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Boomerang 23 page





– Cuéntame cómo crees que ocurrió.

– Sucedió esa misma mañana del día 12 mientras estaba con tu abuela. La historia es la misma, tu madre con el abrigo rojo caminó hacia la avenida Henri‑Martin, pero es posible que no anduviera con tanta rapidez porque no se encontraba del todo bien. Todavía sentía algunas náuseas, incluso pudiera ser que hubiera vomitado esa mañana. Estaba mareada y su paso era inseguro. Lo más probable es que tuviera el cuello algo rígido, pero ella quería enfrentarse a tu abuela, pues para ella ése era el origen de sus migrañas. No estaría preocupada en absoluto por su salud, sino más bien por June y por tener que encararse con tu abuela.

Enterré el rostro entre las manos. La idea de mi madre avanzando penosamente por la avenida Henri‑Martin, dolorida, sintiendo que los brazos y las piernas le pesaban toneladas, para enfrentarse a Blanche como un soldadito valiente camino de la batalla, era insoportable.

– Continúa.

– La historia sigue, más o menos, como la tuya. Gaspard abre la puerta, y quizá percibe lo lívido de su rostro y su respiración alterada, pero ella tiene un único objetivo, que es abordar a tu abuela. Quizá ella se dio cuenta también de que el rostro de Clarisse estaba alarmantemente pálido, que mostraba dificultad al hablar y que parecía que no podía sostenerse de pie, como si estuviera algo bebida. La conversación es la misma, Blanche exhibe las fotos y el informe del detective y Clarisse dice que no retrocederá, que no dejará de ver a June, ni de amarla. Y entonces ocurrió. De repente, como si la hubiera fulminado un rayo. Siente un dolor espantoso, como si alguien le hubiera disparado en la parte de atrás de la cabeza. Clarisse se tambalea con las manos en las sienes y cae al suelo. Quizá se golpeó también la cabeza en la esquina de la mesa, pero ya estaba muerta. No había nada que tu abuela pudiera hacer, ni tampoco el doctor. Éste se dio cuenta nada más llegar. Sabía que había cometido un error al no haberla mandado al hospital unos cuantos días antes. Probablemente tuvo que cargar con esa culpa toda su vida.

En ese momento comprendí por qué se molestó Laurence Dardel cuando le pedí ese expediente. Sabía que a un médico no le pasaría inadvertida la negligencia paterna.

Angele se sentó sobre mis rodillas, lo que no era fácil, teniendo en cuenta la longitud de sus piernas.

– ¿Te ayuda esto en algo? ¿Un poco? ‑me preguntó en voz baja.

La abracé y puse mi barbilla en el hueco de su hombro.

– Sí, creo que sí. Lo que me dolía era no saber lo que había ocurrido realmente.

Ella me acarició el pelo con suavidad.

– Cuando regresé aquel día del colegio, el día que mi padre se disparó, no había ninguna nota. No dejó nada y eso nos volvió locas, a mi madre en especial. Justo poco antes de morir, hace un par de años, me contó que lo más horrible de todo era no saber por qué se había matado, ni siquiera después de todos estos años transcurridos. No había otra mujer, ni problemas financieros, ni de salud. Nada.

La abracé con fuerza, imaginándomela a los trece años, cuando descubrió a su padre muerto, sin una nota ni explicación alguna. Me estremecí.

– Nunca lo supimos. Y tuvimos que vivir con eso. Aprendimos a hacerlo. No fue fácil, pero lo conseguimos.

Y colegí que eso era precisamente lo que tendría que aprender a hacer yo.

 

– Es la hora ‑anunció Angele con resolución.

Un sol inusualmente cálido entibiaba el patio adonde habíamos salido a comer. En ese momento, a los postres, tomábamos café. Estaba situado delante de la cocina y cerca del jardincillo, que revivía poco a poco, otro indicio de que la primavera no estaba lejos. La fragancia de la estación en ciernes cosquilleaba en mi nariz congestionada de parisino. Había un intenso olor a hierba, a humedad, a pureza.


La miré, sorprendido.

– ¿La hora de qué?

– La hora de irnos.

– ¿Adónde?

– Ya lo verás ‑repuso con una sonrisa‑. A veces el viento engaña, así que ponte algo de abrigo.

– ¿Qué andas tramando?

