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Boomerang 18 page





Me apresuré hacia donde me había dicho y telefoneé, temblando de pies a cabeza, hasta que el médico me dijo que vendría enseguida. ¿Quién se había puesto enfermo? ¿Qué era lo que había pasado? ¿Era madame? Tenía la tensión alta, eso lo sabía ya. De hecho hacía poco le habían cambiado la medicación, y tomaba un montón de pastillas durante las comidas.

El apellido del doctor, Dardel, me resultaba muy familiar. Era el amigo más cercano de mis abuelos y su médico personal. Murió a comienzos de los ochenta y era un hombre bajo y fornido, de pelo blanco, muy respetado.

Gaspard hizo una pausa. ¿Qué era lo que intentaba contarnos? ¿Por qué le estaba dando tantas vueltas al asunto?

 

New York, London, París, Munich,

everyone talk about pop musik.

 

– ¡Por el amor de Dios, continúe de una vez! ‑mascullé con los dientes apretados.

Él asintió con rapidez.

– Madame Blanche se hallaba en el salón pequeño, todavía vestida con la bata, y andaba de un lado para otro. Yo no veía a su madre por ninguna parte y tampoco entendía nada. La puerta estaba entreabierta y por allí vislumbré parte de un abrigo rojo en el suelo. Le había pasado algo a la joven madame Rey, algo que no me quería contar nadie.

Escuchamos unos pasos al otro lado de la puerta. Él se quedó callado y esperó hasta que el sonido se perdió a lo lejos. El corazón me latía tan fuerte que estaba seguro de que Gaspard y mi hermana podían oírlo.

– El doctor Dardel llegó corriendo y cerraron la puerta del salón pequeño. Luego escuché llegar una ambulancia y el sonido de unas sirenas justo en el exterior del edificio. Mi madre no quiso contestar a ninguna de mis preguntas, me dijo que cerrara la boca y me dio unos sopapos. Habían venido para llevarse a la joven madame y ésa fue la última vez que la vi. Parecía estar dormida, muy pálida, con el pelo negro extendido alrededor del rostro. Se la llevaron en una camilla y más tarde me dijeron que había muerto.

Mélanie se puso en pie con un gesto lleno de ansiedad, golpeando sin querer la radio con el pie, y ésta se apagó. Gaspard se tambaleó a su vez.

– ¿De qué está hablando, Gaspard? ‑le espetó, olvidando bajar la voz‑. ¿Está diciendo que nuestra madre sufrió el aneurisma aquí?

Él se quedó petrificado y tartamudeó:

– Mi madre me ordenó que nunca mencionara el hecho de que la joven madame murió en este piso.

Ambos nos quedamos boquiabiertos al escuchar aquello.

– Pero ¿por qué? ‑logré decir.

– Mi madre me hizo jurar que no lo contaría, pero no sé el motivo. No lo sé. Jamás lo pregunté.

Pareció a punto de echarse a llorar de nuevo.

– ¿Qué ocurrió con nuestro padre? ¿Y el abuelo? ¿Y Solange? ‑inquirió mi hermana en voz baja.

Él sacudió la cabeza.

– Desconozco qué es lo que ellos saben, mademoiselle Mélanie. Ésta es la primera vez que he hablado de este tema con alguien. ‑Su cabeza se abatió como una flor mustia‑. Lo siento. ¡Cuánto lo siento!

– ¿Le importa si fumo? ‑dije de repente.

– No, no, claro, por favor.

Me levanté, me acerqué a la pequeña ventana y encendí un pitillo. Gaspard cogió la fotografía de la estantería.

– Su madre confiaba en mí, ya ven. Yo era joven, sólo tenía quince años, pero ella confiaba en mí. Puso su fe en mí ‑comentó, mostrando un orgullo infinito‑. Creo que yo era la única persona en la que confiaba de verdad. Solía venir a esta habitación para verme y hablar conmigo. No tenía ningún otro amigo en París, así que por eso charlaba conmigo.

– ¿Y qué fue lo que le contaba cuando subía aquí a verle? ‑preguntó Mélanie.

