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París, mayo de 2002 18 page





Soltó la taza de café y se quedó mirándome en silencio. Sus ojos eran brillantes y serenos.

Por debajo de la mesa, Zoë me puso su mano pegajosa en la rodilla. Vi pasar a un par de ciclistas. El calor volvía a ser agobiante. Tomé aire.

– No sé muy bien por dónde empezar ‑dije, titubeando‑. Sé que debe de ser duro para ti pensar otra vez en todo aquello, pero estaba convencida de que tenía que hacerlo. Los Tézac, la familia de mi marido, conocieron a tu madre en la calle Saintonge en 1942.

Pensé que el apellido Tézac le sonaría, pero no se inmutó, como tampoco lo hizo al oír el nombre de la calle Saintonge.

– Después de lo que ocurrió…, quiero decir, de los trágicos acontecimientos de julio del 42 y la muerte de tu tío, sólo quería hacerte saber que la familia Tézac no ha podido olvidar a tu madre. Mi suegro, en especial, piensa en ella todos los días desde entonces.

Hubo en silencio. Las pupilas de William Rainsferd parecieron contraerse.

– Lo siento ‑le dije de inmediato‑. Sabía que esto iba a resultarte doloroso.

Cuando por fin habló, su voz sonó rara, casi apagada.

– ¿A qué «trágicos acontecimientos» te refieres?

– Bueno, a la redada del Vel' d'Hiv'… ‑tartamudeé‑. A las familias judías que arrestaron en París en julio del 42…

– Continúa ‑me contestó.

– Y los campos de internamiento… Las familias que enviaron a Auschwitz desde Drancy…

William Rainsferd me mostró las palmas de las manos; abiertas y meneó la cabeza.

– Lo siento, pero no entiendo qué tiene todo esto que ver con mi madre.

Zoë y yo intercambiamos miradas de preocupación.

Pasó un largo minuto. Yo me sentía muy incómoda.

– ¿Has dicho la muerte de un tío mío? ‑preguntó por fin.

– Sí…, Michel. El hermano pequeño de tu madre. En la calle Saintonge.

Silencio.

– ¿Michel? ‑Parecía desconcertado‑. Mi madre no tenía ningún hermano que se llamara Michel. Y jamás había oído hablar de la calle Saintonge. Me parece que no estamos hablando de la misma persona.

– Pero tu madre se llamaba Sarah, ¿no es así? ‑musité, confusa.

El asintió.

– En efecto, Sarah Dufaure.

– Sí, Sarah Dufaure, exacto ‑dije con entusiasmo‑. También, Sarah Starzynski.

Esperaba que se le iluminara la mirada.

– ¿Perdón? ‑dijo con el ceño fruncido‑. Sarah, ¿qué?

– Starzynski. El apellido de soltera de tu madre.

William Rainsferd me miró levantando la barbilla.

– El apellido de soltera de mi madre era Dufaure.

Una alarma sonó dentro de mi cabeza. Algo iba mal. Él no sabía nada.

Aún estaba a tiempo de dejarlo y salir corriendo antes de hacer añicos la paz que reinaba en la vida de aquel hombre.

Me las arreglé para sonreír, murmuré algo sobre un error, arrastré la silla hacia atrás unos treinta centímetros y le dije a Zoë en tono amable que se terminara su postre. No quería hacerle perder más el tiempo, lo sentía muchísimo. Me levanté de la silla, y él también.

– Creo que te has equivocado de Sarah ‑me dijo con una sonrisa‑. No importa, disfrutad de vuestra estancia en Lucca. Ha sido un placer conoceros, de todos modos.

Antes de que pudiera decir una sola palabra, Zoë metió la mano en mi bolso y luego le tendió algo.

William Rainsferd se quedó mirando la fotografía de la niña con la estrella amarilla.

– ¿Es ésta tu madre? ‑le preguntó Zoë con una voz muy tímida.

Pareció como si todo se hubiera callado a nuestro alrededor. No llegaba ningún ruido del ajetreado sendero, y hasta los pájaros parecían haber dejado de cantar. Sólo quedaba el calor, y el silencio.

– Dios santo… ‑musitó.

Y después se dejó caer sobre la silla.

