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Boomerang 14 page





Me entregó una taza de té antes de volver a sentarse.

– ¿Y qué me dices de nuestro padre? ¿Lo sabría? ‑inquirí.

– Tal vez lo sabía la familia Rey al completo y puede que hubiera un escándalo, pero no se habló de ello. Nadie lo mencionó.

– Y entonces murió Clarisse…

– Sí, y nadie volvió a hablar de ello tras la muerte de nuestra madre ‑concluyó Mel.

Permanecimos en silencio el uno frente al otro mientras nos tomábamos el té.

– ¿Sabes qué es lo que más me descompone de todo esto? ‑preguntó al final‑. Y por eso tuve el accidente y me duele aquí ‑continuó, llevándose la mano a la clavícula‑ incluso con sólo hablar de este asunto.

– ¿Qué es lo que te descompone?

– Antes de contestarte, dime tú qué encuentras tan turbador.

Respiré hondo.

– Tengo la sensación de no conocer a mi madre.

– ¡Exacto! ‑exclamó sonriendo por primera vez, pero no era una de esas sonrisas habituales en ella, tan relajadas‑. Eso es exactamente.

– Tampoco sé cómo averiguar quién era.

– Yo sí ‑replicó.

– ¿Cómo?

– Lo primero de todo es decidir si quieres saberlo, Antoine. ¿De verdad deseas averiguarlo?

– ¡Por supuesto! ¿A santo de qué lo preguntas?

Volvió a esbozar esa sonrisa esquinada tan suya.

– Porque a veces la ignorancia es más fácil. La verdad hace daño en ocasiones.

Recordé el día en que descubrí en la cámara de mi esposa el vídeo que mostraba a Serge y Astrid copulando. Sufrí un shock y luego un daño devastador.

– Sé a qué te refieres, conozco bien ese dolor ‑repliqué, arrastrando las sílabas.

– ¿Estás preparado para afrontarlo otra vez, Antoine?

– No lo sé ‑contesté con total sinceridad.

– Yo sí, y lo haré. No puedo fingir que no ha pasado nada. No deseo cerrar los ojos ante esto. Quiero averiguar quién era nuestra madre.

Pensé al oírla hablar que las mujeres eran mucho más fuertes que nosotros, los hombres, y aunque no ofrecía la menor sensación de fortaleza ‑de hecho parecía más frágil que nunca con aquellos vaqueros finos y aquel jersey gris‑, desprendía una determinación absoluta. Mélanie no temía a nada y yo sí. Me cogió la mano en un gesto maternal, como si supiera exactamente qué me pasaba por la cabeza.

– No te deprimas por eso, Tonio. Vuelve a casa y atiende a tu hija, ella te necesita. Podemos hablar de esto más adelante, cuando estés preparado. No hay prisa.

Hice un gesto de asentimiento y me levanté con un nudo en la garganta para irme a la oficina, pero me sentía algo más aliviado. La idea de la oficina se me hacía insoportable. Allí me aguardaban Florence y toneladas de trabajo. Besé a mi hermana y me dirigí a la salida. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando me di la vuelta.

– Dices que sabes dónde enterarte de todo.

– Sí.

– ¿Cómo? ¿Dónde?

– A través de Blanche.

¿La abuela? Mel estaba en lo cierto, por supuesto. Blanche debía de conocer las respuestas. Quizá no todas, pero sí algunas. Que quisiera dárnoslas era harina de otro costal.

 

Conduje directamente a casa en vez de ir a la oficina y de camino le dejé un mensaje a Florence para ponerle al corriente de que no iba a pasar por la oficina en todo el día. Una vez en casa me preparé un café, encendí un pitillo y me senté en una silla junto a la mesa de la cocina. El nudo en la garganta no desaparecía y me dolía mucho la espalda. Tomé conciencia de la importancia de mi fatiga.

Dejaban su poso amargo tanto el fallecimiento de Pauline como el recuerdo de mi hermana: esa habitación iluminada por la luna que yo no había visto, pero imaginaba perfectamente, donde estaban nuestra madre y su amante. Una mujer. ¿Qué me sorprendía de todo eso? ¿La infidelidad o su bisexualidad? No estaba muy seguro de qué me perturbaba más. ¿Cómo lo vería Mélanie, que era una mujer? ¿Estaba menos desconcertado porque imaginaba que una madre lesbiana era una impresión más suave que tener un padre gay? Semejante guirigay habría sido todo un festín para un psiquiatra.

