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Boomerang 15 page





Margaux.

¿Visitaba a un terapeuta de duelo, alguien con quien pudiera hablar de la pérdida de una amiga cuya muerte había ocurrido ante sus propios ojos? La terapia de duelo era completamente necesaria en su caso. La idea era buena, y tomé nota de ella. Angele me habló de cómo reaccionaban los adolescentes ante la muerte: unos se quedaban alterados y perdidos, en estado de shock, mientras que otros maduraban al instante, pero adquirían una dureza de la que jamás se desprendían.

Arno.

Probablemente me sentía mejor después de haberle abofeteado, pero eso no iba a ayudar demasiado a la comunicación entre los dos. Debía llegar un momento en que me sentara a hablar con él, a hablar con él de verdad. Sí, él necesitaba límites, y sí, yo debía imponerme, pero debería atenerme a esa nueva inflexibilidad. Cuando dijo eso, le sonreí y le acaricié las caderas desnudas antes de preguntarle en susurros qué sabía ella de adolescentes, a no ser que tuviera uno por ahí oculto y hubiera olvidado mencionarlo. Tal vez no fue la mejor de las ideas. Se revolvió y vi cómo me fulminaba con la mirada a pesar de la escasa luz.

– ¿Qué sabes de mí? ‑replicó.

– No mucho ‑admití.

– Nada, aparte de mi trabajo.

Entonces me contó que tenía una hermana divorciada algo mayor que ella. Nadége vivía en Nantes con tres hijos adolescentes, de catorce, dieciséis y dieciocho. Su padre había vuelto a casarse y ya no estaba interesado ni se sentía obligado a echar un cable a sus hijos, y era ella quien lo hacía. Los ataba en corto, sí, pero era honesta y justa con ellos. Todas las semanas pasaba una noche en Nantes, en casa de su hermana, lo cual no le resultaba difícil, ya que el hospital de Le Loroux‑Bottereau estaba a sólo veinte kilómetros. Ella adoraba a esos muchachos, a pesar de que a veces era infernal tratar con ellos.

– De modo que sí, lo sé todo sobre adolescentes y de primera mano, muchas gracias ‑concluyó.

Clarisse.

Le había enseñado las fotografías de mi madre.

– ¡Qué mujer tan guapa! ¡Es el vivo retrato de tu hermana!

Luego le conté por qué Mélanie había perdido el control del coche. Angele serenó el rostro de inmediato. Esa reacción me indicó que estaba buscando las palabras adecuadas. Estaba acostumbrada a tratar con la muerte y los adolescentes, y sabía hacerlo, pero ese tema en particular era un poco más espinoso. Permaneció en silencio un par de minutos. Yo había intentado describirle a mi madre, su franqueza y su sencillez, su educación rural, de la que no sabíamos nada, el contraste entre la prosperidad de la familia Rey y la infancia de una niña de pueblo, pero de pronto me encontré tartamudeando y sin palabras para traer de vuelta su imagen y explicarle a Angele quién era mi madre en realidad. Ése era el núcleo del problema de hecho, sí, se reducía a eso, nuestra madre era una extraña, eso era lo oscuro, e incluso más a raíz del recuerdo de Mélanie.

– ¿Qué tienes pensado hacer al respecto? ‑me había preguntado Angele.

– Cuando me encuentre preparado, y tengo la impresión de que va a ser bastante pronto, después del funeral o después de Navidades a lo sumo, quiero acompañar a Mélanie a hablar con la abuela.

– ¿Por qué?

– Estoy seguro de que sabe algo sobre mi madre y esa mujer.

– ¿Y por qué no lo hablas directamente con tu padre?

La pregunta era completamente lógica, pero me desconcertó.

– ¿Con mi padre?

– Sí, ¿por qué no? ¿Crees que él no sabe nada de eso? Después de todo, era su esposo.

Mi padre, el hombre de rostro avejentado y figura empequeñecida por los años, el hombre rígido y autoritario cuya presencia era como la de la estatua del comendador.

– Angele, tienes que entender algo: yo no le hablo a mi padre.


– Bueno, tampoco yo al mío ‑replicó, arrastrando las palabras‑, pero eso es porque está muerto. Me vi obligado a sonreír‑. ¿Quieres decir que tuvisteis una pelea y ya no os dirigís la palabra?

– No, yo nunca he hablado con mi padre ‑le confesé, aun a sabiendas de lo extraño que iba a resultarle aquello‑. Yo nunca he tenido una conversación de verdad con él.