 

L a fotografía descansaba sobre la mesa en medio de los dos. Los ojos de William Rainsferd saltaban de la foto a mí y viceversa, una y otra vez. Leyó varias veces lo que estaba escrito en el dorso de la foto, con una expresión de incredulidad y perplejidad.

– Es exactamente igual a mi madre de niña ‑admitió al fin‑. Eso no puedo negarlo.

Zoë y yo nos mantuvimos en silencio.

– No lo comprendo. No puede ser. Esto no es posible.

Se frotó las manos, nervioso. Me fijé en que llevaba una alianza de plata, y en que sus dedos eran largos y finos.

– La estrella… ‑No dejaba de menear la cabeza‑. Esa estrella en el pecho…

¿Era posible que aquel hombre no supiera la verdad sobre el pasado de su madre ni sobre su religión? ¿Es que Sarah no se lo había contado a los Rainsferd?

Al ver la ansiedad y el desconcierto en su cara me convencí. No, ella no les había contado nada. No les había revelado su infancia, sus orígenes, su religión. Había decidido romper por completo con su terrible pasado.

Deseé estar muy lejos de allí, lejos de aquella ciudad de aquel país y de aquel hombre que no entendía nada. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? ¿Cómo no había previsto aquello? Ni se me había ocurrido la posibilidad de que Sarah lo hubiese mantenido todo en secreto. Había sufrido demasiado, y ésa era la razón por la que nunca había vuelto a escribir a los Dufaure ni le había contado a su hijo quién era en realidad. Había querido empezar de cero en América.

Y allí estaba yo, una desconocida, heraldo de malas noticias, revelando a aquel hombre la cruda verdad.

William Rainsferd empujó la foto hacia mí, apretando los labios.

– ¿A qué has venido? ‑preguntó en voz baja.

Yo tenía la garganta seca.

– ¿Has venido a decirme que mi madre se llamaba de otra forma? ¿Que estuvo envuelta en una tragedia? ¿Sólo para eso?

Noté que las piernas me temblaban bajo la mesa. Esto no era lo que yo había imaginado. Había previsto que sintiera dolor, amargura, pero no esta ira.

– Pensé que lo sabías ‑intenté explicarme‑. He venido porque mi familia recuerda todo lo que ella sufrió en el 42. Ésa es la razón de que esté aquí.

Volvió a menear la cabeza, se pasó los dedos por el pelo y tabaleó con las gafas de sol sobre la mesa.

– No ‑me dijo‑. No. No, no. Esto es una locura. Mi madre era francesa y se llamaba Dufaure. Nació en Orleans y perdió a sus padres durante la guerra. No tenía hermanos. No tenía familia. Nunca vivió en París, en ninguna calle Saintonge. Esta niña judía no puede ser ella. Te has equivocado de medio a medio.

– Por favor ‑le dije‑, deja que te explique, deja que te cuente la historia entera.

Levantó las palmas de la mano hacia mí, como si quisiera empujarme.

– No quiero saberlo. Guárdate la «historia entera» para ti solita.

Sentí el conocido tirón en el vientre, como si algo me carcomiera las entrañas.

– Por favor ‑le dije con desmayo‑. Por favor, escúchame.

William Rainsferd se puso en pie con un movimiento bastante ágil y rápido para un hombre de una constitución tan robusta. Me miró con una expresión sombría.

– Voy a ser muy claro contigo: no quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme.

Y se marchó.

Zoë y yo vimos cómo se alejaba. Todo esto para nada. Un viaje tan largo, todos los esfuerzos, y en balde, tan sólo para llegar a un callejón sin salida. No podía creer que la historia de Sarah acabase así, de golpe. No podía terminar sin más.

Nos quedamos en silencio durante un buen rato. Luego, tiritando a pesar del calor, pagué la cuenta. Zoë, conmocionada, no decía una sola palabra.

Me levanté. Estaba tan débil que me costaba moverme. Y ahora, ¿qué? ¿Nos volvíamos a París o a casa de Charla?

Eché a andar con dificultad; los pies me pesaban como yunques. Oí la voz de Zoë, que me llamaba, pero no quería darme la vuelta. Lo único que me apetecía era volver al hotel cuanto antes, a pensar y a preparar el regreso. Tenía que llamar a mi hermana y a Edouard, y también a Gaspard.