Pensé en todos mis amigos homosexuales, tanto hombres como mujeres, Mathilde, Milèna, David y Matthew, y recordaba todas las historias que me habían contado sobre el momento en que salieron del armario y las reacciones de su familia. Algunos padres lo habían comprendido, mientras que otros se negaron a aceptarlo. Ahora bien, ¿qué podía hacer una persona si descubría la homosexualidad de uno de sus progenitores cuando ya era tarde y esa persona estaba muerta? Daba igual lo tolerante o abierto de mente que fuera uno, ese giro era totalmente inesperado, especialmente cuando el padre o la madre había desaparecido y ya no estaba ahí para responder a las preguntas.

La puerta de entrada se cerró con estrépito y apareció Arno andando a grandes zancadas seguido de cerca por una chica huraña con los labios pintados de negro. No supe si era la de siempre u otra. A mí me parecían todas iguales: aspecto gótico, brazaletes metálicos y largas ropas negras. Él me saludó con la mano y me dijo: «Hola»; ella me saludó en voz muy baja sin apartar la mirada del suelo. Se fueron directos a su cuarto y al cabo de unos segundos empezó a sonar la música.

En un par de minutos alguien volvió a cerrar dando un portazo y apareció Lucas. Su rostro se iluminó al verme en casa. Vino corriendo a mis brazos y estuvo a punto de tirarme encima el café. Le expliqué que no había ido a la oficina porque necesitaba tomarme un día libre. Era un chico muy responsable, muy parecido a su madre, tanto que en ocasiones sentía una punzada cuando le miraba. Quiso saber cuándo iba a volver Astrid, y le dije que el martes para asistir al funeral. De pronto me pregunté si era una buena idea que él asistiera al servicio fúnebre. ¿Le convenía? Sólo tenía once años. El funeral de Pauline me impresionaba incluso a mí. Por eso, le interrogué con tacto al respecto. Él se mordió el labio y llegó a la conclusión de que tal vez se animaría a estar presente si acudíamos los dos, Astrid y yo. Al final le dije que lo hablaría con su madre. Vi cómo le temblaban los labios mientras ponía su mano sobre la mía. Ésa era la primera vez que se enfrentaba a la muerte. Y se trataba de alguien a quien conocía bien, alguien con quien había crecido, pues Pauline había pasado muchos veranos con nosotros y en vacaciones se había venido a esquiar. Había fallecido alguien sólo tres años mayor que él.

Hice lo posible por consolar a mi hijo, pero ¿lo hacía bien? Yo era huérfano a su edad y no tuve a nadie que me confortara. ¿Era ésa la razón por la que se me daba tan mal ofrecer apoyo y ternura? ¿Acaso no conformaban nuestra forma de ser las cicatrices, los secretos y las penas ocultas de nuestra infancia?

Cuando llegó el viernes por la noche quedó claro que Margaux iba a seguir un poco más con Patrick y Suzanne. Ella parecía necesitar su compañía y ellos la de mi hija. ¿Se habría quedado en casa Margaux de haber estado en París su madre? ¿La razón de que no estuviera conmigo era que yo no podía ayudarla ni consolarla? Odiaba formularme este tipo de preguntas, pero lo necesitaba. Las había esquivado durante demasiado tiempo.

Arno salió de su cuarto, como siempre, farfullando no sé qué de una fiesta por la noche y anunció su intención de volver tarde. Cuando le hablé de sus malas notas y del inminente boletín de calificaciones y le sugerí que debería estudiar un poco en vez de irse de fiesta, me fulminó con la mirada, puso los ojos en blanco y salió dando un portazo. Por un instante tuve la tentación de agarrarle por el pescuezo y patearle ese culo huesudo para que cayera rodando por las escaleras. Jamás había pegado a mis hijos. Es más, nunca había golpeado a nadie. ¿Me hacía eso mejor persona?

Me preocupaba ver tan apagado a Lucas, así que le preparé su cena preferida: un filete con patatas y ketchup, y helado de chocolate. Incluso le dejé beber Coca‑Cola, tras hacerle prometer que no se lo contaría a su madre; una devota de la comida sana como ella habría puesto el grito en el cielo. Sonrió por primera vez en toda la tarde, al fin. Le agradaba la idea de compartir un secreto conmigo. Contemplé cómo devoraba la cena. Hacía mucho tiempo que no habíamos estado a solas de ese modo, porque siempre estaba enzarzado en una interminable pelea con Arno y Margaux. Deseaba atesorar y recordar esos momentos sencillos y despreocupados como auténticas joyas.

