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Boomerang 12 page
Mélanie de pie en el Gois durante la bajamar. La pose de Solange en el malecón mientras se fumaba un cigarro. ¿Había hecho mi madre esas fotos? ¿Tenía una cámara? No me acordaba. Mélanie en el puerto y en la playa. Yo enfrente del casino. Mi padre deleitándose al sol. La familia al completo en la terraza del hotel. Me pregunté quién habría tomado esa instantánea. ¿Bernadette? ¿Otra camarera? Mostraba a la perfecta familia Rey en su mejor momento. Cerré el álbum y un objeto blanco salió volando al hacerlo. Me agaché para cogerlo. Era una tarjeta de embarque antigua. Correspondía a un viaje a Biarritz en la primavera de 1989. Figuraba el nombre de Astrid, de soltera, por supuesto: la conocí en ese vuelo. Ella asistía a la boda de un amigo y yo trabajaba para un arquitecto que había recibido el encargo de renovar las oficinas de un centro comercial. Estaba encantado por mi suerte: me había tocado sentarme al lado de una joven muy guapa. Tenía un aire escandinavo y ese aspecto sano de quien hace vida al aire libre, por lo cual me atrajo de inmediato. No era una de esas parisinas menudas y arregladitas que van por la vida con la manicura hecha. Me devané los sesos durante el vuelo en busca de algo que decir para romper el hielo, pero ella llevaba un walkman en los oídos y no apartaba los ojos de la revista Elle. Durante la maniobra de descenso hubo muchas turbulencias y cuando parecía que íbamos a llegar al País Vasco francés se desató la madre de todas las tormentas. Se frustraron los dos intentos de tomar tierra y los pilotos debieron desistir entre los bandazos del avión y el gemido de los motores. A nuestro alrededor, el viento ululaba y el cielo se había oscurecido hasta volverse negro como la tinta a pesar de ser las dos del mediodía. Astrid y yo intercambiamos una sonrisa de aprensión. El aparato se bamboleaba de un lado para otro, revolviéndonos las tripas sin misericordia con cada descenso súbito. Un hombre barbudo situado al otro lado del pasillo se había puesto verde. Extrajo la bolsa para el mareo del bolsillo del asiento y la abrió con gran habilidad para luego, durante lo que pareció una eternidad, vomitar en ella una papilla grasa. Un olor acre a vómito y ajo flotó por el aire en dirección a nosotros. Astrid me miró con impotencia y me las arreglé para decirle que no se asustara. Yo tenía miedo, no de estrellarnos, sino de acabar echando sobre las rodillas de una chica tan guapa los espaguetis a la boloñesa de la comida. Todo cuanto oíamos eran las muestras de mareo de los pasajeros. El reactor fue dando más y más tumbos por el aire de una forma vertiginosa y yo hacía todo lo posible por no mirar hacia el pasajero de barba, que ya había cogido una segunda bolsa y la estaba llenando con un vómito purpúreo. Entonces Astrid acercó su mano a la mía. Así fue como conocí a quien luego sería mi esposa. Me alegró el corazón el hecho de que ella hubiera guardado ese billete de avión durante todo ese tiempo. El intervalo de quince años existente desde la muerte de mi madre hasta la aparición de Astrid parecía un borrón, un camino a través de un túnel oscuro, y no me gustaba pensar en esa época. Yo era como un caballo que tira del arado con las orejeras puestas, sobrepasado por una soledad que me devoraba y de la cual no lograba zafarme. Mi existencia resultó menos deprimente cuando me marché de la avenida Kléber, en la orilla derecha del Sena, donde vivían los selectos, y me pasé a la orilla izquierda con dos compañeros de facultad. En esos años tuve un par de novias y viajé al extranjero para descubrir Asia y América, pero sólo hubo luz cuando Astrid apareció de pronto en mi vida. Luz y felicidad, y risas, y júbilo. Mi mundo se fue al garete cuando mi matrimonio se rompió y al fin asumí que Astrid ya no me amaba, que quería a Serge. Había vuelto a ese interminable túnel negro. Los restos de mi vida con Astrid empezaron a dar vueltas a mi alrededor, en mis sueños y durante el día. Mientras recorríamos todos los pasos legales del proceso de divorcio, ella con determinación y yo con incredulidad, me