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Boomerang 19 page





Esbocé una sonrisa.

– No, claro que no creo que haya hecho nada malo, Gaspard. Simplemente estaba vaciando la papelera, ¿acaso no es así?

Su expresión de alivio fue tan evidente que casi me eché a reír.

– Lo he guardado durante todos estos años ‑susurró.

Me dio un trozo de papel arrugado.

– ¿Por qué guardó usted esto, Gaspard?

Se irguió en toda su estatura.

– Por el bien de su madre, porque siempre la veneré y porque deseaba ayudarle, monsieur Antoine.

– ¿Ayudarme?

Su voz permaneció en un tono bajo y sus ojos adquirieron una expresión solemne.

– Ayudarle a comprender lo que ocurrió el día de su muerte.

Extendí el papel con cuidado. Era una factura expedida a mi abuela por la agencia Viaris, Investigadores Privados, con domicilio social en la calle Amsterdam, en el distrito 9o. Y por una bonita suma, según pude ver.

– Su madre era una persona encantadora, monsieur Antoine.

– Gracias, Gaspard ‑le dije, y le estreché la mano. Fue un gesto algo torpe, pero él pareció ponerse contento.

Le vi marcharse, con la espalda torcida y las piernas flacas, hasta desaparecer en el ascensor de cristal. Conduje hacia casa lo más deprisa que pude.

Una rápida comprobación en Internet confirmó mis temores: ya no existía la agencia Viaris. Se había fusionado con un grupo más grande llamado Rubis Detective. Servicios de Investigación Profesional, Vigilancia, Seguimiento, Operaciones Encubiertas, Control de Actividades y de Solvencia. No tenía ni idea de que esa clase de negocios aún existieran en la actualidad. Y según parecía, éste era floreciente, si se tenía en cuenta el moderno y elegante sitio web con sus ingeniosas extensiones. Tenía las oficinas cerca de L'Opera National y descubrí un correo electrónico. Decidí escribirles para ponerles en antecedentes y explicarles mi solicitud: necesitaba los resultados de una investigación que mi abuela, Blanche Rey, había encargado en 1973. Incluí además el número de la factura consignado en el papel y les dejé mi número del móvil. «¿Podrían contestarme lo antes posible? Es urgente, gracias».

Quería llamar a Mélanie para contarle todo esto, y estuve a punto de hacerlo, pero era ya cerca de la una de la madrugada. Me quedé en la cama durante mucho rato, dando una y mil vueltas hasta quedarme dormido, todo el tiempo pensando en lo mismo: el cáncer de mi padre, el inminente funeral de mi abuela y aquella americana alta.

«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».

A la mañana siguiente, nada más llegar a la oficina busqué el número de Laurence Dardel. Era la hija del doctor Dardel, que calculé que tendría cincuenta y tantos años. Su padre era aquel médico amigo íntimo de la familia que firmó el certificado de defunción de mi madre y que, según nos había contado Gaspard, fue el primero en llegar a la avenida Henri‑Martin aquel día fatal de febrero de 1974. Laurence también era doctora y había asumido la mayor parte de la clientela de su padre y de sus familias. No la había visto desde hacía años y tampoco teníamos un trato demasiado cercano. Cuando la llamé a su consulta, me dijeron que estaba atendiendo a los pacientes del hospital donde trabajaba. Parecía que lo único que cabía hacer era pedir una cita. Me comunicaron que la fecha siguiente en que podía verla era a la semana siguiente y les di las gracias y colgué.

Según recordaba, su padre vivía en la calle Spontini, no muy lejos de la calle Longchamp, donde había instalado su consulta. La de ella se hallaba en la avenida Mozart, pero estaba bastante convencido de que Laurence seguiría viviendo en el mismo apartamento de la calle Spontini, que había heredado de su padre. Recordaba haber acudido allí cuando era un niño, después de la muerte de mi madre, a tomar el té con Laurence y su marido, cuyos hijos eran mucho más pequeños que nosotros. No me acordaba mucho de ellos, del mismo modo que tampoco recordaba el nombre del marido de Laurence. Había mantenido su nombre de soltera por motivos de trabajo, por eso no había forma de que pudiera comprobar si aún vivía en la calle Spontini sin ir a comprobarlo por mí mismo.

