Ãëàâíàÿ Ñëó÷àéíàÿ ñòðàíèöà


Ïîëåçíîå:

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Êàòåãîðèè:

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Boomerang 20 page





 

Acabas de salir de tu habitación y aprovecho la ocasión para deslizar esta nota por debajo de la puerta en vez de dejarla en nuestro escondrijo de costumbre. Rezo para que la recojas antes de coger tu tren de regreso a París.

 

Tenía las ideas un poco más claras, aunque el corazón aún me latía dolorosamente, como hacía un par de días en la habitación de Gaspard. Fui hacia el ordenador y tecleé «June Ashby» en Google. La primera entrada que aparecía era la galería que llevaba su nombre, en la calle 57 Oeste de Nueva York, especializada en arte moderno y contemporáneo femenino. Busqué otros datos sobre ella en la web, pero no vi ninguno.

Regresé a Google y seguí bajando por la página, hasta encontrar esto:

 

June Henrietta Ashby murió en mayo de 1989 de un fallo respiratorio en el hospital Monte Sinaí, en la ciudad de Nueva York, a los sesenta y cuatro años de edad. Su renombrada galería en la calle 57 Oeste, fundada en 1966, se concentra en arte europeo moderno femenino, el cual presentó a los amantes del arte americanos. Actualmente la dirige su socia, Donna W. Rogers. La señorita Ashby era una activista a favor de los derechos de los homosexuales, cofundadora del Club Social de Lesbianas de Nueva York y el grupo de defensa de sus derechos Hermanas de la Esperanza.

 

Sentí una penetrante tristeza cuando me enteré de que June Ashby había muerto. Me hubiera gustado conocer a esa mujer a la que mi madre había amado y a la que había conocido en Noirmoutier en el verano de 1972. La mujer que había amado en secreto durante casi un año. La mujer por la que estaba dispuesta a enfrentarse al mundo y con la que le habría gustado criarnos. Demasiado tarde. Diecinueve años tarde.

Imprimí la entrada y la adjunté al resto de los documentos que había encontrado en el sobre. Busqué «Donna W. Rogers» y «Hermanas de la Esperanza» en Google. Donna, a sus setenta años, era una mujer avejentada con un rostro astuto y el pelo muy corto de color cobrizo. El Club Social de Lesbianas tenía una web entretenida e interesante. Navegué por ella y me enteré de sus encuentros, conciertos, reuniones. Lecciones de cocina y yoga, seminarios de poesía, conferencias políticas. Envié el enlace por correo electrónico a Mathilde, una arquitecta con la que había trabajado hacía un par de años. Su novia, Miléna, tenía un bar de moda en el Barrio Latino al que iba a menudo. A pesar de lo tarde que era, Mathilde estaba sentada delante de su ordenador y me respondió el correo. Tenía curiosidad por averiguar el motivo por el cual le había enviado la dirección. Le expliqué que el Club Social había sido fundado, entre otras, por una mujer que había sido amante de mi madre. Entonces sonó mi móvil. Era Mathilde.

– ¡Hala! No sabía que tu madre «entendía» ‑me dijo.

– Yo tampoco ‑repuse yo.

Se produjo un silencio, pero no fue incómodo.

– ¿Cuándo lo descubriste?

– No hace mucho.

– ¿Qué tal te sientes?

– Extraño, por decir algo.

– ¿Y sabe ella que tú lo sabes? ¿Te lo ha dicho ella misma?

Suspiré.

– Mi madre murió en 1974, Mathilde, cuando yo tenía diez años.

– Oh, lo siento ‑replicó con rapidez‑. Perdona.

– Olvídalo.

– ¿Tu padre sabe que ella era lesbiana?

– No lo sé. No sé qué sabe mi padre.

– ¿Quieres pasarte por el bar y nos tomamos una copa y charlamos?

Me sentí tentado de hacerlo. Disfrutaba de la compañía de Mathilde y el bar de su novia era un local nocturno entretenido, pero esa noche estaba demasiado cansado. Me hizo prometer que me pasaría pronto, y así lo hice.

