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París, mayo de 2002 19 page





– No, Antoine, no es el bebé, es la abuela ‑le contesté, y colgué.

Miré al exterior. Ahora la lluvia caía más fuerte, como una densa cortina gris. Iba a calarme. Qué mala pata, maldije, pero daba igual. Mamé, mi maravillosa y encantadora Mamé. No, Mamé no podía irse ahora, la necesitaba. Era demasiado pronto, aún no estaba preparada. En todo caso, ¿cómo podía prepararme para su muerte? Miré a mi alrededor, por el salón, recordando que fue allí mismo donde la vi por primera vez. Y una vez más sentí sobre mí el peso de todos los acontecimientos que habían tenido lugar en aquella casa y que parecían volver para perseguirme.

Decidí llamar a Cécile y a Laure para asegurarme de que ya lo sabían y se ponían en camino. Laure sonaba formal y lacónica; ya estaba en el coche. Me dijo que nos veríamos en la residencia. A Cécile la encontré más frágil y sentimental, al borde del llanto.

– Oh, Julia, no soporto la idea de que Mamé… Ya sabes… Es terrible…

Le conté que no conseguía localizar a Bertrand. Pareció sorprendida.

– Pero si acabo de hablar con él…

– ¿Le has llamado al móvil?

– No ‑me respondió, en tono vacilante.

– ¿En la oficina, entonces?

– Va a venir a recogerme en cualquier momento, para llevarme a la residencia.

– Yo no he logrado contactar con él.

– Ah ‑contestó con cautela‑. Ya veo.

Entonces lo comprendí, y empecé a sentir que la ira crecía en mi interior.

– Estaba en casa de Amélie, ¿verdad?

– ¿Amélie? ‑repitió en tono inexpresivo.

Di una patada en el suelo, impaciente.

– Vamos, Cécile. Sabes perfectamente de quién te estoy hablando.

– Está sonando el timbre, es Bertrand ‑me dijo casi sin respirar, y colgó.

Me quedé en medio de la habitación vacía, empuñando el teléfono como si fuese una pistola. Apoyé la frente contra el cristal frío de la ventana. Me apetecía propinarle un puñetazo a Bertrand. Ya no era su interminable historia de amor con Amélie lo que me fastidiaba, era el hecho de que sus hermanas tuvieran el número de esa mujer y supieran dónde localizarle en caso de emergencias como ésta, mientras que yo no. Era el hecho de que, aunque nuestro matrimonio estaba en las últimas, aún no había tenido el coraje de decirme que seguía viendo a esa mujer. Como siempre, yo era la última en enterarse. La clásica esposa engañada de todos los vodeviles.

Me quedé allí un buen rato, sin moverme, sintiendo las pataditas del bebé.

Me pregunté si acaso Bertrand seguía importándome, y por eso aún me dolía su engaño. ¿O era tan sólo una cuestión de orgullo herido? Amélie y su glamour parisino, su perfección, su atrevido y moderno apartamento con vistas al Trocadero, sus hijos tan bien educados («Bonjour madame») y aquel intenso perfume que se pegaba al pelo y la ropa de Bertrand. Si la quería a ella y a mí había dejado de amarme, ¿por qué tenía miedo a decírmelo? ¿Temía hacerme daño, hacer daño a Zoë? ¿Qué era lo que tanto le asustaba? ¿Cuándo iba a darse cuenta de que no era su infidelidad lo que peor llevaba yo, sino su cobardía?

Me fui a la cocina. Tenía la boca seca. Dejé correr el agua y bebí directamente del grifo, aplastándome la tripa contra la pila. Volví a mirar por la ventana. La lluvia parecía haber amainado. Me puse el impermeable, cogí la cartera y me dirigí hacia la puerta.

Alguien llamó. Tres golpes secos. Es Bertrand, pensé torvamente. Antoine o Cécile debían de haberle dicho que me llamara o que viniera a buscarme.

Me imaginé a Cécile esperándome abajo, en el coche, muerta de vergüenza, y el incómodo y cortante silencio que habría entre nosotros en cuanto me subiera al Audi.

Bien, esta vez se iban a enterar. No pensaba desempeñar el papel de la típica esposa francesa, tímida y dócil. Iba a decirle a Bertrand que a partir de ese momento me contara la verdad.