aferraba a cada momento antes de dejarlo pasar. Uno de esos recuerdos me acechaba de forma especial, el del viaje a San Francisco, nuestro primer viaje como pareja. Eso ocurrió antes de que naciera Arno. Teníamos veinticinco años, éramos jóvenes y estábamos libres de preocupaciones, como suele decirse; estábamos locamente enamorados. Recordaba con agrado un par de momentos estelares de ese recorrido memorable. Uno de ellos es conducir un descapotable por el Golden Gate, en California. El viento agitaba los cabellos de Astrid, que me daban en la cara. El segundo era el hotelito de Pac Heights, en San Francisco, en cuyo teleférico habíamos hecho el amor como locos en unos viajes desenfrenados. Sin embargo, otro me obsesionaba: Alcatraz. Subimos a un barco e hicimos una visita guiada a la isla, desde donde podía atisbarse la ciudad rutilante entre las espléndidas colinas a apenas tres kilómetros de distancia, al otro lado de las frías y traicioneras aguas. Tan cerca y sin embargo tan lejos. Las celdas del bloque «cutre» eran las más deseadas, porque el sol se filtraba por las ventanas. Los presos preferían las de ese lado, les había explicado el guía, porque eran las más cálidas, y en ellas pasaban noches menos duras incluso en lo más crudo del invierno. Y algunas veladas, según contó aquel hombre, los presos podían escuchar el sonido de las fiestas que el viento traía desde el St Francis Yacht Club, al otro lado de la bahía. Durante mucho tiempo me sentí como un recluso de Alcatraz: intentaba con desesperación captar los ecos de las risas, las canciones y la música que flotaban en el viento, escuchar el barullo de un gentío que tal vez pudiera oír, pero jamás ver.
Cuatro semanas antes de Navidad, París ya se había engalanado de reluciente espumillón, como una cortesana chabacana. La tarde de un triste día de noviembre yo estaba sentado en mi despacho, rehaciendo por quinta vez a lo largo de ese día un proyecto complejo: los planos de las oficinas del Banco Bercy. En ese momento tenía que imprimirlos. La impresora profería tales gemidos que parecía una parturienta. Florence, a quien me había faltado el valor para despedirla, pues me daba muchísima lástima, no dejaba de sonarse la nariz ni un momento. Tras cada estornudo, retiraba de las narices los pañuelos llenos de mocos y los hacía girar como si fueran hélices. Me moría de ganas por alargar la mano y darle un par de bofetadas. Los dos meses anteriores habían sido un torbellino de luchas y conflictos. Amo tenía serios problemas en el colegio. Astrid y yo habíamos tenido que ir un par de veces a hablar con los profesores, quienes nos admitieron que, si las cosas seguían por el mismo camino, no sólo perdería el curso, sino que le expulsarían. En ese momento descubrimos consternados hasta dónde llegaban las hazañas de nuestro hijo: malas notas, insolencia, deterioro de material escolar e interrumpir en clase. ¿Cómo podía haberse convertido un chico encantador y de trato tan fácil en un matón y un díscolo? La furia de Arno era tan marcada como el mutismo de Margaux. Nuestra pequeña se iba envolviendo en un mundo frío de descontento y silencio. Apenas nos dirigía la palabra y se pasaba el día enchufada al iPod. Sólo había una forma de comunicarse con ella: enviarle un mensaje de texto, aunque estuviera en la habitación contigua. Únicamente Lucas seguía siendo razonablemente agradable. Por el momento. Además de la existencia de Angele, sólo había una buena noticia: la rápida recuperación de Mélanie. Ya caminaba normalmente, sin pasos vacilantes. El ejercicio regular y la fisioterapia le habían proporcionado la fuerza adicional de la que carecía. Ponerse al día en el trabajo no figuraba entre sus prioridades. Al final se fue a Venecia con ese amante maduro que tenía, pero detrás de mi hermana había otros hombres más jóvenes que no dejaban de proponerle ir a cenar, asistir a conciertos y estrenos de cine. Volví la vista atrás a fin de contemplar el minúsculo árbol de Navidad. Era de plástico e iluminaba la entrada con luces verdes y rojas. Se nos echaban encima las segundas celebraciones navideñas como pareja separada. Astrid