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Nueva York, 2005
Z oë! ‑grité‑. ¡Por el amor de Dios, coge a tu hermana de la mano! ¡Se va a caer de esa cosa y se va a romper el cuello! Mi hija, una joven de piernas espigadas, me frunció el ceño. – Eres la madre más paranoica que conozco. Agarró el brazo carnoso de la niña y la empujó para volver a sentarla bien en el triciclo. Las piernecitas de la cría pedaleaban frenéticas a lo largo del camino mientras Zoë la sujetaba por detrás. La niña gorjeaba de alegría y volvía el cuello hacia atrás para cerciorarse de que yo la estaba mirando, con la sincera vanidad que se tiene a los dos años. Central Park y las promesas tempranas y tentadoras de la primavera. Estiré las piernas y volví la cara hacia el sol. El hombre que estaba sentado a mi lado me acarició la mejilla. Era Neil, mi novio. Un poco mayor que yo. Un abogado divorciado que vivía en el distrito de Fiat Iron con sus hijos adolescentes. Me lo había presentado mi hermana, y me gustaba. No estaba enamorada de él, pero disfrutaba de su compañía. Era un hombre inteligente y culto. No tenía ninguna intención de casarse conmigo, gracias a Dios, y de vez en cuando no le importaba estar con mis hijas. Había tenido un par de novios desde que nos vinimos a vivir aquí. Nada demasiado formal ni comprometedor. Zoë los llamaba mis «aspirantes», y Charla, imitando a Escarlata O'Hara, mis «pretendientes». Antes de Neil, el último aspirante había sido un tal Peter. Tenía una galería de arte, una calva en forma de tonsura que le acomplejaba y un ático con corrientes de aire en el TriBe‑Ca [31]. Todos ellos eran hombres de mediana edad, decentes, ligeramente aburridos y americanos de la cabeza a los pies. Educados, formales, detallistas. Tenían buenos trabajos, estudios de grado superior, eran cultos y, por lo general, divorciados. Venían a buscarme, me abrían la puerta del coche, me ofrecían el brazo y el paraguas. Me llevaban a almorzar fuera, al Mer [32]*, al MoMA [33], a la Ciudad de la Ópera, al NYCB [34]*, a ver espectáculos en Broadway, a cenar fuera y, a veces, incluso a la cama. Yo lo soportaba. Practicaba el sexo porque me daba la impresión de que había que hacerlo, aunque se trataba de algo mecánico y soso. En ese sentido, algo se había esfumado: la pasión, la excitación, el ardor. Adiós a todo eso. Tenía la sensación de que alguien (¿yo misma?) había pulsado el botón de avance rápido de mi vida, y de que parecía una marioneta de Charlot que lo hacía todo de forma acelerada y torpe, como si no me quedara más remedio, con una sonrisa pegada a la cara, actuando como si fuera feliz con mi nueva vida. A veces Charla me miraba de reojo, me daba un codazo y me decía: «Eh, ¿estás bien?». Yo le contestaba: «Oh, sí, claro». Mi hermana no parecía convencida, pero de momento me dejaba en paz. Mi madre también escrutaba mi gesto y fruncía los labios con preocupación. «¿Va todo bien, cariño?». Yo trataba de espantar su inquietud con una sonrisa despreocupada.
E ra una mañana fría y despejada en Nueva York, una de esas mañanas espléndidas de las que nunca se ven en París. El viento seco y fresco, el cielo de un intenso azul, los rascacielos recortándose por encima de los árboles, la pálida mole del edificio Dakota frente a nosotros, el olor a perritos calientes y galletitas saladas flotando arrastrado por la brisa. Estiré la mano y acaricié la rodilla de Neil, con los ojos aún cerrados bajo el calor del sol, que iba en aumento. Nueva York y su intenso contraste de tiempo: veranos ardientes, inviernos de hielo y nieve. Me había enamorado de la luz que se derramaba sobre la ciudad, plateada y cortante. París, con su llovizno fría y gris, pertenecía ya a otro mundo. Abrí los ojos y vi a mis hijas retozando en el parque. De la noche a la mañana, o al menos a mí me lo parecía, Zoë se había convertido en una adolescente espectacular. Me había sobrepasado en altura y tenía unos miembros fuertes y ágiles. Se parecía a Charla y a Bertrand, de los que había heredado la clase, el atractivo, el encanto y la vitalidad; una poderosa combinación de los Jarmond y los Tézac que me tenía cautivada. La pequeña era otra cosa, más tierna, redondita y frágil. Necesitaba mimos y besos, y también más cuidados y atención que Zoë a su edad. Tal vez era porque su padre no estaba cerca, ya que Zoë, el bebé y yo nos marchamos de Francia y nos instalamos en Nueva York poco después de su nacimiento. La verdad era que no lo sabía y tampoco pensaba mucho en ello. Me había resultado raro volver a vivir en América después de tantos años en París. A veces me sentía como una extraña, y aún no me encontraba del todo como en casa. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en aclimatarme. Pero lo había hecho, pese a las dificultades: no había sido una decisión fácil de tomar. El nacimiento de la niña había sido prematuro, lo cual fue causa de bastante pánico y sufrimiento. Nació justo después de Navidades, adelantándose dos meses. Me practicaron una cesárea difícil y larga en la sala de urgencias del hospital Saint‑Vicent de Paul. Bertrand estuvo allí, más tenso y conmovido de lo que él mismo habría querido reconocer. Era una niña minúscula y, sin embargo, perfecta. Me pregunté si él se habría sentido decepcionado. Yo no. Esta niña significaba mucho para mí. Había luchado por ella, y no me había rendido: ella era mi triunfo. Poco después del parto, y justo antes de la mudanza a la calle Saintonge, Bertrand reunió el coraje suficiente para decirme que amaba a Amélie, que quería vivir con ella a partir de ahora, que quería mudarse al apartamento del Trocadero con ella, que no podía seguir mintiéndonos ni a mí ni a Zoë y que tendríamos que divorciarnos, pero que se podía hacer de forma rápida y sencilla. Al oír su confesión, complicada y prolija, mientras paseaba por la habitación con las manos a la espalda y la mirada en el suelo, fue cuando por primera vez se me pasó por la cabeza la idea de irme a América. Escuché a Bertrand hasta el final. Parecía agotado y abatido, pero lo había conseguido: había sido sincero conmigo, al fin, y también consigo mismo. Y yo miré hacia atrás, vi al marido atractivo y sensual que había sido, y le di las gracias. Él pareció sorprendido, y me reconoció que esperaba una reacción más fuerte y acerba, que gritara, le insultara y le armara un número. El bebé había lloriqueado en mis brazos y había agitado en el aire sus diminutos puños. – Pues no, nada de números ‑contesté‑. Ni gritos ni insultos. ¿Te parece bien? – Me parece bien ‑me respondió. Me dio un beso, y otro al bebé. Él se sentía ajeno a mi vida, como si ya hubiera salido de ella. Aquella noche, cada vez que me levantaba a darle las tomas al bebé, pensaba en regresar a Estados Unidos. ¿Boston? No, detestaba la idea de volver al pasado, a la ciudad donde había pasado mi infancia. Y entonces lo supe. Nueva York. Zoë, el bebé y yo podíamos trasladarnos a Nueva York. Charla estaba allí, y mis padres no vivían muy lejos. Nueva York, ¿por qué no? No la conocía demasiado, ya que nunca había pasado allí mucho tiempo, exceptuando las visitas anuales a casa de mi hermana. Nueva York: quizá la única ciudad capaz de rivalizar con París en ser diferente de todas las demás. Cuanto más lo pensaba, más me atraía la idea. No se lo había comentado a mis amigos. Sabía que a Hervé, Christophe, Guillaume, Susannah, Holly, Isabelle y Jan les molestaría que quisiera marcharme, pero también sabía que lo comprenderían y lo aceptarían. Y entonces murió Mamé. No había vuelto a hablar desde noviembre, tras su derrame cerebral, aunque al menos había recuperado la consciencia. La habían trasladado a la unidad de cuidados intensivos del hospital Cochin. Yo daba por supuesto que iba a morir y me estaba preparando para afrontarlo, pero aun así supuso un trauma para mí. Después del funeral, que tuvo lugar en Borgoña, en un cementerio pequeño y triste, Zoë me espetó: – Mamá, ¿tenemos que irnos a vivir a la calle Saintonge? – Creo que es lo que tu padre espera que hagamos. – Pero ¿ tú quieres irte a vivir allí? ‑me preguntó. – No ‑le respondí con toda sinceridad‑. Desde que sé lo que ocurrió allí, no quiero. – Yo tampoco deseo vivir allí. Entonces me dijo: – ¿Y adónde podemos ir, mamá? Y yo le contesté, como de broma, esperando escuchar un bufido de desaprobación: – Bueno, ¿qué te parece Nueva York?
