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Boomerang 7 page





– Sí, la verdad. No sé nada de ti.

Un grupo de gente entró en la cafetería y nos miraron escandalizados porque estábamos fumando. Nos dimos prisa en apagar los Marlboro.

– No olvides que yo ya me había ido del piso de Kléber cuando tú naciste ‑observé.

– Tal vez, pero sigues siendo mi hermanastro. Estoy aquí porque me preocupo por Mel y por ti.

El comentario estaba tan fuera de lugar viniendo de sus labios que me quedé boquiabierto.

– Cierra esa boca, Antoine. ‑Joséphine sonrió con suficiencia y yo me carcajeé a gusto‑. Háblame de vuestra madre ‑me pidió‑. Nadie la menciona.

– ¿Qué quieres saber?

Ella enarcó una ceja.

– Cualquier cosa.

– Murió en 1974 a causa de un aneurisma cerebral. Tenía treinta y cuatro años. Todo sucedió muy deprisa. Se la habían llevado al hospital cuando volvimos del colegio.

Había muerto. ‑La miré fijamente‑. ¿No te han contado nada nuestro padre ni Régine?

– No. Continúa.

– Eso es todo.

– No, quiero decir, ¿cómo era?

– Mélanie se parece mucho a ella: menuda y de ojos verde oscuro. Reía sin cesar y nos hacía felices a todos.

Siempre tuve la impresión de que nuestro padre dejó de sonreír tras la muerte de Clarisse y sonrió todavía menos desde que se casó con Régine. No tenía el menor deseo de contarle eso a Joséphine, de modo que cerré el pico, pero estaba convencido de que ella sabía tan bien como yo que sus padres vivían vidas separadas. François se reunía a menudo con otros amigos abogados ya jubilados y se pasaba horas en su estudio, leyendo o escribiendo, y se quejaba por todo. Régine llevaba con paciencia sus refunfuños, se iba a jugar al bridge a su club y procuraba fingir que todo iba bien en la casa.

– ¿Y su familia? ¿No la habéis visto?

– Sus padres murieron cuando ella era joven. Tenía unos orígenes rurales muy modestos. Recuerdo que tenía una hermana algo mayor a quien nunca vi mucho y esa hermana desapareció de nuestras vidas después de su muerte. Ni siquiera sé dónde vive.

– ¿Cómo se llamaba?

– Clarisse Elzyére.

– ¿De dónde era?

– De las Cévennes.

– ¿Estás bien? Tienes mal aspecto.

Le dediqué una amplia sonrisa.

– Gracias ‑contesté. Luego, tras una breve pausa, agregué‑: En realidad, tienes razón: estoy exhausto, ésa es la verdad, y ahora viene él a removerlo todo.

– Ya. No hacéis buenas migas, ¿verdad?

– No mucho.

En realidad, era una verdad a medias. Hacíamos buenas migas mientras vivía Clarisse. Él fue el primero en llamarme Tonio. Teníamos una complicidad silenciosa que encajaba muy bien con el niño tranquilo que fui. Por eso, durante los fines de semana quedaba descartado eso de ir corriendo a jugar al fútbol o a realizar actividades viriles donde se sudara mucho, pero sí dábamos paseos contemplativos por los alrededores y hacíamos frecuentes visitas al Louvre, al ala egipcia, mi favorita. A veces, entre sarcófagos y momias, escuchaba algún comentario: «¿No es ése François Rey, el abogado?». Y yo me enorgullecía de ir de su mano y ser su hijo, pero de eso habían pasado más de treinta años.

– Perro ladrador, poco mordedor.

– Decir eso es fácil para ti, que eres su ojito derecho, la favorita.

– Bueno, no siempre es fácil ser su ojito derecho ‑murmuró. Tuvo el detalle de admitir la verdad de ese hecho con cierta elegancia antes de cambiar de tema‑. ¿Cómo está tu familia?

