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Boomerang 22 page
Yo no contesté. Continué con mi historia, concentrado, tomándome mi tiempo. – ¿Cómo se enteró Blanche? ¿Qué fue lo que vio? ¿Fue una fugaz mirada de deseo que duró un poco más de lo que era prudente? ¿Una mano tierna acariciando un brazo desnudo? ¿O fue un beso prohibido? ¿Fue una silueta la que descubrió una noche mientras se deslizaba de una habitación a la otra? Fuera lo que fuese lo que Blanche vio, se lo guardó para ella. No se lo contó a su marido ni a su hijo. ¿Por qué? Porque habría sido una vergüenza demasiado grande. Tenía pánico al escándalo: su nuera, que ya llevaba el nombre de los Rey y era madre de sus nietos, tenía un lío y, para empeorarlo todo, con una mujer. ¡Habría que pasar por encima de su cadáver antes de ensuciar el prestigio de la familia Rey! Ella había trabajado demasiado duro para mantener su buen nombre, y no la habían traído al mundo para permitir tal ofensa. Ella, una Fromet de la Passy, casada con un Rey de Chaillot, no, eso era impensable. Era monstruoso. La aventura debía terminar de una vez por todas, y rápido. Era extraño, me sentía muy tranquilo mientras contaba la historia, la historia de mi madre. No miré al rostro de Angele porque sabía que tenía que estar acongojada. Sabía a lo que le debía de sonar mi historia, con aquella fuerza, aquella potencia. Nunca la había puesto en palabras ni había pronunciado aquella secuencia exacta de frases y jamás había dicho lo que en ese momento estaba contando. Cada palabra surgía como si fuera un bebé en su nacimiento, sintiendo el impacto del aire frío en su cuerpo frágil y desnudo cuando se desliza fuera del útero. – Blanche se enfrentó con Clarisse en Noirmoutier, en el hotel. Clarisse se echó a llorar, disgustada. La escena tuvo lugar en la habitación de Blanche, en la primera planta. Blanche lanzó una advertencia con un tono terrorífico, ominoso. La amenazó con revelar el asunto a su hijo, el marido de Clarisse. Le dijo también que le quitaría a los niños. Clarisse cedió sollozando: «Sí, sí, claro, no volveré a ver a June». Pero no logró evitarlo, el asunto se le fue de las manos. Volvió a verla una y otra vez y June se reía de su suegra cuando se lo contó, pues no temía a una vieja esnob. El día que June abandonaba el hotel de Noirmoutier para regresar a París, camino de Nueva York, Clarisse deslizó una carta de amor bajo la puerta de June, pero ésta nunca la recibió, porque fue interceptada por Blanche. Y ahí es donde empezó el problema de verdad. Angele se levantó para atizar las brasas de la chimenea, porque la sala se había enfriado. Se había hecho tarde, muy tarde, no sabía cuánto, porque sólo era consciente del cansancio que me pesaba como plomo en los párpados, pero sabía que debía llegar hasta el final de la historia, a la parte que más me hacía sufrir, aquella que no deseaba traducir a palabras. – Blanche se enteró de que June y Clarisse seguían siendo amantes. Gracias a la carta interceptada, supo que Clarisse había hecho planes de futuro con June y los niños. En algún momento y en algún lugar. Leyó la carta con aversión y repulsión. No, no habría un futuro para June y Clarisse, no había ningún futuro posible para ellas, al menos no en su mundo. Y desde luego no iba a consentir que sus nietos, que eran unos Rey, tuvieran nada que ver con eso. »La dama se dirigió a un detective privado parisino y le explicó su encargo: quería que siguiera a su nuera, y pagó un montón de dinero con tal propósito. En ese momento tampoco le dijo nada a su familia y, por eso, Clarisse se creyó a salvo. Esperaba el momento en que June y ella pudieran ser libres. Ya había comprendido que debía dejar a su marido, sabía lo que eso supondría, y temía por sus hijos. Sin embargo, ella estaba enamorada y creía que al final el amor se abriría camino y le permitiría quedarse con sus hijos, que eran lo más preciado para ella, y con June. Le gustaba imaginar un lugar, un lugar seguro donde ella algún día podría vivir con June y sus hijos. »Pero June tenía más años y era más sabia, y