– Pero ¿por qué? ‑quiso saber, desconcertada.

– Porque así es como son las cosas. Mi padre no es el tipo de persona con quien puede mantenerse una conversación. Él jamás muestra amor ni afecto. Quiere ser el jefe todo el tiempo, y ya está.

– ¿Y tú se lo has permitido?

– Sí, lo hice porque era la salida fácil, porque él me dejó solo ‑admití‑. En ocasiones, admiro las salidas de tono de mi hijo porque yo jamás tuve narices para enfrentarme a mi propio padre. En mi familia nadie habla con los demás. No nos han educado para eso.

Ella me besó en un lado del cuello.

– No dejes que eso te suceda con tus hijos, corazón.

Había sido la mar de interesante verla socializar con Mélanie, Lucas, Arno y Margaux, que acudió a casa ese domingo, por fin. Ellos podían haberse mostrado fríos con una desconocida, resentidos incluso por su presencia, especialmente en unos momentos tan peliagudos, donde habían sucedido tantos hechos desestabilizadores que nos habían rodeado de dolor, rabia y miedo, pero Angele desplegó sentido del humor, franqueza y calidez, y percibí que se sentían atraídos por ella.

Había habido un segundo de incomodidad al principio, cuando se dirigió a Mélanie y se presentó:

– Yo soy la famosa Morticia y estoy encantada de conocerte.

Pero mi hermana se partió de risa y la observó con verdadero placer. Margaux la interrogó acerca de su trabajo mientras tomaba una taza de café, momento que aproveché para salir con discreción de la cocina. Sólo una persona no parecía seducida por Angele: Lucas. Le hallé de morros en su habitación. No necesité preguntarle qué le pasaba, lo supe por intuición. Estaba siendo leal a su madre y le ofendía la presencia de otra mujer en nuestra casa, una mujer de la que yo estaba locamente enamorado. Me faltó valor para abordar el tema directamente, porque de momento ya iba bien servido de problemas, pero estaba dispuesto a encontrar una forma de hablar con él. No, no iba a ser como mi padre y cerrar los ojos a todo.

Cuando regresé a la cocina, Margaux lloraba en silencio y Angele le aferraba la mano. Me asomé por la puerta, sin saber qué hacer. Los ojos dorados de Angele se encontraron con los míos. Vi en ellos tristeza y sabiduría, como en los de una anciana. Me alejé de nuevo y fui al cuarto de estar, donde Mélanie estaba leyendo. Me senté junto a ella.

– Me alegra que haya venido ‑comentó mi hermana al cabo de un rato.


Y a mí, pero sabía que pronto se iría, más tarde, de noche, porque el camino a La Vendée era largo y frío, y entonces yo me pondría a contar los días que faltaban para poder verla de nuevo.

 

El lunes por la mañana, un día antes del funeral de Pauline, me reuní con el responsable de un renombrado sitio web de Feng Shui, Xavier Parimbert. La entrevista se había concertado hacía bastante tiempo y tuvo lugar en sus oficinas, próximas a la avenida Montaigne. Yo no le conocía en persona, aunque había oído hablar de él. Era un hombre de poca estatura, nervudo y enjuto. Le calculé sesenta y pocos años, llevaba el pelo teñido a lo Aschenbach y tenía el típico aspecto de alguien que controla su peso al miligramo. Le habían hecho en el mismo molde que a mi suegro, y la verdad es que yo me encontraba más que justo de paciencia para tratar con ese tipo de gente.

Me condujo a su espaciosa oficina de paredes blancas, donde todo era plateado. Despidió a un obsequioso ayudante con un gesto, me invitó a sentarme y fue directo al grano.

– He visto su trabajo, y en especial la guardería que diseñó para Régis Rabagny.

El corazón me habría dado un vuelco en cualquier otro momento de mi vida. Rabagny y yo no habíamos finalizado nuestra colaboración de forma cordial, por decirlo de una manera suave, y daba por supuesto que no me había hecho por ahí la mejor de las publicidades, pero desde entonces había muerto Pauline ‑a la que enterrábamos al día siguiente‑ y había regresado del pasado una verdad dura sobre mi madre, y eso sin mencionar el coqueteo con el vandalismo de Amo. Por eso, ahora el nombre de Rabagny me resbalaba por completo y me daba lo mismo si a ese atildado sexagenario se le llenaba la boca con observaciones negativas respecto a mi persona.

Sin embargo, no lo hizo. Me honró con una sonrisa sorprendentemente obsequiosa.

