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Boomerang 11 page





Mi hija se encogió de hombros. Pauline estaba tumbada encima de la cama, sin más ropa que unas braguitas azules minúsculas y un sujetador de volantes. Desvié la mirada de la redondez de unos pechos que parecían lanzarse hacia mí.

– Solamente un par de pitillos, papá ‑contestó Margaux, entornando los ojos.

– Sólo tenéis catorce años ‑rugí‑, y es una de las mayores memeces que podéis hacer.

– Bueno, si es una memez, ¿por qué fumas tú, papá? ‑respondió burlona antes de cerrarme la puerta en las narices.

Y me dejó ahí plantado, con los brazos en jarras. Alcé la mano, lleno de dudas sobre la conveniencia de si llamar o no de nuevo, pero al final no lo hice. Me retiré a mi cuarto y me senté encima de la cama. ¿Qué haría Astrid en una situación semejante? ¿Abroncarla? ¿Castigarla? ¿Amenazarla? ¿Se atrevía a fumar Margaux bajo el techo de su madre? ¿Por qué me sentía tan inútil? Las cosas ya no podían ir a peor. ¿O sí?

 

Angele estaba sexy incluso cuando llevaba puesta esa austera blusa azul de hospital. Me rodeó con sus brazos, sin importarle que estuviéramos en la morgue del hospital, que al otro lado de la puerta acecharan los cadáveres ni que en la cercana sala de espera se sentaran las familias afligidas y desconsoladas.

Su contacto era electrizante.

– ¿Cuándo te quedas libre? ‑susurré.

No la había visto en tres semanas, pues me acompañaba mi padre la última vez que había ido a ver a mi hermana y no tuve la menor posibilidad de pasar un segundo con Angele. François estaba muy cansado y necesitaba que le llevara en el coche de vuelta a casa.

Ella suspiró.

– Ha habido un choque múltiple en la carretera, un par de infartos, un cáncer y un aneurisma… Es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para morir al mismo tiempo.

– Aneurisma… ‑murmuré.

– Una mujer joven de treinta y tantos.

La mantuve cerca de mí y acaricié su cabello liso y brillante.

– Mi madre murió de aneurisma a mitad de la treintena…

Ella levantó los ojos.

– Eras un niño.

– Sí.

– ¿La viste después de muerta?

– No. Cerré los ojos en el último momento.

 

– Las víctimas de aneurisma suelen tener buen aspecto. Esa joven mujer tiene un aspecto adorable. Apenas me ha dado trabajo.

Estábamos en un pequeño corredor frío y silencioso que conducía a la sala de espera.

– ¿Ya has visto cómo se encuentra tu hermana?

– Acabo de llegar, pero está con las enfermeras. Ahora voy a volver a su habitación.

– Vale. Dame un par de horas. Debería haber terminado en ese tiempo.

Angele me dio un beso cálido y húmedo en los labios. Luego tomé el camino de regreso a la habitación de Mélanie. El hospital parecía más ocupado y concurrido de lo habitual.

El semblante de mi hermana estaba menos pálido, casi había recuperado el tono sonrosado, y los ojos se le iluminaron nada más verme.

– Estoy deseando irme de aquí ‑me confesó en un susurro‑. Son todos muy amables, pero yo sólo quiero volver a casa.

– ¿Y qué dice la doctora Besson?

– Que tal vez eso ocurra pronto.

Acto seguido me preguntó cómo me había ido la semana. Le sonreí sin saber muy bien por dónde empezar. Vaya semanita, se mirase por donde se mirase. El papeleo del seguro del coche había sido agotador. Había tenido la enésima discusión con Rabagny por lo de la guardería. Florence me había desesperado lo suyo. El rostro de nuestro padre seguía avejentado y exhausto, pero él seguía escaso de paciencia. La semana con los chicos no había sido fácil precisamente y como acababan de empezar las clases los tres andaban un poquito tensos. Nunca había sentido tanto alivio como cuando por fin los dejé en Malakoff. Al final, sólo le comenté a mi hermana que había sido una de esas semanas de mierda en las que todo sale mal, pero sin entrar en detalles.


Me senté junto a ella durante un buen rato y estuvimos de palique sobre las cartas, las flores y sus llamadas telefónicas. Su donjuán entrado en años le había enviado un anillo de rubíes desde una joyería de la cadena Vendôme. Me dio la impresión de que iba a hablar del accidente en un par de ocasiones, pero no lo hizo, luego todavía no había recordado nada. Debía ser paciente.