Abrí la puerta de un tirón, pero el hombre que aguardaba en el descansillo no era Bertrand. Lo reconocí de inmediato por su estatura y por aquellos hombros tan anchos. Tenía el pelo rubio ceniza aplastado y oscurecido por la lluvia.

Era William Rainsferd.

Reculé un paso, sorprendida.

– ¿Vengo en mal momento? ‑preguntó.

– No ‑logré articular.

¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Qué quería?

Nos quedamos mirando el uno al otro. Algo había cambiado en su gesto desde la última vez que le había visto. Parecía demacrado, atormentado por algo. Ya no era el gastrónomo apacible y bronceado al que conocí en Lucca.

– Necesito hablar contigo ‑me dijo‑. Es urgente. Lo siento, no he logrado averiguar tu número y he venido directamente aquí. Como anoche no estabas, se me ocurrió volver por la mañana.

– ¿Cómo has conseguido esta dirección? ‑le pregunté, confusa‑. Aún no está en la guía, todavía no nos hemos mudado.

Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta.

– La dirección estaba aquí. Es la misma calle que mencionaste en Lucca: calle Saintonge.

– No lo entiendo ‑dije, meneando la cabeza.

Me tendió el sobre. Era antiguo y tenía las esquinas rotas. No había nada escrito en él.

– Ábrelo ‑me dijo.

Saqué una libreta fina y desgastada, con un dibujo descolorido, y una larga llave de latón que se me resbaló y cayó al suelo con un ruido metálico. Él se agachó a recogerla y la puso sobre la palma de su mano para que yo pudiera verla bien.

– ¿Qué es esto? ‑le pregunté con cautela.

– Cuando te fuiste de Lucca yo estaba en estado de shock. No podía sacarme aquella foto de la cabeza, y no hacía más que pensar en ella.

– Ya ‑le dije, con el corazón desbocado.

– Cogí un avión y fui a Roxbury, a ver a mi padre. Está muy enfermo, como creo que ya sabes. Se muere de cáncer y ya no puede hablar. Eché un vistazo a la habitación y encontré este sobre en su escritorio. Lo había estado guardando todos estos años. Nunca me lo había enseñado.

– ¿Por qué estás aquí? ‑le pregunté.

Había dolor en sus ojos, dolor y miedo.

– Porque necesito que me cuentes lo que ocurrió. Lo que le ocurrió a mi madre cuando era niña. Necesito saberlo todo. Tú eres la única persona que puede ayudarme.

Contemplé la llave sobre su mano. Luego miré al dibujo. Era un tosco boceto en el que aparecía un niño rubio con el pelo rizado. Parecía estar sentado en un pequeño armario, con un libro sobre las rodillas y un osito de peluche al lado. Al dorso, un garabato medio borrado: «Michel. Rue de Saintonge, 26». Pasé las hojas de la libreta. No había fechas. Sólo frases cortas, como de un poema, en francés, con una caligrafía difícil de descifrar. Algunas palabras me llamaron la atención: «le camp», «la clef», «ne jamais oublier», «mourir» [28].

– ¿Has leído esto? ‑le pregunté.

– Lo he intentado, pero sé poco francés, Sólo entiendo algunos fragmentos.

Mi móvil sonó, y ambos dimos un respingo. Lo busqué a tientas por los bolsillos. Era Edouard.

– ¿Dónde estás, Julia? ‑me preguntó‑. Mamé no está bien. Te necesita.

– Ya voy ‑le dije.

William Rainsferd me miró.

– ¿Tienes que irte?

– Sí. Es una emergencia familiar. La abuela de mi marido. Ha sufrido un derrame cerebral.

– Lo siento.

Por un momento vaciló. Luego me puso una mano en el hombro.

– ¿Cuándo puedo verte para hablar contigo?

Abrí la puerta, me volví hacia él y miré la mano sobre mi hombro. Era extraño y conmovedor verlo en la entrada de aquel apartamento, el mismo lugar que le había infligido a su madre tanto dolor, tanto sufrimiento, y pensar que aún no sabía lo que les había ocurrido aquí a sus familiares, a sus abuelos, a su tío.

– Te vas a venir conmigo ‑le dije‑. Hay alguien a quien quiero que conozcas.