– La guardería me parece impresionante, pero no es sólo eso, hay otro aspecto que en mi opinión resulta aún más atractivo.

– Me pregunto qué podrá ser… ¿Misterios del Feng Shui?

Respondió con una amable risilla a mi ironía.

– Me refiero al modo en que ha tratado usted a monsieur Rabagny.

– ¿Puede ser un poco más concreto?

– No conozco a nadie más que le haya mandado a la mierda, salvo yo mismo.

Ahora me tocó a mí reír entre dientes al recordar ese día. Hubo un ataque final de lo más ofensivo por su parte sobre un asunto que, una vez más, no guardaba ninguna relación conmigo ni con mi gente, y el sonido de su voz me puso enfermo.


– Váyase al cuerno ‑le espeté. Y colgué el teléfono, para sorpresa de Florence.

Se me escapaba cómo podía haber llegado este incidente a oídos de Xavier Parimbert, pero él me sonrió como si estuviera dispuesto a darme una explicación de buen grado.

– Da la casualidad de que Régis Rabagny es mi yerno.

– ¡Menuda desgracia! ‑comenté.

Él asintió.

– Lo pienso muy a menudo, no crea, pero mi hija le quiere, y en lo tocante al amor…

Sonó el teléfono de su despacho. Alargó con elegancia el brazo y cogió el auricular con una de esas manos suyas tan cuidadas, porque evidentemente se hacía la manicura.

– ¿Sí? No, ahora no. ¿Dónde? Ya entiendo.

Volví los ojos hacia el despacho aparentemente sencillo cuando vi que se iba a prolongar la conversación. No tenía mucha idea de en qué consistía el Feng Shui, salvo que es un arte ancestral chino cuyo nombre significa «viento» y «agua» y que su propósito es utilizar las leyes del cielo y la tierra. Aquélla debía de ser la oficina más ordenada que había visto jamás. No había ningún objeto encima de otro ni pilas de papeles, y no había forma de hallar nada que molestara a la vista.

Toda una pared era un acuario donde un extraño pez negro de silueta serpenteante nadaba con languidez, dejando una ristra de burbujas tras él. En la esquina opuesta había unas plantas exóticas de grandes hojas. Unos pocos palitos de incienso ardían para impregnar el aire de un aroma relajante. Detrás de la mesa del despacho había una pared forrada de madera donde podían verse más y más fotografías de mi anfitrión con diferentes celebridades.

Parimbert colgó al fin el teléfono y centró toda su atención en mí.

– ¿Le apetecería tomar un té verde y unas pastas de harina integral? ‑sugirió con alegría, como si propusiera un lujo especial a un chiquillo renuente.

– Claro ‑repliqué, pues tuve el palpito de que una negativa iba a sentarle fatal.

Agitó una campanilla y apareció una delgada mujer oriental vestida de blanco con una bandeja. Mantuvo los ojos entornados y se inclinó de forma ceremoniosa mientras servía el líquido de una pesada y ornamentada tetera con movimientos gráciles y expertos. Mi anfitrión contempló la escena con expresión plácida. Me ofrecieron una cosa redonda y pesada que supuse que sería una pasta.

Hubo un momento de quietud mientras él comía y bebía, sumido en un silencio casi monacal. Yo le di un mordisquito a aquello y me arrepentí de inmediato. Ese engrudo tenía una consistencia similar a la del chicle. Parimbert hizo grandes aspavientos para tomar el té verde, y luego se relamió los labios. A mi parecer, el brebaje aquel estaba demasiado caliente para metérselo en el cuerpo con semejante entusiasmo.

Tras un último bocado, sonriente como el Gato de Cheshire, propuso:

– Y ahora vamos al negocio.

El té le había dejado en la boca un resto verdoso y era como si una selva intentara asomarle de entre los dientes. Quise echarme a reír, pero en ese mismo momento me di cuenta de que era la primera vez que estaba de humor para reír desde la muerte de Pauline. Se impuso la culpabilidad, aunque persistiera el motivo de la risa.

– Tengo un plan ‑empezó de forma un tanto misteriosa‑ y, de verdad, creo que es usted la única persona que puede llevarlo a cabo.

Aguardó mi reacción de forma ceremoniosa. Me limité a asentir. Él continuó:

– Deseo que se imagine la Cúpula Inteligente.