– Qué ganas tengo de que lleguen el otoño y el invierno ‑comentó Mel con un suspiro‑. Odio el final del verano, odio el calor y todo lo que conlleva. Me muero de ganas de tener esas mañanas frías de invierno y acostarme con una bolsa de agua caliente.

En eso apareció la doctora Besson y me saludó con un apretón de manos. Nos comunicó que en el transcurso de las próximas semanas iba a ser posible trasladar a Mel a París en ambulancia. Probablemente a mediados de septiembre. Se le permitiría pasar en su casa la convalecencia, que duraría un mínimo de dos meses, bajo la supervisión de un fisioterapeuta y visitas periódicas de su médico.

– Su hermana ha mostrado mucho coraje ‑comentó la doctora más adelante, cuando estábamos los dos solos en el despacho de Besson rellenando el papeleo: una pila de documentos de la Seguridad Social y formularios del seguro. Entonces me miró a los ojos‑. ¿Cómo se encuentra su padre?

– Usted cree que no está bien, ¿verdad? ‑Bénédicte Besson cabeceó en señal de asentimiento y yo admití la verdad‑: No nos ha contado ni a mi hermana ni a mí qué le pasa. Está muy fatigado, eso sí lo he observado, pero no puedo decirle más.

– ¿Y qué hay de su madre? ¿Sabe algo?

– Nuestra madre murió siendo nosotros niños.

– Oh, disculpe ‑se apresuró a decir.

– Nuestro padre contrajo segundas nupcias, pero no estoy muy seguro de que mi madrastra vaya a contarme nada sobre la salud de su marido. Ella y yo nos tratamos lo justo.

La doctora asintió y permaneció en silencio durante un rato. Luego comentó:

– Sólo deseo asegurarme de que está bajo supervisión médica.

– ¿Por qué se preocupa?

– Sólo quiero asegurarme ‑repuso mientras me observaba fijamente con sus ojos de color avellana.

– ¿Quiere que hable con él?

– Sí. Pregúntele sólo si le está atendiendo su médico.

– De acuerdo, lo haré.

Mientras me dirigía a las oficinas de Angele no dejaba de preguntarme qué síntomas habría advertido la cirujana en mi padre. ¿Qué habría visto su avezado ojo médico que a mí se me había pasado por alto? La situación me sorprendía y me preocupaba. No había visto a mi padre ni había hablado con él desde la última visita, pero había soñado con él durante las últimas semanas, y también con mi madre.


Noirmoutier estaba volviendo a mí como la marea que cubría el paso del Gois y las gaviotas que sobrevolaban los postes de salvamento. Soñaba con mis padres de jóvenes en la playa, mi madre sonreía y mi padre se carcajeaba. También revivía imágenes de mi estancia en la isla con Mélanie, como, por ejemplo, la noche de su cumpleaños, cuando estaba tan guapa con ese vestido negro, o el momento en que la elegante pareja madura de pelo plateado brindó alzando sus copas hacia nosotros, o cuando el chef exclamó: «Madame Rey». Y soñaba con la habitación número 9, la de mi madre. Soñaba con Noirmoutier una y otra vez desde la noche del accidente. No me sacaba la isla de la cabeza en ningún momento.

Morgue del hospital», rezaba el cartel. Llamé con los nudillos una, dos veces, sin recibir respuesta. Permanecí ante la puerta de Angele durante un buen rato sin obtener respuesta, por lo cual deduje que todavía no había terminado con su cometido. Me dirigí a la sala de espera acondicionada para los familiares y tomé asiento. El tiempo transcurría despacio. Revisé el móvil, pero no tenía llamadas perdidas ni recados en el buzón de voz, ni tampoco había recibido mensajes de texto.

Levanté la vista al oír un ruidillo y vi plantada delante de mí a una persona con gafas protectoras, mascarilla, gorro de papel y guantes de látex, ataviada con una bata y unos pantalones de color azul claro metidos por dentro de unas botas de goma. Las facciones hermosamente cinceladas de Angele aparecieron cuando se quitó las gafas y la mascarilla con una mano enguantada.

– ¡Menudo infierno de día! Lamento haberte hecho esperar.

Parecía cansada y tenía el rostro demacrado.

Tras ella descubrí entreabierto el acceso a su consulta y lancé una mirada al interior de la misma, visible desde mi posición. Era una salita azul de tabiques completamente desnudos y suelo de linóleo detrás de la cual había otra estancia de paredes lechosas y un suelo de baldosas blancas, y a través de su puerta abierta alcancé a distinguir una camilla de ruedas, viales y otros utensilios que fui incapaz de identificar.