ella sí sabía cómo funcionaba el mundo; tenía muy claro que dos mujeres no podían vivir juntas como pareja y ser tratadas como personas normales. Eso podría ocurrir en Nueva York, allí quizá, pero no en París, y desde luego no en 1973. Y, por supuesto, menos aún en la clase de sociedad en la que vivía la familia Rey. Intentó explicárselo a Clarisse y le pidió que esperaran, que se tomaran su tiempo. Las cosas ocurrirían por sí solas, con calma, lentamente, cuando hubiera menos dificultades, pero Clarisse era más joven, y más impaciente. No quería esperar y no quiso darse ese tiempo. La tristeza se acerca por fin, como un amigo peligroso pero familiar al que ves llegar con aprensión. Sentía un gran peso en el pecho, que me parecía demasiado pequeño para contener mis pulmones. Me detuve y di dos grandes bocanadas de aire. Angele acudió a mi lado, su cuerpo cálido se apretó contra el mío, y eso me dio fuerzas para continuar. – Esas Navidades fueron espantosas para Clarisse. Nunca se había sentido más sola y echaba de menos a June con desesperación. Su amada tenía una vida ocupada, activa, en Nueva York, con su galería, sus obligaciones sociales, sus amigos, sus artistas. Clarisse sólo tenía a sus hijos y ningún amigo, salvo Gaspard, el hijo de la doncella de su suegra. ¿Podía confiar en él? ¿Qué podría contarle? Tenía sólo quince años, apenas unos años más que su propio hijo; era un joven encantador, de mente sencilla. ¿La entendería él? ¿Sabría él que dos mujeres podían enamorarse, que eso no las convertía en dos seres perversos e inmorales? »Su marido vivía consagrado a su trabajo, los juicios, los clientes. Tal vez ella intentara contárselo y dejar pistas, pero él estaba demasiado ocupado para escucharla, ocupado subiendo peldaños en la sociedad, pavimentando su camino hacia el éxito. Él la había sacado de en medio de la nada, pues ella no era más que una muchacha de Provenza, tan falta de sofisticación que había dejado a sus padres alelados. Sin embargo era hermosa, era la más encantadora, exuberante y preciosa chica que había visto en su vida. A ella no le importaban su fortuna, el nombre de la familia, los Rey, los Fromet, los inmuebles, las propiedades, la clase social. Ella le hacía reír, y nadie había conseguido antes hacer reír a François Rey. Los brazos de Angele se abrieron camino hasta enlazarse en torno a mi cuello y su boca cálida me besó la nuca. Yo relajé los hombros ahora que me aproximaba al final de la historia. – Blanche recibió el informe del detective en enero de 1974. Allí estaba todo, absolutamente todo. Cuántas veces se habían encontrado, dónde, cuándo, y todo documentado con las pertinentes fotografías. Aquello le causó repulsión, la enloqueció. Estuvo a punto de contárselo a su marido, de lo enfurecida, molesta y consternada que estaba, pero no lo hizo. June Ashby se dio cuenta de que las estaban siguiendo y fue capaz de descubrir que el detective procedía de la residencia de los Rey. Llamó a Blanche para exigirle que se metiera en «sus jodidos asuntos», pero Blanche no contestaba sus llamadas, sólo conseguía hablar con la doncella o con su hijo. June le dijo a Clarisse que tuviera cuidado e intentó advertirla, explicarle que necesitaban frenar un poco, que la situación se tranquilizara y esperar, pero Clarisse no podía soportarlo. No podía soportar la idea de que la siguieran y sabía que Blanche la llamaría para mostrarle las fotos comprometedoras y que la obligaría a no volver a ver a June, que la amenazaría con quitarle los niños. »Así que una mañana, una fría y soleada mañana de febrero, Clarisse esperó hasta que los niños estuvieran camino del colegio y su esposo se hubiera ido a la oficina, se puso un precioso abrigo rojo y se dirigió a la avenida Kléber desde la avenida Henri‑Martin. Era un paseo corto que había recorrido a menudo con los niños o con su marido, pero no desde hacía tiempo, desde las Navidades, desde que se había enterado de que Blanche quería sacar a June de su vida. Caminó con rapidez hasta que se quedó sin aliento, y el corazón se le aceleró y latió muy rápido, demasiado