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Boomerang 21 page





Era viernes por la tarde, de modo que el TGV a Nantes iba hasta los topes. El mío era un vagón muy intelectual, donde la gente leía libros o revistas, trabajaba en sus portátiles o escuchaba música por los auriculares. Enfrente de mí una joven escribía con gran aplicación en su cuaderno negro Moleskine. No pude evitar mirarla, era muy atractiva. Tenía un rostro perfectamente ovalado, un exuberante cabello castaño y la boca como una fruta. Tenía también unas manos exquisitas de dedos largos y afilados y muñecas delgadas. No levantó el rostro hacia mí ni una sola vez. Sólo pude atisbar el color de sus ojos cuando echaba una ojeada de vez en cuando por la ventanilla. Eran de color azul amalfitano. A su lado iba un tipo gordito vestido de negro enfrascado en su BlackBerry. Y junto a mí viajaba una señora de unos setenta años que leía poesía en un libro pequeño. El hirsuto pelo gris, la nariz aquilina, los dientes sobresalientes y aquellas manos y pies tan enormes le conferían un aire muy británico.

El viaje de París a Nantes apenas duraba dos horas, pero yo contaba los minutos, que parecían arrastrarse a paso de caracol. No había visto a Angele desde que vino a mi cumpleaños en enero y las ganas que tenía de encontrarme con ella me parecían infinitas. La señora que iba a mi lado se levantó y regresó del bar con una taza de té y unas galletitas saladas. Me dedicó una amable sonrisa y yo se la devolví. La chica guapa seguía escribiendo y el hombre finalmente apagó la BlackBerry, bostezó y se frotó la frente con un ademán de cansancio.

Pensé en la semana anterior y en la imprevista advertencia de Mélanie en el funeral de Blanche: «Sea lo que sea lo que averigües, no quiero saberlo». La hostilidad de Solange cuando mencioné el nombre de June Ashby: «No recuerdo nada referente a ella y tu madre». Y la emoción en la voz de Donna Rogers: «Clarisse fue el gran amor de su vida». Ese mismo día Donna me había pedido por teléfono mi dirección en París para enviarme un par de cosas que June tenía y que quizá me gustaría conservar a mí.

Recibí un paquete al cabo de pocas semanas. Contenía un atado de cartas, algunas fotografías y una película corta en formato Súper 8, además de una carta de Donna Rogers.

 

Querido Antoine:

June guardó todas estas cosas como algo precioso hasta su muerte. Estoy segura de que ella será feliz pensando que ahora están en su poder. No sé qué es lo que hay en la película, y ella nunca me lo reveló, pero estoy segura de que preferirá descubrirlo usted mismo.

Con mis mejores deseos,

Donna W. Rogers

 

Cuando abrí las cartas, me temblaron ligeramente los dedos y al comenzar a leer la primera pensé una y otra vez en Mélanie, porque hubiera deseado que ella estuviera allí conmigo, sentada a mi lado en la intimidad de mi dormitorio, compartiendo aquellos testimonios preciosos de la vida de nuestra madre. Leí el encabezado: 28 de julio de 1973, Noirmoutier, hotel Saint‑Pierre.

 

Anoche te esperé en el malecón, pero no viniste. Refrescó y me fui al cabo de un rato; pensé que quizá esta vez te habría resultado difícil escabullirte. Les dije que necesitaba dar un paseo corto por la playa después de cenar y aún me pregunto si me creyeron. Ella me miró como si sospechara algo, aunque yo estoy segura, completamente segura, de que nadie sabe nada. Nadie.

 

Se me llenaron los ojos de lágrimas y sentí que no podía soportar seguir leyendo. No importaba, porque podría leerlas más tarde, cuando me sintiera más fuerte. Las doblé de nuevo y las guardé. Las fotografías eran retratos en blanco y negro de June Ashby tomados en un estudio profesional. Estaba muy guapa, con aquel aspecto de fortaleza y aquellos rasgos deslumbrantes y los ojos escrutadores. En el reverso de las fotos mi madre había escrito con su letra redonda e infantil: «Mi dulce amor».

