos años tiene William Rainsferd? – Pareces un policía. Nació en 1959. – Y tú vas a meterte en su vida como un elefante en una cacharrería. Le aparté las manos, irritada. – ¡Pues claro que no! Sólo quiero que conozca nuestra versión de la historia. Quiero asegurarme de que sepa que nadie ha olvidado lo que ocurrió. Una sonrisa irónica. – Posiblemente él tampoco lo ha olvidado. Su madre tuvo que cargar con ello durante toda su vida, así que a lo mejor él no quiere recordarlo. Se oyó un portazo en el piso de abajo. – ¿Hay alguien en casa? ¿Dónde están mi hermosa dama y su hermana de Paguís? Unos pasos subían las escaleras. Era Barry, mi cuñado. El rostro de Charla se iluminó. Se la veía muy enamorada, y yo me alegraba por ella. Después de un divorcio complicado y doloroso, volvía a ser feliz de verdad. Cuando los vi besarse me acordé de Bertrand. ¿Qué sería de mi matrimonio? ¿Qué camino iba a tomar? ¿Funcionaría? Aparté la idea de la cabeza mientras bajaba las escaleras con Charla y con Barry. Más tarde, en la cama, me volvieron a la mente las palabras de Charla sobre William Rainsferd. «A lo mejor no quiere recordarlo». Pasé la mayor parte de la noche dando vueltas entre las sábanas. A la mañana siguiente, me dije a mí misma que no tardaría en averiguar si William Rainsferd tenía algún problema en hablar sobre su madre y su pasado. Después de todo, iba a ir a verlo y a hablar con él. En un par de días, Zoë y yo saldríamos del JFK hacia París, y de ahí a Florencia. Al darme su dirección, Mara me había dicho que William Rainsferd siempre pasaba las vacaciones de verano en Lucca. Y además había tenido el detalle de llamarle para avisarle. William Rainsferd era consciente de que una tal Julia Jarmond iba a llamarle. Eso era todo lo que sabía.
E l calor de la Toscana no tenía nada que ver con el de Nueva Inglaterra. Era excesivamente seco, sin un ápice de humedad. Al salir del aeropuerto Peterola de Florencia en compañía de Zoë, el calor era tan abrasador que pensé que me iba a arrugar como una pasa, deshidratada. Seguía atribuyéndoselo todo a mi embarazo, y me consolaba diciéndome a mí misma que no era normal en mí sentir ese cansancio. El desfase horario tampoco ayudaba mucho. Me daba la sensación de que el sol me apuñalaba, de que me atravesaba la piel y los ojos a pesar del sombrero de paja y las gafas oscuras. Había alquilado un coche, un Fiat de aspecto modesto que nos esperaba en medio de un aparcamiento a pleno sol. El aire acondicionado no era ninguna maravilla. Mientras daba marcha atrás, me pregunté si de verdad quería conducir aquel trayecto de cuarenta minutos hasta Lucca. Me moría por una habitación fresca y oscura, y por dormir entre sábanas finas y suaves, pero mi hija tenía energías de sobra y me hizo seguir adelante. No dejaba de hablar y de señalarme el color del cielo, un azul intenso y sin nubes, los cipreses alineados a ambos lados de la carretera, los olivos plantados en pequeñas hileras, las casas viejas y desvencijas que se veían a lo lejos, encaramadas a lo alto de los montes. – Eso de ahí es Montecatini ‑comentó, señalando con el dedo al mismo tiempo que leía una guía turística‑, famoso por su balneario de lujo y sus vinos. Mientras yo conducía, Zoë me leía en voz alta información sobre Lucca. Era una de las pocas ciudades toscanas que conservaba la muralla medieval, que circunvalaba el casco antiguo de la ciudad, de tráfico restringido para vehículos. Había mucho que ver, prosiguió Zoë: la catedral, la iglesia de San Michele, la torre de Guinigui, el museo Puccini, el palazzo Mansi… Yo sonreí, animada por su buen humor, y ella me devolvió la mirada. – Supongo que no