Apenas había pegado ojo la noche anterior, de modo que decidí acostarme temprano. Lucas también parecía agotado, y por una vez no se quejó cuando le sugerí que se fuera a dormir. Me preguntó si podía dejar abierta la puerta de su dormitorio y encendida la luz del pasillo, algo que no me había pedido desde hacía años. Accedí a su solicitud y me derrumbé en la cama suplicando que esa noche no me acosaran las visiones del rostro de la difunta Pauline, Suzanne vistiendo a su hija, mi madre durmiendo a la luz de la luna con una extraña en los brazos. Para mi sorpresa, caí dormido como un leño enseguida.

El timbre estridente del teléfono me despertó en plena noche. Busqué a tientas la luz y cogí el auricular. Cerca de la cama el despertador marcaba las 2.47 de la madrugada del sábado.

– ¿Es usted el padre de Arno Rey? ‑inquirió una cortante voz de hombre.

Me senté en la cama con la boca seca.

– Sí…

– Soy el comisario Bruno, del departamento de policía del distrito 10°. Debe venir ahora mismo, monsieur. Su hijo tiene un problema. Es un menor y no podemos ponerle en libertad sin su consentimiento.

– ¿Qué ha ocurrido? ‑pregunté con voz preocupada‑. ¿Está bien?

– Lo tiene usted en una celda de borrachos, y sí, se encuentra bien, pero debe venir ahora mismo.

Me facilitó una dirección, el número 26 de la calle Louis Blanc, y colgó. Me levanté a trompicones y me vestí de forma maquinal, como un robot. Estaba en una celda de borrachos. ¿Significaba eso que estaba bebido? Después de todo, ¿no es ahí donde encerraban a los alcohólicos? «Su hijo tiene un problema…». ¿Qué clase de problema? ¿Debía telefonear a Tokio otra vez? ¿Para qué? No había nada que Astrid pudiera hacer desde donde estaba. «Oh, sí, colega ‑me dijo una voz interior‑, ahora tú estás al mando, tú defiendes el fuerte contra los indios y sales al exterior cuando sopla el huracán, eres el que se enfrenta al enemigo, es tu trabajo, tú eres el padre. Ponte a ello, tío».

¡Ay, Lucas! No podía dejarle allí solo, ¿verdad? ¿Qué pasaría si se despertaba y encontraba la casa vacía? Debería llevarle conmigo. «No ‑me dijo la voz‑, no puede acompañarte. ¿Qué ocurre si Amo está en mal estado? Está perturbado por la muerte de Pauline, imagínate qué daño podría hacerle ver así a su hermano. No puedes hacer eso. No es conveniente llevar a un frágil niño de once años a una comisaría de policía a medianoche porque han enchironado a su hermano en la celda de los borrachos. Piensa otra cosa».

Levanté el auricular y marqué el número de Mélanie. Me contestó con voz clara. Estaba tan despejada que me pregunté si no habría permanecido en vela. Le expliqué en pocas palabras la situación de Amo y le pregunté si podría venir a pasar el resto de la noche a nuestro apartamento y yo le dejaría la llave debajo del felpudo. No podía dejar solo a Lucas y no tenía a nadie más a quien recurrir.

– Por supuesto, pido un taxi y ahora mismo voy para allá ‑me contestó con calma y voz tranquila.

La comisaría se hallaba situada en algún lugar detrás de la estación de L'Est, cerca del canal Saint‑Martin. París jamás se quedaba vacío el sábado por la noche. La plaza de la República y el bulevar Magenta estaban atestados de gente a pesar del frío, razón por la cual me llevó un buen rato llegar y encontrar un sitio para aparcar.

Me identifiqué ante el policía de la entrada como el padre de Arno Rey y él me dejó entrar con un asentimiento. El lugar mostraba un aspecto de abandono tan desalentador como la morgue de un hospital. Un hombre menudo y delgado con los ojos grises claros se acercó a mí y se presentó como el comisario Bruno.

– ¿Puede explicarme qué ha pasado? ‑le pedí.

– Su hijo y otros adolescentes han sido arrestados.

– ¿Por qué?

La cara de póquer del tipo me irritaba. Se tomaba su tiempo y disfrutaba mirando cada músculo de mi cara, o esa impresión me dio.

– Han saqueado un apartamento.

– No le entiendo.