Había otras fotos, algunas en color de mi madre con un traje azul y verde que nunca le había visto puesto, de pie frente a un espejo de cuerpo entero, en una habitación que no reconocí. Les sonreía al espejo y al fotógrafo, que supuse que sería June. En la siguiente, mi madre estaba en la misma pose, pero totalmente desnuda. El vestido yacía a sus pies en una pila de color verde y azul. Sentí que me ruborizaba y aparté con rapidez los ojos del cuerpo de mi madre, que no había visto desnudo jamás. Me sentía como un mirón cualquiera. No quería mirar el resto de las fotografías, que mostraban la aventura de mi madre expuesta en toda su desnudez. ¿Habría habido alguna diferencia si June Ashby hubiera sido un hombre? Me obligué a pensar seriamente sobre el asunto. No, no lo creo. Al menos no para mí. ¿Aquello era más difícil de digerir para Mélanie por el hecho de tratarse de un amor lésbico? ¿Lo había hecho eso peor para mi padre? ¿Cuál era el motivo de que Mélanie no quisiera saber nada? Después de todo, me sentía aliviado de que mi hermana no estuviera allí conmigo y no tuviera que ver las fotos. Después cogí la cinta de Súper 8. ¿Realmente quería saber qué había en ella? ¿Y si mostraba intimidades que me resultaran insoportables? ¿Y si luego lamentaba haberla visto? La única manera de averiguarlo era convertirla a DVD. Me fue fácil encontrar un lugar donde lo hicieran en Internet. Si enviaba la película a primera hora de la mañana, la recibiría en un par de días.

En ese momento llevaba el DVD en la mochila. Lo había cogido justo antes de tomar el tren y todavía no había tenido tiempo de verlo. «Cinco minutos», rezaba la etiqueta pegada en la cubierta. Lo saqué de la mochila y lo manoseé con nerviosismo. ¿Cinco minutos de qué? La expresión de mi rostro mostraba tanta alteración que percibí que la chica me miraba. Tenía unos ojos inquisitivos, pero no desagradables. Luego apartó la mirada.

La luz del día fue desapareciendo conforme el tren avanzaba velozmente, balanceándose un poco cuando alcanzaba su velocidad máxima. Nos quedaba aún una hora para llegar. Pensaba en Angele, que me esperaba en la estación de Nantes, y después en el camino que nos aguardaba bajo la lluvia en la Harley hasta Clisson, a unos treinta minutos. Confiaba en que para entonces hubiera amainado la lluvia, pero a ella nunca parecía molestarle, llevaba siempre la ropa adecuada.

Saqué el expediente médico de mi madre de la mochila. Lo había leído con detenimiento, pero no había averiguado nada nuevo en él. Clarisse había comenzado a ver al doctor nada más casarse. Tenía frecuentes resfriados y migrañas; medía un metro cincuenta y ocho ‑era más baja que Mélanie‑ y pesaba 48 kilos. Una mujer menudita. Tenía todas las vacunas en orden y sus embarazos habían sido supervisados por el obstetra doctor Giraud en la clínica Belvedere, donde habíamos nacido Mélanie y yo.

De repente, se escuchó un golpe fuerte y el tren cabeceó con violencia, como si las ruedas hubieran tropezado con unas ramas o el tronco de un árbol. Algunas personas gritaron aterrorizadas. El expediente de mi madre se cayó al suelo y la taza de té de la señora inglesa se derramó en la mesa.

– ¡Menudo desastre! ‑exclamó, e intentó recoger el estropicio con una servilleta.

El tren aminoró la marcha y se detuvo con un frenazo. Todos esperamos en silencio, mirándonos unos a otros. La lluvia comenzó a aporrear los cristales de las ventanillas. Algunos se incorporaban para intentar ver algo en el exterior, y se alzaron murmullos de pánico en zonas distintas del tren. No ocurrió nada durante un buen rato. Un niño se echó a llorar y después se oyó una voz cauta que sonaba por los altavoces:

– Señoras y señores viajeros, nuestro tren se ha visto bloqueado por una dificultad técnica. Les informaremos en breve. Les rogamos que nos disculpen por el retraso.

El hombre corpulento que tenía enfrente exhaló un suspiro desesperado y volvió a coger su BlackBerry. Yo le escribí un mensaje de texto a Angele y le conté lo sucedido. Ella me devolvió otro de forma casi instantánea y sus palabras me dejaron helado.

 

Siento tener que decirte esto, pero no es una dificultad técnica, sino un suicidio.

 

La señora inglesa se llevó un susto cuando me levanté para dirigirme hacia la cabecera del tren. Nuestro coche estaba situado casi al principio, al lado de la locomotora. Los pasajeros de los vagones adyacentes estaban impacientes. Muchos de ellos hablaban por el móvil y el nivel de ruido se fue incrementando de forma considerable. Dos revisores aparecieron con sus uniformes oscuros y unos rostros evidentemente taciturnos.