estaba en Tokio con Serge, quien tenía una importante sesión de «fotosushi» ‑una expresión que hizo reír mucho a Emmanuel‑ para uno de esos catálogos lujosos impresos en papel satinado. Faltaba para que regresaran al menos otra semana, razón por la cual los chicos estaban pasando todo el tiempo conmigo, y eso resultaba agotador. Sonó el móvil y resultó ser Mélanie. Hablábamos mucho por teléfono para comentar los regalos de Navidad, quién enviaba qué y a quién y qué podría gustarle a tal o cual persona. Habíamos discutido con nuestro padre. Los dos estábamos convencidos de que estaba enfermo, pero él no nos había dicho nada, y cuando nos habíamos enfrentado con Régine ella había asegurado no saber absolutamente nada. Intenté sonsacarle información a Joséphine, pero al final admitió avergonzada que ni había reparado en que estuviera enfermo. Mi hermana me gastó varias bromas por el tema de Angele, «tu Morticia», como la llamaba ella. Admití ante Mel, tampoco tenía por qué ocultarlo, que en ese momento aquella mujer era quien me mantenía en juego, a pesar de que sólo había conseguido verla un par de veces al mes desde ese verano. Angele insuflaba una vitalidad renovada a mi vida. Era independiente hasta la exasperación, sí; probablemente se veía con otros hombres, cierto; sólo se encontraba conmigo cuando quería, es verdad, pero mantenía mi mente lejos de mi ex mujer. Había resucitado mi virilidad en todos los sentidos de la palabra. Todos mis amigos se habían percatado del cambio. Desde que Angele Rouvatier había entrado con paso firme en mi vida, yo había perdido peso, estaba más alegre y había dejado de quejarme. Incluso elegía con más cuidado la ropa que me ponía. Me gustaban las camisas muy blancas y sencillas, llevaba vaqueros negros, como los de ella, y de buena hechura. Me había decantado por un largo abrigo negro que Arno encontraba «guay» y que incluso Margaux miraba con aprobación, y cada mañana me echaba un poco de la colonia que me había regalado Angele, una fuerte fragancia italiana que me hacía pensar en ella, y en nosotros dos. Durante mi larga conversación con Mel el teléfono emitió un pitido que indicaba que tenía una llamada en espera. – Un momento ‑le pedí, y eché un vistazo a la pantalla. Era el número de mi hija. Me telefoneaba tan pocas veces que le dije a mi hermana que debía aceptar esa llamada y que le daría un telefonazo más tarde. – Hola, soy papá ‑saludé con toda jovialidad, pero no obtuve más respuesta que el silencio‑. ¿Eres tú, Margaux? ‑Se me aceleró el corazón cuando al otro lado de la línea se escuchó un sollozo estrangulado‑. ¿Qué ocurre, cielo? Florence volvió hacía mí su rostro de hurón y me lanzó una mirada inquisitiva. Me levanté y me dirigí a toda prisa hacia la entrada de la oficina. – Papá… Margaux me hablaba con voz tan débil que parecía estar a kilómetros de distancia. – Habla, cielo. – ¡Papá! ‑aulló. El sonido de su grito me perforó el tímpano. – ¿Qué ocurre? Los dedos me temblaban tanto que casi se me cae el móvil. Empezó a hablar de forma tan atropellada que no lograba comprender nada, así que le dije: – Margaux, cariño, cálmate, que no te entiendo. La madera del suelo crujió cuando Florence se acercó a mí con sigilo para no perderse ni un detalle. Me giré en redondo y la fulminé con una mirada glacial. Ella dejó un pie en el aire y luego retrocedió otra vez a su mesa. – Margaux, háblame, por favor ‑le pedí mientras encontraba refugio detrás de un gran armario de archivo. – Pauline ha muerto. – ¿Qué…? ‑exclamé, jadeante. – Pauline está muerta. – Pero ¿cómo es…? ‑tartamudeé‑. ¿Dónde estás? ¿Qué ha sucedido? – Ha sido en clase de gimnasia, a primera hora de la tarde ‑contestó con una voz apagada y desprovista de toda emoción. Se me dispararon los pensamientos y me sentí confuso e impotente. Regresé a mi mesa con dificultad y luego reaccioné echando mano al abrigo, la bufanda y las llaves. – ¿Sigues en el gimnasio? – No. Hemos vuelto al colegio. Trasladaron a Pauline al hospital, pero ya era demasiado tarde. – ¿Han avisado a Patrick y a Suzanne? – Supongo que sí. Habría preferido que rompiera a llorar. No soportaba esa