– No te gustaría saberlo.

Durante los primeros viajes en la Harley Davidson había estado con los nervios a flor de piel. No tenía hábito de ir en moto y como buen urbanita no tenía muy claro hacia qué lado debía inclinarme al tomar las curvas. Es más, estaba convencido de que las motos eran demasiado peligrosas y poco fiables. Nunca había conducido una y tampoco había ido detrás de acompañante, y mucho menos con una mujer como piloto. Angele la usaba todos los días para ir de Clisson al hospital de Le Loroux, ya hiciera calor, soplase un huracán o cayeran chuzos de punta. Ella odiaba los coches y aborrecía la posibilidad de quedarse atrapada en un atasco. Se compró la primera Harley a los veinte años, y ya iba por la cuarta.

Una mujer guapa en una moto de época llama la atención, como muy pronto descubrí. Todos volvían la cabeza al oír el inconfundible sonido gutural del tubo de escape de la Harley, y luego veían al manillar a esa criatura curvilínea vestida de cuero negro. Montar detrás de ella resultó ser mucho más agradable de lo previsto. Me pegaba a ella en una postura casi sexual: la abarcaba con los muslos, pegaba la entrepierna a ese estupendo culo suyo y clavaba el pecho y el vientre en su espalda y sus caderas.

– ¡Vamos, monsieur Parisiense, no tenemos todo el día! ‑me chilló. El motor de la moto ronroneó de forma incitante mientras ella me lanzaba el casco.

– Ah, pero ¿nos esperan?

– ¡Pues sí! ‑contestó ella, exultante de alegría, y echó un vistazo al reloj‑. Y vamos a llegar tarde como no muevas el culo.

Zigzagueamos por caminos llenos de baches que discurrían entre campos donde ya podía atisbarse la promesa mágica de la primavera. El sol calentaba lo suyo, pero la mordedura del aire seguía siendo helada. Condujo por la carretera en torno a una hora, pero no se me hizo largo en absoluto. De hecho, me sentía como en el séptimo cielo cuando iba pegado a Angele, notando la vibración del motor en las entrañas y la caricia del sol en la espalda.

No necesité ver cartel ni señal alguna para darme cuenta de que nos dirigíamos al paso del Gois. Jamás había tomado conciencia de lo cerca que estaba Noirmoutier de Clisson. El paisaje invernal me dejó impresionado, ya que predominaban los tonos pardos y alguna pincelada beis, sin una nota de verdor, al contrario que en el estío. La arena de la orilla también parecía más oscura y terrosa, pero no por ello menos bella. Me asaltó la impresión de ser saludado por el primer poste de rescate y de que las gaviotas que sobrevolaban en círculos por encima de nuestras cabezas gritaban como si se acordasen de mí. La playa de color marrón intenso se extendía a lo lejos junto al mar azul oscuro, centelleante bajo los rayos del sol, y sobre ella la desigual línea negra de conchas, caracolas, algas, escombros, corchos y trozos de madera.


No había vehículos en el Gois, cuyo flanco derecho ya estaba siendo acosado por la marea. Las primeras lenguas de agua habían empezado a cubrir el paso. El lugar estaba prácticamente desierto, no como en verano, cuando se congregaba un gentío para contemplar la conquista de la tierra por parte del océano.

Angele no ralentizó la marcha, antes bien al contrario, condujo más deprisa incluso. No tenía sentido gritar, pues su casco y el mío hacían casi imposible que nos oyéramos, así que tiré de su chupa de cuero para llamar su atención, pero ella pasó de mí olímpicamente y siguió dándole caña a la Harley. Los pocos testigos diseminados por los alrededores nos señalaban con expresiones de asombro mientras cruzábamos a toda pastilla. Casi podía oírles exclamar: «¿Van a cruzar el Gois?».