Zoë estaba gritando, nerviosa. ¿Qué quería? ¿Por qué lloriqueaba? Me di cuenta de que la gente me estaba mirando. Me volví hacia mi hija, impaciente, y le dije que apretara el paso.

Se me acercó corriendo y me agarró la mano. Estaba pálida.

– Mamá… ‑susurró, con un hilo de voz.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? ‑le pregunté.

Señaló a mis piernas y empezó a gimotear como un cachorrillo.

Miré hacia abajo. Llevaba la falda blanca empapada de sangre. En la silla donde había estado sentada había dejado una huella carmesí en forma de media luna. Unos goterones rojos y espesos resbalaban por mis muslos.

– ¿Tienes una herida, mamá? ‑preguntó Zoë tragando saliva.

Me agarré el estómago.

– El bebé ‑dije, horrorizada.

Zoë se quedó mirándome.

– ¿El bebé? ‑gritó, apretándome el brazo‑. Mamá, ¿qué bebé? ¿De qué estás hablando?

La imagen de su cara se desvaneció. Se me doblaron las rodillas y fui a dar con la barbilla en el suelo, caliente y seco.

Después todo fue silencio y oscuridad.

 

A brí los ojos y vi la cara de Zoë a escasos centímetros de la mía. Me llegó el inconfundible olor a hospital. Estaba en una habitación pequeña de paredes verdes y tenía puesto un gotero. Una mujer con una blusa blanca garabateaba algo sobre una carpeta.

– Mamá… ‑susurró Zoë, apretándome la mano‑. Mamá, no pasa nada. No te preocupes.

La mujer se puso a mi lado, sonrió y acarició a Zoë en la cabeza.

– Se recuperará, signora ‑dijo en un inglés sorprendentemente bueno‑. Ha perdido mucha sangre, pero ya está mucho mejor.

Una voz quejumbrosa salió de mi garganta.

– ¿Y el bebé?

– El bebé está bien. Le hemos hecho una ecografía. El problema está en la placenta. Ahora necesita descansar. Por ahora, no se levante.

Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.

– Me has dado un susto que te cagas ‑me dijo Zoë‑. Sí, he dicho «que te cagas». No tienes derecho a reñirme.

La agarré y la acerqué a mí. La abracé tan fuerte como pude, a pesar del gotero.

– Mamá, ¿por qué no me contaste lo del bebé?

– Iba a hacerlo, cariño.

Me miró.

– ¿Papá y tú estáis teniendo problemas por culpa de ese bebé?

– Sí.

– Tú quieres tenerlo y papá no, ¿me equivoco?

– Algo así.

Me acarició la mano con dulzura.

– Papá viene de camino.

– Oh, Dios mío ‑dije.

Así que, como colofón de todo lo que había pasado, Bertrand iba a venir.

– Le he llamado yo ‑dijo Zoë‑. Llegará en un par de horas.

Los ojos se me llenaron de lágrimas que resbalaron lentamente por mis mejillas.

– Mamá, no llores ‑suplicó Zoë, apresurándose a enjugarme las lágrimas con las manos‑. No pasa nada, todo va a salir bien.

Sonreí y asentí para tranquilizarla, pero mi mundo se había quedado vacío, hueco. No dejaba de pensar en William Rainsferd y en sus palabras: «No quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme». Se había marchado encorvado, con los hombros encogidos, los labios estirados a causa de la tensión.

Veía caer sobre mí días, semanas y meses aciagos y grises. Jamás me había sentido tan desanimada, tan perdida. El núcleo de mi vida se había desintegrado. ¿Qué me quedaba? Un bebé que mi futuro ex marido no quería y que tendría que criar yo sola. Una hija que pronto se convertiría en una adolescente y que dejaría de ser la maravillosa chiquilla que era ahora. De repente me pregunté qué podía esperar de la vida.

Bertrand llegó calmado, eficiente, cariñoso. Me puse en sus manos. Le oí hablar con el médico, y me fijé en las cálidas miradas que le dirigía a Zoë para tranquilizarla. Se ocupó de todos los detalles. Iba a quedarme en el hospital hasta que las hemorragias cesaran por completo. Después volaría de vuelta a París y guardaría reposo hasta el quinto mes de embarazo. Bertrand no mencionó a Sarah ni una sola vez, y no hizo ni una sola pregunta. Yo me encerré en un silencio reconfortante, pues no me apetecía hablar de Sarah.