Comprendí con todo el dolor de mi corazón que Angele llevaba razón.

– Perdonen… ‑les dije, arrinconándolos en el pequeño espacio entre dos vagones, al lado de los servicios‑. ¿Pueden decirme qué está pasando?

– Problemas técnicos ‑masculló uno de ellos, secándose la frente húmeda con una mano temblorosa. Era joven y tenía el rostro espantosamente pálido.

El otro hombre era mayor y se le notaba mucho más experimentado.

– ¿Ha sido un suicidio? ‑pregunté.

El de más edad asintió apenado.

– Así es. Estaremos aquí un buen rato, y a mucha gente no le va a hacer gracia.

El más joven se apoyó sobre la puerta del baño con el rostro aún más pálido. Me compadecí de él.

– Es su primera vez ‑suspiró el veterano, que se quitó la gorra y se pasó los dedos entre el cabello que ya raleaba.

– La persona… ¿ha muerto? ‑logré preguntar.

El revisor de más edad me miró con socarronería.

– Bueno, eso es lo que suele suceder con los trenes de alta velocidad cuando van tan deprisa ‑gruñó.

– Era una mujer ‑susurró el joven con la voz tan baja que apenas le podía oír‑. El conductor ha dicho que estaba arrodillada en las vías, de cara al tren, con las manos unidas como si estuviera rezando. No ha podido hacer nada, nada.

– Vamos, chico, contrólate ‑le instó el hombre mayor con firmeza mientras le daba unas palmaditas en el brazo‑. Debemos anunciar a los setecientos pasajeros de este tren que vamos a tirarnos aquí un par de horitas.

– ¿Por qué tanto tiempo? ‑quise saber.

– Hay que recoger los restos del cuerpo uno por uno ‑comentó el inspector más viejo con sequedad‑, y suelen estar diseminados por las vías a lo largo de varios kilómetros. Así que, por el aspecto que tenía la cosa, con la lluvia y todo, tenemos para rato.

El más joven se dio la vuelta como si fuera a vomitar. Di las gracias al hombre mayor y regresé a mi sitio. Encontré una botella pequeña de agua en la mochila y me la bebí de un trago, pero aun así tenía la boca seca. Le envié otro mensaje a Angele:

 

Tenías razón.

 

Me contestó:

 

Son los peores suicidios, los más desastrosos. Pobre de quien fuera.

 

– Debido a un suicidio en la vía, el tren experimentará un retraso considerable ‑anunciaron al fin por los altavoces.

La gente a mi alrededor comenzó a lamentarse y suspirar. La señora inglesa sofocó un sollozo y el gordo dio un golpe con el puño en la mesa. La chica guapa tenía puestos los auriculares y no había podido escuchar la noticia, así que se los quitó.

– ¿Qué ha pasado? ‑preguntó.

– Alguien se ha suicidado y ahora estamos aquí atascados en mitad de la nada ‑se quejó el hombre de negro‑. ¡Y yo tengo una reunión dentro de una hora!

Ella se quedó mirándole con sus ojos de un perfecto color azul zafiro.

– Perdone, pero ¿acaba de decir que alguien se ha suicidado?

– Sí, eso es lo que he dicho ‑replicó, arrastrando las palabras y enarbolando su BlackBerry.

– ¿Y se está usted quejando por llegar tarde? ‑siseó ella con la voz más fría que había oído en mi vida.

Él le devolvió la mirada.

– Tengo una reunión muy importante ‑masculló.

Ella le miró con una expresión mordaz. Después se levantó y se marchó al bar, pero antes se volvió y le dijo en voz tan alta que la escuchó todo el vagón:

– ¡Gilipollas!

 

La señora inglesa y yo compartimos un chardonnay para animarnos un poco. Era de noche y había dejado de llover. Unos grandes proyectores iluminaban las vías y acompañaban a un truculento espectáculo de policías, ambulancias y bomberos. Aún podía escuchar el golpazo del tren contra el cuerpo de aquella desdichada. ¿Quién era? ¿Cuántos años tenía? ¿Qué clase de desesperación la había llevado allí esa noche a esperar bajo la lluvia arrodillada sobre las vías con las manos unidas?

– Parece increíble, pero voy camino de un funeral ‑comentó la señora inglesa, cuyo nombre era Cynthia. Soltó una risita seca.