– Tantas cosas, mademoiselle Mélanie, tantas cosas maravillosas… Me habló de su infancia en las Cévennes, en aquel pequeño pueblo donde vivían, cerca de Le Vigan, al que nunca había regresado tras su matrimonio. Me contó que sus padres vendían fruta en el mercado y que los había perdido siendo muy joven. Su padre había sufrido un accidente y su madre tenía el corazón débil. La crió una hermana mayor, que era una mujer muy dura y a la que no le gustó ni un pelo que se casara con su padre, con un parisino. Algunas veces se sentía sola. Echaba de menos el sur, la vida sencilla de allí, el sol. Se sentía sola porque su padre se ausentaba a menudo por sus negocios. Me hablaba de ustedes, de que estaba orgullosa y de que eran el centro de su mundo.

Se hizo un nuevo silencio.

– Me comentó que haberles tenido a ustedes hacía que todo valiera la pena. Cuánto deben de echar de menos ustedes a una madre así, mademoiselle Mélanie, monsieur Antoine, cuánto… Mi madre jamás me mostró ningún tipo de afecto, pero la suya era todo amor. Nos daba a todos el amor que tenía.

No era necesario que le mirara para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas y tampoco necesitaba mirar a Mélanie. Terminé el cigarrillo y lo tiré al patio desde la ventana. Una ráfaga de viento se coló por ella antes de que la cerrase. La música regresó en la habitación de al lado, sorprendentemente alta. Le eché una ojeada a mi reloj; las manecillas se acercaban a las seis de la tarde y ya era de noche.

– Necesitamos que nos lleve al apartamento de nuestra abuela ‑le dijo Mélanie con la voz algo temblorosa.

Gaspard asintió humildemente.

– Desde luego.

Nadie habló durante el descenso por las escaleras.

 

La enfermera nos condujo al interior del gran dormitorio. Había poca luz, pues las persianas estaban cerradas, así que apenas podíamos ver la cama de hospital con el respaldo ligeramente levantado donde reposaba la silueta diminuta de nuestra abuela. Le pedimos a la enfermera, en tono educado, que se marchara porque queríamos hablar con ella en privado, y nos obedeció.

Mel encendió la lámpara de la cama, de modo que al fin pudimos ver el rostro de la abuela. Blanche tenía los ojos cerrados y sus párpados se estremecieron cuando escuchó la voz de Mélanie. Tenía un aspecto cansado y envejecido, como si ya no le interesara la vida. Abrió los ojos lentamente y paseó la mirada entre el rostro de mi hermana y el mío, sin mostrar reacción alguna. ¿Acaso no nos recordaba? Mélanie la cogió de la mano y le habló, y de nuevo sus ojos pasaron de ella a mí en silencio. Su cuello marchito mostraba un apretado collar de arrugas, lo cual era lógico, pues, según mis cálculos, debía de andar cerca de los noventa y cuatro años.

Vimos que la decoración del dormitorio no había cambiado; seguían las mismas cortinas de color marfil, las tupidas alfombras, el peinador ubicado frente a la ventana y aquellos objetos familiares que habían estado allí desde siempre: un huevo de Fabergé, una cajita de rapé de oro, una pequeña pirámide de mármol. También permanecían las fotografías de toda la vida, acumulando polvo en los marcos plateados: nuestro padre y Solange de niños, Robert, nuestro abuelo, y luego Mel, Joséphine y yo. También había un par de fotos de mis hijos de cuando eran aún bebés, pero ninguna de Astrid, Régine o nuestra madre.

– Queremos hablar contigo de mamá, de Clarisse ‑le dijo Mélanie con toda claridad.

Sus párpados temblaron de nuevo, pero se mantuvieron cerrados, lo que parecía una especie de rechazo.

– Deseamos saber qué pasó el día de su muerte ‑continuó Mélanie, haciendo caso omiso de los párpados cerrados.

Sus ojos agostados se agitaron hasta abrirse y Blanche nos miró a ambos en silencio durante un rato muy largo. Estaba convencido de que no iba a decirnos ni una palabra.

– ¿Podrías contarnos qué fue lo que ocurrió el 12 de febrero de 1974, abuela?

Esperamos, pero no ocurrió nada. Quería decirle a Mélanie que no había nada que hacer, que aquello no iba a funcionar, pero de repente los ojos de Blanche parecieron abrirse un poco más y apareció en ellos una expresión peculiar, casi de reptil, que me inquietó. Tal vez su pecho marchito respirase pesadamente, pero sus ojos, dos manchas negras en un semblante consumido como el de una calavera, no pestañeaban, nos miraban fijamente, fulminándonos, desafiantes.

