Главная Случайная страница


Полезное:

Как сделать разговор полезным и приятным Как сделать объемную звезду своими руками Как сделать то, что делать не хочется? Как сделать погремушку Как сделать так чтобы женщины сами знакомились с вами Как сделать идею коммерческой Как сделать хорошую растяжку ног? Как сделать наш разум здоровым? Как сделать, чтобы люди обманывали меньше Вопрос 4. Как сделать так, чтобы вас уважали и ценили? Как сделать лучше себе и другим людям Как сделать свидание интересным?


Категории:

АрхитектураАстрономияБиологияГеографияГеологияИнформатикаИскусствоИсторияКулинарияКультураМаркетингМатематикаМедицинаМенеджментОхрана трудаПравоПроизводствоПсихологияРелигияСоциологияСпортТехникаФизикаФилософияХимияЭкологияЭкономикаЭлектроника






Boomerang 16 page





Nos detuvimos frente a las luces de un control policial, donde nos pusieron al corriente de la situación: uno de los camiones de un matadero cercano había perdido toda su carga. Durante cinco kilómetros vimos desperdigados por la carretera baldes llenos de órganos, pellejos, tejidos grasos, vísceras y restos de ganado sacrificado.

Era como una visión del infierno por la que cruzamos muy despacio, soportando un olor pútrido de lo más molesto, pero al final apareció la señal que anunciaba la autopista, y fue recibida con suspiros de alivio. Nos dirigimos a París a buena velocidad y los llevé a Malakoff. Al llegar, los dejé en la calle Émile Zola, justo delante de la puerta, y esperé con el motor en marcha a que se bajaran.

– ¿Por qué no te quedas a cenar? ‑sugirió Astrid.

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué no?

Escuché los ladridos del feliz Titus al otro lado de la valla cuando los niños salieron del coche.

– ¿Está Serge ahí? ‑pregunté con tacto.

– No, no está.

No pregunté dónde se encontraba. Al fin y al cabo tampoco me importaba. Me alegraba su ausencia y punto, no lograba acostumbrarme a que ese tipo estuviera en mi casa, porque sí, aún sentía que eran mi casa, mi esposa, mi jardín, mi perro. Mi antigua vida.

 

Cenamos en la cocina americana diseñada por mí con tanto esmero, como en los viejos tiempos. Titas no cabía en sí de gozo. No apartó su húmeda boca de mi rodilla ni dejó de mirarme con extasiada incredulidad. Los chicos nos hicieron compañía un rato, pero al final subieron a acostarse. Me pregunté dónde andaría Serge. Esperaba verle aparecer por la puerta en cualquier momento, pero Astrid no le mencionaba, sólo hablaba de los chicos y los acontecimientos del día. Yo la escuchaba. ¿Cómo iba a contarle que en realidad estaba con la cabeza a años luz de allí? ¿Sucedió así cuando se produjo nuestro distanciamiento?

Encendí la chimenea mientras ella continuaba hablando; nadie lo había hecho en mucho tiempo a juzgar por la rejilla vacía y sucia, y la reserva de madera aún era la que había comprado yo hacía dos años. Astrid y Serge no habían tenido conversaciones íntimas al calor de la chimenea. Extendí las manos hacia las llamas. Astrid se sentó en el suelo junto a mí y apoyó la cabeza sobre mi brazo. Me abstuve de echarme un pitillo, sabedor de cuánto odiaba el tabaco. Observamos el fuego en silencio. Si alguien hubiera pasado por allí y hubiera mirado por la ventana, habría visto a una pareja feliz y habría pensado que éramos un matrimonio dichoso.

Le conté lo de nuestro hijo mayor y le describí lo sucedido en la comisaría, el estado de Arno y mi frialdad a la mañana siguiente. Le expliqué que aún no había hablado con él, pero que iba a hacerlo. Y también le dije que íbamos a necesitar un buen abogado. Ella me escuchó con consternación.

– ¿Por qué no me telefoneaste?