disponemos de mucho tiempo para hacer visitas turísticas ‑repuso con una mueca‑. Tenemos trabajo que hacer, ¿no es así? – En efecto ‑contesté. Zoë ya había encontrado la dirección de William Rainsferd en el callejero de Lucca. No estaba muy lejos de Via Fillungo, la arteria principal de la ciudad, una larga calle peatonal donde se encontraba Casa Giovanna, la pensión en la que había reservado habitaciones. Cuando nos acercábamos a Lucca y al laberíntico anillo de carreteras que la rodeaba, me percaté de que debía concentrarme en las erráticas maniobras de los coches a mi alrededor, ya que paraban, giraban o cambiaban de carril sin avisar. Son peores aún que los parisinos, y empecé a sentirme cada vez más nerviosa e irritable. Además, tenía una molestia en el abdomen que no me gustaba, y que se parecía de forma sospechosa al dolor menstrual. ¿Sería algo, que había comido en el avión y no me había sentado bien, o se trataba de algo peor? Empezaba a sentirme aprensiva. Charla tenía razón, era una locura haber viajado en estas condiciones. Aún no llevaba ni tres meses de gestación. Debería haber esperado; no pasaba nada porque William Rainsferd aguardara mi visita otros seis meses. Pero entonces miré la cara de Zoë. Era hermosa, radiante de alegría y de emoción. Aún no sabía que Bertrand y yo íbamos a separarnos. La manteníamos al margen, ajena a nuestros planes. Éste iba a ser un verano que jamás olvidaría. Y mientras conducía el Fiat a uno de los aparcamientos gratuitos que había cerca de las murallas, decidí que iba a conseguir que esta parte de las vacaciones fuera lo mejor posible para ella. Le dije a Zoë que necesitaba poner los pies en alto durante un rato. Mientras ella charlaba en la recepción con la simpática Giovanna, una mujer más bien pechugona y de voz sensual, me di una ducha fría y me tumbé un rato en la cama. El dolor de la tripa se fue mitigando poco a poco. Nuestras habitaciones contiguas eran pequeñas y estaban en lo alto de un edificio, antiguo e imponente, pero eran muy cómodas. Seguía pensando en la voz que puso mi madre cuando la llamé desde casa de Charla para decirle que no iba a ir a Nahant, y que llevaba a Zoë de vuelta a Europa. Por sus pausas breves y la forma de carraspear, se notaba que estaba preocupada. Al final me preguntó si todo iba bien. Le contesté en tono animado que sí, que me había surgido la oportunidad de visitar Florencia con Zoë, y que después volvería a Estados Unidos a verla a ella y a mi padre. «¡Pero si acabas de llegar! ¿Y por qué te marchas cuando sólo llevas con Charla un par de días? ‑protestó‑. ¿Y por qué interrumpes las vacaciones de Zoë? La verdad, no lo entiendo. Hace poco no parabas de decir cuánto echabas de menos Estados Unidos. Todo esto es demasiado precipitado…». Me sentía culpable, pero ¿cómo iba a explicarles la historia entera a ella y a mi padre por teléfono? Algún día, pero no en ese momento, me prometí. Aún me sentía culpable, allí, tumbada sobre un edredón rosa con un ligero aroma a lavanda. Ni siquiera le había dicho a mi madre que estaba embarazada. Y tampoco se lo había confesado a Zoë. Me moría de ganas por contarles mi secreto, y a mi padre también, pero algo me lo impedía, una extraña superstición, un recelo profundamente arraigado que no había sentido hasta entonces. En los últimos meses, mi vida parecía haber experimentado cambios muy sutiles. ¿Tendría que ver con Sarah y con la calle Saintonge, o era que al fin había madurado, aunque fuese a destiempo? Era incapaz de decirlo. Lo único que sabía era que me sentía como si hubiera emergido de una espesa niebla que lo difuminaba todo y me había protegido hasta