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París, mayo de 2002 1 page
B ertrand llegaba tarde, como de costumbre. Intenté fingir que no me importaba, pero no lo conseguí. Zoë estaba repantingada contra la pared, aburrida. Se parecía tanto a su padre que a veces me hacía sonreír. Pero aquel día no. Contemplé aquel edificio alto y antiguo. Era el piso de Mamé, el viejo apartamento de la abuela de Bertrand. Íbamos a vivir en él; a dejar el bulevar de Montparnasse, su tráfico ruidoso, las incesantes sirenas de las ambulancias que acudían a los tres hospitales cercanos; a cambiar sus cafés y restaurantes por esta calle estrecha y tranquila de la margen derecha del Sena. El Marais no era el tipo de arrondissement [2]al que yo estaba acostumbrada, aunque admiraba su belleza antigua, a punto de desmoronarse. ¿Era feliz con aquella mudanza? No estaba segura. La verdad es que Bertrand no me había pedido la opinión. No habíamos hablado mucho de ello, de hecho. Tan impulsivo como siempre, había seguido adelante con la idea, sin contar conmigo. – Ahí está ‑anunció Zoë‑. Sólo llega media hora tarde. Observamos a Bertrand pasear calle arriba con aquel contoneo tan peculiar y sensual. Delgado, moreno, y exudando atractivo sexual, era el prototipo de francés. Iba hablando por teléfono, como siempre. Su socio, Antoine, con su barba y su rostro rosado, le pisaba los talones. Sus oficinas estaban en la calle de l'Arcade, detrás de la Madeleine [3]*. Antes de que nos casáramos, Bertrand había trabajado mucho tiempo con una firma de arquitectos, pero hace cinco años se estableció por su cuenta con Antoine. Bertrand nos saludó con la mano; luego, señaló al teléfono, bajó las cejas y frunció el ceño. – Como si no fuera capaz de colgar a la persona con la que está hablando ‑se burló Zoë‑. No te digo. Zoë sólo tenía once años, pero a veces parecía ya una adolescente. En primer lugar por su altura, que empequeñecía a todas sus amigas, además de sus pies, como ella misma solía añadir en tono resentido, y también por una lucidez precoz que a menudo me dejaba atónita. Había algo adulto en la mirada solemne de sus ojos color avellana, en el modo pensativo en que levantaba la barbilla. Siempre había sido así, desde muy pequeña. Serena y madura; a veces demasiado madura para su edad. Antoine se acercó a saludarnos mientras Bertrand seguía hablando, lo bastante alto como para que pudiera oírle toda la calle, gesticulando con las manos, haciendo muecas y girándose de vez en cuando hacia nosotras para asegurarse de que no nos perdíamos una sola palabra. – Es un problema con otro arquitecto ‑explicó Antoine con una sonrisa de discreción. – ¿De la competencia? ‑preguntó Zoë. – Sí ‑contestó Antoine. Zoë suspiró. – Eso significa que nos podemos tirar aquí todo el día. Se me ocurrió una idea. – Antoine, ¿no tendrás, por casualidad, la llave del apartamento de madame Tézac? – Pues sí, Julia ‑repuso él, sonriente. Antoine siempre me respondía en inglés. Supongo que lo hacía por ser amable, pero en el fondo me molestaba. Me hacía sentir como si, después de vivir aquí tantos años, mi francés aún no fuera lo bastante bueno. Antoine nos enseñó la llave con gesto teatral. Decidimos subir los tres. Zoë marcó el código en la puerta con dedos ágiles. Cruzamos el patio sembrado de hojas y nos dirigimos hacia el ascensor. – Odio ese ascensor ‑refunfuñó Zoë‑. Papá debería hacer algo al respecto. – Cariño, sólo está reformando el piso de tu bisabuela ‑señalé‑, no el edificio entero. – Pues debería ‑replicó ella. Mientras esperábamos el ascensor, en mi móvil sonó el tema de Darth Vader. Miré el número que aparecía en la pantalla. Era Joshua, mi jefe. – ¿Sí? ‑contesté. Joshua fue al grano, como siempre. – Te necesito de vuelta a las tres. Hay que cerrar los asuntos de julio. Cambio y corto. – Genial ‑repuse con descaro. Antes de que colgara, oí una carcajada al otro lado del teléfono. A Joshua le encantaba que yo dijera «genial». Tal vez le recordaba su juventud. En cuanto a Antoine, parecía divertirse con mis americanismos pasados de moda. Le imaginé memorizándolos para luego practicarlos con su acento francés. El ascensor era uno de esos inimitables armatostes parisinos con una cabina diminuta, una reja de hierro que había que abrir a mano y una puerta doble de madera que, invariablemente, se te cerraba en las narices. Según subíamos, achuchada entre Zoë y Antoine (se le había ido la mano con su colonia Vétiver), vislumbré mi cara en el espejo. Parecía tan deteriorada como aquel ascensor quejumbroso. ¿Qué había sido de la lozana beldad que vino de Boston? La mujer que me miraba se hallaba en esa temible edad entre los cuarenta y cinco y los cincuenta, en esa tierra de nadie donde acechan las arrugas y la sigilosa inminencia de la menopausia. – Yo también odio este ascensor ‑dije con tono sombrío. Zoë sonrió y me pellizcó la mejilla. – Mamá, en este espejo parecería horrorosa hasta Gwyneth Paltrow. Tuve que reírme. Así eran los comentarios de Zoë.