– Pensé hacerlo, pero ¿qué ibas a hacer tú desde Tokio? La muerte de Pauline ya te había alterado bastante.

Ella asintió.

– Tienes razón.

– Margaux tiene la regla.

– Lo sé, me lo ha contado. Me ha dicho que lo llevaste bastante bien para ser un padre.

Sentí una chispa de orgullo.

– ¿De verdad? Me alegra, porque no lo hice muy bien cuando murió Pauline.

– ¿Qué quieres decir?

– No me salían las palabras adecuadas. No fui capaz de consolarla, por eso sugerí que te llamáramos, y eso la indignó.

Estuve a punto de contarle lo de mi madre, pero al final me mordí la lengua, porque ése no era el momento, ese tiempo estaba reservado para nuestros hijos y nuestros problemas. Astrid fue a por un poco de limoncello del congelador y regresó con unos vasitos de cristal que yo había adquirido hacía una pila de años en un tenderete del rastro de Porte de Vanves. Lo bebimos a sorbos en silencio y luego le hablé de Parimbert y la Cúpula Inteligente. Le describí la oficina Feng Shui, el pez negro, el té verde y los bollos. Se rió. Los dos nos reímos.

No dejaba de preguntarme por el paradero de Serge. ¿Por qué no había vuelto a casa ya? Tuve la tentación de interrogarla a ese respecto, pero no lo hice, y hablamos de Mélanie y la rapidez de su recuperación. Después estuvimos conversando sobre el trabajo de Astrid, y también sobre las inminentes fiestas de Navidad.

– ¿Qué te parecería reunimos aquí para esas fechas? ‑me sugirió‑. El año pasado era demasiado complicado.

Me habló de pasar la Nochebuena con ella y los niños. La muerte de Pauline había hecho que todo pareciera triste y precario.

– Bueno, sí, claro, ¿por qué no? ‑contesté.

Para mis adentros me pregunté otra vez dónde estaba Serge. No dije nada, pero ella debió de intuir por dónde iban mis pensamientos.

– Tu llamada a Tokio fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Serge.

– ¿Por qué?

– No es el padre de esos niños. No tiene ninguna obligación hacia ellos.

– ¿Y qué significa eso?

– Es más joven y no sabe cómo afrontar todo esto. ‑Las llamas crepitaron con alegría y Titus soltaba fuertes ronquidos. Esperé‑. Se ha ido, necesita pensarse con calma las cosas. Ahora está con sus padres en Lyon.

¿Por qué no sentía una oleada de alivio en mi interior? En vez de eso, noté un aturdimiento y cierta cautela, lo cual me sorprendió.

– ¿Estás bien? ‑pregunté con amabilidad.

Volvió hacia mí un rostro marcado por la pena y el cansancio.

– En realidad no ‑admitió en un susurro.

Con esas palabras acababa de darme el pie para entrar, el momento para tomarla en mis brazos, el momento que había esperado durante tanto, tanto tiempo, la oportunidad de recuperarla, de recobrarlo todo.

Solía fantasear con ese instante durante las primeras noches en la casa de la calle Froidevaux, cuando me acostaba en la cama vacía y me sentía sin ninguna motivación para seguir vivo. Ése era el momento que había esperado desde el viaje a Naxos, desde que ella rompió, el momento que había imaginado con tanta claridad.

Pero no dije esta boca es mía, pues era incapaz de pronunciar las palabras que ella quería oírme decir. Estudió mi rostro y mis ojos con la mirada sin hallar en ellos lo que buscaba, así que se echó a llorar.

Le cogí la mano y se la besé con delicadeza. Sollozó un poco, pero luego se enjugó las lágrimas.

– ¿Sabes? A veces me gustaría recuperarlo como fuera ‑murmuró.

– ¿El qué? ‑pregunté.

– Recuperarte a ti, Antoine, nuestra antigua vida. ‑El llanto volvió a crisparle el rostro‑. Quiero recobrarlo todo.