C on Zoë fue tan fácil como eso, pero a Bertrand no le hizo mucha gracia nuestra decisión. No le gustaba que su hija se fuera tan lejos, pero Zoë se mostró firme. Dijo que volvería cada dos meses, y que Bertrand podía ir para allá también, a verlas al bebé y a ella. Le expliqué a Bertrand que no se trataba de una mudanza definitiva. No era para siempre, solo un par de años de momento, para que Zoë apreciara su «faceta» americana, para ayudarme a seguir adelante y empezar de nuevo. Él ya se había instalado en casa de Amélie, y formaban pareja oficial. Los hijos de Amélie ya eran casi adultos. No vivían en casa, y además pasaban mucho tiempo con su padre. ¿Acaso era la perspectiva de una vida distinta, sin la responsabilidad cotidiana de unos hijos a los que educar, fueran de él o de ella, lo que había tentado a Bertrand? Puede que así fuera. El caso es que al final lo aceptó, y entonces yo me puse en marcha. Tras una estancia inicial en su casa, Charla me había ayudado a encontrar un sitio donde vivir. Un sencillo apartamento blanco de dos dormitorios con vistas a la ciudad y portero, en el número 86 de West Street, entre Amsterdam y Columbus. Se lo realquilé a un amigo suyo que se había mudado a Los Angeles. El edificio estaba lleno de familias y de padres divorciados: era una ruidosa colmena plagada de bebés, niños, bicicletas, cochecitos de niño, monopatines. El piso era confortable y acogedor, pero allí también me faltaba algo. ¿Qué? No sabía decirlo. Gracias a Joshua, me contrataron como corresponsal en Nueva York para una página web francesa que estaba en pleno auge. Trabajaba desde casa, y seguía recurriendo a Bamber como fotógrafo cuando necesitaba imágenes de París. Zoë iba a un colegio nuevo, el Trinity College, a un par de manzanas de distancia. – Mamá, nunca encajaré en él: me llaman la francesita ‑se quejaba. Y yo no podía reprimir una sonrisa.
E ra fascinante observar a los neoyorquinos, con su forma tan decidida de caminar, su guasa, su hospitalidad. Mis vecinos me decían hola en el ascensor, nos trajeron pasteles y flores cuando nos mudamos para darnos la bienvenida, y bromeaban con el portero. Ya me había olvidado de todo eso y me había acostumbrado a la sequedad parisina y a que personas que vivían en la misma planta apenas intercambiaran cabeceos de saludo en la escalera. Tal vez lo más irónico de todo era que, a pesar del torbellino de vida que llevaba ahora, echaba de menos París. Sí, echaba de menos ver la Torre Eiffel iluminándose cada hora, cada noche, como una resplandeciente y seductora dama enjoyada. Añoraba el sonido de las sirenas de los primeros viernes de cada mes, al mediodía, en su simulacro mensual. Extrañaba el mercado al aire libre de los sábados en el bulevar Edgar Quinet, donde el vendedor del puesto de verduras me llamaba «ma p'tite dame», aunque probablemente yo era la más alta de sus clientas. Igual que Zoë, yo también me sentía una francesita, a pesar de ser americana. Dejar París no había resultado tan fácil como creía. Nueva York, con su energía, sus nubes de vapor ondeando sobre las chimeneas, su inmensidad, sus puentes, sus rascacielos y sus atascos, no acababa de ser mi hogar. Echaba de menos a mis amigos parisinos, aunque ya había hecho nuevas y buenas amistades aquí. A Edouard, a quien me había llegado a sentir tan unida, y que me escribía todos los meses. En especial echaba de menos la forma en que los franceses contemplan a las mujeres, lo que Holly llamaba la mirada que te «desnuda». Allí ya me había acostumbrado a ello, pero ahora, en Manhattan, lo más que había era algún conductor de autobús que le gritaba a Zoë «¡Eh, flaca!» y a mí, «¡Tú, rubia!». Era como si me hubiese vuelto invisible. Me preguntaba por qué me sentía tan vacía, como si un huracán me hubiese devastado por dentro y hubiera arrancado los cimientos de mi vida. Y las noches. Por la noche, aunque la pasara en compañía de Neil, me sentía abandonada. Me quedaba tumbada en la cama escuchando el pulso de la gran ciudad y dejaba que las imágenes volvieran a mí, igual que la marea vuelve a acariciar la playa.
S arah. Ella nunca me dejó. Había cambiado mi vida para siempre. Llevaba dentro su historia y su padecimiento como si la hubiera conocido. En realidad había conocido a la niña, a la joven, y también al ama de casa de cuarenta años que había estrellado su coche contra un árbol en una carretera helada de Nueva Inglaterra. Podía ver su rostro con claridad. Los ojos verdes y rasgados, la forma de su cabeza, su postura, sus manos, su sonrisa de esfinge. Sí, la conocía, y de haber seguido viva la habría parado por la calle para saludarla. Zoë era una chica muy avispada. Me había pillado con las manos en la masa… …mientras tecleaba «William Rainsferd» en el cajetín de búsqueda de Google. No me había dado cuenta de que había vuelto del colegio. Era una tarde de invierno, y Zoë había entrado en casa sin que yo la oyera. – ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? ‑inquirió. Sonaba como una madre que hubiera sorprendido a su hija adolescente fumando marihuana. Ruborizada, reconocí que llevaba un año entero haciéndolo. – ¿Y? ‑me preguntó, cruzada de brazos y con el ceño