rápido, pero no lo sabía y continuó con la intención de llegar a la casa de su suegra lo más pronto posible. »Subió las escaleras y llamó al timbre con un dedo tembloroso. Gaspard, su amigo, su único amigo, le abrió y le sonrió. Ella dijo que quería ver a Blanche inmediatamente. Madame estaba en el salón pequeño, terminando de desayunar. Odette le preguntó si quería té o café y ella contestó que no quería nada, que sólo estaría un minuto, que sólo quería decirle algo a madame y se marcharía. ¿Estaba allí monsieur? »‑No, monsieur no está hoy. »Blanche estaba sentada, leyendo la correspondencia. Llevaba puesto un kimono de seda y tenía los rulos puestos. Cuando levantó la mirada y se encontró con Clarisse, no pareció muy feliz de verla allí. Ordenó a Odette que cerrara la puerta y las dejara solas, y después se levantó. Blandió un documento bajo la nariz de Clarisse y rugió: »‑¿Sabes qué es esto? ¿Tienes la menor idea? »‑¡Sí, sí lo sé! ‑repuso Clarisse con calma‑. Son fotos de June y yo juntas. Usted ha hecho que nos siguieran. »Blanche sintió un inesperado ataque de cólera. ¿Quién se creía que era esa campesina? No tenía educación ni buena crianza, venía del arroyo. Una zafia, descuidada y grosera campesina. »‑Sí, tengo fotos de tu asquerosa aventura, las tengo todas aquí, déjame que te las enseñe. ¿Las ves? Está todo aquí, cuándo y dónde la ves. Y ahora van a ir directamente a François para que vea quién eres tú de verdad, para que comprenda que no mereces ser la madre de sus hijos. »Clarisse replicó con mucha tranquilidad que no le tenía miedo, que Blanche podía mostrárselas a François, a Roben, a Solange y a todo el mundo. Ella y June se amaban, y querían pasar el resto de sus vidas juntas con los niños, y le aseguró que eso sería exactamente lo que iba a ocurrir, sin más mentiras y sin esconderse más. Que ella misma se lo contaría a François y que se divorciarían y se lo explicarían a los niños del mejor modo posible. »‑François es mi marido y yo misma se lo diré, porque le respeto. »El veneno de Blanche explotó con violencia y de un modo desproporcionado. ¿Qué sabía ella de respeto? ¿Qué sabía ella de los valores familiares? No era más que una fulana y no le iba a permitir que manchara el nombre de la familia con sus repulsivos asuntos de lesbianas. »‑Dejarás de ver a esa mujer ahora mismo y harás exactamente lo que se te diga. Te mantendrás en tu sitio. Me callé, pues mi voz se había convertido en apenas un graznido. Sentía la garganta reseca. Fui a la cocina y me serví un vaso de agua con manos temblorosas. Me lo bebí de un trago, y el cristal golpeó contra los dientes delanteros. Cuando regresé al lado de Angele, me asaltó la imagen más inesperada y molesta que podía concebir, como si fuera una diapositiva que alguien hubiera puesto allí contra mi voluntad. Veía a una mujer arrodillada en las vías del tren en el crepúsculo, y veía la locomotora precipitarse hacia ella a toda velocidad. Esa mujer llevaba un abrigo rojo.
Odette permanecía junto a la puerta cerrada, donde se había quedado desde que madame le había ordenado que se marchara. Mantenía la oreja pegada al tablero, aunque realmente no era necesario, dado el volumen de los gritos. Lo oyó todo, toda la pelea, incluida la firme respuesta de Clarisse: »‑No. Adiós, Blanche. »A continuación se oyeron los sonidos de una refriega, el eco de una corta lucha, una inhalación brusca de aire, una exclamación, aunque no pudo distinguir de quién procedía la voz, y después un golpe sordo y el sonido de algo pesado estampándose contra el suelo. »‑¡Clarisse, Clarisse! ‑exclamó madame, y luego añadió‑: ¡Oh, Dios mío! »Entonces se abrió la puerta y apareció el rostro de madame. Tenía un aspecto demacrado, parecía petrificada, y algo ridícula también con los rulos caídos. Necesitó dos minutos para poder hablar. »‑Ha habido un accidente, llama al doctor Dardel. Rápido. ¡Muévete! »"Un accidente, pero ¿qué accidente?", pensó Odette para sus adentros mientras se apresuraba en busca de su hijo y le ordenaba llamar inmediatamente al doctor Dardel. Volvió corriendo al