entonces. En ese momento, mis sentidos estaban aguzados, alerta; ya no había niebla ni nada que difuminara lo que me rodeaba. Sólo había hechos. Tenía que encontrar a ese hombre, y decirle que ni los Tézac ni los Dufaure se habían olvidado de su madre. Estaba impaciente por verlo. Él se encontraba allí, en esa misma ciudad, y tal vez en aquel preciso instante estuviese dando un paseo por la bulliciosa Via Fillungo. Según estaba tumbada en mi habitación, mientras por la ventana se colaban las voces y las risas procedentes de aquella angosta callejuela, acompañadas por el estrépito ocasional de una Vespa o el sonido agudo del timbre de una bicicleta, me sentía más cerca de Sarah que nunca, porque iba a conocer a su hijo, su carne, su sangre. Era lo más cerca que jamás podría llegar a estar de la niña de la estrella amarilla. Estira el brazo, coge ese teléfono y llámale. Es así de fácil, me insté una y otra vez, mas era incapaz de hacerlo. Me quedé mirando con impotencia aquel obsoleto teléfono negro, y suspiré enfadada y desesperada conmigo misma. Seguí tumbada, sintiéndome estúpida y algo avergonzada. Me di cuenta de que estaba tan obsesionada con el hijo de Sarah que ni siquiera me había fijado en el encanto y la belleza de Lucca. La había recorrido como una sonámbula detrás de Zoë, que se manejaba con tanta soltura por aquellas calles antiguas, intrincadas y sinuosas como si llevara toda la vida viviendo allí. No, no había visto nada de Lucca. Todo me daba igual, salvo William Rainsferd. Y era incapaz de llamarle. Zoë entró en la habitación y se sentó al borde de la cama. – ¿Te encuentras bien? ‑me preguntó. – He descansado algo ‑le contesté. Sus ojos color avellana examinaron mi cara con atención. – Creo que deberías reposar un poquito más, mamá. Fruncí el ceño. – Tú descansa, mamá. Giovanna me dará algo de comer. No tienes que preocuparte por mí, todo está controlado. No pude evitar una sonrisa ante la seriedad de su tono. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta. – Mamá… – Dime, cielo. – ¿Papá sabe que estamos aquí? No le había consultado a Bertrand la idea de traerme a Zoë a Lucca. Sin duda, se pondría hecho un basilisco cuando se enterara. – No, no lo sabe, cariño. Zoë jugueteó con la manilla de la puerta. – ¿Os habéis enfadado? Con aquellos ojos tan claros y solemnes era inútil mentir. – Sí, cariño. Papá no está de acuerdo en que yo trate de averiguar más cosas sobre Sarah. Si se entera, no le va a hacer ninguna gracia. – Pues el abuelo lo sabe. Me incorporé, sorprendida. – ¿Has hablado con tu abuelo de todo esto? Asintió. – Sí. Ya sabes que se interesa mucho por Sarah. Le llamé desde Long Island y le informé de que tú y yo íbamos a venir aquí para conocer a su hijo. Yo sabía que tú ibas a llamarle tarde o temprano, pero estaba tan emocionada que necesitaba contárselo. – ¿Y qué te dijo? ‑pregunté, impresionada por la franqueza de mi hija. – Me dijo que hacíamos bien en venir aquí. Y que pensaba decírselo a papá si se le ocurría montarte una escena. También me dijo que eres una persona maravillosa. – ¿Que Edouard dijo eso? – Sí. Sacudí la cabeza, desconcertada a la vez que conmovida. – El abuelo añadió algo más. Me dijo que tenías que tomarte las cosas con calma, y que me asegurara de que no te cansabas en exceso. Así que Edouard sabía que estaba embarazada. Había hablado con Bertrand. Probablemente, padre e hijo habían tenido una larga conversación, lo cual significaba que Bertrand ya debía de saber todo lo acontecido en el apartamento de la calle Saintonge en el verano de 1942. La voz de Zoë desvió mis pensamientos de Edouard. – ¿Mamá, por qué no llamas a William y quedas