– ¡Qué triste! ‑exclamé.

– Era una vieja amiga mía, Gladys. Se celebra mañana por la mañana. Tenía toda clase de problemas de salud espeluznantes, pero los afrontaba con un coraje increíble. La admiraba mucho.

Su francés era excelente, con sólo una pizca de acento inglés. Cuando se lo comenté, sonrió de nuevo.

– He vivido en Francia toda mi vida, pues me casé con un francés ‑me explicó al tiempo que me guiñaba un ojo.

La chica guapa volvió del vagón cafetería y se sentó cerca de nosotros. Hablaba por el móvil, moviendo las manos de un lado para otro. Parecía agitada.

– Estaba buscando precisamente un poema para leerlo en el funeral de Gladys ‑continuó Cynthia‑ cuando chocamos con esa pobre mujer que decidió acabar con su vida.

– ¿Y lo ha encontrado? ‑le pregunté.

– Sí, así es. ¿Ha oído hablar alguna vez de Christina Gabriel Rossetti?

Hice una mueca.

– Me temo que no entiendo mucho de poesía.

– Yo tampoco, pero quería escoger algo que no fuera morboso ni triste y creo que al final lo he hallado. Christina Rossetti es una poetisa victoriana totalmente desconocida en Francia, según creo, y es una pena, porque en mi opinión tenía un gran talento* Su hermano Dante Gabriel Rossetti le robó toda la atención y se quedó con toda la fama. Tal vez haya visto alguno de sus cuadros. Estilo prerrafaelita. Era bastante bueno.

– Tampoco entiendo mucho de pintura.

– Oh, vamos, seguro que ha visto algo suyo, esas lúgubres señoras sensuales con flotantes cabellos de color caoba, labios llenos y largos vestidos.

– A lo mejor. ‑Me encogí de hombros, sonriendo ante la forma en que sus manos expresivas sugerían la presencia de grandes pechos‑. ¿Y qué tal es el poema de su hermana? ¿Podría leérmelo?

– Vale, y podríamos pensar un poco en la persona que acaba de morir. ¿Por qué no?

– Era una mujer. Me lo han dicho los revisores.

– Entonces leeremos el poema en su memoria. Que Dios la acoja en su seno.

Cynthia sacó el libro de poesía del bolso, se puso las gafas ‑que hacían que sus ojos parecieran tan grandes como los de un búho‑ y comenzó a leer en voz alta, con entonación teatral. Todos los viajeros del vagón se volvieron para mirarla.

 

Cuando muera, querido mío,

no entones canciones tristes por mí,

no plantes rosas sobre mi cabeza

ni siquiera un umbroso ciprés.

Sé como la hierba verde que me cubra

húmeda por la lluvia y el rocío.

Y si quieres, recuérdame,

o si lo prefieres, olvídame.

 

Continuó leyendo, elevando la voz sobre el repentino silencio, y sobre los ruidos crispantes y chirriantes de lo que fuera que estuvieran haciendo allí fuera, y en lo que no quería pensar. Era un poema conmovedor, hermoso en su sencillez, y de alguna manera me devolvió la esperanza. Cuando terminó de leer, algunas personas murmuraron su agradecimiento y el rostro de la chica bonita estaba lleno de lágrimas.

– Gracias ‑le dije.

Cynthia asintió.

– Me alegro de que le haya gustado. Creo que era apropiado.

La chica se nos acercó con timidez. Le solicitó a Cynthia la referencia del poema y la anotó en su cuaderno. Le pedí que se uniera a nosotros y ella se sentó, agradecida. Nos dijo que esperaba que no la consideráramos grosera por lo que le había dicho al hombre vestido de negro un poco antes.

Cynthia hizo un ademán de burla.

– ¿Grosera? Querida, creo que has estado estupenda.

La chica sonrió con modestia. Era realmente guapa. Tenía una figura excepcional, con pechos erguidos apenas visibles bajo un jersey largo y suelto, caderas fluidas y piernas largas y unas nalgas redondas debajo de los ajustados Levis.

– Ya se lo imaginarán, no puedo evitar pensar en lo que ha pasado ‑murmuró‑. Casi me siento responsable, como si yo misma hubiera matado a esa pobre persona.

– Eso no es lo que ha sucedido ‑comenté.