Tironeé de la chupa, esta vez con más fuerza. Alguien nos avisó a gritos del avance del océano, pero era demasiado tarde: las ruedas de la Harley Davidson levantaron a cada lado un surtidor al pasar sobre el agua marina que ya cubría el pavimento del pasaje. Esperaba que Angele supiera lo que hacía. Había leído de niño demasiadas historias sobre ahogamientos en el Gois durante la pleamar como para no saber que aquello era una locura. Habían muerto al menos una treintena de personas en los últimos cien años, y sólo Dios sabía cuántas víctimas más había habido con anterioridad. Me agarré a ella como si me fuera la vida en ello, y ya lo creo que me iba, y recé para que la moto no derrapara ni hiciera algún extraño que nos enviara derechitos al mar. Deseé que ninguna de esas olas heladas, más grandes a cada minuto que pasaba, alcanzara el motor. Angele condujo los cuatro kilómetros con habilidad, es más, iba tan sobrada y segura de sí misma que no hacía falta ser un genio para suponer que no era la primera vez que lo hacía.

El cruce del paso resultó ser una experiencia excitante y maravillosa. Me sentí a salvo y más seguro de lo que me había sentido jamás desde que mi padre me pasaba la mano por la espalda en ademán protector. Me abracé a ella mientras seguíamos adelante volando sobre las aguas y pasábamos por donde ya no había carretera y no era posible ver tierra. Me sentí a salvo cuando alcé la vista hacia delante, hacia la isla, y distinguí unos viejos conocidos: los postes de rescate que marcaban nuestro camino sobre la superficie centelleante del mar guiándonos a tierra igual que un faro orienta un barco hasta la seguridad de un puerto. Deseé que ese momento pudiera durar para siempre, que esa belleza y esa perfección no me abandonaran jamás.


Llegamos a nuestro destino entre los aplausos y las ovaciones de los transeúntes situados junto a la cruz que guardaba la boca del Gois.

Angele apagó el motor y se quitó el casco.

– ¿A que estás cagado de miedo? ‑preguntó con una ancha sonrisa en el rostro, y rió entre dientes.

– ¡No! ‑exclamé con la respiración entrecortada mientras tiraba mi casco al suelo para poder besarla como un poseso al tiempo que a nuestras espaldas se levantaba una salva de vítores y aplausos‑. No estaba asustado. Confiaba en ti.

– Y bien que puedes. Hice esto por primera vez con quince años en la Ducati de un amigo.

– ¿Conducías una Ducati a los quince?

– Te sorprendería saber lo que hacía a esa edad.

– No estoy interesado ‑repliqué con cierta frivolidad‑. ¿Cómo vamos a regresar? El paso ha desaparecido.

– Volveremos a casa por el puente, aunque sea menos romántico.

– Menos romántico, dónde va a parar, pero no me gustaría quedarme ahí colgado contigo, en uno de esos postes de rescate. Se me ocurren cosas mucho mejor que hacer en tu compañía.

La enorme giba del puente era visible desde nuestra posición a pesar de estar a cinco kilómetros de distancia. En ese momento ya no quedaba atisbo alguno del camino, devorado completamente por las aguas del inmenso y refulgente océano, que había recobrado su supremacía.

– Solía venir aquí con mi madre. Adoraba el Gois.

– Y yo con mi padre ‑repuso ella‑. Veraneamos aquí un par de años cuando yo era una cría, pero no en el Bois de la Chaise, eso era demasiado elegante para nosotros, monsieur. Íbamos a la playa en La Guérinière. Mi padre nació en La Roche‑sur ‑Yon, así que se conocía esta zona como la palma de la mano.

– Quizá de pequeños coincidimos algún día aquí, en el Gois.

– Puede ser.

Cerca de la cruz había un altozano alfombrado de hierba. Nos sentamos allí, hombro con hombro, y nos fumamos un cigarro a medias. Nos hallábamos cerca de donde había estado con Mélanie el día del accidente. Pensé en mi hermana, protegida en una burbuja de ignorancia por voluntad propia, y en todo cuanto yo sabía y ella ignoraría para siempre a menos que me preguntara. Cogí la mano a Angele y se la besé mientras reflexionaba sobre la larga cadena de casualidades necesarias para poder realizar ese gesto. Si no hubiera tenido la ocurrencia de organizar un viaje sorpresa para el cuadragésimo cumpleaños de Mélanie, si ésta no hubiera tenido ese flashback, si no hubiera sufrido el accidente, si Gaspard no se hubiera ido de la lengua, si no hubiera conservado esa factura… Quedaba todavía otro «si» peliagudo. ¿Qué habría pasado si el doctor Dardel hubiera enviado a mi madre al hospital el 7 de febrero, el día que tuvo una jaqueca tan espantosa? ¿Seguiría con vida? ¿Habría abandonado a mi padre para vivir con June? ¿En París? ¿En Nueva York?