Flotaba en el aire un fuerte olor de lo más extraño. Ella también lo emitía. Procedía de sus ropas. ¿Era ése el olor de la muerte? ¿U olía a formol? Todo cuanto sabía era que no lo había olido antes y era la primera vez que lo detectaba en ella.


– ¿Tienes miedo? ‑preguntó con delicadeza.

– No.

– ¿Quieres entrar?

– Sí ‑contesté sin vacilar.

Se quitó los guantes y su mano cálida se enroscó en torno a la mía.

– Entonces, ven a la guarida de Morticia ‑susurró. Cerró la pesada puerta al entrar. Ahora estábamos en la primera habitación, la de color azul‑. Ésta es la sala adonde se traen los cuerpos para que las familias puedan verlos por última vez. Es una sala de exposición.

Me esforcé por imaginar lo que sucedía en ella. ¿Fue en un lugar similar a éste donde nos enseñaron el cuerpo de nuestra madre a Mélanie y a mí? Debió de ocurrir algo muy parecido. Una parte de mi mente seguía en blanco, y no lograba imaginar ni recordar nada, pero si la hubiera visto muerta, si no hubiera cerrado los ojos hacía tantos años, todo habría ocurrido en una estancia como ésa.

Seguí a Angele hasta la otra habitación, la de mayor tamaño, donde imperaba un olor más intenso, casi inaguantable, muy similar al del azufre. Un cuerpo cubierto por una sábana blanca de hospital descansaba encima de una camilla de ruedas. El lugar estaba muy limpio y la superficie de todo inmaculada. Los instrumentos relucían. No veía mancha alguna. La luz se filtraba a chorros entre los listones de las persianas. Percibí el runrún del aire acondicionado. Aquí dentro hacía más frío que en cualquier otro lugar del hospital.

– ¿Qué deseas saber? ‑inquirió mi guía.

– Lo que puedas contarme.

Ella esbozó una sonrisa.

– Deja que te presente al paciente de esta tarde.

Retiró con suavidad la sábana y dejó al descubierto el cadáver de la camilla. Noté cómo me envaraba, exactamente igual que hice cuando retiraron el lienzo del cuerpo de mi madre, pero ante mis ojos se mostraba el rostro tranquilo y pacífico de un anciano de poblada barba blanca vestido con traje gris, camisa blanca y unos zapatos de cuero de marca. Lucía una corbata de color azul marino. Las manos descansaban cruzadas sobre el pecho.

– Acércate, no te va a morder ‑me azuzó.

El difunto parecía dormido y no me percaté del rigor mortis hasta que estuve junto a él.

– Es monsieur B. Ha muerto de un infarto a los ochenta y cinco años.

– ¿Tenía este aspecto tan estupendo cuando entró?

– Lo trajeron púrpura, con un pijama lleno de manchas y un rictus crispado en el rostro.

Me estremecí.

– Comienzo por asear a los pacientes. Me tomo un tiempo, porque los lavo de la cabeza a los pies. Uso una manguera especial ahí. ‑Señaló una pileta y un grifo cercanos‑. También empleo una esponja y jabón antiséptico. Mientras dura este proceso, les masajeo brazos y piernas para que el rigor mortis no los agarrote demasiado deprisa. Les sello los ojos con unas cubiertas especiales y suturo los labios, aunque odio esa palabra, prefiero decir que les cierro la boca. A veces uso algún adhesivo porque muestra un aspecto más natural. Me repatea ver esas bocas zurcidas de cualquier manera que entregan algunos embalsamadores. Si el cuerpo o el rostro presenta algún trauma especial, trabajo las áreas dañadas con cera u otros productos. En ocasiones es muy laborioso y lleva un buen rato. Luego es cuando empiezo el proceso de embalsamamiento. ¿Sabes en qué consiste?

– No exactamente ‑admití con sinceridad.

– Inyecto el fluido embalsamador en la carótida, justo aquí‑me explicó mientras señalaba el cuello de monsieur B‑ y lo dreno por la yugular. ¿Sabes qué es un fluido de embalsamamiento?

– No.