voz de autómata. Le aseguré que enseguida estaría allí y salí de la oficina a todo correr sin ni siquiera mirar a Florence. Me dirigí al colegio envuelto en una nube de inquietud. Entretanto, y con verdadero pánico, en el fondo de mi mente iba pensando: «Astrid se ha marchado lejos y no está aquí. Vas a tener que lidiar con esto tú solo; tú, el padre; tú, el papá; tú, ese tipo a quien su hija apenas le ha dirigido la palabra en el último mes; tú, el fulano que ella no se digna mirar». No sentí la mordedura del frío, sólo pensaba en ir lo más deprisa posible. Las piernas me pesaban como el plomo mientras iba soltando neblinosas vaharadas de aliento por la boca. Port Royal estaba a veinte minutos. Grupos de adolescentes y adultos se habían congregado a las afueras del colegio cuando llegué al edificio. Todos tenían los ojos nublados por las lágrimas y la expresión alterada. Al fin, localicé a Margaux. Tenía el rostro ceniciento y las mejillas le centelleaban a causa de las lágrimas. La gente había formado cola para abrazarla y acompañarla en su llanto. Me pregunté cuál era el motivo en un primer momento, pero luego caí en la cuenta de que ella era la mejor amiga de Pauline. Habían ido juntas a ese colegio desde los cuatro años. Habían estado juntas diez años en una biografía de sólo catorce. Un par de profesores me identificaron y acudieron a hablar conmigo. Les contesté con una evasiva mientras me abría paso entre el gentío congregado alrededor de mi hija. La tomé entre mis brazos cuando llegué hasta ella. Estaba débil como un animalillo abandonado. No la abrazaba desde hacía mucho tiempo. – ¿Qué quieres hacer? ‑le pregunté. – Ir a casa ‑respondió en voz muy baja. Di por hecho que, dadas las circunstancias, habían suspendido las clases para el resto de la jornada. Además, ya eran las cuatro y empezaba a hacerse de noche. Ella se despidió de sus amigos y los dos caminamos por el bulevar del Observatoire. El ruido del atasco era ensordecedor: el pitido de los cláxones y el ruido sordo de los motores, pero entre nosotros dos reinaba el silencio. ¿Qué podía decirle? No me salían las palabras. Sólo podía pasarle el brazo por el hombro y estrecharla con fuerza mientras seguíamos andando. De pronto me di cuenta de que cargaba con dos bolsas. Intenté cogerle una para aliviar su carga, pero ella se revolvió como una loca: – ¡No! Y me entregó la otra, la que me resultaba conocida y familiar, su baqueteada Eastpak. Aferró la otra como si le fuera la vida en ello. Debía de ser la de Pauline. Pasamos junto al hospital de Saint‑Vincent de Paul. Ahí era donde habían nacido todos mis hijos, y también Pauline. Ella vino al mundo en ese mismo sitio hacía catorce años. Conocí a Patrick y Suzanne por ese motivo, porque las niñas nacieron con dos días de diferencia. Astrid y Suzanne estuvieron ingresadas en la misma sala. La primera vez que vi a Pauline fue en ese mismo hospital, en una cuna de plástico contigua a la de mi hija. Y ahora había muerto. No me hacía a la idea. Aquello no tenía ningún sentido. Deseaba bombardear a Margaux con preguntas a fin de cerciorarme, pero ella mantenía su rostro demacrado mirando en dirección opuesta a mí. Seguimos caminando mientras anochecía y empezaba a helar. El camino de regreso parecía no terminar nunca. Al final atisbé los enormes cuartos traseros de la réplica en bronce del león de Belfort, en la plaza Denfert‑Rochereau. Ya era cuestión de unos pocos minutos. Nada más llegar a casa preparé un té. Margaux se sentó en el sofá, con el rostro entre las manos y la bolsa de Pauline en el regazo. Me miró de soslayo cuando me acerqué con la bandeja e intentó componer el rostro duro y hermético de un adulto. Deposité la bandeja sobre la mesita de café, llené una taza y le añadí leche y azúcar antes de entregársela. Ella la cogió en silencio mientras yo reprimía el deseo de fumarme un cigarro. Podía aguantar con uno nada más, pero fumar en ese momento me parecía un error. – ¿Puedes contarme lo sucedido? Ella dio un sorbo muy lento antes de susurrar con voz tensa: – No. De pronto, la taza se le cayó al suelo y, del susto, pegué un bote. Mi hija se