Después de una mañana de ajetreo en el trabajo, llamé a mi padre a la hora del almuerzo. Fue Régine quien se puso al teléfono y me dijo que estaba con su hermana, organizando el funeral de Blanche, que tendría lugar en la iglesia de Saint‑Pierre de Chaillot, tal y como yo esperaba. La informé de que llamaría de nuevo por la noche, lo más temprano posible. A última hora de la tarde tuve una reunión, una de las últimas, con Parimbert en su oficina. La instalación de la Cúpula Inteligente estaba a punto de iniciarse y había que resolver unos cuantos detalles finales.

Cuando llegué, comprobé alarmado que Rabagny, su insoportable yerno, también estaba allí. Me quedé aún más estupefacto cuando se puso en pie de un salto para darme la mano con una sonrisa que mostró un asqueroso trozo de goma de mascar antes de decirme que había hecho un trabajo fantástico con la Cúpula Inteligente. Nunca me había sonreído. Parimbert mostraba su habitual mueca petulante y casi se le podía oír ronronear. Rabagny estaba completamente empapado por la transpiración, y las gotas de sudor le recorrían un rostro que se acercaba al color morado; casi se había puesto a tartamudear, para mi asombro. Estaba convencido de que la Cúpula Inteligente y su estructura de paneles de luz cambiantes era un concepto revolucionario de la mayor trascendencia artística y psicológica, y quería explotarlo, con mi permiso. «Esto va a ser grande», resolló, y luego aseguró que recorrería el mundo, que ya lo tenía todo planeado. Lo había pensado muy bien y quería que yo firmara el contrato, por supuesto después de que mi abogado le diera el visto bueno. Había que ponerse en marcha lo antes posible y, si todo iba bien, pronto me habría convertido en un multimillonario, igual que él. No había mucho que yo pudiera decir antes de que se detuviera para coger aliento, lo cual hizo, por fin, resoplando y poniéndose morado del todo. Yo mantuve una actitud distante, me guardé el contrato en el bolsillo y le dije en tono helado que me lo pensaría. Cuanto más frío me mostraba yo, más imploraba él. Finalmente me dejó, después de un momento terrorífico en que se me echó encima como un cachorro tan entusiasta que llegué a temer incluso que fuera a besarme.

Parimbert y yo retomamos el trabajo. Él no estaba del todo convencido con las áreas de descanso, que le parecían demasiado cómodas y no muy apropiadas para el tremendo esfuerzo intelectual que tendría lugar dentro de la Cúpula. Prefería asientos duros y ascéticos donde uno se viera forzado a mantenerse erguido como en la clase de un profesor inflexible. Nada que sugiriera ni tentara a la indolencia.

No importaba lo bajo que hablara, Parimbert era un cliente exigente y dejé su oficina mucho más tarde de lo previsto y completamente reventado. Decidí conducir directamente a la calle Spontini. El tráfico no era muy denso a esa hora, pero me llevó casi veinte minutos llegar hasta allí. Aparqué el coche cerca de la avenida Victor Hugo y me senté en un café para esperar aún un poco más. Todavía no sabía nada de la agencia Rubis. Barajé la idea de telefonear a mi hermana y contarle lo que había planeado hacer, pero en el momento en que saqué el móvil para llamarla comenzó a sonar. Era Angele y mi corazón dio un brinco como siempre que ella me llamaba. Estaba a punto de contarle lo de mi visita a la casa de Laurence Dardel, pero en el último minuto cambié de idea. Quería guardarme eso para mí solo, esta búsqueda o lo que fuera, quizá una misión para encontrar la verdad. Hablamos de todo un poco y del próximo fin de semana que íbamos a pasar juntos.

Después llamé a mi padre, cuya voz sonaba débil y en nada se parecía a la suya. Como era habitual, nuestra conversación fue corta y poco cariñosa. Parecía como si mi padre y yo estuviéramos separados por una elevada y sólida muralla y no había ningún tipo de intercambio, ni ternura, ni afecto, y tampoco cercanía a pesar de que conversáramos. Y así había sido durante toda nuestra vida. ¿Por qué iba a cambiar de pronto? Yo no hubiera sabido siquiera por dónde empezar. ¿Debía preguntarle por el cáncer? ¿Decirle que ya lo sabía y que me preocupaba? Imposible. Él no me había programado para hacer eso y, como era también habitual cada vez que colgaba después de haber hablado con mi padre, la desesperanza se apoderó de mí.