salón pequeño con sus piernas regordetas, donde madame aguardaba, abatida, sentada en el sofá. ¿Qué accidente? ¿Qué había ocurrido? Madame se explicó entre jadeos y con la voz estrangulada. »‑Hemos discutido y la he sujetado cuando se iba a marchar, pues yo no había terminado de hablar. Así que la he agarrado de la manga y ella se ha caído estúpidamente hacia delante y se ha dado un golpe en la cabeza con la esquina de la mesa. Mira ‑le dijo‑: justo ahí, en todo el pico. »Odette observó la esquina apuntada de cristal, y también miró a Clarisse, inerte sobre la alfombra, sin moverse ni respirar, con el rostro desprovisto de color. »‑¡Oh, madame, está muerta! ‑exclamó. »Entonces llegó el doctor Dardel, el doctor de confianza de la familia, el viejo y fiel amigo. Examinó a Clarisse y pronunció las mismas palabras: «Está muerta». Blanche se retorció las manos y sollozó. Le dijo al doctor que había sido un horrible accidente, un accidente estúpido, monstruosamente estúpido. »ÉL miró a Blanche y cuando fue a firmar el certificado de defunción, con la pluma ya apoyada sobre el papel, dijo: »‑Sólo se puede hacer una cosa. Sólo hay una solución, Blanche, pero debes confiar en mí. Angele se volvió hacia mí con un gesto cariñoso, de modo que pudiera verle la cara. Me puso las manos en las mejillas y se quedó mirándome un buen rato. – ¿Así fue cómo sucedió, Antoine? ‑me preguntó con mucha dulzura. – He pensado mucho en el tema. Creo que es lo más próximo a la verdad. Ella se dirigió a la chimenea y apoyó la frente contra la repisa de madera. Después me devolvió la mirada. – ¿Has intentado alguna vez hablar con tu padre de este tema? Mi padre. ¿Cómo habría podido hablar con él? ¿Cómo se podía describir la última vez que lo había intentado, hacía unos cuantos días? Me sentí obligado, aquella tarde, al salir de la oficina, a enfrentarme con él. No me importaba lo que Mélanie hubiera dicho. No me importaba lo mucho que ella, por sus propias razones, había intentado evitar que lo hiciera. Necesitaba hablar con él y no quería esperar más. No más adivinanzas. ¿Qué sabía sobre la muerte de Clarisse? ¿Qué era lo que le habían contado? ¿Qué sabía él de June Ashby? Cuando llegué mi padre y Régine estaban cenando frente al televisor, viendo las noticias relativas a las inminentes elecciones presidenciales norteamericanas en las que se presentaba aquel hombre alto, delgado, apenas un poco mayor que yo, aquel al que llamaban el «Kennedy negro». Mi padre estaba callado, cansado y con poco apetito, pues tenía montones de pastillas que tragar. Régine susurró que aquella semana estaba citado para una hospitalización temporal. Se avecinaba una prueba muy dura. Sacudió la cabeza con desaliento. Cuando terminaron de comer y Régine fue a llamar por teléfono a una amiga desde otra habitación, le dije a mi padre, esperando que apartara la mirada de la televisión, que me gustaría hablar con él, si le parecía bien. Él asintió con una especie de gruñido que yo supuse que era una afirmación, pero cuando al final volvió sus ojos hacia mí estaban tan llenos de cansancio que me quedé callado de forma instantánea. Eran los ojos de alguien que sabe que se está muriendo y que ya no puede seguir viviendo más sobre la tierra. Esos ojos mostraban un sufrimiento en estado puro y también una tranquila aceptación que me conmovió. Allí no estaban ni el abogado inconformista ni el padre dictatorial ni el censor lleno de arrogancia. Sólo estaba mirando a un viejo enfermo de aliento nauseabundo que estaba preparado para morir y que no quería escucharme, ni a mí ni a nadie, nunca más. Era demasiado tarde, demasiado tarde para que consiguiera conmoverle y contarle cuánto me preocupaba, demasiado tarde para contarle que sabía que tenía cáncer, que se estaba muriendo. También era demasiado tarde para preguntarle por Clarisse y June, para arriesgarme a entrar en ese terreno con él. Parpadeó lentamente, sin parecer nada intrigado, y esperó a que yo hablara. Y cuando vio que no iba a hacerlo, se encogió de hombros ligeramente y volvió la mirada al televisor. Ni siquiera me