– Están de camino. Los verás si te quedas por aquí un rato.

– Genial ‑replicó con algo más de alegría‑. ¿Y qué tal, cómo va el curro?

Me pregunté el motivo de tanta pregunta, por qué se esforzaba tanto en simular preocupación. En el pasado, mi hermanastra sólo se había dirigido a mí para pedirme tabaco. Mi trabajo era lo último de lo que deseaba hablar. Se me hacía duro sólo de pensarlo.

– Bueno, sigo trabajando como arquitecto, lo cual sigue sin hacerme feliz.

Me lancé a formularle yo preguntas antes de darle ocasión de averiguar la razón.

– ¿Y qué hay de ti? Ya sabes, el novio, el trabajo y todo eso. ¿Por dónde andas? ¿Aún te ves con el propietario de ese night club? ¿Todavía trabajas con ese diseñador en el barrio de Le Marais?

No saqué a colación el hombre casado con quien tuvo un rollo el año anterior ni el largo periodo de paro, cuando parecía pasarse todo el tiempo en casa, viendo un DVD tras otro en el estudio de François o de compras en el reluciente Mini negro de su madre.

De buenas a primeras, me dedicó una sonrisa que más bien parecía una mueca. Se alisó el pelo negro y se aclaró la garganta.

– De hecho, Antoine, te agradecería de verdad que… ‑Hizo una pausa y carraspeó otra vez‑. Te agradecería que me prestaras algo de dinero.

Sus ojos castaños me taladraron con una mezcla de descaro y súplica.

– ¿Cuánto?

– Bueno, digamos… ¿Mil euros?

– ¿Te has metido en algún lío? ‑pregunté, usando el tono inquisitivo de François que a veces empleaba con Arno.

Ella negó categóricamente con la cabeza.

– No, claro que no. Sólo necesito un poco de efectivo y, ya sabes, preferiría no pedírselo a ellos de ninguna manera.

Di por hecho que con «ellos» se refería a sus padres.

– No llevo una suma tan elevada encima.

– Hay un cajero automático al otro lado de la calle ‑sugirió amablemente, y esperó mi reacción.

– ¿Debo entender que lo necesitas ahora mismo? ‑Ella asintió con la cabeza‑. No me importa prestarte esa suma, pero tendrá que ser con devolución. No he andado muy boyante que digamos después del divorcio.

– Claro, sin problemas. Lo prometo.

– Tampoco creo que me dejen retirar ese importe del cajero.

– Bueno, ¿qué te parece pasarme lo que te dé el cajero en efectivo y el resto en un cheque?

Joséphine se levantó y echó a andar dándose aires, moviendo sus esqueléticas caderas de forma triunfal. Salimos del hospital y nos dirigimos al banco. De camino, encendimos un par de pitillos, y no pude evitar la sensación de haber sido timado, por mucho que ella mostrase esa nueva actitud de hermana.

 

Entregué el fajo de billetes y un cheque a Joséphine. Ella me besó en la mejilla y se alejó como si tal cosa. Yo di un paseo hasta el pueblo, pues por el momento seguía sin apetecerme regresar al hospital. Era uno de esos términos municipales sin nada digno de mención. Enfrente de la iglesia, el pequeño edificio del ayuntamiento lucía una bandera tricolor descolorida. También vi un bar‑tabac [2]y una panadería, así como un hotel de pocas pretensiones llamado L'Auberge du Dauphin, pero no había nadie por los alrededores. El bar‑tabac estaba vacío. Aún era demasiado pronto para comer. Un joven cabizbajo se volvió hacia mí cuando entré. Pedí un café y tomé asiento. Una radio invisible puesta a todo volumen desgranaba las noticias de Europe 1. El mantel de hule de las mesas acumulaba tanta mugre que al menor contacto el dedo se quedaba impregnado de grasa. ¿Debía telefonear a mis amigos cercanos y contarles lo sucedido? Sí, debería llamar a Emmanuel, Hélène y Didier, pero todavía lo diferí un poco más, tal vez porque no deseaba pronunciar ciertas palabras y ponerme a repetir como un loro los detalles del accidente. ¿Y qué hacía con los amigos de Mélanie? ¿Y su jefe? ¿Quién iba a decírselo? Probablemente yo. La próxima semana era un momento importante para ella, pues debía ultimar los preparativos del otoño, la época del año más liada para todos cuantos trabajan en el mundo editorial, y eso incluía a mi ex mujer. Y luego estaban mis propias servidumbres laborales: los estallidos de rabia de Rabagny, la obligación de cambiar otra vez los diseños y la necesidad de encontrar un ayudante antes de despedir a la actual, Florence.