Eran casi las ocho de la tarde, de modo que probablemente Laurence Dardel ya estaría en casa, en el número 50 de la calle Spontini. No tenía el código para acceder al edificio, así que tuve que esperar fuera, fumando, paseando de un lado para otro para mantenerme en calor hasta que salió un vecino. El listado en el exterior de la puerta del conserje me informó de que la familia Fourcade‑Dardel vivía en el tercer piso. Estos dignos edificios de la época de Haussman con sus alfombras rojas tenían todos el mismo olor, pensé mientras subía, una mezcla de los sabrosos aromas que emergían de sus ollas, abrillantador de cera de abeja y fragancias de plantas de interior.

Me contestó al timbre un joven de unos veinte años que llevaba unos auriculares. Le expliqué quién era y le pregunté si su madre se encontraba allí. Laurence Dardel apareció antes de que pudiera contestarme. Me miró fijamente y dijo con una sonrisa:

– Eres Antoine, ¿no? El hijo de François.

Me presentó a su hijo Thomas, que se marchó sin quitarse los auriculares. Ella me acompañó al salón. No había cambiado mucho con el paso del tiempo y su rostro seguía siendo como lo recordaba: pequeño, anguloso y apuntado, con las pestañas de color arena y el pelo recogido en un pulcro moño. Me ofreció un vaso de vino y acepté.

– He leído lo de la muerte de tu abuela en Le Fígaro ‑me dijo‑. Debéis de estar todos muy apenados. Por supuesto, asistiré al funeral.

– No me sentía muy próximo a ella, la verdad ‑comenté.

Laurence alzó una ceja.

– Oh, creía que Mélanie y tú la adorabais.

– No exactamente.

Se hizo un silencio. La habitación donde nos habíamos sentado era burguesa y convencional. No había nada fuera de lugar y ni una sola mancha en la alfombra de color gris pálido, ni se veía una mota de polvo. Muebles tradicionales, pinturas sin imaginación y una fila tras otra de libros de medicina en las baldas. Sin embargo aquel apartamento tenía posibilidades de convertirse en una joya, lo noté cuando mi ojo experto descubrió los torpes falsos techos, los paneles superfluos y las puertas pesadas. Olí un aroma persistente a cocina, así que me di cuenta de que era la hora de cenar.

– ¿Qué tal está tu padre? ‑preguntó Laurence en tono educado.

Era médica después de todo, no necesitaba disimular.

– Tiene cáncer.

– Sí ‑afirmó ella.

– Lo sabías, ¿no?

– Lo sé desde hace muy poco.

– ¿Desde cuándo?

Se puso una mano debajo de la barbilla y frunció los labios.

– Me lo dijo mi padre.

Sentí una ligera presión en el pecho.

– Pero tu padre murió a comienzos de los ochenta.

– Sí‑asintió ella‑. En 1982.

Tenía la misma constitución recia de su padre y las mismas manos toscas.

– ¿Quieres decir que mi padre ya estaba enfermo en 1982?

– Sí, así es, pero entonces se sometió a tratamiento y ha estado bien, según creo, hasta hace poco.

– ¿Tú eras su doctora?

– No, pero mi padre lo fue hasta su muerte.

– Parece muy cansado ‑comenté‑. A veces, exhausto incluso.

– Eso se debe a la quimio ‑me explicó ella‑. Te deja hecho polvo.

– ¿Y está funcionando?

Ella me miró con ecuanimidad.

– No lo sé, Antoine. No soy su médico.

– Entonces, ¿cómo has sabido que estaba enfermo de nuevo?

– Porque le vi hace poco y lo comprobé a simple vista.

Así que ella también lo había notado, como la doctora Besson.

– Mi padre no nos ha hablado de su enfermedad ni a Mélanie ni a mí. Su hermana está al corriente, sólo Dios sabe cómo, ya que apenas se dirigen la palabra entre ellos. Ni siquiera sé qué tipo de cáncer tiene. No sé nada, porque no nos ha dicho nada.

Ella asintió, pero no hizo ningún comentario. Se terminó el vaso de vino y lo puso sobre la mesa.

– ¿Para qué has venido, Antoine? ¿En qué puedo ayudarte?

Antes de que pudiera contestarle, se abrió la puerta principal y entró un hombre calvo y fornido, que reconocí vagamente como su marido. Laurence le dijo quién era yo.