L a madre empezó a sollozar, al principio en silencio; luego, más fuerte. La chica la miró, impresionada. En sus diez años de vida jamás había visto llorar a su madre. Asustada, vio cómo las lágrimas caían por aquel rostro pálido y arrugado. Quería decirle que dejara de llorar; le daba vergüenza verla moquear delante de aquellos desconocidos. Pero ellos, sin prestar atención a las lágrimas de su madre, le dijeron que se diera prisa. No había tiempo que perder. El niño seguía durmiendo en la alcoba. – Pero ¿adónde nos llevan? ‑ inquirió su madre en tono implorante ‑. Mi hija es francesa, nació en París. ¿Por qué la quieren a ella también? ¿Adónde nos llevan? Los hombres ya no dijeron nada más y se limitaron a mirarla, enormes y amenazantes. Su progenitora tenía los ojos desorbitados de terror. Se fue a su habitación y se hundió en la cama. Unos segundos después, enderezó la espalda y se giró hacia la niña. Su voz era un susurro; su rostro, una máscara inexpresiva. – Despierta a tu hermano. Vestíos los dos. Coge algo de ropa, para él y para ti. Rápido. ¡Date prisa! Su hermano enmudeció de terror al asomarse a hurtadillas por la puerta y ver a los dos hombres. Miró a su madre, despeinada, que intentaba hacer el equipaje entre sollozos. El crío hizo acopio de todas las fuerzas que había en su cuerpo de cuatro años y se negó a moverse. La niña trató de convencerle por las buenas, pero él no hizo caso y se quedó allí de pie, con los bracitos cruzados sobre el pecho. La chica se quitó el camisón y eligió una blusa de algodón y una falda. Después se puso los zapatos. Su hermano la observaba, mientras oían los sollozos de su madre desde su habitación. – Voy a nuestro escondite secreto ‑ susurró el niño. – ¡No! ‑ le dijo su hermana ‑. Tú te vienes con nosotras. Ella le agarró, pero el niño se zafó de ella y escapó hasta el armario empotrado en la pared del dormitorio. Allí era donde jugaban al escondite. Se metían dentro y se encerraban con llave, y era como si tuvieran su propia casita. Su madre y su padre lo sabían, pero fingían ignorarlo. Les llamaban a gritos, con voz divertida. «Pero ¿dónde se habrán metido estos chicos? ¡Qué raro, si estaban aquí hace un minuto!». Y ella y su hermano se tronchaban de risa. Allí dentro tenían una linterna, unos cojines, juguetes y libros, e incluso una botella de agua que su madre rellenaba todos los días. Su hermano aún no sabía leer, así que la chica le leía en voz alta Un Bon Petit Diable. Al niño le encantaba la historia del huérfano Charles y la te rrorífica madame Mac'miche, y la forma en que Charles conseguía vengarse de todas sus maldades. Su hermana se lo leía una y otra vez. La chica vislumbró en la oscuridad el rostro de su hermano, que la miraba. Tenía abrazado su osito de peluche favorito y ya no parecía asustado. Tal vez allí estaría a salvo, después de todo. Tenía agua y una linterna, y podía mirar los dibujos del libro de la Condesa de Ségur. Su favorito era el que mostraba la magnífica venganza de Charles. Quizás era mejor que le dejara allí de momento. Aquellos hombres nunca le encontrarían. Luego, cuando les permitieran regresar a casa, volvería a por él. Además, si su padre, que seguía en la bodega, subía, sabría dónde estaba escondido el niño. – ¿Tienes miedo ahí dentro? ‑ le preguntó en voz baja mientras los hombres las llamaban a su madre y a ella. – No ‑ contestó ‑. No tengo miedo. Echa la llave. Así no me cogerán. Ocultó la carita blanca de su hermano al entornar la hoja de la puerta. Introdujo la llave en la cerradura y giró la llave. Después se la guardó en el bolsillo. Un artefacto con apariencia de interruptor de la luz ocultaba el cierre. Era imposible distinguir el contorno del armario del revestimiento de la pared. Sí, allí estaría a salvo. Estaba segura. La chica murmuró el nombre de su hermano y puso la palma de la mano sobre el panel de madera. – Volveré a por ti. Te lo prometo.