Más tarde, ya en la cama, llamé a Angele. Escuché su contestador automático, pero no le dejé mensaje. Lo intenté con el número de su casa, aunque no tuve mejor suerte. Hice el esfuerzo de no permitir que eso me molestara, sin embargo no lo conseguí. Yo sabía que veía a otros hombres, aunque era discreta. No quería que siguiera haciéndolo, y decidí decírselo pronto, pero ¿qué me respondería ella? ¿Que no estábamos casados? ¿Que era alérgica a la fidelidad? Que ella vivía en Clisson y yo en París y ¿cómo nos íbamos a apañar con eso? Sí, ¿cómo? No había forma de que ella se mudara a París, odiaba la polución, el ruido, y yo no me veía a mí mismo enterrado en aquella pequeña ciudad provinciana. Ella incluso podría echarme en cara, porque casi seguro que lo había adivinado, que alguna vez me había acostado con Astrid en los últimos meses y no se lo había contado.

La eché mucho de menos aquella noche, allí solo en mi cama vacía, con tantas preguntas dándome vueltas en la cabeza. Echaba de menos su perspicacia, la rapidez con la que trabajaba su cerebro. Echaba de menos su cuerpo, el aroma de su piel. Cerré los ojos y rápidamente me corrí pensando en ella. Eso me alivió un poco, pero no me sentí mejor. De hecho me sentí más solo que nunca. Me levanté para fumarme un cigarrillo en la oscuridad silenciosa.

Los finos rasgos de June Ashby volvieron a mi mente. Podía verla llamando al timbre de los Rey, alta y formidable en su furia y su pena. Y a Blanche y a ella, cara a cara. El Nuevo Mundo contra la Vieja Europa personalizada en el distrito 16° de París.

«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».

Nunca había escuchado su voz y nunca lo haría ya, pero me parecía que podía oírla esa noche, una voz profunda y fuerte, con el acento americano distinguiéndose rudo y vigoroso a través del refinado francés. Podía escucharla pronunciar «Clarisse» al estilo americano, enfatizando la última sílaba y suavizando la «r».

«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».

Más tarde, cuando por fin me quedé dormido, me agobió en sueños la inquietante visión del agua del mar cerrándose irremediablemente sobre el Gois.

 

Ya estaba hecho. Blanche yacía en el panteón familiar de los Rey, en el cementerio del Trocadero. Junto a las tumbas, bajo un cielo sorprendentemente azul, permanecimos un pequeño grupo de familiares: mis hijos, Astrid, Mélanie, Solange, Régine y Joséphine, algunos amigos cercanos, unos criados fieles y mi frágil padre, apoyado en un bastón que jamás le había visto usar. Me di cuenta de cómo había avanzado su enfermedad. Su piel, enfermiza y amarillenta, tenía la consistencia de la cera. Había perdido casi todo el pelo, incluidas las pestañas y las cejas. Mélanie estaba a su lado, y constaté que no se apartaba de él, cogiéndole del brazo, ofreciéndole consuelo como una madre a un hijo. Sabía que mi hermana tenía un novio nuevo, Eric, un joven periodista a quien aún no conocía; sin embargo, a pesar de tener un hombre de nuevo en su vida, mi hermana parecía absolutamente concentrada en nuestro padre y su bienestar. Durante la ceremonia, en la fría y oscura iglesia, su mano no había abandonado el hombro de nuestro padre. No sabría decir con exactitud lo preocupada o conmovida que estaba. ¿Por qué yo no sentía lo mismo? ¿Por qué la vulnerabilidad de mi padre sólo me daba pena? Mientras permanecía allí de pie no pensaba en mi padre ni en mi abuela, sino en mi madre, cuyo cadáver yacía en la tumba abierta, unos cuantos metros por debajo de mí. ¿Había ido June Ashby alguna vez allí? ¿Había estado en el mismo lugar en que yo me encontraba, mirando hacia la lápida con el nombre inscrito de Clarisse? Y si lo había hecho, ¿no la habían invadido las mismas preguntas que ahora me atormentaban a mí?

Después del entierro, nos reunimos en la avenida Henri‑Martin para celebrar una fiesta en honor de Blanche, a la que acudieron varios de los amigos de Solange, la misma multitud elegante y adinerada que estaba la noche que había muerto Blanche. Mi tía me pidió ayuda para llevar flores al salón grande, abierto de forma excepcional para la ocasión. Gaspard y un par de empleados habían puesto un apetitoso bufé y observé cómo Régine, con las mejillas cargadas de colorete, atacaba el champán. Joséphine no se dio cuenta porque estaba muy ocupada charlando con un rubicundo y empalagoso caballero. Mi padre, muy quieto, se había sentado en una esquina con Mel.

Me quedé a solas con mi tía en el office, ayudándola a meter en unos jarrones unas azucenas de olor dulce y enfermizo; nuevos ramos llegaban cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Sin pensarlo, la abordé mientras estaba concentrada arreglando las flores.