– Déjalo ya ‑me aconsejó mi compañera.

– ¿Dejar el qué?

Ella apoyó el mentón sobre las rodillas y aunque fuera raro, de pronto, mientras contemplaba el mar con la mirada perdida y el viento le alborotaba el pelo, pareció tener muchos menos años.

– Busqué esa nota por todas partes, Antoine ‑dijo, hablando muy despacio‑. La busqué antes de telefonear pidiendo ayuda y no cejé en el empeño aunque mi padre yacía sobre la mesa y su sangre y sus sesos estaban esparcidos por toda la cocina. Busqué la nota mientras chillaba todo lo que daban de sí mis pulmones, mientras lloraba a moco tendido y temblaba de los pies a la cabeza, la busqué por todas partes, registré esa casa maldita por Dios, y el jardín, y el garaje. No dejaba de pensar en que mi madre iba a regresar de la oficina donde trabajaba en cualquier momento y yo debía hallarla antes de que ella llegara, pero no lo conseguí. ¿Y sabes la razón? Porque no había ninguna nota. Fue entonces cuando surgió la pregunta, el monstruoso ¿por qué? ¿Qué le hacía tan desdichado? ¿Qué era lo que no habíamos sido capaces de ver? ¿Cómo podíamos haber estado tan ciegas mi madre, mi hermana y yo? ¿Qué habría ocurrido si yo hubiera notado algo o hubiera vuelto de la escuela un poco más pronto? O si no hubiera ido a clase ese día. ¿Se habría matado o seguiría con nosotras todavía? ‑Pude ver adonde quería ir a parar. Ella siguió hablando, pero subiendo el tono de voz, y pude percibir una nota vibrante de dolor que me emocionó‑. Papá era uno de esos hombres tranquilos y callados, como tú. No era muy parlanchín, hablaba mucho menos que mi madre. Se llamaba Michel. Me parezco a él, tengo sus mismos ojos. Jamás parecía triste, no bebía, estaba sano, tenía una constitución atlética y le chiflaba leer. Todos los libros de mi casa son suyos, admiraba a Chateaubriand y a Romain Gary, le gustaban la naturaleza y la Vendée, y el mar, claro. Parecía un hombre tranquilo y feliz, o eso pensábamos todos.

»El día que le encontré muerto se había puesto su mejor traje ‑el gris, el que sólo llevaba para las grandes ocasiones, Navidad o Nochevieja‑, se había anudado la corbata y calzaba su mejor par de zapatos, unos negros muy buenos. Jamás se vestía de ese modo a diario. Trabajaba en una librería y solía vestir con pantalones de pana y jerséis.

»Estaba sentado a la mesa cuando se voló la tapa de los sesos. Se me ocurrió que la nota podría estar debajo del cuerpo. Tal vez se había quedado debajo cuando él se derrumbó sobre la mesa, pero no me atreví a moverle porque en aquel entonces me daban miedo los muertos, no era como ahora. Tampoco encontraron nada cuando vinieron a llevarse el cuerpo. Entonces esperé la llegada de una carta. Tal vez nos había escrito una el día de su suicidio, pero no llegó nada.

»Empecé a superarlo poco a poco y de una forma totalmente inesperada cuando ya trabajaba como tanatopractora y me llegaron los primeros casos de suicidio, pero eso fue mucho después, al menos diez años más tarde. Reconocí mi angustia y mi desesperación en las de las familias de quienes se habían matado. Escuché sus historias, compartí su dolor y, a veces, incluso lloré con ellos. Muchos de ellos me explicaron las razones por las que sus seres queridos habían elegido morir, porque en bastantes casos sí lo sabían. Desesperación, angustia, miedo, enfermedad, un fracaso amoroso. Las razones eran de lo más variado. Y lo entendí al fin el día en que estaba atendiendo a un hombre de la edad de mi padre: se había pegado un tiro porque se sentía incapaz de soportar la presión de su trabajo. Ese tipo había muerto como mi padre y su familia sabía perfectamente las razones que le habían impulsado a apretar el gatillo, mientras que la mía nunca llegó a conocerlas, pero ¿acaso eso marcaba alguna diferencia? La muerte ya había tenido lugar, y dejaba un cuerpo para embalsamar, depositar en un féretro y enterrarlo. Se rezarían las oraciones y comenzaría el duelo. En cualquier caso, conocer el motivo por el que lo había hecho no me haría recuperar a mi padre. Tampoco iba a hacerme más llevadera su pérdida. La muerte nunca es fácil, aunque sepas las razones.