 

M amé tenía la cara blanca y cansada, y parecía dormida. Le hablé, pero no estaba segura de que me oyera. Entonces, sentí que sus dedos me rodeaban la muñeca y la apretaban. Sí, sabía que yo estaba allí.

A mi espalda, la familia Tézac rodeaba la cama. Bertrand, su madre, Colette, Edouard, Laure y Cécile. Y detrás de ellos, titubeando en el vestíbulo, William Rainsferd. Bertrand lo había mirado un par de veces, desconcertado. Probablemente pensaba que era mi nuevo novio. En otro momento me habría hecho gracia. Edouard lo había estudiado con curiosidad, entrecerrando los ojos, y después me miró a mí con insistencia.

Más tarde, cuando salíamos de la residencia, cogí a mi suegro del brazo. El doctor Roche acababa de decirnos que la situación de Mamé se había estabilizado, aunque se encontraba muy débil, y no podía decirnos qué iba a pasar después. Nos había pedido que nos preparáramos, debíamos mentalizarnos de que probablemente sería el fin.

– Lo siento mucho, Edouard ‑le murmuré.

Edouard me acarició la mejilla.

– Mi madre te quiere, Julia. Te quiere mucho.

Bertrand apareció, con gesto sombrío. Me quedé mirándolo. Durante un breve instante me acordé de Amélie, y se me pasó por la cabeza la idea de decirle algo que le hiciera daño, que le escociera, pero al final lo dejé pasar. Después de todo, ya tendríamos tiempo de hablar de ello. Ahora daba igual. Lo único que importaba en este momento era Mamé, y también el hombre alto que me esperaba en el vestíbulo.

– Julia ‑me dijo Edouard volviéndose hacia mí‑, ¿quién es ese hombre?

– El hijo de Sarah.

Sorprendido, Edouard se quedó observándolo durante un par de minutos.

¿ Le has llamado?

– No. Hace poco encontró unos papeles que su padre había tenido escondidos todo este tiempo. Algo que escribió Sarah. Ha venido porque quiere saber la historia entera, y ha llegado hoy mismo.

– Me gustaría hablar con él ‑respondió Edouard.

Fui a buscar a William, le dije que mi suegro quería conocerle y me siguió. A su lado, Bertrand, Edouard, Colette y sus hijas parecían bajitos.

Edouard Tézac lo miró con gesto sereno y calmado, pero tenía los ojos empañados.

Le tendió la mano y William se la estrechó. Fue un momento silencioso e intenso. Nadie habló.

– Así que es usted el hijo de Sarah Starzynski ‑dijo Edouard al fin.

Observé a Colette, Cécile y Laure. Las tres miraban con gesto cortés y al mismo tiempo interrogante. No comprendían qué estaba pasando. Sólo Bertrand lo entendía, era el único que conocía la historia, aunque no había hablado conmigo sobre ello desde la noche en que encontró el cartapacio rojo con el nombre de Sarah. Tampoco lo había sacado a colación cuando conoció a los Dufaure en nuestra casa, un par de meses antes.

Edouard se aclaró la garganta, sin soltarle aún la mano. Se dirigió a él en un inglés bastante bueno, aunque con un fuerte acento francés.

– Soy Edouard Tézac. Es un momento muy duro para conocerle. Mi madre se está muriendo.

– Sí. Lo siento ‑le dijo William.

– Julia se lo explicará todo, pero su madre, Sarah…

A Edouard se le quebró la voz y tuvo que hacer una pausa. Su esposa y sus hijas le miraron sorprendidas.

– ¿Qué es todo esto? ‑murmuró Colette, preocupada‑. ¿Quién es esa Sarah?

– Se trata de algo que ocurrió hace sesenta años ‑contestó Edouard, esforzándose para controlar su voz.

Contuve el impulso de darle un abrazo. Edouard tomó aire y su cara recuperó algo de color. Sonrió a William con timidez. Nunca le había visto antes aquella sonrisa.

– Nunca olvidaré a su madre. Jamás.

Su cara se contrajo en un rictus y la sonrisa se desvaneció. El dolor y la tristeza que sentía volvieron a entrecortarle la respiración, igual que le había pasado el día en que me lo contó todo en el coche.

El silencio se hizo espeso, insoportable, mientras las mujeres seguían mirándonos sin comprender nada.

– Me siento muy aliviado al poder decirle esto hoy, tantos años después.