– ¿Te acuerdas de una mujer llamada June Ashby? ‑le pregunté a quemarropa.

Controló la expresión del rostro con tanto cuidado que no movió ni un solo músculo.

– Muy vagamente ‑murmuró.

– Una americana rubia y alta que tenía una galería de arte en Nueva York.

– Están llamando al timbre.

Observé cómo se cernían sus manos sobre los pétalos blancos, sus dedos regordetes y enjoyados con las uñas lacadas en escarlata. Solange nunca había sido una mujer guapa. No debía de haber sido fácil para ella tener una cuñada con la presencia física de Clarisse.

– June Ashby veraneó un par de años en el hotel Saint‑Pierre cuando estábamos en Noirmoutier.

– Ya veo.

– ¿Recuerdas si se hizo amiga de mi madre?

Finalmente me miró y no había nada cálido en aquellos ojos castaños.

– No, no lo recuerdo.

Entró un camarero con una bandeja de vasos, así que esperé hasta que se marchó.

– ¿Tienes algún recuerdo de ella y mi madre?

Me dirigió otra vez aquella mirada pétrea.

– No. No recuerdo nada referente a ella y tu madre.

Si estaba mintiendo, se trataba de una mentirosa consumada. Me miraba directamente a los ojos, con un control férreo, y todo su ser mostraba serenidad y tranquilidad. Me enviaba un mensaje muy claro: «No hagas más preguntas».

Se irguió cuanto pudo y se marchó con las azucenas. Yo también regresé al salón grande, que ya estaba atestado de desconocidos, a los que saludó con toda educación.

Laurence Dardel, que llevaba un traje negro que la hacía parecer mucho mayor, me entregó discretamente un sobre marrón. El expediente médico. Lo puse al lado de mi abrigo, pero me picaban los dedos de las ganas que tenía de abrirlo. Los ojos de Mélanie me siguieron desde lejos y sentí una punzada de culpa. Pronto, me dije a mí mismo, compartiría todo con ella, lo que sabía de June Ashby, la pelea con Blanche y el informe de los detectives.

Noté que Astrid también se quedaba mirándome, sin duda preguntándose por qué yo parecía tan nervioso. Estaba ocupada consolando a Margaux, que lo había pasado fatal durante el funeral porque le había traído recuerdos dolorosos de Pauline.

Amo acudió a mi lado. Había salido del internado de forma excepcional para asistir al funeral de su bisabuela. Tenía el pelo más corto y limpio y se había afeitado.

– Hola, papá.

Me dio unas palmaditas en la espalda y luego fue hacia la mesa en la que estaban las bebidas y los canapés a servirse un zumo de fruta. Nuestra relación había mejorado algo después de un largo periodo sin hablarnos más que lo mínimo. Tenía la impresión de que los horarios estrictos, el tonificante sentido de la higiene y el intenso programa de deportes obligatorios del internado le estaban haciendo bien, y Astrid pensaba lo mismo.

Arno regresó con el zumo y me susurró:

– Margaux me lo ha contado. Ya sabes, lo de las fotografías.

– ¿Lo de mi madre?

– Me lo ha explicado. Lo de la carta de la agencia y todo lo demás. Un rollo duro.

– ¿Y cómo lo ves tú?

Él sonrió.

– ¿Te refieres a lo de tener una abuela lesbiana?

No pude evitar sonreír yo también.

– Pues bastante molón cuando te lo piensas ‑repuso‑, aunque no creo que al abuelo le pareciera tan guay.

– No, yo tampoco lo creo.

– Eso es algo muy chungo para el orgullo de un hombre, diría yo. Ya sabes, ¿qué tal te sentaría que tu mujer prefiriera a las chicas?

Esa observación me pareció tan madura como aguda para proceder de un chico de dieciséis años. ¿Cuál habría sido mi reacción si Astrid hubiera tenido un lío con una mujer? ¿No era eso un golpe fatal para un hombre, la forma más humillante de adulterio? Desde luego, creía que era la manera más eficaz de que un hombre se sintiera cualquier cosa menos viril, pero cuando pensé en Serge y sus nalgas peludas en la cámara de Astrid, concluí que no había nada que pudiera ser peor.

– ¿Qué tal te va con Serge? ‑le pregunté, después de asegurarme de que nos encontrábamos fuera del alcance de los oídos de Astrid.