– Una solución química capaz de devolver el color natural y retrasar la descomposición por un tiempo. Cuando se lo inyecté a monsieur B, por ejemplo, le borró todo rastro de congestión púrpura del semblante. Tras inyectar el compuesto químico, utilizo un aspirador para succionar todos los fluidos del cuerpo. Lo aplico al estómago, el abdomen, el corazón, los pulmones, la vejiga. ‑Hizo una pausa para preguntar‑: ¿Estás bien?

– Sí ‑contesté, y una vez más era cierto.

Nunca antes había visto un cadáver, aparte de la silueta de mi madre cubierta por un lienzo. Tenía cuarenta y tres años y jamás había visto un muerto. Para mis adentros le agradecí mucho a monsieur B ese aspecto suyo tan saludable y sonrosado. ¿Había tenido mi madre un aspecto similar al de ese caballero?

– ¿Y qué haces después?

– Lleno las cavidades con productos químicos concentrados para luego suturar todas las incisiones y orificios, lo cual también requiere su tiempo. No voy a entrar en detalles. No te gustaría, te lo aseguro. Por último, visto a mis pacientes.

Me encantaba la forma en que decía «mis pacientes». Estaban inertes como la piedra y aun así seguían siendo sus pacientes. Me fijé en un detalle: la mano sin guante había descansado sobre el hombro de monsieur B durante todo el tiempo que había durado la explicación.

– Aplico el maquillaje al final de todo el proceso. Estaba con eso cuando has llamado a la puerta. Tiene que resultar natural. En ocasiones pido fotografías recientes de los pacientes para conocer su aspecto cuando estaban vivos. Intento ajustarme a eso.

– En cuanto a monsieur B, ¿todavía no le ha visto su familia?

Ella echó un vistazo a su reloj.

– Mañana. Estoy muy satisfecha con monsieur B, por eso te lo he enseñado. En el día de hoy he tenido otro paciente, y no estoy tan contenta con él…

– ¿Por qué?

La tanatopractora se alejó de la camilla y se dirigió hacia la ventana, donde se quedó quieta y en silencio durante un buen rato antes de contestar.

– La muerte puede ser muy desagradable a veces y, da igual lo que hagas o cuánto te esfuerces, no consigues proporcionarle un aspecto lo bastante relajado para que lo contemple la familia.

Me estremecí al pensar en lo que estaría obligada a ver esa mujer todos los días.

– ¿Cómo es que no te afecta?

Ella se volvió y me miró fijamente.

– Es que sí me afecta. ‑Lanzó un suspiro, se acercó a monsieur B y volvió a cubrirle con la sábana‑. Me dedico a esto por mi padre. Se suicidó cuando yo tenía trece años. Fui yo quien lo encontró. Me lo encontré sobre la mesa de la cocina con los sesos esparcidos por las paredes al volver de clase.

– ¡Jesús! ‑se me escapó.

– Mi madre se puso hecha un manojo de nervios y yo tuve que efectuar todas las llamadas necesarias y encargarme de todo, y acabé por organizar el funeral. Mi hermana mayor se vino abajo, pero yo crecí ese día y me convertí en la tía dura que soy ahora. La tanatopractora que se encargó de mi padre hizo un trabajo increíble. Reconstruyó la cabeza de mi padre con cera y así tanto mi madre como la familia pudieron ver el cadáver sin desmayarse. Yo era la única que le había contemplado tal y como quedó tras el suicidio. Me impresionó tanto la habilidad de esa mujer que supe que de mayor querría dedicarme a lo mismo. Aprobé el examen y me convertí en tanatopractora a los veintidós años.

– ¿Fue duro?

– Al principio sí, mucho, pero yo sé qué importante es cuando has perdido a alguien poder ver con paz por última vez a ese ser querido.

– ¿Hay muchas mujeres en este trabajo?

– Más de las que piensas. Cuando me encargo de bebés o de niños, los padres sienten un gran alivio cuando se enteran de que soy mujer. Creen que nosotras vamos a ponerle más esmero, que tenemos un toque más amable y vamos a prestar más atención al detalle y a la dignidad.

Se volvió hacia mí, me tomó de la mano y poco a poco esbozó una de esas lentas sonrisas suyas.

– Deja que me dé una ducha rápida y nos iremos a mi casa. ‑Entramos en unas consultas contiguas, detrás de las cuales había un cuarto de aseo con azulejos blancos‑. Será cosa de un minuto ‑aseguró.

Examiné las fotografías de su mesa, varias de ellas eran imágenes en blanco y negro de un hombre rondando los cuarenta. Debía de ser el padre de Angele, a juzgar por el gran parecido existente entre ambos. Tenían los mismos ojos e idéntico mentón.