– Antoine Rey, ¡ha pasado tanto tiempo! Cada vez te pareces más a tu padre.

Odiaba que la gente me dijera eso. Recordé su nombre en ese momento, Cyril. Abandonó la habitación después de un ratito de charla, en la cual expresó su pésame por la muerte de Blanche. Me di cuenta de que ella miraba disimuladamente su reloj.

– No te ocuparé mucho tiempo, Laurence. Y sí, necesito tu ayuda. ‑Hice una pausa, durante la cual me miró con expectación. Era una mirada vigorosa, competente, que le prestaba cierta rudeza, casi como la de un hombre‑. Quiero ver el expediente médico de mi madre.

– ¿Puedo preguntar el motivo?

– Deseo comprobar unas cuantas cosas. Como su certificado de defunción, por ejemplo.

Entrecerró los ojos.

– ¿Para qué quieres verlo exactamente?

Me incliné hacia delante y le dije con un tono cargado de doble intención:

– Quiero saber con exactitud cómo y dónde murió mi madre.

Ella parecía desconcertada.

– ¿Es necesario?

Su actitud me crispó los nervios y se lo mostré abiertamente:

– ¿Hay algún problema?

Mi voz había adquirido un tono más agudo de lo que había previsto y ella dio un respingo, como si la hubiera pinchado.

– No hay ningún problema, Antoine, no hay necesidad de enfadarse.

– ¿Cuándo puedes darme el archivo?

– He de buscarlo. No estoy segura de dónde puede estar. Va a llevarme un buen rato.

– ¿Qué quieres decir?

Miró el reloj de nuevo.

– Los archivos de mi padre están todos aquí, pero no tengo tiempo para dártelo ahora mismo.

– ¿Y cuándo tendrás tiempo?

Una vez más mi voz había mostrado un tono desagradable que fui incapaz de evitar. La tensión entre nosotros se fue incrementando hasta convertirse en una hostilidad palpable, lo cual me sorprendió.

– Lo buscaré lo antes posible. Te llamaré cuando lo haya encontrado.

– Bien ‑repuse, y me levanté con rapidez.

Ella se puso también en pie y su cara afilada había enrojecido. Alzó la mirada.

– Recuerdo bien el día en que murió tu madre. Fue un momento terrible para tu familia. Yo tenía unos veinte años, acababa de conocer a Cyril y estudiaba Medicina. Recuerdo que mi padre me llamó para decirme que Clarisse Rey había muerto de un aneurisma, que ya estaba muerta cuando llegó a su lado y que no había nada que pudiera hacer.

– Necesito ver ese expediente ‑insistí con firmeza.

– Remover el pasado no hace bien a nadie. Tienes edad suficiente para saber eso.

No repliqué nada. Busqué en mi bolsillo hasta encontrar una tarjeta y se la di.

– Aquí tienes mi número. Por favor, llámame tan pronto como hayas localizado esos papeles.

Me marché lo más rápido que pude, sin decir adiós, con las mejillas ardiendo. Cerré la puerta a mi espalda y descendí la escalera en silencio. No esperé siquiera a estar fuera para encender un cigarrillo.

A pesar del resentimiento y del miedo a lo que no sabía ni entendía, cuando corría hacia el coche en la fría oscuridad me sentí cerca de mi madre, más cerca de lo que me había sentido hacía muchos años.

 

La agencia Rubis me telefoneó el día siguiente a última hora. Una eficiente y encantadora mujer que se llamaba Delphine me comentó que no había inconveniente alguno en facilitarme el archivo solicitado, ya que habían pasado treinta y pico años. Todo cuanto me pedía era que me pasara por la oficina a fin de poder comprobar mi documento de identidad y firmar un papel.

Me llevó un rato ir de Montparnasse hasta los aledaños de L'Opéra National, atrapado en un tráfico muy denso. Escuché la radio, respiré profundamente y no me dejé dominar por la ansiedad. No había dormido bien las últimas semanas, había pasado noches interminables haciéndome un sinfín de preguntas. Me sentía empequeñecido ante algo incomprensible. Seguía con la idea de telefonear a mi hermana para ponerla al corriente de mis descubrimientos, pero al final no me decidí. Primero quería conocer la historia al completo, tener todas las cartas en la mano. Tenía casi en la punta de los dedos el expediente de la agencia Rubis y también el informe médico del doctor Dardel referente a mi madre. Y cuando los tuviera me parecía que sabría qué hacer y cómo contárselo a Mélanie.