Pronunció esas dos últimas palabras con sobrecogimiento, como si hubiera dicho «Santo Grial» o «Dalai Lama». Yo asentí con cara de póquer y esperé a ver si lograba enterarme de qué rayos era la Cúpula Inteligente, rezando para mis adentros para no parecer tonto del culo.

Parimbert se levantó e introdujo las manos en sus impecables pantalones grises antes de ponerse a pasear por el pulido suelo de madera. Hizo una pausa teatral cuando llegó al centro de la estancia.

– La Cúpula Inteligente es el lugar adonde sólo llevaré a un reducido grupo de gente selecta, elegida con sumo cuidado, con el fin de reunimos y reflexionar en armonía. Ese lugar estaría ubicado aquí mismo, y se diseñaría bajo esas premisas. Deseo que recuerde a un iglú de inteligencia. ¿Lo entiende?

– A la perfección ‑repliqué, aunque el impulso de echarme a reír era irresistible.

– No he hablado con nadie de este proyecto. Deseo que tenga usted carta blanca. Es usted el hombre perfecto para este encargo, lo sé. Por eso le he elegido, y le pagaré en consonancia.

Mencionó una suma en apariencia generosa, aunque tampoco estaba claro: no tenía ni idea de lo grande que debía ser la Cúpula Inteligente ni de con qué materiales debía construirla.

– Quiero que vuelva con propuestas. Regrese en cuanto las haya consignado sobre el papel. Deje que fluya su energía positiva, sea atrevido y creativo. Apele a su fuerza interior. No necesita ser timorato en este lugar. La Cúpula Inteligente tiene que estar muy cerca de mi oficina, así que haga un boceto partiendo de las dimensiones de esta habitación.

Me despedí de él y me encaminé hacia la avenida Montaigne, donde las tiendas de artículos de lujo trabajaban a pleno rendimiento, dada la cercanía de las fechas navideñas.

Elegantes damas cargadas con bolsas de compras de diseñadores pasaban caminando sobre sus zapatos de tacón alto. El tráfico no cesaba en su cantinela. Pensé en Pauline mientras me dirigía de camino a la orilla izquierda, en ella y en su funeral, y en su familia. Y en Astrid, que en ese mismo momento estaba de camino, pues aterrizaba a última hora. Reflexioné sobre cómo, a pesar de la muerte de una adolescente, la Navidad no había detenido su avance inexorable, las mujeres seguían de compras en la avenida Montaigne y los hombres como Parimbert se tomaban demasiado en serio a sí mismos.

 

Iba al volante con Astrid a mi derecha y los chicos y Margaux en el asiento de atrás. Ésta era una de las primeras veces desde el divorcio en que viajábamos todos juntos en el Audi, como la familia que habíamos sido. Eran las diez de la mañana y el cielo estaba tan nublado como el día anterior. Astrid luchaba contra el jet lag y no hablaba mucho. A primera hora me había pasado por Malakoff para recogerla. Le pregunté si venía Serge y me contestó que no.

El viaje hasta Tilly, el pueblecito donde la familia de Suzanne poseía una casa, duraba en torno a una hora. Toda la clase de Pauline iba a estar allí. Al final, Lucas había decidido venir. Era su primer entierro. ¿Cuál fue el mío después del sepelio de mi madre? Probablemente el de Robert, mi abuelo, y luego el de un amigo cercano, víctima de un accidente de coche, y el de otro más que murió de cáncer. Entonces caí en la cuenta de que también era el primer entierro de Margaux y de Arno. Los miré de soslayo por el espejo retrovisor. Noté que no había ni un iPod en el coche. Tenían los rostros demacrados y pálidos. Nunca iban a olvidar ese día. Lo recordarían el resto de sus vidas.

Arno permanecía retraído desde lo del sábado. Todavía no habíamos tenido una charla como padre e hijo. Debía hacerlo cuanto antes, lo sabía, no tenía sentido diferirla. Astrid no estaba aún al tanto de lo de Arno. Debía decírselo, pero tenía pensado hacerlo después del funeral.

¿Serviría el sepelio para poner punto y final a algo? ¿Cómo iban a superarlo Suzanne y Patrick? ¿Sería capaz de reponerse Margaux, aunque fuera despacio? Los caminos vecinales silenciosos y vacíos discurrían por el típico escenario invernal lleno de árboles sin hojas ni vida. Ojalá asomara el sol y disipase toda esa negrura. Me encontré implorando por esa primera luz matinal y el roce cálido de los rayos del sol sobre la piel. «Dios o quienquiera que esté ahí arriba, haz que asome el sol durante el funeral de Pauline», imploré. «¡No creo en Dios! ‑había gritado mi hija con fiereza‑. Dios no deja morir a nadie con catorce años».