fruncido. – Bueno, parece que se ha ido de Lucca ‑confesé. – Oh. ¿Y dónde está, entonces? – Ha vuelto a Estados Unidos. Lleva aquí un par de meses. No podía seguir soportando su mirada, así que me levanté, me asomé por la ventana y contemplé la bulliciosa avenida Amsterdam. – ¿Se encuentra en Nueva York, mamá? Su tono era ahora más suave, menos severo. Se puso detrás de mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Asentí. No podía contarle lo nerviosa que me había puesto cuando descubrí que él también estaba aquí, la impresión que me había causado y la ilusión que me hacía descubrir que los dos habíamos acabado en la misma ciudad, dos años después de nuestro último encuentro. Recordé que su padre era neoyorquino, y probablemente había vivido aquí de niño. Su nombre aparecía en la guía telefónica. Vivía en el West Village, a quince minutos en metro desde mi casa. Llevaba días y semanas preguntándome angustiada si debía o no llamarle. Él no había efectuado intento alguno de ponerse en contacto conmigo desde que lo vi en París, y no había sabido nada él desde entonces. Empero, la primera ilusión se había difuminado pasado un tiempo. Me faltaba coraje para telefonearle, aunque seguía pensando en él, noche tras noche, día tras día en secreto, en silencio. Me preguntaba si algún día me lo encontraría en el parque, en unos grandes almacenes, en un bar o en un restaurante. ¿Habría venido con su mujer y sus hijas? ¿Por qué había vuelto a Estados Unidos, como yo? ¿Qué había pasado? – ¿Te has puesto en contacto con él? ‑me preguntó Zoë. – No. – ¿Lo vas a hacer? Empecé a llorar en silencio. – Oh, mamá, por favor… ‑dijo Zoë con un suspiro. Me enjugué las lágrimas con la mano, enfadada. Me sentía estúpida. – Mamá, estoy segura de que él sabe que vives aquí. Seguro que también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives. No se me había pasado por la imaginación que William me buscara a mí en Google para averiguar mi dirección. ¿Y si Zoë tenía razón? ¿Sabría William que yo también vivía en Nueva York, en el Upper West Side? ¿Pensaba en mí alguna vez? Y si lo hacía, ¿qué sentía exactamente por mí? – Tienes que olvidarlo, mamá. Tienes que dejarlo atrás. Llama a Neil, queda con él más a menudo, y sigue con tu vida. Me volví hacia ella y le dije con voz alta y tono cortante: – No puedo, Zoë. Necesito saber si lo que hice le ha servido de algo. Tengo que saberlo. ¿Es mucho pedir? ¿Acaso es una quimera? La niña empezó a llorar en la habitación contigua. La había despertado de la siesta. Zoë fue a su habitación y volvió con la pequeña, que seguía lloriqueando entre hipidos. Por encima de los ricitos de su hermana, Zoë me acarició cariñosamente el pelo. – No creo que lo sepas nunca, mamá. Dudo de que él esté dispuesto a decírtelo. Le cambiaste la vida. Se la pusiste patas arriba, ¿te acuerdas? Lo más probable es que no quiera volver a verte nunca más. Cogí a la niña de brazos de su hermana, la abracé con fuerza y disfruté del calor de su cuerpecito rollizo. Zoë estaba en lo cierto. Tenía que pasar página y seguir adelante con mi vida. Cómo hacerlo, ésa era otra cuestión.
M e mantenía ocupada. Entre Zoë, su hermana, Neil, mis padres, mis sobrinos, mi trabajo y la retahíla de fiestas a las que Charla y su marido Barry me invitaban y a las que yo acudía inexorablemente, no disponía de un minuto libre para mí misma. Había conocido a más personas en estos dos años que durante toda mi estancia en París, y me encantaba disfrutar del cosmopolita crisol de Nueva York. Sí, me había ido de París para siempre, pero cada vez que volvía por mi trabajo, o para ver a mis amigos o a Edouard, me encontraba a mí misma en el Marais, una y otra vez, como si mis pasos no pudieran evitar dirigirse hacia allí. La calle Rosiers, Roi de Sicile, Ecouffes, Saintonge, Bretagne… Ahora las veía con ojos distintos, pues recordaba los sucesos de 1942, aunque se habían producido mucho antes de que yo naciera. Me preguntaba quién vivía ahora en el apartamento de la calle Saintonge, quién se asomaba a la ventana con vistas al patio frondoso, quién pasaba la mano por la suave repisa de mármol. Me preguntaba si sus ocupantes tendrían la menor sospecha de que en su hogar había muerto un niño, y de que la vida de una niña había cambiado para siempre desde aquel día. También regresaba al Marais en mis sueños. A veces, en ellos, los horrores del pasado del que yo no había sido testigo aparecían con tal claridad que tenía que encender la luz para ahuyentar la pesadilla. Durante esas noches vacías y en vela, tumbada en la cama tras una fiesta, agotada de mantener conversaciones triviales y con la boca seca por esa última copa de vino que no debería haberme bebido, era cuando el viejo dolor regresaba para atormentarme. Sus ojos. Su cara mientras le traducía la carta de Sarah. Todo volvía a mi mente y me robaba el sueño, hurgando en mi interior. La voz de Zoë me llevó de vuelta a Central Park, al precioso día de primavera y a la mano de Neil en mi muslo. – Mamá, este monstruo quiere un chupachups. – De ninguna manera ‑prohibí‑. Nada de chupachups. La niña se tiró al suelo con la cara apoyada en el césped y empezó a berrear. – Qué genio tiene ‑murmuró Neil.