preguntó lo que quería. Sentí como si hubieran corrido un telón delante de un escenario. El espectáculo se había terminado. «Vamos, Antoine, es tu padre, alarga la mano y coge la suya, asegúrate de que sabe que estás aquí, y si no te sientes capaz de hacerlo, haz el esfuerzo, dile que te importa, díselo antes de que sea demasiado tarde. Míralo, se está muriendo, no le queda mucho tiempo. El tiempo se acaba». Me acordé de cuando él era joven y su sonrisa brillaba como un faro en un rostro habitualmente severo. Entonces tenía el pelo oscuro y espeso, no las exiguas y escasas raíces de ese momento. Le recordaba cuando nos cogía en sus brazos y nos besaba con cariño, cuando Mélanie iba montada sobre sus hombros en el Bois de Boulogne y cuando su mano protectora me impulsaba hacia delante apoyada en mi cintura y hacía que me sintiera el chico más poderoso del mundo. También le recordaba después de la muerte de mi madre, cómo se cerró en sí mismo, y cesaron los besos cariñosos, cómo se volvió inflexible, exigente, y cómo me criticaba, me juzgaba y me hacía tan desdichado. Quería preguntarle por qué la vida lo había hecho tan áspero, tan hostil. ¿Había sido por la muerte de Clarisse, porque había perdido a la única persona que le hacía feliz? ¿O tal vez porque había descubierto al final que le había sido infiel y que amaba a otra persona, a una mujer? ¿Había sido eso, esa humillación final, lo que le había roto el corazón y partido el alma en dos? Pero no le pregunté nada. Nada en absoluto. Me levanté y me dirigí hacia la puerta; él no se movió. La televisión siguió atronando, al igual que la voz de Régine en la habitación de al lado. – Adiós, papá. Él gruñó de nuevo, sin dedicarme siquiera una mirada. Me marché cerrando la puerta a mi espalda. En las escaleras no pude contener ni un momento más las lágrimas de remordimiento y pena que parecían abrasarme la carne.
No, no pude hablar con mi padre. Fui incapaz de hacerlo. – No te culpes, Antoine. No te lo pongas más difícil. La necesidad de dormir cayó sobre mí como una pesada manta que descendiera sobre mi cabeza. Angele me llevó a la cama y me maravillé de la ternura de sus manos, aquellas manos respetuosas y cariñosas que trataban a diario con la muerte. Me vi arrastrado a un duermevela inquieto, muy parecido a una inmersión en las profundidades de un mar turbio. Tuve unos sueños muy extraños: mi madre arrodillada ante el tren con el abrigo rojo; mi padre con aquella sonrisa feliz de otros tiempos escalando un traicionero pico empinado y nevado, con el rostro tostado por el sol; Mélanie con un largo vestido negro flotando en la superficie de una piscina negra, con los brazos extendidos y las gafas de sol fijas sobre la nariz; y también yo, andando a zancadas por un espeso bosque lleno de maleza con los pies desnudos sobre un suelo fangoso poblado de insectos. Era ya de mañana cuando me desperté y durante un minuto, lleno de pánico, no supe dónde estaba. Y entonces recordé, estaba en la casa de Angele, en aquella magnífica casa remodelada del siglo XIX que antes había sido una pequeña escuela de primaria. Estaba situada a orillas de un río, en el corazón de Clisson, una pintoresca población cercana a Nantes de la que jamás había oído hablar antes de conocerla a ella. La hiedra trepaba por los muros de granito, y dos grandes chimeneas dominaban el tejado apuntado y un encantador jardín vallado, el viejo patio de juegos de la escuela. Estaba en la cómoda cama de Angele, pero ella no estaba a mi lado, su hueco estaba ya frío. Me levanté, bajé las escaleras al trote y me saludó el aroma apetitoso del café con tostadas. Un sol pálido, del color del limón, entraba por los cristales de las ventanas. Fuera, el jardín estaba cubierto por las delicadas gotas de la escarcha, como un pastel glaseado. Desde donde yo estaba podía vislumbrar la parte superior del castillo medieval de Clisson. Angele estaba sentada en la mesa, abrazada a una rodilla, leyendo un documento con mucho interés. Tenía al lado un portátil encendido. Cuando me acerqué, vi que estaba estudiando el expediente