– Su hijo y un par de amigos se han colado en una fiesta esta noche. La anfitriona de la fiesta es una joven llamada Émilie Jousselin. Vive en la calle Faubourg‑Saint‑Martin, en la esquina de al lado. Su hijo no estaba invitado y, una vez dentro, él y sus amigos han llamado a otros amigos por los móviles, y a base de meter a los amigos de los amigos se ha juntado dentro un verdadero ejército. Unas cien personas como mínimo. Y todos borrachos, porque han llevado alcohol.

– ¿Qué han hecho? ‑pregunté con el tono más calmado posible.

– Han arrasado la casa. Algunos han pintado grafitis en las paredes, otros han roto la porcelana o han hecho trizas la ropa de los padres. Ese tipo de cosas.

Tragué saliva.

– Es una sorpresa para usted, lo sé. Lo crea o no, esto sucede muy a menudo. Debemos enfrentarnos a este tipo de cosas una vez al mes por lo menos. Hoy día, los padres se ausentan un fin de semana y ni siquiera saben que sus hijos han planeado dar una fiesta. Esta joven tiene quince años y no se lo había dicho a sus padres. Sólo les había comentado que iban a pasarse por su casa un par de amigas.

– ¿Va al colegio de mi hijo?

– No, pero anunció la fiesta en su muro de Facebook y así ha sido como ha empezado todo.

– ¿Cómo sabe que Arno ha tomado parte en todo eso?

– Los vecinos nos avisaron cuando vieron que la fiesta se había salido de madre. Mis hombres han arrestado al mayor número posible de jóvenes, aunque muchos han logrado huir, pero su hijo apenas podía moverse: estaba demasiado bebido.

Miré a mi alrededor en busca de un asiento, pero no lo había. Clavé la mirada en los pies calzados con zapatos deportivos de cuero. Mi calzado de todos los días. Sin embargo, ese día me habían llevado a la morgue de un hospital para ver el cadáver de Pauline, luego al apartamento de mi hermana para saber la verdad que había causado el accidente y ahora hasta allí, de madrugada, a una comisaría, para hacer frente al hecho de que habían detenido borracho a mi hijo.

– ¿Quiere un poco de agua? ‑me ofreció el policía.

Vaya, el tipo era humano después de todo. Acepté su oferta y vi desaparecer la figura delgada del comisario, que regresó casi de inmediato y me entregó un vaso de agua.

Al cabo de un par de minutos aparecieron dos policías llevando a Arno a empujones. Él arrastraba los pies con el paso vacilante de los borrachos. Estaba pálido y tenía los ojos inyectados en sangre. No me miró. Se apoderó de mí una oleada de ira y vergüenza. ¿Cómo hubiera reaccionado Astrid? ¿Qué le habría dicho? ¿Le habría echado una bronca? ¿Le habría tranquilizado? ¿Le habría zarandeado?

Firmé un par de documentos. Mi hijo se mantenía en pie a duras penas. Apestaba a alcohol, pero yo estaba convencido de que conservaba la lucidez suficiente como para enterarse de todo lo que estaba sucediendo.

El comisario Bruno me advirtió de la conveniencia de buscar un abogado por si los padres de la joven presentaban cargos, que era lo más probable. Dejamos la comisaría, pero me negué a ayudar a Arno y dejé que caminara como pudiera hasta el coche. No le dirigí la palabra y tampoco le toqué. Me daba asco. Por primera vez en mi vida me avergonzaba de la carne de mi carne. Observé cómo se metía en el coche con torpeza y me pareció tan joven y frágil que sentí una pasajera punzada de pena, pero la repulsión volvió. Tanteó en busca del cinturón de seguridad e intentó abrocharse en vano. No puse en marcha el motor, esperé hasta que al final logró ponérselo. Respiraba de forma entrecortada por la boca, como cuando era pequeño, cuando era un buen chico, el niño que yo llevaba sobre los hombros y me miraba como todavía hacía Lucas, y no ese adolescente desgarbado y altanero con una mueca de desdén esculpida en el rostro. La ironía resultaba sorprendente: de la noche a la mañana nuestros hijos se transformaban en seres a quienes no conocíamos.

Las calles estaban semidesiertas a las cuatro de la mañana. Las luces de Navidad refulgían con alegría en la fría oscuridad ahora que no había nadie para verlas. Todavía no le había dicho una palabra a mi hijo. ¿Qué habría hecho mi padre en una situación semejante? No pude contener una sonrisa de sarcasmo. ¿Golpearme hasta hacerme fosfatina? Él me había pegado, y yo no lo había olvidado. Me había cruzado la cara en alguna ocasión, aunque no muy a menudo, porque yo era un adolescente apocado en vez del zafio y desafiante despojo que estaba sentado a mi derecha.