E nero de 2005 me hizo recordar de nuevo a Sarah y a William. La importancia del sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ocupaba los titulares de la prensa de todo el mundo. Nunca antes se había pronunciado con tanta frecuencia la palabra «Shoah». Cada vez que la oía, mis pensamientos saltaban dolorosamente a ellos dos. Mientras presenciaba el acto de conmemoración del aniversario de Auschwitz por la tele, me pregunté si William también se acordaba de mí cada vez que escuchaba esa palabra, al ver las monstruosas imágenes en blanco y negro del pasado, los esqueléticos cuerpos sin vida apilados unos sobre otros, los crematorios, las cenizas, la suma de todo aquel horror. Su familia había muerto en aquel espantoso lugar. Los padres de su madre. ¿Cómo no iba a pensar en ello?, me dije. Con Zoë y Charla a mi lado, vi los copos de nieve que caían sobre el campo, la alambrada, la achaparrada torre de vigilancia. La multitud, los discursos, las oraciones, las velas. Los soldados rusos con esa peculiar forma de desfilar que casi parecía un baile. Y esa visión final e inolvidable del anochecer, mientras las vías del tren en llamas brillaban en la oscuridad con una mezcla conmovedora y patética de dolor y recuerdo.
R ecibí la llamada una tarde de mayo, cuando menos me lo esperaba. Estaba en mi escritorio, peleándome con los caprichos de mi ordenador nuevo. Descolgué el teléfono, y mi «Diga» me sonó brusco incluso a mí. – Hola. Soy William Rainsferd. Me puse en pie como un resorte, con el corazón desbocado, y traté de mantener la calma. William Rainsferd. Me había quedado sin habla, apretando el auricular contra la oreja. – ¿Estás ahí, Julia? Tragué saliva. – Sí, es que tengo ciertos problemas informáticos… ¿Cómo estás, William? – Bien ‑respondió. Se hizo un breve silencio, pero no fue tenso ni incómodo. – Ha pasado mucho tiempo ‑dije con voz tenue. – Sí, es verdad ‑contestó. Otro silencio. – Ya veo que ahora eres neoyorquina ‑dijo por fin‑. Me he informado sobre ti. Así que Zoë tenía razón, después de todo. – Bueno, ¿qué te parece si quedamos? – ¿Hoy mismo? ‑le pregunté. – Si puedes… Pensé en la niña, que dormía en la habitación contigua. Ya la había llevado a la guardería esa mañana, pero podía llevarla conmigo. Aunque no le iba a hacer gracia que la despertara de su siesta. – Sí, sí puedo ‑contesté. – Estupendo. Iré hasta tu zona. ¿Se te ocurre dónde podemos quedar? – ¿Conoces el Café Mozart? Está en el cruce de la Calle 70 con Broadway. – Sí, lo conozco. Bien, ¿qué te parece dentro de media hora? Colgué. El corazón me latía tan deprisa que apenas me dejaba respirar. Fui a despertar a la niña, hice caso omiso de sus protestas, la vestí, desplegué el cochecito y me fui.
É l ya estaba allí cuando llegamos. Lo vi de espaldas, con sus hombros anchos y su pelo plateado y abundante, sin rastro ya de color rubio. Estaba leyendo el periódico, pero cuando me acercaba se dio la vuelta, como si hubiera percibido mi mirada. Se levantó, y durante un instante embarazoso y divertido nos quedamos uno frente al otro sin saber si darnos la mano o un beso. Se echó a reír, yo también, y al final me dio un abrazo. Fue un enorme abrazo de oso; William me aplastó la barbilla contra su clavícula mientras me daba palmaditas en la espalda. Luego se agachó para admirar a mi hija. – Vaya, pero qué niña tan guapa ‑canturreó. La niña, con gesto solemne, le ofreció su juguete favorito, la jirafa de goma. – ¿Y cómo te llamas? ‑preguntó. – Lucy ‑dijo la pequeña con su lengua de trapo. – Ése es el nombre de la jirafa… ‑empecé a explicar, pero William había empezado a apretar al muñeco y los pitidos del juguete ahogaron mi voz, cosa que hizo que la niña gritara de alegría. Encontramos una mesa libre y nos sentamos. Dejé a la niña en su sillita. William leyó el menú. – ¿Has probado alguna vez la tarta de queso Amadeus? ‑me preguntó enarcando una ceja. – Sí ‑le respondí‑. Es una tentación diabólica. William sonrió. – Tienes muy buen aspecto, Julia. Nueva York te sienta bien. Me puse roja como una colegiala. Me imaginé a Zoë mirándonos y poniendo los ojos en blanco. En ese momento le sonó el móvil. William contestó, y, por su expresión, deduje que era una mujer. Me pregunté quién sería. ¿Su esposa, una de sus hijas? La conversación seguía. Parecía nervioso. Yo me agaché hacia la niña y jugué con su jirafa. – Lo siento ‑dijo guardándose