E ntramos en el apartamento palpando las paredes en busca de los interruptores. No ocurrió nada. Antoine abrió un par de postigos para permitir que entrara la luz del sol. Las habitaciones se veían desnudas y polvorientas. Sin muebles, la sala de estar parecía inmensa. Los rayos dorados entraban en diagonal a través de los cristales alargados y mugrientos de la ventana y sembraban de motas de luz la tarima parda. Miré a mi alrededor, a las estanterías vacías, a los rectángulos más oscuros donde una vez colgaron de las paredes hermosos cuadros, a la chimenea de mármol que me recordaba tantos fuegos invernales mientras Mamé tendía sus manos pálidas y delicadas hacia el calor de las llamas. Me acerqué a una ventana y me asomé hacia abajo, al patio verde y tranquilo. Me alegraba de que Mamé se hubiera ido antes de ver su apartamento vacío. La habría apenado tanto como a mí. – Todavía huele a Mamé ‑dijo Zoë‑. «Shalimar». – Y a esa asquerosa de Minette ‑apostillé levantando la nariz. Minette había sido la última mascota de Mamé. Una siamesa con incontinencia. Antoine me miró sorprendido. – La gata ‑le expliqué. Esta vez se lo dije en inglés. Por supuesto sabía que la chatte es el femenino de «gato», pero también significa «coño». Lo último que me apetecía era ver a Antoine reírse por un doble sentido de mal gusto. Antoine evaluó el lugar con ojo profesional. – El sistema eléctrico es antiguo ‑comentó al tiempo que señalaba los fusibles de porcelana‑. Y la calefacción también. Los enormes radiadores estaban negros de mugre y escamosos como reptiles. – Pues espera a ver la cocina y los baños ‑le dije. – La bañera tiene patas ‑comentó Zoë‑. Las voy a echar de menos. Antoine estudió las paredes mientras las golpeaba con los nudillos. – Supongo que Bertrand y tú querréis reformarlo de arriba abajo ‑preguntó mirándome. Me encogí de hombros. – No sé qué quiere hacer exactamente. Lo de mudarnos aquí fue idea suya. A mí no me entusiasmaba venir, yo quería algo más… práctico. Un piso nuevo. Antoine sonrió. – Estará nuevo y reluciente cuando terminemos. – Puede ser, pero para mí siempre será el apartamento de Mamé. Aunque Mamé se había trasladado a una residencia nueve meses antes, el apartamento conservaba su impronta. La abuela de mi marido había vivido en él mucho tiempo. Recordé nuestro primer encuentro, dieciséis años atrás. Me impresionaron los cuadros, viejas obras maestras, y también la chimenea de mármol con fotos de la familia enmarcadas en plata labrada, los muebles elegantes y engañosamente sencillos, la cantidad de libros que se alineaban en las estanterías de la biblioteca, el piano de cola envuelto en lujoso terciopelo rojo. La soleada sala de estar daba a un tranquilo patio interior con un espeso emparrado de hiedra que se extendía hasta el muro de enfrente. Fue precisamente allí donde la vi por primera vez, donde le tendí la mano con cierta torpeza, pues aún no me había acostumbrado a lo que mi hermana Charla llamaba «esos besuqueos franceses». Nunca se le da la mano a una mujer parisina, ni siquiera cuando la ves por primera vez. Hay que darle dos besos. Pero yo aún no lo sabía.