El silencio se instaló entre nosotros. ¿Le resultaba incómodo a Amo? ¿Tenía idea de lo que había pasado esa noche? ¿Me temía a mí o el inevitable sermón que iba a echarle? ¿O tal vez las consecuencias? Se habían acabado las pagas y el permiso para salir. Iba a tener que sacar mejores notas, portarse mejor, escribir a los padres de esa chica para pedirles perdón…

Llegamos a la calle Froidevaux. Salió del vehículo y se reclinó sobre la puerta del copiloto, donde pareció quedarse dormido. Le desperté de un codazo en las costillas. Recorrió con paso vacilante el trecho que nos separaba de las escaleras, pero no le esperé. Localicé las llaves debajo del felpudo y abrí la puerta. Nada más entrar vi a mi hermana hecha un ovillo en el sofá, leyendo. Se levantó para abrazarme. Luego, esperamos a que Arno cruzara la puerta haciendo eses. Dedicó a su tía una sonrisa torcida que le ensanchó el rostro, pero nadie se la devolvió.

– Venga, tíos, dadme una tregua ‑pidió quejumbroso.

Mi mano reaccionó y le crucé la cara con todas mis fuerzas. Sucedió muy deprisa, pero, por raro que parezca, fui capaz de ver mi movimiento a cámara lenta. Arno jadeó. Le dejé los dedos marcados en la mejilla, ahora de un rojo encendido. Y todavía no había pronunciado ni una palabra.

Él me miró indignado y yo le sostuve la mirada. «Eso es ‑me dijo la vocecita‑, así se hace, tú eres el padre, el que dicta las normas, tus normas, le guste o no a ese gilipollas que tienes por hijo».

Le taladré con los ojos como nunca antes lo había hecho, y al final miró hacia el suelo.

– Venga, jovencito ‑dijo Mélanie con tono de eficiencia al tiempo que le aferraba por el brazo‑. Ahora vas derechito a la ducha y luego a la cama.

Mi hermana le alejó de la entrada, y de mí. Me dolía el corazón y me faltaba el aliento hasta tal punto que apenas podía moverme. Me senté lentamente. Escuché correr el agua de la ducha y Mel regresó. Se sentó junto a mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– Creo que jamás te he visto tan enfadado ‑susurró‑. Dabas miedo.

– ¿Cómo está Lucas?

– Roque.

– Gracias ‑murmuré.

Permanecimos allí sentados. Percibí su olor habitual a lavanda y especias.

– Cuántas cosas se ha perdido Astrid ‑comentó‑: la muerte de Pauline, la nochecita de Arno, lo de nuestra madre.

Resultaba raro que no me viniera mi ex mujer a la cabeza, sino Angele. Me moría de ganas de tenerla allí, ansiaba su calor, su cuerpo flexible, su risa sarcástica, esa ternura que me desarmaba.

– No veas cómo te parecías a papá cuando has abofeteado a Arno ‑dijo Mel en voz baja‑. Se ponía exactamente así cuando se enfadaba con nosotros.

– Nunca le había pegado antes.

– ¿Te sientes mal por ello?

Suspiré.

– No lo sé, de momento sólo tengo un cabreo enorme… Tienes razón, jamás había estado tan enfadado.

No admití delante de mi hermana que estaba enfadado conmigo mismo porque, en cierto modo, consideraba que la conducta de Arno era culpa mía. ¿Por qué había sido siempre un padre tan blando y transparente? ¿Por qué nunca me había impuesto y no había dictado las reglas, tal y como había hecho mi padre? ¿Por qué cuando Astrid me dejó lo único que me preocupaba era que mis hijos me quisieran menos si me ponía autoritario con ellos?

– Deja de pensar, Tonio ‑me instó la voz confortable de Mel‑. Vete a la cama y descansa un poco.

Mélanie se fue al cuarto de Margaux y, como no estaba seguro de volver a conciliar el sueño esa noche, me entretuve un rato buscando el viejo álbum de fotos en blanco y negro donde estaban las imágenes tomadas en Noirmoutier. Contemplé las fotografías de mi madre y vi a una extraña. Acabé por conciliar un sueño agitado.