Conforme iban pasando los minutos, comencé a comprender que mi abuela jamás nos diría nada, que se llevaría lo que sabía a la tumba. Y yo la aborrecí por eso, odiaba cada centímetro de su piel arrugada y repulsiva, cada centímetro de lo que representaba Blanche Violette Germaine Rey, una Fromet de nacimiento, una parisina del distrito 16°, nacida para ser rica, próspera y excelente en todo.

Mi abuela y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro durante lo que pareció casi una eternidad. Mélanie apartó la mirada de ella y la dirigió hacia mí, desconcertada. Me aseguré de que Blanche recibiera todo mi aborrecimiento por completo, que lo sintiera como un golpe violento, frontal, y que se extendiera por todo su inmaculado camisón. Sentía por ella un desprecio tan grande que me temblaba todo el cuerpo, desde la cabeza hasta el último dedo del pie. Me picaban las manos por el deseo de agarrar una de aquellas almohadas bordadas y estamparla contra su rostro pálido para hacer desaparecer la arrogancia de aquellos ojos relampagueantes.

Esa fiera y silenciosa batalla entre ella y yo duraría para siempre. Oía el tictac del reloj de la mesilla de noche y los pasos de la enfermera justo al otro lado de la puerta, el rugido sofocado del tráfico que circulaba por la avenida flanqueada de árboles. Escuchaba también la nerviosa respiración de mi hermana, el resuello de los viejos pulmones de Blanche y el latido violento de mi propio corazón, igual que lo había oído en la habitación de Gaspard hacía un rato.

Al final Blanche cerró los ojos y arrastró por encima de la manta esa mano suya en forma de garra, marchita como un insecto disecado, hasta alcanzar el llamador y apretar un botón. Se oyó un pitido estridente.

La enfermera entró casi de forma instantánea.

– Madame Rey está cansada.

Salimos en silencio. No se veía a Gaspard por ninguna parte. Mientras bajaba las escaleras, ignorando el ascensor, pensé en mi madre saliendo por aquel mismo lugar en una camilla, vestida con el abrigo rojo. Sentí una opresión en el pecho.

Fuera hacía más frío que nunca y nos dimos cuenta de que no éramos capaces de articular palabra. Yo estaba destrozado, y Mel también a juzgar por la palidez de su rostro. Encendí un cigarrillo mientras ella conectaba el móvil y comprobaba las llamadas. Me ofrecí a llevarla a casa. Desde el Trocadero hasta la Bastilla el tráfico era intenso, como todos los sábados por la tarde. No nos dijimos nada, pero yo sabía que ella estaba pensando lo mismo que yo sobre la verdad de la muerte de nuestra madre. Algo tan monstruoso que de momento sólo podía controlarse no poniéndolo en palabras.

 

La ayudante personal de Parimbert se llamaba Claudia. Era una mujer con sobrepeso que escondía sus lorzas bajo un vaporoso vestido negro con aspecto de túnica. Me hablaba con condescendencia, de una forma amable e irritante al mismo tiempo. Su llamada fue lo primero que me encontré el lunes a primera hora la mañana, cuando comenzó a meterme presión sobre la fecha de entrega de la Cúpula Inteligente.

Parimbert había aceptado el proyecto, pero se estaba retrasando porque uno de mis abastecedores no había entregado a tiempo las pantallas luminosas especiales que había pedido. Éstas conformaban todo el interior de la cúpula y cambiaban de color constantemente. Cualquier otro día o en cualquier otro momento, yo me habría sentado sumisamente y la habría dejado regatear, pero eso ya se había acabado. Pensé en sus dientes manchados de cafeína, en su peludo labio superior, en ese perfume de pachulí que usaba y sus chillidos como los de la Reina de la Noche de Mozart. El disgusto, la impaciencia y la irritación rebulleron en mi interior hasta alcanzar la temperatura necesaria para estallar con la eficaz precisión de una olla a presión. Me despaché a gusto y me sentí tan satisfecho como después de practicar sexo. En la habitación contigua escuché jadear a Florence.

Colgué el teléfono de un golpe. Era hora de fumar un pitillo rápido en el patio helado. Me puse el abrigo y entonces sonó el móvil. Era Mélanie.

– Blanche ha muerto ‑me anunció, sin contemplaciones‑. Ha sido esta mañana, acaba de llamarme Solange.