El hombre de la gabardina beis volvió a mirar la lista. – Espera ‑ dijo ‑. Falta alguien. Un niño. Leyó el nombre del niño. A la chica le dio un vuelco el corazón. La madre la miró. La niña se llevó rápidamente el dedo a los labios, un gesto que los hombres no captaron. – ¿Dónde está el niño? ‑ preguntó el hombre. La niña dio un paso adelante, retorciéndose las manos. – Mi hermano no está aquí, monsieur ‑ contestó en un perfecto francés, francés de nativa ‑. Se marchó a primeros de mes con unos amigos. Al campo. El hombre del gabán la miró pensativo. Luego le hizo al policía un gesto con la barbilla. – Registra la casa. Date prisa. Quizás el padre también esté escondido. El policía recorrió las habitaciones, abriendo puertas sin contemplaciones, mirando debajo de las camas y dentro de los armarios. Mientras procedía a su ruidoso registro del apartamento, el otro paseaba por la estancia. Cuando se volvió de espaldas, la chica le enseñó rápidamente la llave a la madre. Papá subirá a por él, papá vendrá después, articuló con los labios. La madre asintió. Vale, parecía decir, ya sé dónde está el niño, pero después frunció el ceño e hizo un gesto como quien gira una llave: ¿dónde le vas a dejar la llave a papá? ¿Cómo sabrá dónde la has puesto? El hombre se volvió de repente y las miró. La madre se quedó helada, y la chica se estremeció de miedo. Se quedó contemplándolas un rato y después cerró la ventana de golpe. – Por favor ‑ pidió la madre ‑, hace mucho calor aquí. El hombre sonrió. La chica pensó que jamás había visto una sonrisa tan desagradable. – Se va a quedar cerrada, madame ‑ respondió ‑. Esta misma mañana, una mujer arrojó a su hijo por la ventana y luego saltó ella. No queremos que vuelva a pasar. La madre, paralizada de miedo, no dijo nada. La chica miró al hombre con odio, aborreciendo cada centímetro de su cuerpo. Odiaba su cara colorada, su boca húmeda. La mirada fría y muerta de sus ojos. Su pose, con la s piernas desparrancadas, su sombrero de fieltro inclinad o hacia delante, sus manos gordezuelas enlazadas tras la espalda. Le detestó con todas sus fuerzas, como si nunca hubiera odiado a nadie más en su vida, incluso más que a Daniel, un chico asqueroso de la escuela que le había susurrado cosas terribles sobre el acento de sus padres. Escuchó al policía, que seguía con su desmañada búsqueda. No iba a encontrar al niño. El armario estaba muy bien camuflado. El niño se hallaba a salvo. Nunca le encontrarían. Jamás. El policía volvió. Se encogió de hombros y meneó la cabeza. – Aquí no hay nadie ‑ dijo. El hombre del gabán empujó a la madre hacia la puerta. Pidió las llaves del apartamento. Ella se las dio en silencio. Bajaron las escaleras despacio, entorpecidos por las bolsas y bultos que llevaba la madre. La chica pensó a toda prisa cómo podía dejarle la llave a su padre. ¿A quién se la podía dar? ¿A la concierge [4]? ¿Estaría despierta a estas horas? Para su sorpresa, la concierge ya estaba despierta y asomada detrás de su puerta. La chica advirtió en su rostro una curiosa expresión de regocijo. ¿A santo de qué viene ese gesto?, pensó la chica. ¿Por qué no las miraba ni a su madre ni a ella, sino sólo a los hombres, como si no quisiera verlas, como si nunca las hubiera visto? Y eso que su madre siempre había sido amable con la concierge. De vez en cuando cuidaba a su bebé, la pequeña Suzanne, que siempre andaba llorando por culpa de los cólicos. Su madre tenía mucha paciencia y le cantaba a Suzanne en su lengua materna todo el rato. A la criatura le encantaba y por fin se dormía. – ¿Sabe dónde están el padre y el hijo? ‑ preguntó el policía, entregándole las llaves del apartamento. La concierge se encogió de hombros. Seguía sin mirar a la chica ni a la madre. Se guardó las llaves en el bolsillo con un movimiento rápido y codicioso que a la chica no le gustó. – No ‑ contestó al policía ‑. No he visto mucho al marido últimamente. Tal vez ha huido a esconderse y se ha llevado al chico. Pueden buscar en las bodegas, o en las habitaciones de servicio que hay en el piso de arriba. Si quieren se las enseño. Dentro del tabuco, el bebé empezó a quejarse. La concierge volvió la cabeza y miró por encima del hombro. – No tenemos tiempo ‑ dijo el hombre del gabán ‑. Hemos de seguir. Si hace falta, volveremos más tarde. La concierge cogió al bebé, que estaba llorando, y lo abrazó contra su pecho. Dijo que sabía que había otras familias en el edificio de al lado. Pronunció sus nombres con cara de asco; la chica pensó que lo hacía como si estuviera soltando palabrotas, esas expresiones malsonantes que se supone que no deben decirse en voz alta.