Me senté en la mesa del despacho y paseé la mirada por sus papeles, agendas, ordenador y cartas, la parafernalia habitual de un día de trabajo, vamos. Había una pequeña agenda junto al móvil. Estuve tentado de alargar la mano para cogerla y hojearla. Quería saberlo todo acerca de la fascinante Angele Rouvatier: sus citas, sus encuentros, sus secretos…, pero al final no lo hice, me contenté con quedarme sentado y esperarla, sabiendo que probablemente no era sino un novio más de una larga serie.

Imaginé el chorro de agua sobre su piel desnuda cuando empecé a oír la ducha en la habitación contigua y fantaseé con mis manos recorriendo esa piel y ese cuerpo sedoso, con esos labios cálidos y húmedos, y me regodeé pensando lo que iba a hacerle cuando estuviera en su casa, lo cual me provocó una erección de campeonato. No sabía yo si eso encajaba mucho con la morgue de un hospital.

Sentía como si mi vida se hubiera iluminado por vez primera en mucho tiempo y se filtraran unos rayos de luz entre las nubes después de la tormenta, como el Gois cuando emerge entre las aguas en retroceso de la bajamar.

Y quería sacarle el máximo partido.

 

Mélanie volvió a casa por vez primera desde el accidente a mediados de septiembre. La acompañé cuando cruzó el umbral de su apartamento y percibí con toda claridad la palidez de su rostro y su debilidad. Todavía llevaba muletas y caminaba con paso inseguro. Las semanas siguientes iban a estar consagradas a la rehabilitación con un fisioterapeuta. Estaba eufórica por volver a casa y una sonrisa le iluminó el semblante cuando vio a todos sus amigos cargados de flores y regalos para celebrar su regreso.

Siempre que me dejaba caer por la calle de la Roquette había alguien con ella preparándole un té, haciéndole la comida, escuchando música en su compañía o haciéndola reír. Nos dijo que si todo iba bien estaría en condiciones de volver al trabajo en primavera, lo cual no significaba que deseara hacerlo.

– No sé si el negocio editorial es tan excitante ‑nos admitió a Valérie y a mí en el transcurso de una cena‑. Me resulta difícil leer. No logro concentrarme, eso es todo. Nunca me había pasado antes nada parecido.

£1 accidente había cambiado a mi hermana. Ofrecía un aspecto más sereno y meditabundo, menos tenso. Había dejado de teñirse el cabello, por lo cual empezaron a verse hebras plateadas en su cabeza, lo cual le daba un aspecto todavía más elegante. Un amigo le regaló una gatita, una felina negra de ojos dorados llamada Mina.

Cuando hablaba con ella me asaltaba la tentación de soltarle a bocajarro:

– ¿Te acuerdas de qué estabas a punto de decirme cuando nos estrellamos, Mel?

No lo hacía, por descontado. Su flojera todavía me asustaba y, en el fondo, había renunciado más o menos a que llegara a acordarse alguna vez, pero esa idea no se me iba de la cabeza.

– ¿Qué me cuentas de tu admirador maduro? ‑le pregunté un día medio en broma mientras Mina ronroneaba sobre mis rodillas.

Nos hallábamos en el enorme y luminoso cuarto de estar, dominado por hileras de estantes llenos de libros, paredes pintadas de un verde oliva claro, una mesa de mármol redonda y una chimenea. Mélanie obraba maravillas en su apartamento, adquirido hacía quince años sin haberle pedido prestada ni una sola moneda a nuestro padre. Lo hizo cuando todavía no era más que un conjunto de salas contiguas destinado al servicio de habitaciones en el último piso de un edificio sin pretensiones. En aquel entonces esa zona no era un distrito de moda. Había tirado los tabiques y puesto parqué en los suelos, además de instalar una chimenea. Hizo todo eso sin contar con mi ayuda ni mis sugerencias, lo cual me resultó insultante en ese momento, pero al final terminé por comprender que ésa era la forma de actuar de mi hermana: hacer las cosas por sí misma, y la admiré por ello.

– Ah, él… ‑Ladeó la cabeza‑. Todavía me escribe y me manda rosas, e incluso me ha ofrecido llevarme a Venecia para pasar un largo fin de semana. ¿Me imaginas en Venecia con las muletas? ‑Nos echamos a reír‑. Dios, ¿cuándo fue la última vez que practiqué sexo? ‑Me miró con aire ausente‑. Ni siquiera me acuerdo, pero debió de ser con él… Pobre viejo. ‑Entonces, me dirigió una mirada inquisitiva‑. ¿Y qué hay de tu vida sexual, Tonio? Últimamente te muestras de lo más reservado, pero hacía años que no te veía tan animado.