Encendí un cigarro.

– Eso se acabará el año que viene ‑comentó con desdén el joven, y esbozó una sonrisa grosera‑. Todos tendrán que salir a fumar o incluso no entrar. Eso es malo para el negocio. Malo de verdad. Quizá deba chapar el chiringuito.

El tipo tenía pinta de estar un poco chalado, así que decidí no entablar conversación de la manera más cobarde. En vez de contestarle, sonreí, asentí, me encogí de hombros y me sumergí en el examen de mi móvil.

Dejé la nicotina durante diez años, pero volví al vicio cuando Astrid me dijo que amaba a Serge y en un pispás me enganché otra vez. Todos me maldijeron. No me importó. Astrid, una verdadera fanática de la vida sana, se quedó consternada. Me dio igual. El tabaco era lo único que nadie podía quitarme. No tenía otra satisfacción en ese momento de mi vida. Resultaba un pésimo ejemplo para mis hijos, lo sabía, en especial para Arno y Margaux, que estaban en una edad crucial del crecimiento y fumar a sus años se consideraba un hábito de riesgo. El aire de mi apartamento estaba viciado por el olor a tabaco, y eso era lo único que encontraba al llegar a casa, eso y la vista del cementerio. O sea, en ambos casos echaba un vistazo a la muerte. Por supuesto, no podía quejarme del pedigrí de los muertos, los difuntos se contaban entre lo más selecto: Baudelaire, Maupassant, Beckett, Sartre, Simone de Beauvoir. No tardé mucho en aprender a apartar los ojos de la ventana de mi cuarto de estar, o a mirar sólo de noche, cuando las austeras cruces y los mausoleos de piedra ya no resultaban visibles y el largo trayecto hacia el Tour Maine‑Montparnasse no era más que un misterioso espacio negro lleno de nada.

Invertí tiempo a fin de que el apartamento tuviera aspecto y calor hogareño, pero en vano. Le hurté a Astrid el álbum de fotos y arranqué sin miramientos mis fotografías favoritas de los niños y de nosotros, y las planté por las paredes: Arno en mis brazos (yo estaba desconcertado); el primer vestido de Margaux; Lucas triunfal en lo alto de la torre Eiffel, blandiendo un pringoso chupachups; vacaciones en la nieve y de verano; las visitas al castillo del Loira; cumpleaños; fiestas del colegio; Navidades; etcétera. En suma, tenía a la vista una interminable y desesperante exhibición de la familia feliz que habíamos sido en el pasado.

El piso tenía ese aire de vacío descorazonador a pesar de las fotos, las alegres cortinas elegidas con la ayuda de Mélanie, la cocina alegre, los cómodos sofás Habitat y la ingeniosa iluminación. Sólo parecía volver a la vida cuando los niños aparecían los fines de semana que me habían tocado en suerte. Aún seguía despertándome en mi cama nueva, me rascaba la cabeza y me preguntaba dónde demonios estaba. A duras penas soportaba volver a Malakoff cuando llevaba a mis hijos y tener delante la nueva vida de Astrid en nuestra vieja casa. ¿Por qué las personas desarrollamos tanto apego por las casas? ¿Por qué nos duele tanto irnos de una?