con él? Me senté en la cama. – Tienes razón, cielo. Cogí el papel en el que Mara me había escrito la dirección de William y marqué el número en aquel teléfono tan anticuado. El corazón me dio un vuelco. Aquello era surrealista, pensé. Allí estaba yo, llamando al hijo de Sarah. Escuché un par de tonos irregulares y después el zumbido de un contestador. Era una voz de mujer en italiano, muy deprisa. Colgué de inmediato, sintiéndome idiota. – Eso es una tontería ‑me regañó Zoë‑. Nunca hay que colgarle al contestador. Me lo has dicho miles de veces. Volví a marcar, sonriendo ante lo maduro de su reproche. Esta vez esperé el pitido, y cuando hablé me salió de un tirón, como si llevara días ensayándolo. – Buenas tardes. Soy Julia Jarmond. Llamo de parte de la señora Mara Rainsferd. Mi hija y yo estamos en Lucca. Nos alojamos en Casa Giovanna, en Via Fillungo. Nos quedaremos un par de días. Espero tener noticias suyas. Gracias. Adiós. Colgué el auricular en el soporte negro, aliviada y al mismo tiempo decepcionada. – Bien ‑me dijo Zoë‑ Ahora descansa otro poco. Luego te veo. Me plantó un beso en la frente y salió de la habitación. Cenamos en un pequeño y coqueto restaurante ubicado detrás del hotel, cerca del anfiteatro, un círculo amplio de casas antiguas donde siglos atrás se celebraban juegos medievales. Recuperada después del descanso, disfruté del colorido desfile de turistas, nativos, vendedores ambulantes, niños, palomas. Descubrí que a los italianos les encantan los niños. Los camareros y tenderos llamaban «Principessa» a Zoë, y la piropeaban, le sonreían, le daban tironcitos de las orejas, le pellizcaban la nariz y le acariciaban el pelo. Al principio me ponía nerviosa, pero ella disfrutaba con eso, y ensayaba sus rudimentos de italiano con tesón: «Sono francese e americana, mi chiamo Zoë». El calor había remitido, y ahora soplaban ráfagas de brisa fresca. Aun así, sabía que en nuestras habitaciones, que estaban en el último piso, la temperatura debía de ser sofocante. Los italianos, como los franceses, no le profesaban mucho cariño al aire acondicionado, pero esta noche no me habría importado sentir la ventisca helada de uno de esos aparatos. Cuando volvimos a Casa Giovanna, atontadas por el desfase horario, nos encontramos con una nota pinchada en la puerta. «Per favore telefonare William Rainsferd». Me quedé paralizada, y Zoë dio un grito de alegría. – ¿Ahora? ‑dije. – Bueno, sólo son las nueve menos cuarto ‑me animó Zoë. – Vale ‑respondí mientras abría la puerta con dedos temblorosos. Me pegué el auricular negro a la oreja y marqué el número por tercera vez en el día. «El contestador», le dije a Zoë vocalizando, pero sin hablar. «Habla», me respondió ella del mismo modo. Después del pitido murmuré mi nombre y luego vacilé. Estaba a punto de colgar cuando una voz masculina me dijo: – ¿Hola? Acento americano. Era él. – Hola ‑respondí‑. Soy Julia Jarmond. – Hola ‑dijo él‑. Estoy en mitad de la cena. – Oh, lo siento… – No se preocupe. ¿Quiere que quedemos mañana antes de almorzar? – Claro ‑le contesté. – Hay un café muy agradable en la muralla, pasado el palazzo Mansi. ¿Nos vemos allí a eso de las doce? – Perfecto ‑le dije‑. Mmm… ¿cómo nos reconoceremos? Soltó una carcajada. – No se preocupe. Lucca es un lugar muy pequeño. La encontraré. Una pausa. – Adiós ‑dijo, y colgó. El dolor de tripa reapareció a la mañana siguiente. No era muy fuerte, pero sí molesto y persistente. Decidí no hacerle caso. Si me seguía doliendo después de comer, le pediría a Giovanna que avisara a un médico. De camino al café me preguntaba cómo iba a abordar el tema con William. Había ido posponiendo el asunto y