Delphine me tuvo esperando diez minutos largos en una coqueta sala de espera decorada en marfil y escarlata. ¿Era allí donde las esposas que sospechaban del adulterio de sus cónyuges esperaban expectantes, dominadas por la angustia? A esa hora tardía no había ninguna por allí. Al fin apareció Delphine, una femenina criatura vestida de color rojo rubí, con una cálida sonrisa en los labios. En aquellos momentos los detectives privados ya no tenían el mismo aspecto que Colombo.

Firmé un formulario, le mostré mi carné de identidad y ella me dio un sobre grande de color beis, sellado con un espeso grumo de cera. Se veía que no lo habían abierto en años. Tenía mecanografiado el apellido Rey en grandes letras negras. Me dijeron que dentro estaban los originales de lo que se le había enviado a mi abuela. Me entraron ganas de abrirlo nada más subir al coche, pero me forcé a esperar.

Una vez en casa, me hice un café, encendí un cigarrillo y me senté en la mesa de la cocina. Inspiré profundamente.

Ya era hora de abrir el sobre, o bien no abrirlo nunca y dejar lo que había pasado en el olvido. Paseé la mirada en torno a la habitación, por la tetera puesta a hervir, las migas dispersas sobre la encimera y un vaso de leche bebido a medias. El apartamento estaba tranquilo, Lucas seguro que estaba dormido y Margaux sentada frente al ordenador. Aun así, esperé, esperé durante un buen rato.

Después cogí un cuchillo y abrí el sobre. El sello cedió y se rompió en dos. Estaba decidido.

 

Los primeros objetos en aparecer fueron un par de recortes de prensa sujetos con un clip de las revistas Vogue y Jours de France. Eran mis padres asistiendo a cócteles, eventos sociales, carreras, en 1967,1969,1971 y 1972. Monsieur y madame François Rey. Madame vestía trajes de Dior, Jacques Fath, Schiaparelli. ¿Quién se los había prestado? No la recordaba llevándolos. ¡Qué aspecto tan divino tenía, tan exuberante, tan bonita!

Había más recortes sujetos con clips, en esta ocasión de Le Monde y Le Figaro. Mi padre y el juicio del caso Vallombreux, que le había hecho famoso al comienzo de los setenta. Encontré dos recortes más: el anuncio de mi nacimiento y el de Mélanie en el «Carnet de Jour» de Le Figaro. Y después encontré otro sobre grande de papel manila. Dentro había tres fotografías en blanco y negro y dos a color, con mucho grano, de mala calidad. Sin embargo no tuve dificultad en reconocer a mi madre con una mujer alta de pelo largo color platino que parecía mayor que ella. Las tres fotografías habían sido realizadas en las calles de París. Mi madre tenía el rostro alzado y sonreía a la mujer rubia. No se daban la mano pero estaban muy cerca la una de la otra.

Era otoño o invierno y ambas llevaban abrigo. Las dos fotos a color estaban tomadas en un restaurante o en el bar de un hotel y ambas estaban sentadas a una mesa. La mujer rubia fumaba, y llevaba puesta una blusa de color púrpura y una gargantilla de perlas. El rostro de mi madre era sombrío, con los ojos bajos y la boca apretada. En una de las fotos, la rubia acariciaba la mejilla de mi madre.

Dejé con cuidado las instantáneas en la mesa de la cocina. Me quedé mirándolas un buen rato, formando un mosaico de mi madre y aquella extraña. Sabía que ésta era la mujer que Mélanie había visto en la cama de nuestra madre, la americana que había mencionado Gaspard.

Dentro del sobre también había una carta mecanografiada de la agencia Viaris dirigida a mi abuela. Estaba fechada el 12 de enero de 1974. Un mes antes de la muerte de mi madre.

 

Estimada madame Rey:

Siguiendo sus instrucciones, y de acuerdo con nuestro contrato, le remitimos la información que nos requirió referente a Clarisse Rey, Elzyére de soltera, y la señorita June Ashby. Esta última, de nacionalidad americana, nacida en 1925 en Milwaukee, Wisconsin, posee una galería de arte en Nueva York, en la calle 57 Oeste. Acude mensualmente a París por motivos de negocios y pernocta en el hotel Regina, en la plaza Des Pyramides, en el distrito Io.