Empezó a besarme de forma febril. Ahí estaban sus besos salados, su calor, su aroma, pero nada; quería reclamarla a gritos, devolverle los besos, pero no podía. Algo más fuerte me retenía. Al final sí la besé, pero sin pasión, porque había desaparecido. Ella me acarició y me besó en el cuello y los labios, como si la última vez hubiera sido el día anterior y no hacía dos años. El deseo se removió por los viejos tiempos, por los recuerdos, pero luego se apagó, y la estreché entre mis brazos como a una hija, como a mi hermana, como hubiera abrazado a mi madre. La aferré de forma incondicional para besarla como un hermano besa a otro.

Se apoderó de mí una sensación de pasmo. ¿Cómo era posible? Ya no amaba a Astrid. Me preocupaba muchísimo por ella, pues era la madre de mis hijos, pero ya no la quería. Había ternura, respeto y bondad, pero no amor, no como antes. Y ella lo supo. Lo percibió. Y se terminaron los besos y las caricias insistentes. Retrocedió y se cubrió el rostro con manos temblorosas.

– Lo siento ‑se disculpó, y soltó un profundo suspiro‑. No sé qué me ha pasado.

Se sonó la nariz. Hubo una larga pausa. Le concedí tiempo y la cogí de la mano.

– Lucas me contó lo de tu novia, la morena alta.

– Angele.

– ¿Cuánto hace que la ves?

– Desde el accidente.

– ¿La quieres?

Me froté la frente. ¿Que si estaba enamorado de Angele? Por supuesto, pero no era el mejor momento de decírselo a Astrid.

– Me hace feliz.

Ella me sonrió con valentía.

– Eso está bien, es genial. Me alegro. ‑Se hizo otra pausa‑. Escucha, de pronto se me ha venido encima todo el cansancio. Creo que voy a acostarme. ¿Te importaría sacar a Titus para que haga pis?

El perro ya me esperaba junto a la puerta moviendo el rabo. Me puse el abrigo y los dos salimos al frío cortante de la noche. El animal recorrió el jardín caminando despreocupado y de vez en cuando levantaba la pata. Entretanto yo me frotaba las manos para conservarlas calientes, muerto de ganas de regresar al calor de la casa.

A mi regreso, Astrid ya había subido las escaleras. Titus se dejó caer frente a las brasas del fuego y yo subí a despedirme. Lucas y Arno habían apagado la luz de sus cuartos, pero la de Margaux estaba encendida. Ella debió de escuchar mis pasos, ya que entreabrió la puerta de su habitación.

– Adiós, papá.

Acudió a mí como un fantasma, vestida con un camisón blanco. Me abrazó durante unos instantes y se marchó. Recorrí el pasillo de camino a lo que había sido mi viejo dormitorio. No había cambiado demasiado. Astrid se hallaba en el cuarto de baño y me senté en la cama a esperarla. Fue en esa habitación donde me dijo que quería el divorcio porque amaba a Serge y deseaba estar con él y no conmigo. Añadió que lo sentía mucho, pero que no soportaba mentir por más tiempo. Recordé la sorpresa y el dolor, agaché la cabeza y miré mi anillo de casado, pensando que no podía ser cierto. Esa noche había seguido hablando sobre cómo nuestro matrimonio se había convertido en algo cómodo, como unas zapatillas viejas cuando el uso las da de sí. Yo había torcido el gesto ante esa imagen, pues sabía a lo que se refería, pero ¿había sido culpa mía por completo? ¿Siempre había que imputárselo al esposo? ¿Por permitir que se apagara la chispa de nuestras rutinarias vidas? ¿Por no llevarle flores? ¿Por dejar que un gallardo príncipe más joven la pusiera lejos de mi alcance? A menudo me había preguntado qué había visto en Serge. ¿Juventud? ¿Ardor? ¿El hecho de que no tuviera hijos? Me puse a un lado en vez de luchar por ella como un poseso porque me había quedado como un balón deshinchado.