Empecé a sentirme como una viejecita a la que llevan de un lado para otro, como hacían con Mamé dentro de los límites familiares de su «hogar». Recibía las mismas sonrisas apacibles, la misma benevolencia añeja. Resultaba cómodo dejar que me controlaran la vida. Después de todo, no tenía mucho por lo que luchar, salvo mi hijo.

Ese hijo al que Bertrand tampoco mencionó ni una sola vez.

 

C uando aterrizamos en París, semanas después, me sentía como si hubiese pasado un año entero. Aún estaba cansada y triste, y me acordaba de William Rainsferd todos los días. Más de una vez agarré el teléfono, o papel y bolígrafo, con intención de hablar con él, de escribirle para darle explicaciones o pedirle disculpas, pero no me atreví.

Dejé correr los días. El verano pasó y empezó el otoño. Yo estaba en la cama. Leía, escribía mis artículos en el portátil, y me comunicaba por teléfono con Joshua, Bamber, Alessandra, mi familia y mis amigos. En suma, trabajaba desde la alcoba. Al principio parecía muy complicado, pero al final me las había arreglado. Mis amigas Isabelle, Holly y Susannah se turnaban para venir a hacerme la comida. Una vez a la semana, mis cuñadas iban con Zoë a Inno o a Franprix para comprar provisiones. La regordeta y sensual Cécile me cocinaba esponjosos cr ê pes que rezumaban mantequilla, y la atlética y angulosa Laure me preparaba exóticas ensaladas bajas en calorías que incluso resultaban sabrosas. Mi suegra venía con menos frecuencia, pero me mandaba a su asistenta doméstica, la dinámica y perfumada madame Leclère, que pasaba la aspiradora con tanta energía que casi me provocaba contracciones. Mis padres vinieron a pasar una semana a su hotelito favorito de la calle Delambre, eufóricos ante la perspectiva de ser abuelos otra vez.

Edouard venía todos los viernes con un ramo de rosas. Se sentaba en el sillón al lado de mi cama y me pedía una y otra vez que le describiera la conversación que había tenido con William en Lucca. Después meneaba la cabeza, suspiraba y decía que él debería haber previsto la reacción de William. ¿Cómo no se nos había ocurrido la posibilidad de que William no supiera nada, de que Sarah no le hubiese contado ni media palabra?

– ¿Y si le llamamos? ‑me preguntaba con una mirada de esperanza‑. Puedo telefonear para explicárselo. ‑Pero al momento me miraba y musitaba‑: No, claro que no puedo hacerlo. Qué ocurrencias tengo. Es una idea ridícula.

Le pregunté a mi ginecóloga si podía organizar una pequeña reunión si me quedaba tumbada en el sofá del salón. Aceptó, y me hizo prometerle que no cogería peso y que permanecería en posición horizontal, à la Récamier. Una tarde, a finales del verano, Gaspard y Nicolas vinieron a conocer a Edouard. También acudió Nathalie Dufaure. Y, además, había invitado a Guillaume. Fue un momento conmovedor, mágico. Tres señores mayores que tenían en común a una niña inolvidable. Vi cómo contemplaban las fotos de Sarah, sus cartas. Gaspard y Nicolas nos preguntaban por William, y Nathalie escuchaba mientras echaba una mano a Zoë con la comida y las bebidas.

Nicolas, una versión ligeramente más joven de Gaspard, con la misma cara redonda y el mismo pelo blanco y ralo, habló de su relación particular con Sarah. Nos contó que no hacía más que gastarle bromas, ya que el silencio de la chica le apenaba mucho. Cada vez que reaccionaba, aunque fuera encogiéndose de hombros, insultándole o dándole una patada, se le antojaba un triunfo, ya que por un instante Sarah salía del caparazón en el que estaba aislada. Nos contó también la primera vez que Sarah se bañó en el mar, en Trouville, a principios de los cincuenta. Se quedó mirando el mar con absoluto asombro, y después abrió los brazos, soltó una exclamación de alborozo y corrió hacia el agua, con sus piernas ágiles y flacas, y se zambulló entre las olas azules entre gritos de júbilo. Y ellos la habían seguido, gritando igual de alto y enamorados de aquella nueva Sarah que hasta entonces nunca habían visto.