– Quizá, pero no lo puedo evitar. Todavía siento el golpe. ‑Se estremeció‑. Y tampoco puedo evitar pensar en el conductor del tren… ¿Se lo imaginan ustedes? Aunque supongo que es imposible frenar a tiempo en estos trenes de alta velocidad. Y la familia de esa persona… Les he oído decir que es una mujer… Me pregunto si ya se lo habrán dicho. ¿La habrán identificado ya? Quizá no lo sepan aún. Quizá sus seres queridos no tengan ni idea de que su madre, hermana, hija, esposa o lo que sea ha muerto. No puedo soportarlo. ‑Comenzó a llorar de nuevo, muy suavemente‑. Quiero salir ya de este tren horrible, ojalá que esto no hubiera ocurrido jamás. ¡Me gustaría que esa persona estuviera viva!

Cynthia la cogió de la mano. Yo no me atreví, porque no quería que esa criatura encantadora pensara que pretendía aprovechar la ocasión.

– Todos nos sentimos como tú ‑le dijo Cynthia con dulzura‑. Lo que ha sucedido esta noche es espantoso. Horrible. ¿Cómo es posible que haya gente a la que no le afecte?

– Ese hombre…, ese hombre que no hacía más que decir que iba a llegar tarde ‑sollozó‑, y también había otros, les he oído.

Yo estaba obsesionado por ese golpe, pero no se lo dije porque su sorprendente belleza tenía más fuerza que el odioso poder de la muerte. Esa noche me abrumaba la muerte. Jamás en mi vida la muerte había extendido sus alas a mi alrededor como el zumbido persistente de un mosquito. El cementerio al que daba mi apartamento. El funeral de Pauline. Los restos de animales sacrificados a lo largo de la carretera en el viaje de vuelta. El abrigo rojo de mi madre en el suelo del salón pequeño. Blanche. Las femeninas manos de Angele manejando cadáveres. Aquella mujer sin rostro, desesperada, aguardando al tren bajo la lluvia.

Y yo estaba contento, tan contento, incluso aliviado, por ser un hombre, sólo un hombre, que, ante la faz de la muerte, se sentía más inclinado a alargar la mano y manosear los bellos pechos de una extraña que a romper a llorar.

 

El dormitorio de Angele tenía un aspecto exótico del que jamás iba a cansarme. El techo de color oro azafranado y las cálidas paredes de color rojo canela suponían un contraste muy interesante con respecto a la morgue donde trabajaba. La puerta, los marcos de las ventanas y el zócalo en azul oscuro. Unos saris de seda bordada amarillos y naranjas colgaban de las ventanas. Las pequeñas linternas marroquíes arrojaban una temblorosa luz, como la de las velas, sobre la cama, cubierta con sábanas de lino beis. Esa noche había esparcido pétalos de rosa sobre las almohadas.

– ¿Y qué pasa contigo, Antoine Rey? ‑me aguijoneó ella, intentando desabrochar torpemente mi cinturón (y yo el suyo) ‑. Lo que pasa es que debajo de ese romántico y encantador exterior, esos vaqueros limpios, esas camisas blancas recién planchadas y esos jerséis Shetland verde militar, no eres más que una fiera sexual.

– ¿No lo somos todos los hombres? ‑pregunté, intentando soltar las hebillas de sus botas de motera negras.

– Muchos hombres lo son, pero algunos más que otros.

– Había una chica en el tren…

– ¿Hum? ‑repuso ella, desabotonando la camisa.

Las botas cayeron por fin al suelo con un golpe sordo.

– Sorprendentemente atractiva.

Ella sonrió abiertamente mientras se desprendía de sus vaqueros negros.

– No soy celosa, ya lo sabes.

– Ya, sí, lo sé, pero gracias a ella he logrado soportar esas atroces tres horas en el tren mientras recogían de entre las ruedas los restos de esa pobre señora.

– ¿Y puedo preguntar cómo pudo ayudarte a soportar esas tres horas la chica sorprendentemente atractiva?

– Leyendo poesía victoriana.

– Estoy segura de ello.

Se echó a reír, con esa risa sexy y algo ronca que me gustaba tanto, y la agarré, la apreté contra mi cuerpo y la besé con avidez. La follé como si no hubiera un mañana. Y los fragantes pétalos de rosa se mezclaron con su pelo y me entraron en la boca con su sabor un poco amargo. Me sentí como si no tuviera nunca suficiente de ella, como si ésa fuera nuestra última vez. Me puse frenético de pura lujuria y ansiaba decirle cuánto la amaba, pero las palabras no salieron de mi boca, sólo gestos, gruñidos y gemidos.