William Rainsferd asintió.

– Gracias, señor ‑dijo en tono grave. Advertí que él también estaba pálido‑. No sé mucho, pero he venido para conocer la verdad. Tengo entendido que mi madre sufrió mucho, y necesito saber por qué.

– Hicimos todo lo que pudimos por ella ‑dijo Edouard‑. Eso puedo asegurárselo. Julia se lo explicará todo, y le contará la historia de su madre, y lo que mi padre hizo por ella. Adiós.

Se retiró. De repente parecía un hombre consumido y débil. Bertrand le siguió con la mirada, curioso, pero distante. Debía de ser la primera vez que veía a su padre tan conmovido. Sentí curiosidad por saber en qué medida le afectaba y que significaba todo eso para él.

Edouard se alejó, escoltado por su esposa y sus hijas, que le iban bombardeando con preguntas. Detrás, su hijo los seguía con las manos metidas en los bolsillos, sin decir nada. Me pregunté si Edouard iba a contarle a Colette y a sus hijas la verdad. Es muy probable, colegí. Y entonces imaginé la conmoción que les iba a causar.

 

W illiam Rainsferd y yo nos sentamos solos en el vestíbulo de la residencia. Fuera, en la calle Courcelles, seguía lloviendo.

– ¿Te apetece un café? ‑me preguntó.

Tenía una sonrisa muy bonita.

Caminamos bajo la llovizna hasta el café más cercano. Nos sentamos, pedimos dos expresos y durante unos instantes nos quedamos callados.

Entonces me preguntó:

– ¿Tienes mucha relación con esa señora?

– Sí ‑respondí‑. Muy cercana.

– Veo que esperas un hijo.

Me di unas palmaditas en la tripa.

– Me toca en febrero.

Por fin, me pidió con voz pausada: ‑Cuéntame la historia de mi madre.

– No va a ser fácil ‑le advertí.

– Lo sé. Pero necesito oírla. Por favor, Julia.

Empecé a contársela despacio, casi en susurros, levantando los ojos para mirarle a la cara de cuando en cuando. Conforme hablaba, mis pensamientos derivaban hacia Edouard. Probablemente estaría sentado en su elegante salón color salmón de la calle de l'Université, narrándoles la misma historia a su esposa, a sus hijas y a su hijo. La redada. El Vel' d'Hiv'. El campo. La huida. El regreso de la chica. El niño muerto en el armario. Dos familias unidas por la muerte y un secreto. Dos familias unidas por el dolor. En parte quería que este hombre supiera la verdad, pero por otro lado deseaba protegerlo, salvaguardarlo de la cruda realidad, de la terrible imagen del sufrimiento de aquella niña. De su dolor, de su pérdida, que eran también los de él. Cuanto más hablaba y más pormenores le daba, cuantas más preguntas le respondía, más me daba cuenta de que mis palabras le estaban atravesando como espadas.

Cuando acabé, lo miré a la cara. El color había huido del rostro y de los labios. Sacó la libreta del sobre y me lo dio, sin decir nada. La llave de latón estaba en medio de la mesa, entre los dos.

Cogí el cuaderno y volví a mirar a William. Él me animó a leer con un gesto y el brillo de sus ojos.

Abrí el libro y leí mentalmente la primera frase. Después leí en voz alta, traduciendo del francés a nuestra lengua materna. Era un proceso lento; aquella escritura, una sucesión de garabatos finos y torcidos, era difícil de descifrar.

 

¿Dónde estás, mi pequeño Michel? Mi precioso Michel.

¿Dónde estás ahora?

¿Te acuerdas de mí?

Michel,

Soy Sarah, tu hermana.

La que nunca volvió. La que te dejó dentro del armario. La que creyó que estarías a salvo.

 

Michel.

Han pasado los años y aún guardo la llave.

La llave de nuestro escondite secreto.

Ya ves, la he conservado, acariciándola día tras día, recordándote.

La guardo conmigo desde el 16 de julio de 1942.

Aquí nadie sabe nada de la llave ni de ti.

Ni del armario.

Ni de nuestros padres.

Ni del campo.

Ni del verano de 1942.

Ni de quién soy en realidad.

 

Michel.

No ha pasado un solo día en que no haya pensado en ti.

O haya recordado el 26 de la calle Saintonge.