Arno se tragó de un bocado un relámpago [4]de chocolate entero.

– Viaja un montón.

– ¿Y tu madre? ¿Cómo lo lleva?

Arno me miró fijamente, sin dejar de masticar.

– Ni flores. Pregúntale a ella. Nos está mirando en este momento.

Gaspard se apresuró a acercarse con el champán en cuanto alcé mi copa.

– ¿Cuándo volverás a ver a Angele? ‑preguntó Arno.

El champán estaba helado y espumoso.

– Dentro de un par de semanas. ‑Y estuve a punto de añadir: «No puedo esperar más».

– ¿Tiene hijos?

– No. Sólo tres sobrinos de vuestra edad, según creo.

– ¿Vas a ir a Nantes?

– Sí. A ella no le gusta mucho París.

– Qué pena.

– ¿Porqué?

Enrojeció.

– Es guay.

Me eché a reír y le revolví el pelo como cuando era niño.

– Llevas razón, es guay.

Los minutos pasaron lentamente. Arno charlaba sobre la escuela y sus nuevos amigos, y yo escuchaba y asentía. Después Astrid se acercó para hablar con nosotros. Al rato, Arno se marchó en busca de más comida y nos dejó a los dos frente a frente. Astrid parecía más feliz, pues Serge y ella habían comenzado de nuevo. Me dio alegría escuchar eso y se lo dije. Ella quería saber cosas de Angele, tenía curiosidad, porque había oído hablar a los chicos mucho de ella.

– ¿Por qué no la traes a cenar a Malakoff un día de éstos?

– Ya me gustaría ‑le contesté‑, pero Angele no viene mucho a París, prefiere quedarse en Vendée. Aquello le encanta.

De pronto, a pesar de la agradable conversación que sostenía con mi mujer, la clase de conversación que no habíamos sido capaces de sostener desde hacía mucho tiempo, sentí la necesidad ineludible de echar una ojeada, justo en ese momento, al expediente médico de mi madre. Ya no podía esperar hasta llegar a casa.

Murmuré algo acerca de que tenía que ir al baño, recogí el sobre sin llamar la atención, lo deslicé debajo de mi chaqueta y salí disparado hacia el cuarto de baño grande que había siguiendo el largo pasillo. Una vez dentro, con la puerta cerrada, lo abrí con gestos febriles. Laurence Dardel me había escrito una nota.

 

Querido Antoine:

Te adjunto el informe médico completo de tu madre. Son fotocopias, como podrás comprobar, pero no he omitido nada. Tienes aquí todas las anotaciones de mi padre. No creo que pueda serte útil, pero tienes derecho a ver el archivo como hijo de Clarisse Rey. Si tienes alguna pregunta más, estoy dispuesta a atenderte.

Con mis mejores deseos,

LD

 

– ¡Maldita esnob! ‑me descubrí diciendo en voz alta‑. Nunca me gustó.

El primer documento era un certificado de defunción. Lo volqué para sacarlo y luego lo acerqué a la luz para verlo mejor. Ciertamente nuestra madre había muerto en la avenida Henri‑Martin y no en la Kléber. La causa de la muerte era aneurisma. Me vino a la cabeza una idea inesperada. «Espera, espera un minuto», mascullé para mis adentros. El 12 de febrero de 1974 regresé de la escuela por la tarde con la canguro y mi padre me dijo en cuanto llegué que Clarisse había muerto de repente y que su cuerpo estaba en el hospital… Yo no pregunté dónde había muerto, supuse que había sido en la avenida Kléber, por supuesto. Por eso no lo pregunté nunca, ni Mel tampoco.

Sabía que había sido así. A Mélanie y a mí no nos lo contaron porque no preguntamos, como éramos tan pequeños… Estábamos aturdidos. Recuerdo claramente que nuestro padre nos explico qué era un aneurisma y cómo ocurría, una vena que estalla en el cerebro, y que Clarisse había muerto muy rápidamente sin dolor, pero eso era todo lo que nos había contado sobre su muerte. Y si Gaspard no hubiera cometido ese lapsus línguae, habríamos continuado pensando que nuestra madre había muerto en la avenida Kléber.

Estaba pasando las páginas del archivo cuando alguien comenzó a forcejear con el pomo de la puerta y me sobresaltó.

– ¡Ya voy! ‑exclamé. Doblé las páginas y las escondí dentro de mi chaqueta a toda prisa. Tiré de la cisterna, abrí el grifo y me lavé las manos. Cuando abrí la puerta, mi hermana me estaba esperando con los puños apoyados en las caderas.