La muerte de la abuela no hizo mella en mí: ni la amaba ni la echaría de menos. Todavía tenía fresca en la mente la aversión experimentada el sábado junto a su cama. Sin embargo, era la madre de mi padre y pensé en él. Sabía que tenía que llamarle, y también a Solange, pero no lo hice. Salí afuera a fumarme el cigarrillo bajo el frío. Reflexioné sobre los difíciles días que se avecinaban con la herencia de Blanche y cómo se enzarzarían Solange y mi padre. Se pondría feo, de hecho ya había sucedido hacía un par de años a pesar de que Blanche no había muerto aún. A nosotros nos mantuvieron al margen del asunto y nadie nos contó nada, pero sabíamos que había problemas y complicaciones entre los dos hermanos. A Solange le parecía que François, su hermano, había sido el favorito y que siempre había disfrutado de todas las ventajas. Después de un tiempo habían dejado de verse y con nosotros también.

Mélanie me preguntó si quería pasarme más tarde para ver el cuerpo de Blanche. Le respondí que lo pensaría. Sentía un ligero distanciamiento entre mi hermana y yo, uno nuevo que no había estado antes y que no había sentido jamás. Sabía que ella no aprobaba mi actitud beligerante hacia Blanche, ni la forma en la que la había mirado el sábado ni la manera en la que le había mostrado mis sentimientos. Mélanie me preguntó también si ya había llamado a nuestro padre, y le dije que lo haría. Una vez más sentí su desaprobación. Me contó que iba de camino a verle, y por la forma en que lo dijo deduje que pensaba que yo debería hacer lo mismo. Y rápido.

Era ya casi de noche cuando llegué por fin a la casa de François. Margaux permaneció silenciosa en el coche, con los cascos puestos, los ojos clavados en el móvil y los dedos revoloteando sobre el teclado, enviando un mensaje tras otro. Lucas iba en la parte de atrás, absorto con su Nintendo. Me sentí como si fuera solo en el vehículo. Estos chicos modernos son de lo más silencioso que se haya visto nunca.

Mélanie nos abrió la puerta; mostraba un rostro pálido y triste; tenía los ojos llorosos. Me pregunté si amaba a Blanche o la echaba de menos. Apenas veíamos a nuestra abuela; sólo muy de vez en cuando. ¿Qué había significado para ella? Sin embargo comprendía que Blanche era la única abuela que nos quedaba. Los padres de Clarisse habían dejado de existir cuando ella era joven, y el abuelo había muerto hacía muchos años, cuando éramos adolescentes. Blanche era la única conexión que nos quedaba con nuestra infancia y ése era el motivo por el que lloraba mi hermana.

Mi padre ya se había acostado, lo cual me sorprendió. Eché una ojeada a mi reloj, sólo eran las siete y media. Mélanie me dijo en voz baja que estaba muy cansado. ¿Había reproche en su voz o me lo estaba imaginando yo? Le pregunté si le pasaba algo, pero me empujó a un lado cuando apareció Régine, muy arreglada y con aspecto triste. Nos abrazó de forma distraída y brusca y nos ofreció bebidas y galletitas. Le expliqué que Arno estaba en el internado, pero que iba a venir para estar presente en el funeral.

– No me hables del funeral ‑gruñó Régine, sirviéndose un vaso alto de whisky con mano insegura‑. No quiero lidiar con todo eso. Nunca me llevé bien con Blanche, nunca le gusté, y no entiendo por qué debo tener nada que ver con su funeral, ¡por el amor de Dios!

Entró Joséphine con un aspecto más gracioso de lo habitual. Nos besó y se sentó al lado de su madre.

– Acabo de hablar con Solange ‑anunció Mélanie con voz firme‑. Ella se encargará de todo lo relacionado con el sepelio. No tienes de qué preocuparte, Régine.

– Bueno, si Solange se hace cargo, entonces no es necesario que ninguno de nosotros haga nada, y menos aún vuestro pobre padre. Está demasiado cansado para enfrentarse con su hermana en estos momentos. Tanto Blanche como ella siempre se han comportado de modo grosero conmigo, todo el rato mirándome por encima del hombro porque o no tenía la figura apropiada o mis padres no eran lo suficientemente ricos ‑continuó Régine, al tiempo que se echaba más whisky en el vaso y se lo bebía de un solo golpe‑. Siempre me mostraban que yo no era lo bastante buena para François, y que no tenía bastante clase para ser una Rey; eso hicieron la repugnante Blanche y su aún más repugnante hija.