Descubrí una minúscula lágrima en la comisura de su ojo y se la enjugué con el pulgar.

– Eres una mujer maravillosa, Angele Rouvatier.

– Antoine, no te me pongas sensiblero, ¿vale? ‑me avisó‑. Eso me revienta, y tú lo sabes. Vámonos, se está haciendo tarde.

Se levantó y echó a andar hacia la moto. La observé mientras se ponía el casco y los guantes. Arrancó con el pedal en un gesto desafiante. El sol ya no pegaba con tanta fuerza y empezaba a hacer fresco.

 

Preparamos la cena los dos juntos, codo con codo. Hicimos sopa de verduras con puerros, zanahorias y patatas, le echamos una pizquita de verbena y tomillo del jardín; de segundo, pollo con arroz basmati, y preparamos crocante de manzanas como postre. Acompañamos todo eso con una botella fría de chablis.

La casa era acogedora y cálida, y yo tenía conciencia de lo mucho que disfrutaba de su silencio y su quietud, de su tamaño y su bucólica sencillez. Ni se me había pasado por la cabeza que un urbanita como yo pudiera disfrutar en un entorno rural. ¿Era posible vivir allí con Angele? Era técnicamente viable en estos tiempos de ordenadores, móviles y trenes de alta velocidad. Pensé en mi futura carga de trabajo. Rabagny estaba a punto de conseguirme un lucrativo negocio relacionado con la patente de la Cúpula Inteligente. No iba a tardar en estar ocupado trabajando otra vez para él y Parimbert en un ambicioso proyecto europeo de lo más apasionante, y encima el asunto iba a darme bastante dinero. Aunque de momento no me quedaba ninguna cuestión pendiente con el suegro y el yerno. En cualquier caso, era una cuestión de organizarse bien y planificarlo todo con inteligencia.

Ahora bien, ¿quería Angele que me quedara? Recordé algunas de sus frases. «No soy una persona de familia». «Tampoco soy de las que se casan». «No tengo celos». «No te me pongas sensiblero». Tal vez una parte del encanto especial de Angele radicaba en el hecho de que ella jamás sería mía del todo, y bien que lo sabía yo. Podía hacerla enloquecer en la cama ‑era obvio lo mucho que ella disfrutaba‑ y la historia de mi madre la había conmovido, pero ella jamás iba a querer vivir conmigo. Era exactamente como el felino protagonista de uno de los cuentos de Precisamente así, de Rudyard Kipling: «El gato que caminaba solo».

Después de la cena, me acordé de pronto del DVD creado a partir de la cinta de Súper 8. ¿Cómo había podido olvidarlo? Estaba en el salón junto a las fotografías y las cartas. Me apresuré a buscarlo y se lo entregué a Angele.

– ¿Qué es esto? ‑preguntó ella.

Le expliqué que me lo había enviado desde Nueva York Donna Rogers, la socia de June Ashby. Angele deslizó el DVD en el lector del portátil.

– Creo que esto debes verlo tú solo ‑murmuró.

Me acarició los cabellos, se echó la chaqueta Perfecto sobre los hombros y se escabulló en el oscuro jardín en medio de un soplo de frío aire campestre antes de que yo pudiera cambiar de idea sobre si ella debía o no estar presente.

Me senté delante del ordenador y esperé con ansiedad. Enseguida apareció una primera imagen parpadeante de mi madre. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, pero una sonrisa juguetona le curvaba los labios. Luego, muy despacio, abrió los párpados y se llevó una mano a modo de visera para proteger los ojos. Atónito, me asomé a esas pupilas con una mezcla de gozo y dolor. ¡Qué verdes eran! Más verdes aún que las de Mélanie. Eran unos ojos suaves y amables, serenos, luminosos, adorables.

Respiré con dificultad, embargado por la euforia y la emoción. Jamás había visto una película en la que apareciera mi madre, y ahora ahí estaba ella, en la pantalla del ordenador de Angele, milagrosamente resucitada. De pronto empezaron a rodarme unos lagrimones por las mejillas y me los enjugué a toda prisa.