atragantó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Jamás la había visto tan fuera de sí, con el rostro hinchado y colorado a causa de una ira que le crispaba las facciones. – ¿Por qué ha sucedido esto, papá? ¿Por qué le ha pasado a Pauline? ¡Sólo tenía catorce años! ‑gritó a plena voz, echándome saliva en la cara. No sabía cómo calmarla. No lograba pronunciar palabras de consuelo ni se me ocurría nada. Me sentía inútil. Era un náufrago y me encontraba perdido. ¿Qué podía decirle a mi hija? ¿Cómo podía ayudarla? Ojalá Astrid estuviera conmigo. Ella sabría qué hacer y decir, las madres siempre tienen una maña especial para esas cosas; los padres no; al menos yo no. Y por eso le di una respuesta inútil. – Llamemos a tu madre ‑musité mientras intentaba calcular la diferencia horaria con Japón‑. ¿Qué te parece? ¿Por qué no la telefoneamos? Mi hija me miró fijamente con desdén y se puso en pie delante de mí, sin dejar de aferrar la bolsa de su amiga. – ¿No puedes ofrecerme nada más? ‑murmuró, ultrajada‑. «¿Llamemos a tu madre?» ¿Crees que así me ayudas ahora mismo? – Margaux, por favor… ‑murmuré. – Eres patético ‑siseó‑. Es el peor día de mi vida y no tienes ni puta idea de cómo ayudarme. Te odio, te odio. Se dio la vuelta y anduvo dando grandes zancadas hasta meterse en su habitación y cerrar de un portazo. Esas palabras escocían lo suyo, hacían daño. Me importaba un pimiento qué hora fuera en Japón. Fui en busca del papel donde estaba apuntado el teléfono del hotel de Astrid y marqué los números con torpeza. «Te odio, te odio». No lograba sacarme esas palabras de la cabeza. La puerta de la entrada se abrió con estruendo y entraron los chicos. Amo venía pegado al móvil, como de costumbre, y Lucas comenzó a decirme algo en el preciso momento en que alguien en Tokio descolgaba el teléfono. Alcé la mano para pedir silencio y pregunté por Astrid usando su nombre de soltera, pero entonces caí en la cuenta de que la habitación estaría registrada a nombre de Serge. El recepcionista me informó de que era la una de la madrugada de la hora local, y yo le repliqué que se trataba de una emergencia. Mis hijos me contemplaron sin salir de su asombro. Al otro lado de la línea Serge empezó a soltar una ristra de quejas, pero le hice callar y le pedí que se pusiera Astrid. – ¿Qué ocurre, Antoine? ‑preguntó con esa voz floja de quien no le llega la camisa al cuerpo. – Ha muerto Pauline. – ¿Qué? Astrid respiró hondo a miles de kilómetros y los chicos me contemplaron horrorizados. – No sé cómo ha ocurrido. Margaux está en estado de shock. Pauline ha caído fulminada en clase de gimnasia. Acabo de enterarme. Se quedó en silencio. Podía imaginármela incorporada en la cama con el pelo alborotado y él a su lado. Estaría en una de esas elegantes habitaciones equipadas con alta tecnología dentro de un hotel situado en un rascacielos con baños ultramodernos y vistas al negro corazón de la noche. El catálogo de sushi estaría desplegado sobre una mesa larga junto al equipo fotográfico y un ordenador portátil encendido. Las espirales del salvapantallas estarían refulgiendo en la oscuridad. – ¿Sigues ahí? ‑pregunté al final, viendo que se prolongaba el silencio. – Sí ‑contestó al final con voz calmada, casi fría‑. ¿Puedo hablar con ella? Los chavales, boquiabiertos, se apartaron con movimientos torpes para dejarme paso. Me dirigí hasta la habitación de mi hija teléfono en mano y llamé a la puerta cerrada. No obtuve respuesta. – Es tu madre. Ella abrió una rendija para que le pasara el teléfono y volvió a cerrar con otro portazo. Conseguí escuchar un sollozo sofocado y luego la voz temerosa de Margaux. Regresé al cuarto de estar, donde mis hijos me esperaban petrificados. Lucas se había puesto blanco como la pared y luchaba por contener las lágrimas. – ¿Cómo ha muerto Pauline, papá? El móvil empezó a sonar antes de tener oportunidad de contestarle. Era el número de Patrick, el padre de Pauline. Acepté la llamada con la boca seca y el corazón en un puño. Había conocido a ese hombre el día del nacimiento de su hija y durante estos catorce años habíamos entablado conversaciones interminables sobre