– ¿En qué andas metido? ‑me preguntó.

Paseó con rapidez los ojos por el cuarto de baño.

– Sólo estaba pensando en un par de cosas ‑repuse mientras fingía estar ocupado secándome las manos.

– ¿Me estás ocultando algo?

– Claro que no. Estoy averiguando algo, para los dos, estoy juntando todas las piezas.

Ella dio un paso adelante, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta con suavidad a su espalda. Una vez más me sorprendió cuánto se parecía a nuestra madre.

– Escúchame, Antoine: nuestro padre se está muriendo.

Me quedé mirándola fijamente.

– ¿Te lo ha dicho él? ¿Te ha hablado de su cáncer?

Mi hermana asintió.

– Sí, me lo ha dicho. Hace poco.

– No me lo habías contado.

– Tampoco me lo has preguntado.

Me quedé boquiabierto, atontado. Después tiré la toalla al suelo, y la ira me inundó.

– Es indignante. Soy su hijo, ¡por el amor de Dios!

– Sé cómo te debes de sentir, pero es incapaz de hablar contigo, no sabe cómo hacerlo. Y tampoco es que a ti eso se te dé muy bien.

Me apoyé contra la pared y crucé los brazos sobre el pecho. La cólera seguía hirviendo en mi interior. Esperé a que se explicara, echando chispas.

– No le queda mucho tiempo, Antoine. Tiene cáncer de estómago. He hablado con su médico y las noticias no son nada buenas.

– ¿Qué es lo que estás intentando decirme, Mélanie?

Se acercó al lavabo, abrió el grifo y se mojó las manos. Vestía un traje de lana gris oscuro, medias negras y zapatos de charol también negros con hebillas doradas. Llevaba el pelo con mechas plateadas recogido con un lazo de terciopelo negro. Se inclinó para coger la toalla y se secó las manos.

– Sé que estás en pie de guerra.

– ¿En pie de guerra? ‑repetí.

– Sé lo que estás haciendo. Sé que le has pedido a Laurence Dardel que te dé el expediente médico de nuestra madre. ‑La seriedad de su voz me dejó sin palabras‑. Y también sé que Gaspard te dio un documento, según me ha dicho él. Y que sabes quién es la mujer rubia. He oído cómo interrogabas a Solange ahora mismo.

– Espera, Mélanie ‑la interrumpí, ruborizado de pura mortificación ante la idea de que ella pensara que le estaba ocultando detalles importantes‑, tienes que entender que te lo iba a contar todo, yo…

Alzó una esbelta mano blanca.

– Quiero que me escuches.

– Vale ‑repuse, incómodo, sonriendo con inquietud‑. Soy todo oídos.

Ella no me devolvió la sonrisa. Se inclinó hacia delante hasta poner sus ojos verdes a escasos centímetros de los míos.

– Sea lo que sea lo que averigües, no quiero saberlo.

– ¿Qué? ‑musité.

– Ya me has oído. No quiero saber nada.

– Pero ¿por qué? Creí que sí querías saber, ¿te acuerdas? El día del accidente recordaste algo y luego me dijiste que estabas preparada para enfrentarte al dolor del conocimiento.

Abrió la puerta sin responderme y me temí que se marchara sin decir ni una palabra más, pero en el último momento se volvió y cuando se encaró conmigo vi que sus ojos estaban tan llenos de tristeza que me dieron ganas de abrazarla.

– Pues he cambiado de idea. No estoy preparada. Y cuando lo averigües…, sea lo que sea…, no se lo digas a papá. No se lo digas jamás.

Se le quebró la voz, agachó la cabeza y salió disparada. Yo me quedé allí parado, incapaz de moverme. ¿Cómo podía ser que un hermano y una hermana fueran tan distintos? ¿Cómo podía preferir el silencio a la verdad? ¿Cómo podía ella seguir viviendo sin saber la verdad? ¿Por qué no quería conocerla? ¿Por qué protegía a nuestro padre de esa manera?

Mientras yo permanecía allí desconcertado, con el hombro apoyado en el marco de la puerta, mi hija apareció por el pasillo.

– Hola, papá ‑me saludó, y luego me vio la cara‑. ¿Tienes un mal día?

Asentí.

– Yo también ‑repuso ella.

– ¡Pues vaya dos!

Y para mi asombro, me abrazó con fuerza. Yo le devolví el abrazo y la besé en la coronilla.