– ¿Sabes? Deberías pasar más tiempo encerrado en un tren ‑murmuró soñolienta cuando yacíamos sobre las arrugadas sábanas de lino, exhaustos.

– Y yo lo siento por todos esos muertos a los que arreglas. No tienen ni idea de lo buena que eres en la cama.

Luego nos duchamos y nos tomamos un tardío tentempié de queso, pan de Poilane y unos cuantos vasos de burdeos, más un par de cigarrillos. Después, más tarde, mucho más tarde, una vez que nos instalamos en el salón, con Angele confortablemente tumbada en el sofá, finalmente me preguntó:

– Cuéntamelo, cuéntame lo de June y Clarisse.

Saqué el expediente médico, las fotografías, las cartas, el informe del detective y el DVD de mi mochila. Ella me observó con el vaso en la mano.

– No sé por dónde empezar ‑le expliqué, despacio, confuso.

– Imagínate que estás contando una historia. Imagínate que no sé nada, nada en absoluto, que nunca me he encontrado contigo y me lo tienes que contar todo, con mucho cuidado, con todos los detalles correctos. Empieza como si fuera un cuento. «Erase una vez…».

Alargué la mano y cogí uno de sus cigarrillos Marlboro. No lo encendí, simplemente lo sostuve entre los dedos. Me quedé allí quieto, frente a la chimenea, con su luz moribunda y las brasas relumbrando rojas en la oscuridad. También me gustaba esa habitación, por su tamaño, las vigas y las paredes forradas de libros, la antigua mesa cuadrada de madera y el tranquilo jardín que se extendía más allá, aunque en ese momento no lo viera, pues los postigos estaban cerrados por la noche.

– Erase una vez, en el verano de 1972, una mujer casada que se fue de veraneo a la isla de Noirmoutier con sus suegros y sus dos hijos. Iba a pasar unas vacaciones de dos semanas, y su marido se reuniría con ellos los fines de semana, si no estaba demasiado ocupado. Ella se llamaba Clarisse, era encantadora y dulce, para nada una sofisticada parisina…

Hice una pausa. Me parecía muy raro hablar de mi madre con mis propias palabras.

– Continúa ‑me apremió Angele‑. Vas muy bien.

– Clarisse procedía de las Cévennes y sus padres eran gente sencilla de campo, pero ella había emparentado con una rica y acaudalada familia parisina. Su marido era un joven abogado inconformista, François Rey, muy conocido por el caso Vallombreux a comienzos de los setenta. ‑Mi voz se desvaneció. Angele tenía razón, aquello era una historia, la historia de mi madre. Y jamás se la había contado a nadie. Seguí adelante después de hacer una pausa‑. En el hotel Saint‑Pierre, Clarisse conoce a una americana llamada June, mayor que ella. ¿Cómo se conocieron? Quizá tomaron una copa juntas un atardecer. O quizá en la playa, por la tarde. O en el desayuno, la comida o la cena. June tenía una galería de arte en la ciudad de Nueva York y era lesbiana. ¿Había acudido allí con una novia? ¿Estaba sola? Todo lo que sabemos es que… Clarisse y June se enamoraron ese verano. Y no fue sólo un lío ni un amor veraniego… No fue sólo sexo…, fue amor. Un inesperado amor con la fuerza de un tornado, de un huracán…, amor de verdad… De esa clase que sólo sucede una vez en la vida…

– Enciende el cigarrillo ‑me ordenó Angele‑, te ayudará.

Yo seguí su consejo y luego inhalé profundamente. Tenía razón, me ayudaba.

– Claro, no tenía que enterarse nadie ‑continué‑. Había demasiado en juego. June y Clarisse se vieron siempre que les fue posible durante el resto de 1972 hasta el comienzo de 1973, y no fueron encuentros muy frecuentes, porque June vivía en Nueva York, aunque, como solía visitar París por negocios una vez al mes, se veían en el hotel en que ésta se alojaba. Fue entonces cuando planearon pasar el verano de 1973 juntas en Noirmoutier. Y June y Clarisse no tenían las cosas nada fáciles ese verano. Aunque el marido de Clarisse no acudiera muy a menudo, porque debía trabajar y viajar, la suegra, Blanche, un día tuvo una horrible e inquietante sospecha. Intuyó todo y aquel día tomó una decisión.

– ¿Qué quieres decir? ‑me interrogó Angele, alarmada.

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