Lucas y Margaux intercambiaron miradas de sorpresa mientras Joséphine respiraba entrecortadamente. Me di cuenta de que Régine estaba algo más que bebida. Sólo mi hermana mantenía los ojos en el suelo.

– Nadie era lo bastante bueno para ser un Rey ‑balbuceó Régine, con los dientes manchados de carmín‑. Y bien que se aseguraron de que me quedara claro que no valía de nada venir de una familia de alcurnia y con dinero, ni siquiera de una familia de gente decente. Nada es lo bastante bueno para convertirse en un maldito Rey.

Comenzó a berrear y el vaso vacío resonó al caer sobre la mesa. Mi hermanastra puso los ojos en blanco y levantó a su madre con amabilidad, pero también con firmeza. Lo rutinario de sus movimientos me hizo comprender que ese numerito ocurría a menudo. Se la llevó mientras ella seguía sollozando.

Mélanie y yo nos miramos. Yo pensé en lo que me esperaba: la visita al dormitorio iluminado por velas en la avenida Henri‑Martin; allí me aguardaba el cuerpo de Blanche.

Pero lo que me asustaba esa noche no era la visión del cadáver de mi abuela, puesto que ella ya estaba prácticamente muerta cuando la habíamos visto dos días antes, a pesar de sus horribles y relumbrantes ojos.

Me asustaba ir allí. Temía regresar al lugar donde mi madre había encontrado la muerte.

 

Mélanie se encargó de dejar a mis hijos en casa, pues ella ya había ido a presentar sus respetos al cuerpo de Blanche en compañía de Solange y nuestro padre. Regresé solo a la casa de los abuelos. Era ya tarde, casi las once, y yo estaba destrozado, pero sabía que mi tía me estaba esperando, puesto que yo era el único nieto varón y era mi deber estar allí.

Me llevé una buena sorpresa al ver el salón grande lleno de elegantes extraños bebiendo champán. Supuse que eran los amigos de Solange. Gaspard, vestido con un austero traje gris, me explicó que, ciertamente, eran sus amigos y habían venido a darle consuelo en esos momentos. Añadió en voz baja que debía hablar conmigo sobre algo importante. ¿Podía atenderle antes de marcharme? Le dije que así lo haría.

Siempre había pensado que mi tía era una mujer solitaria que vivía casi recluida, pero comprendí mi equivocación cuando vi la puesta en escena de esa noche, aunque por otro lado, en realidad, ¿qué sabía yo de mi tía? Nada. Ella jamás se había llevado bien con su hermano mayor y nunca se había casado. Había llevado su propia vida y la había visto muy poco después de la muerte de nuestra madre y los veraneos en Noirmoutier. Se había dedicado a cuidar de Blanche, sobre todo tras la muerte de Robert, su padre y mi abuelo.

Solange se me acercó en cuanto crucé el umbral. Llevaba un vestido bordado cubierto de adornos que parecía demasiado glamuroso para la ocasión y una gargantilla de perlas. Me cogió la mano. Tenía la cara hinchada y los ojos fatigados. ¿Cómo iba a ser su vida a partir de ese momento, sin una madre a quien cuidar ni enfermeras a las que contratar? Y encima debería hacerse cargo de ese enorme piso. Me llevó a la habitación de Blanche y no tuve otra opción que seguirla. Había varios desconocidos rezando alrededor del lecho. Alguien había encendido una vela y me quedé mirando la silenciosa figura colocada sobre la cama. Sin embargo sólo era capaz de imaginar aquellos ojos terribles fijos en mí. Aparté la mirada.

Acto seguido, mi tía me condujo al salón pequeño, en ese momento vacío, desde donde apenas se escuchaban el rumor de la charla y las voces sofocadas de los invitados. Cerró la puerta. Ese rostro de barbilla alargada que tanto me recordaba al de mi padre parecía haberse vuelto rígido, y la expresión era menos hospitalaria, eso desde luego. De pronto me di cuenta de que probablemente no me haría pasar un buen rato y, la verdad, el simple hecho de permanecer en esa habitación era ya incómodo de por sí. Mantuve la mirada fija en la alfombra. Allí era donde había caído el cuerpo de mi madre, justo allí, al lado de mis pies.