No se me ocurrió la idea hasta más tarde, mucho más tarde, cuando ya había vuelto a casa.

Tenía la nota de mi madre destinada a June Ashby en las manos y la estaba leyendo por enésima vez. Entonces eché una ojeada al artículo que había impreso sobre la muerte de June Ashby. Allí figuraba el nombre de su asociada: Donna W. Rogers. Ya sabía lo que quería hacer, lo tenía clarísimo. Encontré su número de teléfono en el sitio web de la galería de arte y miré el reloj.

Eran las cinco de la tarde en la ciudad de Nueva York. «Adelante ‑me decía esa voz interior‑, tú hazlo nada más. No tienes nada que perder. Quizá ni siquiera esté allí, o tal vez no recuerde nada sobre tu madre, o incluso puede que no quiera atender tu llamada, pero hazlo de todos modos».

Después de sonar el teléfono un par de veces, una jovial voz masculina me dijo:

– Galería de June Ashby. ¿En qué puedo ayudarle?

Tenía mi inglés algo oxidado, pues no lo había hablado desde hacía meses. Con una voz algo vacilante, pedí hablar con madame Donna Rogers.

– ¿Puedo preguntarle quién la llama? ‑inquirió la amigable voz.

– Antoine Rey, llamo desde París, Francia.

– ¿Y le puedo preguntar para qué desea hablar con ella?

– Por favor, dígale que es… un tema muy personal.

Me salió un acento francés tan acentuado que me moría de vergüenza. Me pidió que esperara.

Después escuché el firme tono de una mujer y supuse que sería ella, Donna Rogers. Me sentí incapaz de articular ni una palabra durante un par de segundos y después solté de corrido:

– Sí, hola… Me llamo Antoine Rey. La llamo desde París.

– Ya lo veo ‑comentó ella‑. ¿Es usted uno de mis clientes?

– Oh, no ‑repliqué con torpeza‑. No soy cliente suyo, madame. La llamo por otro asunto. La llamo por…, por mi madre…

– ¿Su madre? ‑se extrañó ella y después añadió con voz cortés‑: Perdóneme, ¿cómo me dijo que se apellidaba?

– Rey, Antoine Rey.

Se produjo un silencio.

– Rey. ¿Y el nombre de su madre…?

– Clarisse Rey.

Se hizo un nuevo silencio al otro lado de la línea, tan largo que temí que se hubiera cortado.

– ¿Hola? ‑dije a modo de tanteo.

– Sí. Todavía estoy aquí. Usted es el hijo de Clarisse.

Era una afirmación, no una pregunta.

– Sí, lo soy.

– ¿Puede usted esperar un momento, por favor?

– Claro.

Escuché un par de palabras susurradas y algo que sonó como papeles arrastrados y arrugados. Y después otra vez la voz del hombre:

– Espere un momento, señor. Le paso a la oficina de Donna.

Finalmente, se volvió a poner al teléfono:

– Antoine Rey…

– ¿Sí?

– Debe usted de andar por los cuarenta, supongo.

– Cuarenta y cuatro.

– Entiendo.

– ¿Conoció usted a mi madre, madame?

– Jamás me encontré con ella. ‑Me quedé un poco intrigado por su respuesta, pero mi inglés estaba tan acartonado que no pude reaccionar con rapidez. Entonces ella explicó‑: Bueno, mire usted, June me lo contó todo sobre su madre.

– ¿Qué fue lo que le contó sobre mi madre? ¿Podría decírmelo?

Se oyó un largo suspiro, y después ella respondió en voz baja, tan baja que tuve que aguzar el oído para oír sus palabras:

– Clarisse fue el gran amor de su vida.

 

Desde mi asiento veía pasar el campo, un borrón apagado de color marrón y gris. El tren iba demasiado rápido para que las gotas de lluvia se quedaran adheridas a los cristales de las ventanillas, pero yo sabía que estaba lloviendo, pues llevaba así toda la semana. Era un tiempo de invierno extremo, que lo dejaba todo chorreando. Echaba de menos la luminosidad mediterránea, donde todo era azul y blanco, el calor abrasador… ¡Oh, qué no habría dado por estar en algún sitio de Italia, en la costa de Amalfi, donde Astrid y yo habíamos ido hacía algunos años, donde el aroma pulverulento y seco de los pinos se mecía sobre las cuevas rocosas y la brisa salobre besada por el sol me daba con fuerza en la cara.

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