Una de mis primeras reacciones fue liarme con la ayudante de un colega en un rollo de una noche; fue una chiquillada que no me ayudó nada. No había sido un esposo infiel durante nuestro matrimonio. No era mi estilo, aunque a algunos hombres se les da bien. Eché una canita al aire durante un viaje de negocios con una atractiva mujer más joven justo después del nacimiento de Lucas. Me quedé hecho polvo. El peso de la culpa resultaba difícil de sobrellevar. Descubrí que el adulterio era de lo más complicado y me rendí.

Unos años después se produjo en nuestro matrimonio esa prolongada sequía previa a que yo me enterase de lo de Serge. Ya nada ocurría en nuestra cama y yo me había resignado, no me molestaba en investigar el porqué. Tal vez no deseaba saber la verdad o quizá ya sabía en lo más hondo de mí que ella amaba y deseaba a otro hombre.

Astrid salió del baño vestida con una camiseta larga. Soltó un suspiro de cansancio mientras se deslizaba dentro de la cama y luego alargó una mano hacia mí, y yo, que seguía completamente vestido pero yacía tumbado junto a ella, la acepté.

– No te vayas aún, espera a que me duerma ‑murmuró.

Apagó la lámpara de la mesilla. Al principio, la habitación pareció quedarse a oscuras, pero luego mis ojos se acostumbraron a la exigua luz de la calle que se filtraba a través de las cortinas y fui capaz de distinguir los contornos de los muebles. Me propuse esperar un poco más hasta que se quedara dormida y luego marcharme con sigilo. Entonces empezaron a dar vueltas en mi mente una serie de imágenes superpuestas: los cadáveres troceados del camino, el féretro de Pauline, la sonrisa del petulante Xavier Parimbert, mi madre y otra mujer unidas en un tierno abrazo…, y de pronto empezó a sonar un zumbido junto a mi oído y me hallé perdido, incapaz de determinar la hora ni el lugar donde estaba. La radio del despertador, que estaba sintonizada en France Info, retumbó como un trueno. Eran las siete de la mañana. La noche anterior debía de haberme quedado dormido.

Entonces, de pronto, noté las cálidas manos de Astrid sobre mi piel, y era una sensación demasiado placentera como para alejarla de mi lado. La somnolencia me tenía aún atontado y no podía abrir los ojos. «No ‑me alertó la vocecita‑, no, no, no lo hagas». Astrid me quitó la ropa. «No, no, no». «Sí, sí‑replicó la carne‑, sí». «Vas a arrepentirte de esto. Ésta es la mayor estupidez que puedes cometer ahora, os herirá a los dos». Oh, la bendición de su toque de seda, ¡cuánto lo echaba de menos! «Aún estás a tiempo de impedirlo, Antoine. Puedes levantarte, vestirte y poner pies en polvorosa». Ella sabía exactamente cómo y dónde tocarme, no lo había olvidado. ¿Cuándo habíamos hecho el amor Astrid y yo por última vez? Había sido en esta misma cama, haría cosa de dos años largos. «Eres tonto de remate, necio, idiota». Todo sucedió muy deprisa y culminó en un espasmo de placer. Aferré su cuerpo y la retuve a mi lado con el pulso acelerado, pero no dije nada y ella tampoco. Ambos éramos conscientes de haber cometido un error. Me levanté despacio y le acaricié el pelo con torpeza. Recogí mis ropas y me escabullí al cuarto de baño, de donde regresé ya vestido. Astrid seguía acostada y permaneció de espaldas mientras yo abandonaba el dormitorio. Fui al piso de abajo, donde Lucas estaba desayunando; en su rostro se extendió una sonrisa de oreja a oreja al verme. Se me cayó el alma a los pies.

– ¡Papá, has pasado la noche aquí!

Le devolví la sonrisa, aunque por dentro me retorcía de dolor. Sabía que su sueño era vernos a su madre y a mí juntos otra vez. No se lo había guardado para él. Nos lo había dicho a Mélanie, a Astrid y a mí. En su opinión, todavía era posible.