el teléfono‑. Era mi novia. – Ah. Debí de sonar confundida, porque empezó a reírse. – Estoy divorciado, Julia. Me miró a la cara. Su gesto volvía a ser serio. – Verás, después de hablar contigo todo cambió. Por fin se decidía a contarme lo que necesitaba saber: las secuelas, las consecuencias. No sabía muy bien qué decir. Temía que, si pronunciaba una sola palabra, él dejaría de hablar. Seguí entretenida con mi hija, dándole su botella de agua, sujetándola para que no se la echara toda encima, y limpiándola con una servilleta de papel. La camarera se acercó para tomarnos nota. Dos tartas de queso Amadeus, dos cafés y una tortita para la niña. William me dijo: – Todo se hizo añicos. Fue un infierno, un año espantoso. Durante un par de minutos no dijimos nada, solo mirábamos a la gente que ocupaba las mesas de nuestro alrededor. El café era un lugar animado y bullicioso, ambientado por música clásica que sonaba en unos altavoces camuflados. La niña hacía gorgoritos y nos sonreía a William y a mí mientras agitaba su muñeco. La camarera nos trajo las tartas. – ¿Y ahora, te encuentras bien? ‑le tanteé. – Sí ‑se apresuró a responder‑. Sí, estoy bien. Me llevó un tiempo acostumbrarme a esta nueva parte de mí, comprender y aceptar la historia de mi madre y afrontar el dolor. Aún hay días en que no me siento capaz, pero lo intento con todas mis fuerzas. Hice un par de cosas que me parecían necesarias. – ¿Cuáles? ‑le pregunté mientras le iba dando a mi hija pegajosos trozos de tortita. – Me di cuenta de que no podía soportar esto solo. Me sentía aislado, roto. Mi mujer no entendía la situación por la que estaba pasando, y yo no podía explicárselo, porque ya no nos comunicábamos. Llevé a mis hijas a Auschwitz el año pasado, antes de la celebración del sexagésimo aniversario. Necesitaba contarles lo que les había ocurrido a sus bisabuelos. No era fácil, y la única forma que se me ocurría era enseñárselo. Fue un viaje muy emotivo y triste, pero por fin me encontré en paz, y sentí que mis hijas lo comprendían. Su gesto era triste y pensativo. Yo no dije nada, le dejé hablar a él. Le limpié la cara a la niña y le di más agua. – En enero hice una última cosa. Volví a París. Hay un nuevo edificio conmemorativo del Holocausto en el Marais, quizá te hayas enterado. ‑Asentí. Había oído hablar de él y tenía pensado ir a verlo en mi siguiente visita‑. Lo inauguró Chirac a finales de enero. En la entrada hay un muro con nombres. Es un enorme muro de piedra gris con 76.000 nombres grabados. Los nombres de todos y cada uno de los judíos que fueron deportados de Francia. Observé cómo sus dedos recorrían el borde de la taza de café. Me resultaba difícil mirarle directamente a la cara. – Fui a buscar sus nombres, y allí estaban: Wladyslaw y Rywka Starzynski. Mis abuelos. Sentí la misma paz que había encontrado en Auschwitz, y también el mismo dolor. Agradecí que no los hubieran olvidado, que los franceses los recordaran y honraran de aquella forma. Había gente llorando delante de ese muro, Julia. Mayores, jóvenes, personas de mi edad que tocaban el muro con los dedos y lloraban. William hizo una pausa y soltó aire por la boca, poco a poco. Yo mantuve la mirada en la taza y en sus dedos. La jirafa de la niña soltó un pitido, pero casi no la oíamos. – Chirac pronunció un discurso. No entendí nada, por supuesto. Más tarde lo busqué en Internet y leí la traducción. Me pareció muy bueno. Exhortaba a la gente a recordar la responsabilidad de Francia en la redada del Vel' d'Hiv' y todo lo que vino después. Chirac pronunció las mismas palabras que mi madre había escrito al final de su carta: Zakhor, Al Tichkah. Recordar, nunca olvidar, en hebreo. William se agachó. Sacó un sobre grande de papel de estraza de la mochila que tenía a los pies y me lo dio. – Éstas son las fotos que tengo de mi madre. Quería enseñártelas. De pronto me di cuenta de que no sabía quién era ella, Julia. Quiero decir, conocía su aspecto, su cara y su sonrisa, pero nada de su vida íntima. Me limpié el sirope de los dedos para coger las fotos. Sarah, el día de su boda, alta, esbelta, con su tímida sonrisa y el secreto guardado en sus ojos. Sarah, acunando a William de bebé. Sarah, agarrando a William de la mano mientras él daba sus primeros pasos. Sarah, a los treinta y tantos años, con un vestido de fiesta esmeralda. Y Sarah, justo antes de su muerte, en un primer