A l fin, Bertrand se guardó el teléfono en el bolsillo y me prestó atención. Me dedicó una de sus irresistibles sonrisas. ¿Por qué tendré un marido tan atractivo?, me pregunté por enésima vez. La primera vez que lo vi, hacía tantos años, esquiando en Courchevel, en los Alpes franceses, tenía un tipo esbelto, adolescente. Ahora, con cuarenta y siete, más robusto, más fuerte, exudaba masculinidad y esa clase tan francesa. Era como el buen vino: envejecía con poder y con gracia, mientras que yo me sentía como si hubiera extraviado mi juventud en algún lugar entre el río Charles y el Sena, y era evidente que no estaba floreciendo en la madurez. Si bien las canas y las arrugas parecían resaltar la belleza de Bertrand, estaba convencida de que mermaban la mía. – ¿Y bien? ‑dijo, abarcándome el culo con una mano indiferente y posesiva, sin importarle que su socio y nuestra hija nos estuvieran mirando‑. ¿Qué, a que es genial? – Sí, genial ‑retrucó Zoë‑. Antoine acaba de decirnos que hay que reformarlo todo. Lo que significa que probablemente tardaremos otro año en mudarnos. Bertrand se rió. Era una risa asombrosamente contagiosa, un híbrido entre el sonido de una hiena y el de un saxofón. Ése era el problema con mi marido: su encanto embriagador. Y a él le encantaba ponerlo a máxima potencia. Me pregunté de quién lo habría heredado. ¿De sus padres, Colette y Edouard? Eran extremadamente inteligentes, refinados y eruditos, pero no encantadores. ¿De sus hermanas, Cécile y Laure? Bien educadas, brillantes, de modales exquisitos, pero sólo se reían cuando creían que tenían que hacerlo. Supongo que debía de haberlo heredado de Mamé, la rebelde y batalladora Mamé. – Antoine es un pesimista ‑se rió Bertrand‑. Nos instalaremos aquí muy pronto. Va a ser mucho trabajo, pero recurriremos a los mejores profesionales. Lo seguimos por el largo pasillo, haciendo crujir la tarima bajo nuestros pies, y visitamos las habitaciones que daban a la calle. – Esta pared tiene que desaparecer ‑dijo Bertrand, señalándola, y Antoine asintió‑. Debemos arrimar la cocina. De lo contrario, aquí, miss Jarmond dirá que no lo encuentra «práctico». Pronunció esta palabra en inglés, mientras me hacía guiño de picardía y dibujaba unas comillas en el aire. ‑Es un apartamento bastante amplio ‑comentó Antoine‑. Más bien enorme. – Oh, sí, pero en los viejos tiempos era bastante más pequeño, muy humilde ‑informó Bertrand‑. Fue una época muy dura para mis abuelos. Mi abuelo no consiguió amasar dinero hasta los sesenta, y entonces compró el apartamento del otro lado del descansillo y los unió. – Así que, ¿cuando el abuelo era niño vivía en esta parte tan pequeña? ‑preguntó Zoë. – Así es ‑respondió Bertrand‑. En esta parte de aquí. Ésta era la habitación de sus padres, y él dormía en esta otra. Era mucho más pequeña. Antoine golpeó en las paredes, pensativo. – Sí, ya sé lo que estás cavilando ‑dijo Bertrand, sonriente‑. Quieres unir estas dos habitaciones, ¿verdad? – ¡Exacto! ‑admitió Antoine. – No es mala idea, pero va a dar mucho trabajo. Aquí hay un trozo de pared bastante peliagudo. Te lo enseñaré después. Tiene un revestimiento de madera muy grueso, y conducciones