– Sí, estaba reventado.

– ¿Has dormido en el cuarto de mamá? ‑preguntó con un brillo de esperanza en los ojos.

– No. ‑Me odié por mentirle‑. Me he tumbado en el sofá. Sólo he subido al piso de arriba para ir al baño.

– ¡Vaya! ‑exclamó desilusionado‑. ¿Vas a volver esta noche?

– No, amiguito, esta noche no, pero ¿sabes qué? Pasaremos todos juntos la noche de Navidad. Aquí, como en los viejos tiempos. ¿Qué te parece?

– ¡Chachi!

La noticia parecía alegrarle.

Aún era de noche en la calle y Malakoff estaba sumido en el sueño mientras yo conducía por la calle Pierre Larousse y luego directamente a París, subiendo por Raymond Losserand, que me dejaría en la calle Froidevaux. No deseaba pensar en lo que acababa de pasar. Lo sentía como una derrota, por placentera que pudiera ser. Ahora, incluso el placer se había desvanecido y no había dejado más que un poso amargo de tristeza.

 

La Nochebuena en Malakoff fue todo un éxito y Astrid resolvió todos los detalles de un modo magnífico. Acudieron Mélanie y mi padre, cuyo aspecto no era bueno, estaba tal vez incluso algo más cansado, y también Régine y Joséphine. Hacía mucho tiempo que no se congregaban tantos miembros de la familia Rey en una misma habitación.

Serge no estaba allí. Le pregunté a mi ex mujer cómo iban las cosas entre ellos y Astrid, tras suspirar, me contestó:

– Es complicado.

Despejamos la mesa después de cenar y abrimos los regalos. Luego, mientras todos se quedaban a charlar delante de la chimenea Astrid y yo subimos al despacho de Serge y mantuvimos una conversación acerca de los chicos, en lo que se estaban convirtiendo y en el hecho de que no ejercíamos ningún control sobre ellos y a cambio obteníamos desdén, falta de respeto y de afecto, nada de amor. Margaux parecía sumida en un mutismo absoluto cargado de desprecio y se había negado en redondo a seguir la terapia de duelo con el orientador que le habíamos encontrado. Arno había sido expulsado del liceo, tal y como temíamos, así que le matriculamos en un internado de lo más estricto no muy lejos de Reims. El abogado encargado de su caso esperaba poder echarle tierra al asunto con la entrega de una suma de dinero a la familia Jousselin, aunque todavía ignorábamos la cuantía de la suma. Por suerte no éramos los únicos padres metidos en ese berenjenal.

Todo debía de ser de lo más normal en los azares turbulentos de la adolescencia moderna, pero eso no nos lo hacía más llevadero a ninguno de los dos. Respiré aliviado cuando comprobé que ella lo estaba pasando tan mal como yo, e intenté hacerle comprender que no era sólo cosa suya.

– Tú no lo entiendes, es peor en mi caso ‑me replicó‑. Yo los parí.

Hice lo posible por explicarle la aversión que sentí hacia Arno la noche de la detención. Ella asintió con una mezcla de alarma y entendimiento.

– No, si veo qué quieres decir, Antoine, pero en mi caso es peor, porque los tres vienen de mis entrañas. ‑Se llevó la palma de la mano al vientre‑. Y siento lo mismo que tú, yo, que los he alumbrado… Durante años han sido unos niños adorables, y ahora esto…

– Lo sé, estaba allí cuando nacieron… ‑fue cuanto logré añadir, sin mucha convicción.

Ella esbozó una sonrisita de complicidad.

 

La ley antitabaco entró en vigor a principios de año en Francia, y, por raro que pudiera parecer, acatarla resultó más fácil de lo previsto. Había tantos ciudadanos como yo, capaces de desafiar el frío y plantarse delante de los edificios de oficinas y restaurantes para fumarse un cigarrito, que no pude evitar la sensación de formar parte de una conspiración, de ser uno de los señalados con el dedo acusador.