plano en color. Me di cuenta de que tenía el pelo gris. Prematuramente gris, y aun así le favorecía, igual que le pasaba a su hijo ahora. – La recuerdo como a una persona callada, alta y delgada ‑dijo William mientras yo contemplaba las fotos, cada vez más emocionada‑. No se reía mucho, pero era una mujer apasionada y una madre cariñosa. Sin embargo, después de su muerte nadie mencionó la posibilidad del suicidio. Nunca, ni siquiera mi padre. Supongo que él nunca leyó el cuaderno. Nadie lo había leído. Tal vez lo encontró mucho después de su muerte. Todos pensamos que fue un accidente. Nadie sabía quién era mi madre, Julia, ni siquiera yo, y eso es algo que me cuesta mucho aceptar. No sé qué la llevó a matarse aquel día nevado, ni cómo tomó esa decisión. Por qué decidió no contárselo a mi padre. Por qué se guardó todo su sufrimiento y su dolor para ella sola. – Son unas fotos preciosas ‑le dije al fin‑. Gracias por traerlas. Hice una pausa. – Hay algo que debo preguntarte ‑empecé, apartando las fotos y haciendo acopio de valor para mirarle por fin a la cara. – Adelante. – ¿No me guardas rencor? ‑inquirí con una tímida sonrisa‑. Me siento como si hubiese arruinado tu vida. William sonrió. – No te guardo el menor rencor, Julia. Sólo necesitaba pensar, entender, encajar todas las piezas. Me llevó un tiempo. Por eso no has sabido nada de mí durante estos dos años. Me sentí aliviada. – Pero siempre he sabido dónde estabas ‑añadió sonriendo‑. He dedicado bastante tiempo a seguirte la pista. Mamá, él sabe que vives aquí. Seguro que él también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives. – ¿En qué fecha te mudaste a Nueva York? ‑me preguntó. – Un poco después de que naciera el bebé, en primavera de 2003. – ¿Y por qué te marchaste de París? ‑me preguntó‑. Vamos, si no te importa contármelo… Sonreí de medio lado, triste. – Mi matrimonio se había ido al traste y acababa de tener a esta cría. No fui capaz de irme a vivir al apartamento de la calle Saintonge después de saber lo que ocurrió allí. Y, además, me apetecía volver a Estados Unidos. – ¿Y cómo lo hiciste? – Nos quedamos una temporada en casa de mi hermana, que vive en el Upper East Side. Luego realquilé el piso de un amigo suyo, y mi ex jefe me encontró un buen trabajo. ¿Y tú? – La misma historia. La vida en Lucca se me antojaba imposible. Y mi mujer y yo… ‑Su voz se fue apagando. Hizo un pequeño gesto con los dedos, como diciendo adiós‑. Yo viví aquí de niño, antes de irnos a Roxbury. La idea llevaba tiempo rondándome por la cabeza, y al final me decidí. Primero estuve en casa de unos viejos amigos, en Brooklyn, y luego encontré un piso en el Village. Aquí me dedico a lo mismo: soy crítico gastronómico. El teléfono de William sonó. Su novia, otra vez. Yo aparté la mirada, tratando de darle la intimidad que necesitaba. Por fin colgó. – Es un poco posesiva ‑me confió con voz dócil‑. Me parece que voy a apagar el móvil un rato. William pulsó un botón del teléfono. – ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? – Un par de meses. ‑Me miró‑. ¿Y tú qué? ¿Sales con alguien? – Pues sí. Pensé en la sonrisa dulce y cortés de Neil, en sus gestos atentos, en el sexo rutinario. Estuve a punto de añadir que no era nada importante, que sólo quería compañía, porque no soportaba estar sola, porque todas las noches pensaba en William y en su madre, y llevaba así desde hacía dos años y medio, pero mantuve la boca cerrada y dije tan sólo: – Es un buen hombre. Está divorciado, y es abogado. William pidió más café. Mientras me servía el mío, volví a advertir la belleza de sus manos, de sus dedos largos y afilados. – Unos seis meses después de la última vez que nos vimos ‑me dijo‑, volví a la calle Saintonge. Tenía que verte, y hablar contigo. No sabía cómo localizarte, no tenía tu número y tampoco me acordaba del apellido de tu marido, así que ni siquiera podía buscarte en la guía telefónica. Creía que vivías allí. No tenía ni idea de que te habías ido. Hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo plateado. – Lo leí todo sobre la redada del Vel' d'Hiv', estuve en Beaune‑la‑Rolande y en la calle donde se encontraba el estadio. Fui a ver a Gaspard y Nicolas Dufaure. Ellos me llevaron a ver la tumba de mi tío, en el cementerio de Orleans. ¡Qué caballeros tan amables! Pero fue una experiencia muy difícil. Me habría gustado que estuvieras allí conmigo. Nunca