En las semanas que fueron de septiembre a diciembre de 1973, la señorita Ashby y madame Rey se encontraron todas las veces que la señorita Ashby vino a París, un total de cinco. En cada una de esas ocasiones, madame Rey acudió al hotel Regina por la tarde y se dirigió directamente a la habitación de la señorita Ashby, de la cual salió al cabo de un par de horas. En una ocasión, la cuarta semana de diciembre, madame Rey apareció después de la cena y no abandonó el hotel hasta el amanecer del día siguiente.

Le hemos adjuntado su factura.

Agencia Viaris, Investigadores Privados

 

Me quedé mirando con detenimiento las fotografías de June Ashby. Era una mujer sorprendente. Parecía tener los ojos oscuros, pero las fotografías no eran de buena calidad, así que no podía asegurarlo. Tenía los pómulos altos y los hombros anchos como una nadadora, aunque no parecía masculina. Había algo intensamente femenino en ella, en aquellos largos y esbeltos miembros, en la gargantilla que llevaba puesta y en sus pendientes oscilantes. Me pregunté qué sería lo que habría dicho en inglés el día que tuvo el enfrentamiento con Blanche, aquello que le había sonado tan horrible a Gaspard, y me pregunté también dónde estaría en ese momento y si recordaría a mi madre.

Sentí un movimiento a mi espalda y me di la vuelta con rapidez. Allí estaba Margaux, justo detrás de mí, con la bata puesta. Tenía el pelo apartado de la cara, y eso la hacía parecerse a Astrid.

– ¿Qué es todo esto, papá?

Mi primera reacción fue la de ocultar las fotos en una maniobra llena de culpabilidad, embutirlas de nuevo en el sobre e inventarme alguna historia respecto a estar organizando viejos documentos, pero no me moví.

Era ya demasiado tarde para mentir. Demasiado tarde para continuar en silencio. Demasiado tarde para aparentar que no sabía nada.

– Me las acaban de dar esta noche.

Ella asintió.

– La morena se parece mucho a la tía Mélanie… ¿No es tu madre?

– Sí, ésa es mi madre, y la señora rubia era… su amiga.

Margaux se sentó y examinó cada fotografía con interés.

– ¿De qué va todo esto?

No más mentiras ni silencios.

– Mi abuela hizo que las siguiera un detective privado.

Margaux se quedó mirándome fijamente.

– ¿Y por qué haría eso? ‑Entonces, de pronto, se dio cuenta. Tenía sólo catorce años, después de todo‑. ¡Oh! ‑exclamó con lentitud, ruborizándose‑. Eran amantes, ¿no?

– Sí, así es.

Se quedó callada un momento. Entonces preguntó:

– ¿Tu madre tenía un lío con esta señora?

– Cierto.

Margaux se rascó la cabeza pensativa y luego susurró:

– ¿Esto es una especie de gran secreto familiar del que nadie habla nunca?

– Eso creo.

Cogió una de las fotos en blanco y negro.

– Se parece tanto a Mélanie… Es sorprendente.

– Sí, mucho.

– ¿Quién es la otra señora, su amiga? ¿Te has encontrado alguna vez con ella?

– Es americana y todo esto sucedió hace mucho. Si alguna vez la vi, no lo recuerdo.

– ¿Qué vas a hacer con todo esto, papá?

– No lo sé ‑contesté, y era cierto.

Sin esperarlo, tuve una visión del paso del Gois recorrido por lenguas de agua marina. Quedaba poco para que sólo los postes indicaran la existencia de una carretera bajo la superficie. Me inundó un sentimiento de ansiedad.

– ¿Estás bien, papá?

Margaux me rozó el brazo con la mano. El gesto era tan raro procediendo de ella que me sorprendió tanto como me conmovió.

– Estoy bien, cielo. Gracias. Vete a la cama, anda.

Me dejó que le diera un beso y se marchó.

Sólo quedaba una cosa más en el sobre, una fina hoja de papel, arrugada y luego alisada. Llevaba el membrete del hotel Saint‑Pierre y la fecha era el 19 de agosto de 1973. La emoción de ver la letra de mi madre me golpeó. Leí las primeras líneas con el corazón latiéndome con fuerza.

Date: 2015-12-13; view: 307; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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