Me enteré por Lucas de que Serge había vuelto con Astrid. No pude evitar preguntarme si ella le habría contado algo sobre lo que ocurrió entre nosotros la noche del funeral, y cómo se lo habría tomado él.

Tampoco tuve tregua en la oficina. Parimbert había resultado ser un liante de cuidado, igualito que su repelente yerno. Mucha sonrisa encantadora y una apariencia de ser un cliente fácil de llevar, pero luego era de los que mandaba con mano de hierro. Negociar con él resultaba un castigo agotador que me dejaba sin un ápice de fuerza.

El único brillo en el cielo más bien apagado de mi firmamento fue la fiesta sorpresa de cumpleaños que me prepararon Héléne, Didier y Emmanuel. Se celebró en la casa de Didier, amigo y colega de profesión, pero la diferencia entre él y yo era que, aunque empezamos los dos más o menos al mismo tiempo, ahora él gravitaba en otra galaxia de éxito y prosperidad, lo cual no le había vuelto un pretencioso, y le sobraban motivos para sacar pecho. Sólo teníamos una cosa en común: su esposa le había dejado por un hombre más joven, uno de esos banqueros de la City, uno de esos arrogantes que los americanos llaman eurobasura. Su ex mujer, a quien yo le tenía mucho cariño, se convirtió en una clon de Victoria Beckham, y su destacada nariz de corte heleno parecía ahora una bujía eléctrica. Didier era un tipo alto y delgado de manos suaves y alargadas que relinchaba cuando se echaba a reír. Vivía en un loft espectacular en el distrito 20°, cerca de Ménilmontant, reformado a partir de un enorme y viejo almacén enclavado entre dos edificios desvencijados. Nos burlábamos de él cuando lo compró hace muchos años, nos reíamos a su costa diciendo que se pelaría el culo de frío en invierno y se lo cocería en verano, pero él nos ignoró y lentamente lo transformó en un lugar con calefacción central y aire acondicionado construido con vidrio y ladrillo. Ahora se nos ponen los dientes largos de envidia a todos.

No me había comido mucho la cabeza con la inminencia de mi cuadragésimo cuarto aniversario. Hubo un tiempo, cuando tenía una familia, en que era estupendo recibir regalos de mis hijos: esos dibujos toscos y esas creaciones de cerámica que eran un churro, pero yo ya no era un hombre de familia y sabía que iba a pasar solo la noche de mi cumpleaños, como el año anterior. Esa mañana recibí un mensaje de texto de Mélanie y otro de Astrid, y también me escribieron Patrick y Suzanne, que se habían ido a hacer un largo viaje por Oriente. Yo habría hecho lo mismo si hubiera perdido a mi hija. Por lo general, mi padre solía olvidarse de mi cumpleaños, pero para mi sorpresa esta vez me telefoneó a la oficina. Al oírle, me sorprendió lo baja y cansada que sonaba su voz, nada que ver con el tono del pasado, autoritario y estridente como una trompeta.

– ¿Te apetece venir a tomar algo para celebrar tu cumpleaños? Seremos sólo tú y yo. Régine tiene una cena en el club de bridge.

¡Uf! ¿Ir al piso de la avenida Kléber, con ese comedor de los años setenta pintado de naranja y marrón y las luces tan intensas, para encontrarnos mi padre y yo cara a cara sobre la mesa ovalada y para que me sirviera vino con esas manos temblorosas llenas de manchas? «Deberías ir, Antoine. Ahora es un anciano y probablemente se siente solo. Deberías hacer un esfuerzo y hacer algo por él, aunque fuera por una vez, sólo por una vez».

– Gracias, pero no puedo. Esta noche he quedado.

«Embustero. Cobarde».

Me abrumó la culpa en cuanto colgué el auricular. Debería haberle llamado para decirle que al final sí podía ir.