jardines de infancia, escuelas, vacaciones, excursiones, profesores malos y buenos, quién recogía a quién y dónde, viajes a Disneylandia, fiestas de cumpleaños, fiestas de pijamas y campamentos de verano. Me llevé el teléfono al oído y sólo fui capaz de articular su nombre. – Hola, Antoine ‑me saludó con un hilo de voz apenas audible‑. Verás… ‑Soltó un suspiro. Me pregunté dónde estaría. Probablemente seguiría en el hospital‑. Necesito tu ayuda. – Claro, por supuesto, cualquier cosa… – Creo que Margaux tiene las cosas de Pauline. La bolsa del colegio y sus ropas. – Así es. ¿Qué quieres que haga? – Sólo que las tengas a mano. Pauline… tenía ahí su carné de identidad, las llaves y el móvil. E imagino que también la cartera. Tenlo todo a mano, y quédatelo por el momento… Las lágrimas me humedecieron los ojos cuando oí cómo se le quebraba la voz. – Dios mío, Patrick, yo… ‑farfullé. – Lo sé, lo sé ‑repuso él, luchando por contener el temblor de su propia voz‑. Gracias, gracias, amigo. Me colgó sin más. Un torrente de lagrimones salió en tromba por mis lacrimales. Ya no había forma de retenerlos. Resultó extraño, porque no hubo sollozos ni hipidos como la noche del accidente. Solté un flujo continuo de lágrimas y nada más. Apagué el móvil con gesto lento y me derrumbé en el sofá con el rostro oculto entre las manos. Mis hijos se quedaron de pie frente a mí durante unos instantes, sin saber qué hacer. El primero en acudir a mi lado fue Lucas. Metió la cabeza entre mis brazos para encajarse junto a mí. Sus mejillas mojadas se deslizaron sobre las mías. Amo se tiró a mi lado y sus brazos huesudos me rodearon por la cintura. Mis hijos me veían llorar por primera vez en su vida, pero ya era demasiado tarde. No logré detener el flujo de lágrimas y dejé de intentar contenerlas. Permanecimos de esa guisa durante un buen rato.
La bolsa de Pauline estaba en la entrada junto a un montón de prendas dobladas de forma primorosa. Mis ojos iban de la bolsa a la ropa y viceversa, una y otra vez. Era tarde, las dos o las tres de la madrugada, pero sentía la noche como un pozo negro. Ya no me quedaban lágrimas: las había soltado todas, y en el camino me había fumado medio paquete de tabaco. Tenía el rostro hinchado y me dolía todo el cuerpo, pero me asustaba la idea de acostarme. La luz seguía encendida en la habitación de Margaux, podía escuchar su respiración agitada cada vez que pegaba la oreja a la puerta. Al final se durmió, al igual que los chicos, y el apartamento se sumió en el silencio. Apenas había tráfico en la calle Fridevaux. Hice lo posible por no mirar dentro de la bolsa, en serio, pero parecía estar llamándome, y al final caí en la tentación. Me acerqué de puntillas y la cogí con cautela. Me senté con las ropas y la bolsa sobre el regazo. ¿Cómo era posible que Pauline hubiera muerto y ahora sus efectos personales estuvieran sobre mi regazo? Abrí la cremallera de la bolsa y hurgué en sus cosas. Hallé un cepillo para el pelo con algunos largos pelos todavía atrapados en sus púas. Pauline estaba muerta y yo sostenía entre los dedos cabellos suyos. No me entraba en la cabeza. El móvil estaba puesto en modo silencio. Lo examiné. Tenía 32 llamadas perdidas. ¿La habrían telefoneado algunos amigos suyos sólo para oír el sonido de su voz? Tal vez yo habría hecho lo mismo si hubiera muerto mi mejor amigo. Hojeé los libros de texto y los apuntes. Tenía una letra excelente y era una buena estudiante, mejor que Margaux. Quería estudiar Medicina, lo cual enorgullecía a Patrick. ¡Sabía qué quería ser a los catorce años! Le abrí la cartera, que era un auténtico cajón de sastre: maquillaje, lápiz de labios, desodorante, la agenda y el carné de identidad con una fotografía de hacía dos años; ésa era la Pauline que yo conocía, la chica huesuda con quien solía jugar al escondite. Hojeé la agenda. En ella figuraban las citas y tareas de las dos semanas siguientes. «Dallad el domingo», rezaba una entrada, y al lado había dibujado un corazón rosa. Dallad era el sobrenombre de Margaux, y Pitou el de Pauline. Había sido así desde que eran pequeñas. Date: 2015-12-13; view: 393; Нарушение авторских прав |