debí hacer todo aquello yo solo; debí aceptar cuando te ofreciste a acompañarme. – Tal vez yo debería haber insistido ‑le dije. – Y yo debería haberte escuchado. Es demasiado duro para soportarlo a solas. Después, cuando por fin fui a la calle Saintonge y aquellos desconocidos me abrieron la puerta, me sentí como si me hubieras plantado. William agachó la mirada. Yo solté la taza de café sobre el plato, ofendida. Cómo podía pensar eso, me dije, después de todo lo que había hecho por él, después de todo este tiempo, el esfuerzo, el dolor, el vacío. Debió de interpretar algo en mi cara, porque de inmediato me puso la mano en el brazo. – Siento haber dicho eso ‑murmuró. – Nunca te dejé plantado, William. Mi voz sonó tensa. – Lo sé, Julia. Lo siento. La suya sonó grave y vibrante. Me relajé y me las arreglé para componer una sonrisa. Nos tomamos el café en silencio. A veces nuestras rodillas se rozaban debajo de la mesa. Parecía algo natural estar con él, como si lleváramos años haciendo esto, como si no fuera la tercera vez que nos veíamos. – ¿Tu ex marido ve bien que vivas aquí con las niñas? ‑me preguntó. Me encogí de hombros. Miré a la niña, que se había quedado dormida en la sillita. – No fue fácil, pero él lleva mucho tiempo enamorado de otra mujer, y eso ayudó. No ve mucho a las niñas. Viene aquí de cuando en cuando, y Zoë pasa las vacaciones en Francia. – Con mi ex mujer pasa lo mismo. Ahora tiene otro hijo, un chico. Voy a Lucca siempre que tengo ocasión para ver a mis hijas. O vienen ellas aquí, aunque eso ocurre con menos frecuencia. Están bastante creciditas ya. – ¿Cuántos años tienen? – Stefania tiene veintiuno, y Giustina, diecinueve. Solté un silbido. – Debiste de tenerlas muy joven. – Demasiado joven, quizá. – No sé ‑repuse‑, a veces me siento rara con esta niña. Me habría gustado tenerla antes. Hay un abismo entre su edad y la de Zoë. – Es una niña preciosa ‑me dijo, y le dio un buen bocado a su tarta de queso. – Sí, lo es. Es la niña de los ojos de su mamá. Los dos nos echamos a reír. – ¿No echas de menos tener un niño? ‑me preguntó. – Pues no. ¿Y tú? – Tampoco. Adoro a mis hijas. Y puede que me den algún nieto. Hemos quedado en que se llama Lucy, ¿no? Primero lo miré a él, y después a la niña. – No, Lucy es la jirafa ‑le respondí. Hubo una pequeña pausa. – Se llama Sarah ‑añadí en voz baja. William dejó de masticar y soltó el tenedor. Sus ojos cambiaron. Me miró a la cara, y luego miró a la niña sin decir nada. Después enterró la cara entre las manos. Se quedó así durante varios minutos. Yo no sabía qué hacer, así que le puse una mano en el hombro. Silencio. De nuevo me sentí culpable, como si hubiese hecho algo imperdonable, pero siempre había sabido que mi hija tenía que llamarse Sarah. En cuanto me informaron de que era una niña, en el momento en que nació, supe cuál sería su nombre. Mi hija no podía haberse llamado de otra forma. Ella era Sarah. Mi Sarah. Un eco de la otra Sarah, la niña de la estrella amarilla que había cambiado mi vida. Por fin apartó las manos y vi su rostro, apenado y hermoso. Su intensa tristeza, la emoción en su mirada. No intentó ocultármela ni contener las lágrimas. Era como si quisiera que yo lo viera todo, la belleza y el dolor de su vida, su gratitud, su sufrimiento. Le cogí la mano y la apreté. Era incapaz de seguir mirándolo a la cara, así que cerré los ojos y me llevé su mano a la mejilla. Lloré con él. Sentí que sus dedos se mojaban con mis lágrimas, pero dejé su mano allí. Nos quedamos allí sentados durante un largo rato, hasta que la multitud que nos rodeaba se redujo, hasta que el sol se escondió y la luz cambió. Hasta que nuestros ojos pudieron volver a encontrarse, ya sin lágrimas.
Gracias a:
Nicolas, Louis y Charlotte. Andrea Stuart, Hugh Thomas, Peter Viertel.
Gracias también a: Valérie Bertoni, Charla Carter‑Halabi, Valérie Colin‑Simard, Holly Dando, Cécile David‑Weill, Pascale Frey, Violaine y Paul Gradvohl, Julia Harris‑Voss, Sarah Hirsch, Jean de la Hosseraye, Tara Kaufman, Laetitia Lachman, Hélène Le Beau, Agnès Michaux, Emma Parry, Laure du Pavillon, Jan Pfeiffer, Catherine Rambaud, Pascaline Ryan‑Schreiber, Susanna Salk, Ariel y Karine Toledano.
Por último, pero no menos importantes: Heloïse d'Ormesson y Gilles Cohen‑Solal.
T. de R. Lucca, Italia, julio de 2002 París, mayo de 2006
Date: 2015-12-13; view: 420; Íàðóøåíèå àâòîðñêèõ ïðàâ |