 

El domingo por la mañana, Lucas y Mélanie fueron a tomar un desayuno contundente a la calle Daguerre. Me duché y me afeité.

Aún no tenía nada que decirle a Arno cuando salió de su cuarto. Mi silencio pareció desconcertarle, pero centré mi atención en Le Journal du Dimanche y el café, y no levanté la vista por mucho que anduvo trasteando con estrépito. No necesitaba levantar la vista para saber que llevaba puesto el arrugado y sucio pijama de color azul marino y no una camiseta. No miré su espalda esquelética, en la que se le marcaban todas las costillas. Tampoco necesitaba verle la melena larga y grasienta ni los cuatro pelos rojizos que le crecían en la barbilla.

– ¿Pasa algo? ‑farfulló al final mientras masticaba con estruendo los Corn Flakes. Permanecí absorto en mi lectura, por lo que al final se quejó‑: Al menos podrías hablarme.

Me levanté, doblé el periódico y me marché de la habitación. Necesitaba estar lejos de él físicamente. Notaba la misma repugnancia que la noche anterior. Jamás pensé que eso podría ocurrir. Siempre se había dicho que los niños sentían asco hacia sus padres, no a la inversa. ¿Era el único padre que experimentaba esa sensación con respecto a sus hijos? ¿La había sentido Astrid alguna vez? No, ella jamás sería capaz, los había llevado en su vientre, los había alumbrado.

Miré el reloj cuando oí el timbre de la puerta. Estaba a punto de ser mediodía, era demasiado pronto aún para que mi hermana y mi hijo estuvieran de vuelta. Probablemente sería Margaux, que se habría olvidado las llaves. Tuve una punzada de desazón sobre el mejor modo de tratar a mi hija, no sabía cómo expresarle todo mi cariño, toda mi preocupación hacia ese momento tan delicado y difícil en su vida. Abrí la puerta casi con miedo.

Pero en el umbral de la puerta no me esperaba la figura menuda de mi niña, sino una mujer alta con una chupa negra de cuero de la marca Perfecto, vaqueros negros y botas negras. Apoyaba el casco sobre la cadera. La abracé enseguida y la estreché con fuerza contra mí. Olía a cuero y almizcle, una combinación embriagadora. El crujido de la madera detrás de mí delató a Amo, pero no me importó. Él no me había visto jamás con otra mujer que no fuera su madre.

– Se me ocurrió que podría venirte bien un poco de terapia sexual ‑me murmuró al oído.

La arrastré al calor de la casa, donde Amo se había quedado de pie, inmóvil, como si fuera bobo. El adolescente impertinente había desaparecido. No le quitaba ojo de encima a la chaqueta Perfecto.

– Hola, me llamo Angele, la fan número uno de tu padre ‑se presentó ella mientras miraba a mi hijo de arriba abajo, despacio. Le tendió una mano y esbozó una de esas sonrisas lobunas suyas que dejaban al descubierto sus perfectos dientes blancos‑. Creo que tú y yo ya nos conocimos este verano en el hospital.

El rostro de Amo era una mezcla perfecta de sorpresa, asombro, desagrado y placer. Estrechó la mano de Angele y se escabulló como un conejito temeroso.

– ¿Estás bien? ‑preguntó‑. Pareces…

– Recién salido del infierno. ‑Hice una mueca.

– Te he visto más alegre, la verdad.

– Las últimas 48 horas han sido…

– ¿Interesantes?

La tomé entre mis brazos de nuevo y acaricié su melena.

– Devastadoras sería más adecuado. No sé por dónde empezar…

– Pues no empieces. ¿Dónde está tu dormitorio?

– ¿Qué?

Vi su sonrisa ávida.

– Ya me has oído. ¿Cuál es tu habitación?

 

Su fragancia seguía en mi piel cuando me tumbé en la cama y escuché cómo el rugido apagado de la moto rasgaba el silencio de la noche. Se iba tras haber pasado en casa todo el día, pero iba a volver, y esa perspectiva me reconfortaba. Angele parecía insuflar en mí una vitalidad renovada, igual que devolvía el color de la vida a sus «pacientes» con esas inyecciones. Y no me refería sólo al sexo, lo cual era una parte emocionante y fundamental en nuestra aventura, sino a cómo abordaba los temas más difíciles de mi vida, siempre con los pies sobre la tierra. Habíamos ido saltando de un tema a otro mientras estábamos abrazados en mi cama.

Date: 2015-12-13; view: 342; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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