Llevo la carga de tu muerte como si llevara un hijo.

La llevaré hasta mi último día.

A veces me quiero morir.

No puedo soportar el peso de tu trance.

Del fin de mamá, del de papá.

Visiones de vagones para ganado conduciéndolos a su muerte.

Oigo el tren en mi cabeza, lo llevo oyendo una y otra vez durante los últimos treinta años.

No puedo soportar el peso de mi pasado.

Pero tampoco puedo deshacerme de la llave del armario.

Es la única cosa concreta que me queda de ti, aparte de tu tumba.

 

Michel.

¿Cómo puedo fingir ser otra persona?

¿Cómo puedo hacerles creer que soy otra mujer?

No, no puedo olvidar.

El estadio.

El campo.

El tren.

Jules y Geneviève.

Alain y Henriette.

Nicolas y Gaspard.

 

Mi pequeño no me hace olvidar. Le quiero, es mi hijo.

Mi marido no sabe quién soy.

No conoce mi historia.

Venir aquí ha sido un terrible error.

Pensé que podía cambiar. Pensé que podía dejarlo todo atrás.

Pero no puedo.

 

Los llevaron a Auschwitz. Los asesinaron.

Mi hermano. Él murió en el armario.

No me queda nada.

Pensé que me quedaba algo, pero me equivocaba.

No basta con un hijo y un marido.

Ellos no saben nada.

No saben quién soy.

Y nunca lo sabrán.

 

Michel.

En mis sueños apareces y me alcanzas.

Me coges de la mano y me llevas.

Esta vida es una carga para mí.

Miro la llave y te anhelo a ti, y al pasado.

Los días cómodos y sencillos antes de la guerra.

Sé que mis heridas jamás cicatrizarán.

Espero que mi hijo me perdone.

Él nunca sabrá.

Nadie lo sabrá.

 

Zakhor. Al Tichkah.

Recordar. Nunca olvidar.

 

E l café era un sitio animado y bullicioso, pero a nuestro alrededor se había formado una burbuja de silencio absoluto.

Solté el cuaderno, abatida por lo que ahora sabía.

– Se suicidó ‑afirmó William sin levantar la voz‑. No fue un accidente. Estrelló el coche contra el árbol.

No dije nada. Era incapaz de articular palabra y no sabía qué decir.

Tenía ganas de cogerle la mano, pero algo me lo impedía. Respiré hondo, y aun así las palabras no me salieron.

La llave seguía entre los dos, encima de la mesa. Un testigo silencioso del pasado, de la muerte de Michel. Sentí que William se cerraba en banda, igual que había hecho en Lucca, cuando levantó las palmas de las manos como si quisiera empujarme. Una vez más, resistí el poderoso impulso de tocarle, de abrazarle. ¿Por qué sentía que podía compartir tantas cosas con aquel hombre? Por alguna razón, no me sentía en la compañía de un desconocido; y lo más raro era que no me sentía aún menos extraña para él. ¿Qué nos unía? ¿Mi investigación, mi búsqueda de la verdad, mi compasión por su madre? Él lo desconocía todo sobre mí, ignoraba que mi matrimonio se iba a pique y que había estado a punto de abortar en Lucca. No sabía nada de mi trabajo ni mi vida. Y yo, ¿qué información tenía de él, de su esposa, de sus hijas, de su carrera? Su presente era un misterio para mí, pero en cambio veía su pasado y el de su madre como un oscuro sendero rodeado de antorchas llameantes. Quería demostrarle a aquel hombre que me importaba, que la desgracia de su madre había cambiado mi vida.

– Gracias ‑dijo al fin‑. Gracias por contarme todo esto.

Su voz me sonó artificial, controlada. Me di cuenta de que habría deseado que se viniera abajo, que llorara, que al menos manifestara algún tipo de emoción. ¿Por qué? Sin duda, porque yo misma necesitaba desahogarme y derramar lágrimas que borraran el dolor, el sufrimiento, el vacío. Me hacía falta compartir mis sentimientos con él en una comunión íntima y privada.

Iba a marcharse. Se levantó de la mesa y cogió la llave y el cuaderno. No soportaba la idea de que se fuera tan pronto. Si se iba ahora, estaba convencida de que no volvería a saber nada de él nunca más. Ya no querría verme ni hablar conmigo, y perdería el último lazo de unión que me quedaba con Sarah. Lo perdería a él. Y por alguna remota y oscura razón, William Rainsferd era la única persona con la que me apetecía estar en aquel momento.