– Estaba guapísima ‑rememoró Nicolas‑. Era una chica de dieciocho años, guapísima y pletórica de vida y energía. Aquel día presentí por primera vez que en lo más profundo de ella había un vestigio de felicidad, que aún había esperanza para ella.

Dos años después, pensé, Sarah salió de la vida de los Dufaure para siempre, llevándose consigo su secreto a América. Y veinte años después había muerto. Me pregunté cómo habrían sido esos veinte años en América. Su matrimonio, el nacimiento de su hijo. ¿Había sido feliz en Roxbury? Sólo William tenía la respuesta a esas preguntas. Era el único que podía contestarlas. Mis ojos se cruzaron con los de Edouard, y supe que estaba pensando lo mismo que yo.

Oí la llave de Bertrand en la cerradura. Mi marido apareció, bronceado, apuesto, exudando Habit Rouge, sonriendo y estrechando manos con soltura, y no pude evitar acordarme de aquella canción de Carly Simon que Charla decía que le recordaba a Bertrand: «Yon walked into the party like you were walking on to a yatch» [27].

 

B ertrand había decidido posponer la mudanza al piso de Saintonge por las complicaciones de mi embarazo. En esta extraña nueva vida a la que todavía no me había acostumbrado, él estaba físicamente presente de forma amistosa y útil, pero faltaba su presencia espiritual. Viajaba más de lo habitual, llegaba tarde a casa y se marchaba temprano. Seguíamos compartiendo la cama, pero ya no era el tálamo nupcial. En medio había surgido el muro de Berlín.

Zoë parecía llevarlo bastante bien. Hablaba a menudo del bebé, de lo mucho que significaba para ella y de lo emocionada que se sentía. Había ido de compras con mi madre durante su estancia en París, y ambas se habían puesto como locas en Bonpoint, una tienda de ropa de bebé exclusiva y precios escandalosamente caros que había en la calle de l'Université.

La mayor parte de la gente reaccionaba como Zoë, mis padres, mi hermana, mi familia política y Mamé. Todos mostraban su entusiasmo por el inminente nacimiento, e incluso Joshua, con su aversión hacia los bebés y las bajas por enfermedad, parecía interesarse.

– No sabía que se podían tener hijos después de los cuarenta y cinco ‑me comentó con bastante mala uva.

Nadie mencionó la crisis por la que atravesaba mi matrimonio. Era como si nadie se diera cuenta. Tal vez, en el fondo, creían que cuando naciera la criatura Bertrand entraría en razón, o incluso la recibiría con los brazos abiertos.

Me di cuenta de que tanto Bertrand como yo nos habíamos encerrado en un caparazón de incomunicación y aislamiento. Los dos estábamos esperando a que naciera el bebé. Después, cuando tuviéramos que mudarnos y tomar decisiones, ya veríamos.

Una mañana noté que el bebé empezaba a moverse dentro de mí y me daba esas primeras pataditas que suelen confundirse con gases. Quería que el bebé naciera de una vez para poder cogerlo en brazos. Odiaba esta situación de silencioso letargo, esta larga espera, y me sentía atrapada. Quería viajar cuanto antes al invierno, a principios del año siguiente, al momento del parto.

Odiaba el polvo y los últimos coletazos del calor del verano, esos últimos estertores del estío que discurrían lentos como el goteo de la melaza. Tampoco me gustaba la palabra francesa para referirse al comienzo de septiembre, la vuelta al colegio y al trabajo, la «rentreé», que se repetía constantemente en la radio, la televisión y los periódicos. Estaba harta de que la gente me preguntara cómo iba a llamarse el bebé. La amniocentesis había revelado su sexo, pero yo no había querido que me lo dijeran. El bebé aún no tenía nombre, lo cual no significaba que yo no estuviera preparada.

Iba tachando los días en el calendario. Septiembre se convirtió en octubre, mientras mi barriga adquiría una bonita curva. Ya podía levantarme, volver a la oficina, recoger a Zoë del colegio, ir al cine con Isabelle o comer con Guillaume en el Select.

Pero, a pesar de que mis días volvían a estar más ocupados, seguía sintiendo ese vacío, ese dolor…

… el de William Rainsferd. Recordaba su cara, sus ojos, la expresión con que había mirado a la niña de la estrella amarilla y, sobre todo, el tono en que había exclamado «Dios mío».