médico de mi madre. Alzó la mirada y por los círculos que enmarcaban sus ojos comprendí que no había dormido mucho. – ¿Qué estás haciendo? ‑le pregunté. – Te estaba esperando. No quería despertarte. Se levantó, me sirvió una taza de café y me la ofreció. Vi que ya estaba vestida, con sus habituales vaqueros, botas y jersey de cuello de cisne negros. – Tienes aspecto de no haber descansado. – He estado leyendo el expediente médico de tu madre. El modo en que lo dijo hizo que le prestara más atención. – ¿Has descubierto algo? – Sí ‑respondió ella‑. Así es. Siéntate, Antoine. Me senté a su lado. La cocina era un espacio cálido y soleado, pero después de aquel sueño atormentado y aquellas angustiosas pesadillas tan vividas no creía que me pudiera enfrentar a nada más. Me abracé. – ¿Qué es lo que has encontrado? – No soy médico, ya lo sabes, pero trabajo en un hospital y veo la muerte a diario. También leo informes médicos y hablo de continuo con los doctores. He examinado el expediente médico de tu madre mientras dormías y he tomado notas. También he investigado por Internet y he enviado un par de correos electrónicos a amigos míos médicos. – ¿Y? ‑pregunté, de repente incapaz de beberme mi café. – Tu madre tuvo migrañas desde dos años antes de morir. No muy a menudo, pero bastante fuertes. ¿Las recuerdas? – Una o dos. Cuando le daban, tenía que acostarse a oscuras y el doctor Dardel venía a verla. – Un par de días antes de morir tuvo una, y la examinó el doctor. Mira, puedes leerlo aquí. Me alargó una de las notas fotocopiadas con la letra sinuosa del doctor Dardel. La había visto antes, era la última de las notas antes de la muerte de Clarisse. «7 de febrero de 1974. Migraña, náusea, vómitos, dolor en los ojos. Visión doble». – Sí, lo vi ‑afirmé‑. ¿Y qué pasa con eso? – ¿Qué sabes sobre el aneurisma cerebral, Antoine? – Bueno, sé que es como una pequeña burbuja o una pequeña ampolla que se forma en la superficie de una arteria del cerebro. El aneurisma tiene una pared más delgada que la de una arteria cerebral normal y el peligro está en que se rompa esa pared más fina. – Lo tienes bastante claro. Estupendo. Se sirvió un poco más de café. – ¿Por qué me preguntas esto? – Porque creo que tu madre murió a consecuencia de la ruptura de un aneurisma cerebral. La miré consternado en silencio. Finalmente mascullé entre dientes: – ¿No crees entonces que hubo una pelea con Blanche? – Te digo lo que creo que pasó, pero cuando lo haga te lo podrás tomar como quieras, Antoine. Tendrás que creer lo que de verdad pienses que es cierto. – ¿Crees que estoy exagerando la historia? ¿Que me estoy imaginando cosas? ¿Que me estoy volviendo paranoico? Ella me puso una mano tranquilizadora sobre el hombro. – Claro que no. Tranquilo. Tu abuela era una vieja homófoba. Sólo escúchame, ¿vale? El 7 de febrero de 1974, el doctor va a ver a tu madre a la avenida Kléber porque tiene una migraña aguda. Está en la cama, a oscuras. Le da la medicina habitual en estos casos y se le pasa al día siguiente. O eso creen él y ella, es lo que todo el mundo cree, pero lo malo del aneurisma cerebral es que puede ir creciendo, lento pero seguro, y que quizá tu madre lo tuviera durante un tiempo sin que nadie lo supiera y que sus migrañas ocasionales procedieran de ahí. Cuando un aneurisma se engrosa, antes de estallar y sangrar, genera cierta presión sobre el cerebro o en lugares cercanos como los nervios ópticos, por ejemplo, o en los músculos del rostro o del cuello. «Migraña, náuseas, vómitos, dolor en los ojos. Visión doble». Si el doctor Dardel hubiera sido un poco más joven o algo más espabilado, con esos síntomas habría enviado a tu madre directamente al hospital. Dos doctores amigos míos me lo han confirmado por correo electrónico. Tal vez el doctor Dardel tuvo un día muy atareado, o tenía la cabeza en otros asuntos más urgentes, o quizá simplemente no lo encontró preocupante, pero el aneurisma en el cerebro de tu madre creció y reventó. Y eso sucedió el 12 de febrero de 1974, unos días más tarde. Date: 2015-12-13; view: 398; Нарушение авторских прав |