ahora me daba cuenta de que no debería haberlo hecho. Iba a remover recuerdos tristes y dolorosos. Tal vez no quisiera hablar de su madre en absoluto, y ya había pasado página sobre todo aquello. Había rehecho su vida aquí, lejos de Roxbury y de Saintonge, una vida pacífica e idílica. Y aquí estaba yo para despertar de nuevo su pasado. Y a sus muertos. Zoë y yo descubrimos que se podía pasear por la gruesa muralla medieval que rodeaba la pequeña ciudad. Era alta y sólida, y en lo alto había un amplio camino bordeado por una densa hilera de castaños. Nos mezclamos con el incesante desfile de corredores, paseantes, ciclistas, patinadores, madres con sus hijos, ancianos que hablaban a voces, adolescentes en sus scooters, turistas. El café estaba un poco más allá, a la sombra de unos árboles frondosos. Me acerqué con Zoë. Me sentía un poco mareada, casi aturdida. La terraza estaba vacía salvo por una pareja de mediana edad que tomaba un helado y unos turistas alemanes que estudiaban un mapa. Me bajé el sombrero sobre los ojos y me alisé la falda. Luego, mientras le leía el menú a Zoë, él pronunció mi nombre. – ¿Julia Jarmond? Era un hombre alto y fornido de unos cuarenta y cinco años. Se sentó enfrente de las dos. – Hola ‑le saludó Zoë. Descubrí que no me salían las palabras, y me quedé mirándolo. Tenía el pelo rubio ceniza, con algunos mechones grises y entradas, y la mandíbula cuadrada. Y una hermosa nariz aguileña. – Hola ‑le dijo a Zoë‑. Prueba el tiramisú. Te va a encantar. Se levantó las gafas de sol deslizándoselas por la frente hasta dejarlas en lo alto de la cabeza. Eran los ojos de su madre, rasgados y de color turquesa. Sonrió. – Así que eres periodista, según tengo entendido. Afincada en París, ¿no? He buscado tu nombre en Internet. Tosí, y me dediqué a juguetear con mi reloj de pulsera. – Yo también he buscado el tuyo. Tu último libro es fabuloso, Banquetes toscanos. William Rainsferd suspiró y se dio unas palmaditas en el estómago. – Sí, ese libro ha contribuido de forma generosa a los cinco kilos de los que he sido incapaz de librarme. Le sonreí. Iba a ser complicado cambiar de este tema de conversación tan simple y agradable al otro que tenía en mente. Zoë me lanzó una mirada para animarme a hacerlo. – Has sido muy amable por venir a conocernos… Te lo agradezco mucho… Mi voz sonaba hueca, perdida. – No tiene importancia ‑me dijo con una sonrisa mientras avisaba al camarero chasqueando los dedos. Pedimos un tiramisú y una Coca Cola para Zoë, y dos capuchinos. – ¿Es la primera vez que venís a Lucca? ‑preguntó. Asentí. El camarero acudió a nuestra mesa y William Rainsferd le habló en un italiano rápido y fluido. Ambos se rieron. – Vengo mucho a este café ‑nos explicó‑. Me encanta pasar el rato aquí, incluso en días tan calurosos como éste. Zoë probó el tiramisú, haciendo tintinear la cucharilla en la copa de cristal. Se hizo un repentino silencio. – ¿Qué puedo hacer por ti? ‑me preguntó‑. Mara mencionó algo sobre mi madre. Le di las gracias a Mara en mi interior. Al parecer, me había facilitado las cosas. – No sabía que tu madre había muerto ‑le dije‑. Lo siento mucho. – Gracias ‑me dijo, encogiéndose de hombros, y se echó un terrón de azúcar en el café‑. Ocurrió hace mucho tiempo. Yo era un niño. ¿La conocías? Me pareces un poco joven para haber tratado con ella. Negué con la cabeza. – No, no llegué a conocer a tu madre, pero resulta que voy a mudarme al mismo piso donde ella vivió durante la guerra. Está en la calle Saintonge, en París. Y conozco a gente muy cercana a ella. Por eso estoy aquí, y por eso he venido a verte. Date: 2015-12-13; view: 446; Нарушение авторских прав |