– ¿Cómo se encuentra François esta noche? ‑preguntó, mientras jugueteaba con el collar de perlas.

– No le he visto, estaba dormido.

Ella asintió.

– He oído que está siendo muy valiente.

– ¿Lo dices por cómo ha encajado lo de Blanche? ‑inquirí.

Echó mano al collar. La sala era tan silenciosa que se escuchaba el traqueteo de las perlas al chocar entre sí.

– No. Me refiero a lo de su cáncer.

Me quedé de piedra. Cáncer, claro. Cáncer. Mi padre tenía cáncer. ¿Desde cuándo lo padecía? ¿Cáncer de qué? ¿Era grave? En esta familia nadie contaba nada. Preferían el silencio, un silencio denso como el del cloroformo, un silencio sigiloso que lo cubría todo como una avalancha sofocante, mortal.

¿Se daría cuenta? ¿Sería capaz de adivinar a partir de la expresión de mi rostro que era la primera vez que oía mencionar lo de la enfermedad de mi padre, la primera vez que alguien me lo había contado?

– Sí‑repuse sin sonreírle‑, llevas razón, está siendo valiente.

– Debo regresar con mis invitados ‑concluyó por fin‑. Adiós, Antoine. Gracias por venir.

Y entonces se marchó con la espalda bien erguida. Cuando me dirigí hacia la entrada, Gaspard salió del salón grande con una bandeja en las manos. Le hice una señal, indicándole que le esperaría al pie de las escaleras. Bajé y encendí un cigarrillo justo en la puerta del edificio.

Gaspard apareció unos minutos más tarde. Parecía tranquilo, aunque un poco triste, y fue derecho al asunto.

– Monsieur Antoine, necesito decirle algo. ‑Se aclaró la garganta y me dio la sensación de que se había tranquilizado respecto al otro día en su habitación‑. Ahora su abuela ya está muerta. Me daba mucho miedo, mucho, ¿me comprende? Ahora ya no puede asustarme más. ‑Hizo una pausa y se estiró la corbata. Decidí no apresurarle‑.

Un par de semanas después de la muerte de su madre vino una mujer a ver a madame. Fui yo quien le abrió la puerta. Era una señora americana, y su abuela perdió el control de sí misma nada más verla. Increpó a la visitante y yo le pedí que se marchara. Estaba furiosa, jamás la había visto tan llena de cólera. Salvo su abuela y yo, no había nadie en casa ese día, pues su abuelo estaba fuera y mi madre había salido a comprar.

Una mujer vestida con gran estilo y con un abrigo de visón se acercó a donde estábamos despidiendo olor a Shalimar. Permanecimos en silencio hasta que ella entró en el edificio. Después Gaspard se acercó a mí y continuó.

– La señora americana hablaba muy buen francés y le respondió a gritos a su abuela. Le dijo que quería saber por qué su abuela no había contestado a sus llamadas y por qué había hecho que la siguiera un detective privado. Y después, a pleno pulmón, aulló: «¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».

 

Se me aceleró el pulso.

– ¿Qué aspecto tenía la americana? ‑pregunté.

– Debía de andar por la cuarentena. Tenía el pelo largo y rubio, casi blanco, y era muy alta, de tipo atlético.

– ¿Y qué fue lo que pasó entonces?

– Su abuela le dijo que si no se marchaba enseguida llamaría a la policía, y me ordenó que la acompañara a la puerta. Ella salió de la habitación y me quedé a solas con la americana. Entonces dijo algo en inglés que sonó horrible y cerró con un portazo sin dedicarme una sola mirada.

– ¿Por qué no nos contó eso el otro día?

Se ruborizó.

– No podía decirles nada hasta que su abuela dejara de existir. Éste es un buen trabajo, monsieur Antoine, y levo en él toda la vida. El salario es decente y siento respeto por su familia. No quería causar problemas.

– ¿Hay algo más que quiera decirme?

– Sí, lo hay ‑asintió, diligente‑. Cuando la americana dijo aquello de un detective que la seguía, de repente me acordé de un par de llamadas telefónicas que recibió su abuela desde una agencia. No soy de naturaleza curiosa y esas llamadas no me parecieron extrañas, pero tras la pelea las recordé. Y al día siguiente de la aparición de la americana encontré algo… interesante en la papelera de su abuela. ‑Su rostro se puso aún más colorado‑. Espero que no crea…

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