Todo eso me hizo pensar en mi formación religiosa de misa todos los domingos en Saint‑Pierre de Chaillot, mi primera comunión, la de Mélanie. ¿Me cuestioné la existencia de Dios a la muerte de mi madre? ¿Me enfadé con Él porque hubiera dejado morir a Clarisse? En cuanto rememoraba esos años de oscuridad descubría que recordaba entre poco y nada. Sólo venían oleadas de dolor y pena, y sí, también de incomprensión. Tal vez sentí que Dios me había abandonado, como mi hija el otro día, pero la diferencia era que Margaux podía decírmelo y no había habido forma de que yo se lo hubiera dicho a mi padre. Jamás me habría atrevido.

La pequeña iglesia se llenó. Estaban dentro toda la clase de Pauline, todos sus amigos y los profesores, y también amigas de otras clases y otros colegios. Jamás había visto reunida a tanta gente joven en un funeral. Todas las hileras de bancos estaban ocupadas por adolescentes vestidos de negro que llevaban una rosa blanca en la mano. Suzanne y Patrick aguardaban de pie en la puerta de la entrada para saludar a todos los asistentes. Me impresionó su valor. No nos imaginaba a Astrid y a mí en las mismas circunstancias, y tuve la impresión de que ella pensaba como yo mientras abrazaba a Suzanne. Ya estaba llorando cuando Patrick la besó.

Nos sentamos justo detrás de ellos. Los chirridos de las sillas raspando el suelo cesaron poco a poco. Entonces una voz femenina entonó uno de los himnos más puros y tristes que yo hubiera oído nunca. Procedía de algún sitio de la iglesia, pero no pude ver a la cantante. Entonces entró el ataúd, llevado a hombros por Patrick, su padre y sus hermanos.

Margaux y yo habíamos visto ya el cadáver. Sabíamos que estaba en ese féretro con la blusa rosa, los vaqueros y las zapatillas Converse, y también sabíamos cómo estaba peinada y el modo en que las manos descansaban sobre su regazo.

Un joven sacerdote de mejillas rubicundas empezó a hablar. Yo escuchaba su voz, pero era incapaz de entender sus palabras. Me resultaba insoportable permanecer allí. El corazón se me aceleró hasta tal punto que sentí un dolor físico. Observé la espalda de Patrick. ¿Cómo lograba permanecer tan entero? ¿De dónde sacaba la fortaleza? ¿Acaso iba de eso lo de creer en Dios? ¿Era el Todopoderoso la única ayuda a la hora de enfrentarse a un horror indescriptible?

El religioso continuó la ceremonia con voz monocorde y según sus indicaciones nos íbamos sentando y levantando. Y rezábamos. En un momento dado, pronunció el nombre de Margaux. Me quedé perplejo, pues ignoraba que mi hija fuera a pronunciar unas palabras durante la ceremonia. Astrid me lanzó una mirada inquisitiva y negué con la cabeza.

Margaux permaneció junto al féretro de su amiga durante un momento en el que reinó un silencio absoluto. Me pregunté con temor cómo iba a arreglárselas. ¿Sería capaz de hablar? ¿Lograría articular alguna palabra? Cuando empezó me sorprendió su brío. No era la voz de una adolescente tímida, sino la de una mujer joven segura de sí misma.

 

Parad todos los relojes, descolgad los teléfonos, dadle al perro un hueso jugoso para que no ladre. Silenciad los pianos y, al redoble de tambores enfundados, sacad el féretro y llamad a las plañideras.

 

Identifiqué al instante los versos de Parad los relojes, de Wystan Hugh Auden. Mi hija no necesitaba leer el papel. Pronunciaba los versos como si ella misma hubiera escrito el poema. Lo declamaba con voz dura, honda, llena de pena e ira contenidas.

 

Ella era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,

mi semana de trabajo y mi descanso dominical,

mi mediodía y mi medianoche, mi charla y mi canción.

Pensé que esa amistad sería eterna, pero me equivocaba.

 

La voz le falló por primera vez. Cerró los ojos. La iglesia permaneció sumida en un silencio absoluto. Astrid me apretó la mano con tanta fuerza que me hizo daño. Margaux respiró hondo y le volvió la voz, pero ahora fue un susurro tan bajo que apenas resultaba audible.