Regresé un tanto nervioso a mi ordenador, donde trabajaba en la Cúpula Inteligente. Me partí de risa cuando me surgió el proyecto, pero ahora me estaba exigiendo mucho trabajo, aunque, para mi sorpresa, también estaba resultando un encargo estimulante. Por vez primera en muchos años trabajaba en un proyecto que me gustaba, y mucho, además. Me había documentado acerca de los iglúes, su historia y sus especificidades; había examinado bóvedas y cúpulas y me había esforzado en recordar las más hermosas de cuantas había visitado en Florencia y en Milán. Había hecho un boceto tras otro y había terminado por dibujar formas y figuras que nunca imaginé que sería capaz de concebir y por alumbrar ideas de las que jamás me habría considerado capaz.

Un pitido me avisó de la entrada de un correo electrónico. Lo remitía Didier.

 

Necesito tu consejo sobre un negocio importante con un tipo con el que has trabajado antes. ¿Puedes dejarte caer esta noche a eso de las ocho? Es urgente.

 

Le contesté a vuelta de mail:

 

Sí, por supuesto.

 

No me esperaba nada en absoluto cuando llegué al umbral de su puerta. Didier me saludó con cara de póquer y me dejó entrar. Le seguí al interior del enorme cuarto central, sumido en una calma excesiva, como si un silencio extraño se hubiera apoderado del lugar, y entonces, de pronto, a mi alrededor hubo gritos y aullidos. Todavía sin salir de mi asombro, descubrí a Héléne y a su esposo, a Mélanie, a Emmanuel y a dos mujeres desconocidas, que resultaron ser las nuevas chicas de Emmanuel y Didier. Pusieron la música a todo volumen, corrió el champán y empezaron a pasar platos con tarama, sandwiches, ensaladas, frutas y un pastel de chocolate, después de lo cual vino la catarata de regalos. Yo estaba encantado por primera vez desde hacía años, estaba relajado, disfrutaba del champán y me gustaba ser el centro de atención.

Didier no le quitaba ojo al reloj de la muñeca sin que yo adivinase la razón, pero se puso en pie como movido por un resorte en cuanto sonó el timbre.

– Ah, la gran sorpresa ‑anunció.

E hizo un ceremonioso ademán al abrir la puerta.

Entró majestuosa, como caída del cielo. Lucía un largo vestido blanco, un vestido sorprendente para llevar en lo más crudo del invierno, con la melena castaña recogida hacia atrás y esbozando una sonrisa inescrutable.

Happy birthday, monsieur Parisiense ‑canturreó a lo Marilyn Monroe, y luego vino a besarme.

Todos aplaudieron y dieron vivas. Por el rabillo del ojo capté un triunfal intercambio de miradas entre Mélanie y Didier, e intuí que habían sido ellos quienes habían urdido todo aquello a mis espaldas mientras yo estaba en Babia.

Nadie era capaz de apartar los ojos de Angele. Emmanuel se quedó impresionado y con la mayor discreción posible levantó jovialmente los pulgares en señal de aprobación. Estaba más que seguro de que las damas, Héléne, Patricia y Karine, se morían de ganas por hacerle preguntas acerca de su trabajo. A esas alturas, debía de estar más que acostumbrada a ser interrogada sobre ese tema.

– ¿Cómo puedes trabajar con muertos todo el día? ‑preguntó al final una de ellas un tanto tímida y sin frivolidad alguna.

– Porque ayuda a que otras personas sigan vivas.

Fue una velada maravillosa. Angele con ese vestido blanco parecía una princesa de nieve. En el precioso loft de nuestro anfitrión, con una claraboya en el techo asomada a la fría oscuridad de la noche, reímos, bebimos e incluso danzamos. Mi hermana aseguró que eran sus primeros bailoteos desde hacía mucho tiempo, y volvimos a aplaudir. Una mezcla de champán y alegría se me subió a la cabeza. Cuando Didier se interesó por Amo, le contesté:

Date: 2015-12-13; view: 330; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



mydocx.ru - 2015-2024 year. (0.006 sec.) Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав - Пожаловаться на публикацию