Sonreí al pensar en los suaves y blancos muslos de Angele. No estaba muy seguro de cuándo iba a volver a verla, pero la ansiedad de la espera hacía que, en cierto modo, todo fuera aún más excitante. Hablábamos varias veces por teléfono todos los días e intercambiábamos mensajes por correo electrónico y SMS por teléfono. Por las noches podía verla desnuda a través de la webcam en mi habitación, donde me encerraba como un adolescente vergonzoso. De forma imprecisa, admití ante mi hermana estar manteniendo una relación a distancia con una embalsamadora de lo más sexy.

– ¡Caramba! ‑se le escapó a Mel‑. Eros y Tánatos. ¡Menudo potaje freudiano! Y dime, ¿cuándo voy a conocer a la dama?

Le conté la verdad: ni siquiera yo sabía cuándo iba a verla en persona. Estaba seguro de que la novedad de la webcam pasaría con el tiempo, y entonces iba a necesitar tocarla de verdad, poseerla, tenerla en carne y hueso. No usé esos términos con Mélanie, pero ella se hizo una idea bastante clara de por dónde iban los tiros.

Más tarde, en un mensaje particularmente subido de tono, admití esto ante Angele. Acto seguido recibí un mensaje suyo con el horario del siguiente tren que salía de la estación de Montparnasse hacia Nantes. No podía subirme a ese tren, ya que tenía una reunión importante para firmar un nuevo contrato: la reforma de unas oficinas bancarias en el distrito 12°; otro trabajo tedioso, pero, aun así, no podía permitirme el lujo de rechazarlo.

Mi deseo hacia Angele crecía día tras día. La próxima vez que nos viéramos íbamos a montar una buena, lo sabía, y eso era lo único que me permitía seguir adelante.

 

Una mañana de octubre hallé un tesoro en mi bodega. Buscaba una buena botella de vino para agasajar durante la cena a Hélène, Emmanuel y Didier. Quería un caldo de su agrado, uno del que se acordasen durante mucho tiempo, pero en vez de subir con una botella de Croizet Bages lo hice con un viejo álbum de fotos familiar con aire triunfal. Ni siquiera recordaba haberlo tenido alguna vez. Estaba junto a una caja de cartón que no me había molestado en abrir desde el divorcio, perdido entre un montón de postales, mapas, almohadones y mohosas toallas con dibujitos de la factoría Disney. El revoltijo era tal que parecía uno de esos mercadillos de beneficencia en los que se venden artículos usados. Me lancé sobre el álbum sin dejar de preguntarme cómo era posible que hubiera acabado en mis manos sin que yo me acordase.

Había viejas fotos en blanco y negro de mi hermana y mías con ocasión de mi primera comunión, por eso vestía de blanco. Tenía siete años y estaba serio, pero exhibía con orgullo mi reloj nuevo. Mélanie, vestida con un blusón de volantes, estaba rellenita a los cuatro años. La celebración había tenido lugar después de la ceremonia en el piso de la avenida Henri‑Martin. Podía verse champán, zumo de naranja y pellizcos de monja adquiridos en Carette, una confitería muy próxima. Los abuelos me contemplaban con aire benigno. También estaban la tía Solange, mi padre y mi madre. Tuve que sentarme en el suelo. Ahí estaba ella con su pelo negro y esa sonrisa adorable. Apoyaba la mano sobre mi hombro. ¡Era tan joven! Mirando esa fotografía resultaba difícil de creer que le quedaran tan sólo tres años de vida, pues era la viva imagen de la juventud.

Pasé las páginas con lentitud, procurando no dejar caer la ceniza del cigarro sobre ellas. Olían a humedad tras su prolongada estancia en la bodega. Las había también del último verano en Noirmoutier, en 1973. Me percaté de que debía de haber sido mi madre quien pegara las fotos en el álbum. Esa caligrafía redonda y un tanto infantil era la suya. Me parecía verla en su despacho de la avenida Kléber inclinada sobre esas páginas, absorta en su trabajo con pegamento, tijeras y un bolígrafo especial con el que se podía escribir sobre páginas de color negro.







Date: 2015-12-13; view: 364; Нарушение авторских прав



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