 

Ya no hacen falta estrellas, quitadlas todas,

guardad la luna y desmontad el sol,

drenad el mar y talad los bosques,

porque ya nunca puede venir nada bueno.

 

Mientras Margaux regresaba a su asiento, la iglesia se llenó de un silencio tenso y conmovedor que pareció prolongarse una eternidad. Astrid se aferraba a Lucas y Arno agarró el brazo de su hermana. Hasta el mismo aire parecía hinchado y vibrante a causa de las lágrimas.

Después volvió a sonar la voz del sacerdote y otros adolescentes intervinieron, pero de nuevo fui incapaz de distinguir las palabras. Mantuve la vista clavada en el suelo de piedra y esperé a que terminara todo con los dientes apretados. Descubrí que era incapaz de llorar. Recordé el torrente de lágrimas vertidas el día en que murió Pauline. Ahora era Astrid quien sollozaba en el asiento contiguo. Lo hacía como yo aquel día. La rodeé con el brazo y la atraje hacia mí. Se agarró a mí como si le fuera la vida en ello mientras Lucas nos miraba. No nos había visto así desde antes de nuestro viaje a la isla griega de Naxos.

En el exterior parecía que mis plegarias habían sido escuchadas, porque un sol blanquecino y débil se filtraba entre las nubes. Lentamente seguimos el féretro de Pauline hasta el cementerio contiguo a la iglesia. Éramos una verdadera multitud. Los lugareños nos contemplaban desde las ventanas, sorprendidos de ver tantos rostros jóvenes.

Margaux se adelantó para reunirse con sus compañeros en la cabeza del cortejo. Fueron los primeros en ver el ataúd una vez depositado abajo, en la tumba, donde, uno tras otro, arrojaron las rosas blancas. La mayoría de ellos lloraba abiertamente mientras padres y profesores se enjugaban las lágrimas. Aquello parecía que no iba a terminar jamás. Una joven se desmayó con un gemido. Se armó un revuelo alrededor, pero un profesor la recogió con suavidad y se la llevó de allí. Las manos de Astrid volvieron a buscar las mías.

Nos juntamos en la casa familiar después del funeral, pero la mayoría de los asistentes se marcharon, ávidos de volver a su vida cotidiana, a sus trabajos. Nosotros nos quedamos al almuerzo porque Margaux era la mejor amiga de Pauline. Sentíamos que era nuestro deber y también queríamos quedarnos. El cuarto de estar estaba lleno a rebosar de amigos cercanos y familiares. Conocíamos a la mayoría de ellos. Las cuatro adolescentes allí presentes eran amigas cercanas de Pauline. Formaban un grupo muy unido. Todos conocíamos a esas chicas: Valentine, Emma, Bérénice y Gabrielle, y también a sus padres. Observé sus semblantes de luto y supe lo que estaban pensando, lo mismo que pensábamos todos y cada uno de nosotros, que aquél podía haber sido el funeral de una de nuestras hijas, que podía habernos pasado a nosotros. Ese cuerpo del féretro cubierto de rosas blancas y enterrado en una tumba poco profunda podía haber sido el cadáver de una de nuestras pequeñas.

Nos marchamos a última hora de la tarde, cuando el anochecer oscurecía el cielo. Fuimos una de las últimas familias en irnos. Mis hijos parecían exhaustos, como si hubieran realizado un largo viaje. Nada más entrar en el coche cerraron los ojos y se durmieron. Astrid permaneció en silencio también. Mantuvo la mano sobre mi muslo, como solía hacer durante esos largos viajes en coche hacia la Dordoña.

Se oyó un chapoteo y el coche patinó sobre una gruesa capa de lodo en cuanto salimos a la carretera principal, la que conducía a la autopista. Eché un vistazo al suelo sin distinguir la sustancia que lo cubría. Un hedor sofocante logró filtrarse hasta el interior del vehículo y los chicos despertaron de golpe. Olía a pútrido. Astrid se cubrió la nariz con un Kleenex. Las ruedas seguían patinando a pesar de que conducía despacio. De pronto Lucas profirió un grito y señaló hacia delante, donde una forma sin vida yacía en mitad de la calzada. Un coche que iba delante de nosotros giró bruscamente para evitarla. Era un animal. Pude ver el suelo alfombrado de vísceras. Mantuve las manos firmes en el volante mientras luchaba por superar aquella pestilencia. Lucas volvió a gritar cuando de pronto apareció otra figura inerte: las extremidades amputadas de otro animal.







Date: 2015-12-13; view: 371; Нарушение авторских прав



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