Debió de notarme algo en la cara, porque antes de alejarse de la mesa vaciló un instante.

– Quiero ir a esos lugares ‑me dijo‑. Beaune‑la‑Rolande y la calle Nélaton.

– Puedo ir contigo si quieres.

Sus ojos se posaron sobre mí. De nuevo percibí el contraste entre los sentimientos que le inspiraba, una complicada mezcla de rencor y gratitud.

– No, prefiero ir solo. Eso sí, te agradecería que me facilitaras la dirección de los Dufaure. A ellos también me gustaría visitarlos.

– Claro ‑contesté. Busqué en mi agenda y le apunté las direcciones en un trozo de papel.

De repente volvió a dejarse caer sobre la silla.

– ¿Sabes? Me apetece tomar una copa ‑me dijo.

– Estupendo. Por supuesto ‑repuse a la vez que hacía una señal al camarero, y le pedí vino.

Mientras bebíamos en silencio, me di cuenta de lo cómoda que me sentía con él. Dos compatriotas americanos disfrutando de una copa tranquilos. Por alguna razón no nos hacía falta hablar, y, sin embargo, aquel silencio no resultaba embarazoso. Pero yo sabía que en cuanto terminara el vino se marcharía.

Y el momento llegó.

– Gracias, Julia. Gracias por todo.

No me dijo: Estaremos en contacto, dame tu correo electrónico, hablaremos por teléfono de vez en cuando. No, no dijo nada de eso. Pero yo sabía lo que significaba su silencio, alto y claro: No me llames. No te pongas en contacto conmigo, por favor. Necesito recomponer mi vida. Necesito tiempo, silencio y paz. Necesito descubrir quién soy.

Lo vi alejarse bajo la lluvia, hasta que su silueta se desvaneció entre la gente de la calle.

Acomodé las manos sobre la curva de mi tripa y me dejé arrastrar por la marea de la soledad.

 

C uando llegué a casa aquella noche, me encontré con que me esperaba la familia Tézac al completo. Estaban sentados en el salón con Bertrand y Zoë, y capté de inmediato la frialdad del ambiente.

Parecían estar divididos en dos grupos: Edouard, Zoë y Cécile, que estaban «de mi parte», y aprobaban lo que había hecho, y Colette y Laure, que lo censuraban.

Curiosamente, Bertrand no decía nada. Tenía un gesto triste, con las comisuras de los labios caídas, y ni siquiera me miraba.

– ¿Cómo puedes haber hecho algo así? ‑estalló Colette‑. Rastrear a esa familia y ponerte en contacto con ese hombre, que al final no sabía nada del pasado de su madre.

– Pobre hombre ‑añadió mi cuñada, estremecida‑. De pronto ha tenido que averiguar quién es en realidad, que su madre era judía, que liquidaron a su familia entera en Polonia y que su tío murió de inanición. Julia debería haberle dejado tranquilo.

Edouard se levantó de repente y empezó a hacer aspavientos.

– ¡Dios mío! ‑rugió‑. ¿Adónde ha llegado esta familia? ‑Zoë vino a refugiarse bajo mi brazo‑. Julia ha hecho algo muy valiente, algo generoso ‑continuó, temblando de ira‑. Quería asegurarse de que la familia de aquella niña supiera que ella nos importaba. Quería que supiera que mi padre se aseguró de que a Sarah Starzynski la cuidaba una familia adoptiva y recibía amor suficiente.

– Oh, papá, por favor ‑le interrumpió Laure‑. Lo que ha hecho Julia es patético. Remover el pasado nunca es una buena idea, sobre todo con lo que ocurrió durante la guerra. A la gente no le gusta que se lo recuerden. Nadie quiere pensar en ello.

Al decir esto no me miraba, pero yo percibía su hostilidad y leía lo que estaba pensando. La mía era la actitud típica de un americano. No respetaba el pasado, no tenía ni idea de lo que era un secreto de familia y me faltaban modales y sensibilidad. Una americana vulgar e inculta, en suma. L'Americaine avec ses gros sabots [29].

Date: 2015-12-13; view: 384; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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