por todas partes. No es tan fácil como parece. Miré el reloj. Las dos y media. – Me voy a ir ‑anuncié‑. Tengo una reunión con Joshua. – ¿Y qué hacemos con Zoë? ‑preguntó Bertrand. Zoë puso los ojos en blanco. – Puedo coger un autobús de vuelta a Montparnasse. – ¿Y el colegio, qué? Otra vez los ojos en blanco. – Papá, hoy es miércoles. No hay colegio los miércoles por la tarde, ¿recuerdas? Bertrand se rascó la cabeza. – En mis tiempos era… – Era los jueves, no había clase los jueves ‑salmodió Zoë. – El ridículo sistema educativo francés ‑suspiré‑. Y, para colmo, hay clase los sábados por la mañana. Antoine coincidía conmigo. Sus hijos iban a un colegio privado donde no había clase los sábados por la mañana, pero Bertrand, como sus padres, era acérrimo partidario de la escuela pública francesa. Yo quería llevar a Zoë a un centro bilingüe, ya que había varios en París, pero el clan Tézac no lo habría permitido. Zoë era francesa, nacida en Francia. Tenía que estudiar en una escuela francesa. En aquel momento iba al lycée [5]Montaigne, cerca del Jardín de Luxemburgo. A los Tézac se les olvidaba que Zoë tenía una madre americana. Por suerte, el inglés de Zoë era perfecto. Nunca había hablado otro idioma con ella, y además viajaba con cierta frecuencia a Boston para visitar a mis padres, y pasaba la mayoría de los veranos en Long Island con mi hermana Charla y su familia. Bertrand se volvió hacia mí. Tenía ese destello en los ojos que me ponía en alerta, el que anunciaba que iba a decir algo muy gracioso, o muy cruel, o ambas cosas a la vez. Era obvio que también Antoine sabía lo que significaba, a juzgar por la docilidad y atención con que se dedicó a estudiar las borlas de sus mocasines de charol. – Oh, sí, claro, ya sabemos lo que miss Jarmond piensa sobre nuestras escuelas, nuestros hospitales, nuestras huelgas interminables, nuestras larguísimas vacaciones, nuestra fontanería, nuestro servicio postal, nuestra televisión, nuestros políticos, nuestras aceras llenas de cagadas de perro ‑dijo Bertrand, luciendo su perfecta dentadura‑. Lo hemos oído tantas, tantas veces, ¿verdad? Me gusta estar en América, todo está limpio en América, ¡todo el mundo recoge la mierda de su perro en América [6]! – ¡Papá, basta! ¡Eres un grosero! ‑dijo Zoë, agarrándome de la mano.
F uera, la chica vio a un vecino en pijama que se asomaba a la ventana. Era un hombre muy simpático, profesor de música. Tocaba el violín, y a ella le gustaba escucharle. A menudo tocaba para ella y su hermano desde el otro lado del patio. Interpretaba viejas canciones francesas como Sur le pont d'Avignon y À la claire fontaine, y también piezas del país de sus padres, que hacían a éstos bailar alegremente. Las zapatillas de su madre se deslizaban por el entarimado mientras su padre la hacía girar una y otra vez hasta que todos acababan mareados. – ¿Qué están haciendo? ¿Adónde se las llevan? ‑ gritó el vecino. Su voz resonó en el patio, amortiguando el llanto del bebé. El hombre de la gabardina no respondió. – No pueden hacer eso ‑ insistió el vecino ‑. ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso! Date: 2015-12-13; view: 413; Нарушение авторских прав |