¿Cómo sería su vida ahora? ¿Habría borrado todo de su mente en el momento que nos dio la espalda a Zoë y a mí? ¿Se habría olvidado al llegar a casa? ¿Y si era al contrario? ¿Y si su vida se había convertido en un infierno, si era incapaz de olvidar lo que yo le había dicho y mis revelaciones habían cambiado su vida? Su madre se había convertido en una extraña, alguien de cuyo pasado no sabía nada.

Me preguntaba si le había contado algo a su esposa o a sus hijas, si les había dicho que una mujer americana había aparecido en Lucca, acompañada por una niña, para enseñarle una foto y decirle que su madre era judía, que la habían arrestado durante la guerra, que había sufrido mucho y que había perdido a un hermano y unos padres de los que él jamás había oído hablar.

Me preguntaba si había buscado información sobre el Vel' d'Hiv', si había leído artículos o libros sobre lo ocurrido en julio de 1942 en el corazón de París.

Me preguntaba si por las noches se quedaba despierto pensando en su madre, en su pasado, en la verdad que había permanecido oculta y callada, envuelta en un manto de oscuridad.

 

E l piso de la calle Saintonge estaba casi listo. Bertrand había planeado que Zoë y yo nos mudáramos después de nacer el bebé, en febrero. Estaba quedando muy bonito, diferente. Su equipo había hecho un trabajo espléndido. Ya no tenía la impronta de Mamé, y yo me imaginaba que estaba a años luz del que Sarah había conocido.

Pero mientras paseaba por las habitaciones vacías recién pintadas, la cocina nueva y mi despacho privado, me pregunté si sería capaz de vivir en el mismo lugar en que había muerto el hermanito de Sarah. El armario secreto ya no existía, había desaparecido al convertir dos habitaciones en una, pero eso no cambiaba demasiado las cosas, al menos para mí.

Aquí fue donde ocurrió todo. Me resultaba imposible quitármelo de la cabeza. No le había contado a mi hija la tragedia que había tenido lugar allí, pero ella lo intuía a su manera tan particular y emocional.

Una lluviosa mañana de noviembre fui al apartamento para empezar con las cortinas, el papel pintado y la moqueta. Isabelle me había sido de gran ayuda, y me había acompañado a las distintas tiendas y almacenes. Para alegría de Zoë, me había propuesto romper con los tonos suaves y apagados a los que me había limitado hasta entonces, y me había decidido por tonos nuevos y atrevidos. A Bertrand le era indiferente: «Decididlo Zoë y tú. Al fin y al cabo, va a ser vuestra casa». Zoë había escogido un verde lima y un púrpura claro para su cuarto. Me recordaba tanto al gusto de Charla que no pude evitar una sonrisa.

Una pila de catálogos me esperaba sobre el suelo desnudo y encerado. Estaba examinándolos con atención cuando me sonó el móvil. Reconocí el número: el de la residencia de Mamé. Últimamente, Mamé había estado cansada, algo irascible y a ratos insoportable. Era difícil hacerla sonreír; e incluso a Zoë le costaba mucho conseguirlo. Se había vuelto muy intolerante con todos, y visitarla se había convertido casi en un castigo.

¿Mademoiselle Jarmond? Soy Véronique, de la residencia. Me temo que no tengo buenas noticias. Madame Tézac no se encuentra bien. Ha sufrido un derrame cerebral.

Me enderecé, conmocionada.

– ¿Un derrame cerebral?

– Ahora está un poco mejor. El doctor Roche está con ella, pero tiene usted que venir. Hemos contactado con su suegro, pero no conseguimos localizar a su marido.

Colgué el teléfono nerviosa y asustada. Fuera, la lluvia repiqueteaba contra los cristales de las ventanas. ¿Dónde estaba Bertrand? Marqué su número y me saltó el buzón de voz. En su oficina, cerca de La Madeleine, nadie parecía saber dónde se encontraba, ni siquiera Antoine. Le expliqué a éste que yo me encontraba en la calle Saintonge, y le pedí que le dijera a Bertrand que me llamara de inmediato, que era muy urgente.

Mon Dieu, ¿el bebé? ‑preguntó tartamudeando.

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