Me sorprendía la gran calidad del filme. Esperaba unas imágenes toscas y unos colores de baja calidad, y no era el caso. Ahora ella corría por la playa. Se me aceleró el pulso cuando reconocí Plage des Dames, el malecón, el faro, las cabinas de madera y el mullido traje de baño naranja. Me asaltó la más extraña de las sensaciones cuando yo aparecí justo en una esquina de la imagen, atareado en la construcción de un castillo de arena. La llamaba, pero June, sin duda la persona que estaba detrás de la cámara, no estaba muy interesada en el castillo de arena de un niño. La película saltó de pronto a los postes de salvamento y la larga extensión del Gois. Distinguí a mi madre a lo lejos: una figura minúscula que cruzaba el paso durante la bajamar en un plomizo día de tormenta; vestía un pulóver blanco y unos pantalones cortos y el viento le alborotaba la melena. Al principio, la toma la mostraba muy lejos, pero se fue acercando poco a poco con esos inconfundibles andares suyos de paso ligero, como si bailara, con los pies hacia fuera y el cuello erguido. Tan grácil, tan ágil. Pasó exactamente por donde Angele y yo habíamos cruzado esa misma tarde, iba de camino hacia la isla, como nosotros, se dirigía hacia la cruz. Su rostro era todavía un poco borroso, pero se enfocó enseguida y pude ver que estaba sonriendo. Echó a correr en dirección a la cámara, se rió y se apartó de los ojos un mechón de cabellos. Esa sonrisa estaba llena de amor, toda ella refulgía de amor. Entonces se llevó una de esas manitas morenas a la altura del corazón, la besó y luego puso la palma de la mano delante de la cámara. La carne rosada de la palma de la mano era la última imagen del filme, la última que yo vi.

Me había impresionado muchísimo ver a mi madre con vida, contemplar cómo se movía, caminaba, respiraba y sonreía. Hice doble clic en el vídeo para verlo de nuevo. Una y otra vez, y así hasta perder la cuenta. No sé cuántas veces vi la película. La visioné hasta que el corazón me dijo que ella seguía ahí dentro, hasta que fui incapaz de verla otra vez porque el suplicio era insoportable, hasta que las lágrimas me emborronaron los ojos y me impidieron ver la pantalla, hasta que la eché tanto de menos que quise echarme a llorar sobre el irregular suelo de piedra. Mi madre jamás conocería a mis hijos ni sabría quién era yo ahora, en qué me había convertido al crecer, yo, su hijo, un hombre que vivía la vida como mejor sabía, que hacía todo lo posible por salir adelante, fuera como fuera. Algo se rompió en mi interior. Noté cómo se soltaba y se alejaba. El dolor se marchaba y dejaba en su lugar un entumecimiento, una molestia. Supe que ese vacío iba a permanecer ahí para siempre.

Detuve el vídeo, saqué el DVD y lo devolví al interior de la fundita. La puerta del jardín estaba entreabierta, así que me deslicé al exterior, donde el aire era dulce y frío. Las estrellas parpadeaban en el cielo y los perros aullaban a lo lejos. Angele estaba sentada sobre un banco de piedra contemplando el firmamento.

– ¿Quieres hablar de ello?

– No.

– ¿Estás bien? ‑preguntó.

– Sí.

Me senté junto a Angele. Ella se inclinó hacia mí, yo le pasé el brazo por los hombros y juntos compartimos la fría quietud de la noche, el aullido ocasional de algún perro en la lejanía y el destello de las estrellas encima de nuestras cabezas. Pensé en la Harley mientras cruzábamos el Gois, en la espalda vibrante de Angele contra mi pecho mientras sus manos enguantadas sujetaban el manillar con confianza, y volví a sentirme protegido, como esa tarde, y supe que esa mujer, con quien tal vez pasase el resto de mis días, o tal vez no, esa mujer que tal vez al día siguiente por la mañana me dijera que hiciera las maletas o tal vez se quedase conmigo para siempre, esa extraordinaria mujer cuyo trabajo era la muerte me había dado el beso de la vida.

 

 







Date: 2015-12-13; view: 377; Нарушение авторских прав



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