Habíamos comprado juntos esa casa hacía doce años. Esa zona no estaba de moda en aquella época, se la consideraba una zona sin glamour y propia de la clase trabajadora, y más de uno alzó las cejas con sorpresa cuando hicimos la mudanza a ese «barrio de mala muerte» en el sur de París. Además, había muchas reformas por hacer. La estrecha y alta casa unifamiliar tenía humedades y se caía a trozos. Por eso era tan barata la propiedad. Nos lo tomábamos como un desafío y nos lo pasamos muy bien cada minuto invertido en ese proceso: los problemas con el banco, con un arquitecto compañero mío, con el fontanero, el albañil, el carpintero, etcétera. Trabajábamos días alternos hasta que al final quedó perfecta y Malakoff fue nuestro pequeño paraíso. Nuestros envidiosos amigos parisinos cayeron en la cuenta de su proximidad a la ciudad y la facilidad de acceso, nada más pasar la Porte de Vanves. Hasta teníamos un jardín. ¿Quién podía presumir de tener un jardín en París? Eso suponía que en verano podíamos comer al aire libre, a pesar del amortiguado rumor de fondo que producía el tráfico constante en el Bulevar Periférico ‑la carretera que circunvala París‑, al que nos acostumbramos enseguida. Cuidé de ese jardín con verdadera dedicación, y también del perro, un desgarbado y viejo labrador que seguía sin comprender por qué me había ido y quién era ese tipo nuevo que dormía en la cama de Astrid. Ay, el bueno de Titus.

Todavía lamentaba la pérdida de esa casa. En invierno me faltaba el acogedor fuego de la chimenea. Echaba de menos el enorme salón ‑siempre deslucido por el continuo trasiego de tres niños y un perro‑, los dibujos de Lucas, los palos de incienso de Astrid, que me producían jaqueca, los deberes de Margaux, las zapatillas de talla 45 de Arno, el sofá rojo oscuro que había conocido días mejores pero todavía servía para echarse una siesta, las butacas combadas que te abrazaban como viejos amigos.

Añoraba nuestro hogar.

Y un día debí abandonarlo. Ese día permanecí de pie en el umbral y me volví para observarlo por última vez. Era la última ocasión en que lo contemplaba como mi casa. Los niños no estaban allí. Astrid me miró con aire nostálgico.

– Estarás bien, Antoine. Los chicos irán a verte un fin de semana de cada dos. Todo saldrá bien, ya lo verás.

Yo asentí con la cabeza ladeada para no dejarle ver las lágrimas que me llenaban los ojos. Ella me había invitado a llevarme lo que quisiera.

– Llévate lo que creas que es tuyo.

Al principio, en un arranque de furia, empecé a llenar cajas de cartón y metí en ellas todos mis trastos viejos de forma brusca y con mala leche, pero luego me lo tomé con más calma. No deseaba llevarme ningún recuerdo, a excepción de las fotografías. No deseaba nada, salvo las fotos. No quería nada de esa casa, excepto que ella volviera a quererme.

Había instalado la oficina en la planta de arriba. Era la oficina ideal, pues tenía espacio, luz y silencio. La había diseñado para mi uso. Cuando subía ahí arriba, desde donde se dominaban todos los tejados de tejas rojas y las cintas grises siempre llenas de coches, me sentía como Leonardo di Caprio cuando se deleitaba en la cubierta maldita del Titanic y gritaba con los brazos extendidos hacia el horizonte: «¡Soy el rey del mundo!».

También perdí la oficina. Era mi refugio, mi guarida. En los viejos tiempos, cuando los niños se dormían, Astrid solía subir a escondidas y hacíamos el amor sobre la alfombra al son de la música de Cat Stevens. Sad Lisa, Lisa, Lisa, sad Lisa, Lisa. Suponía que ahora Serge habría instalado allí sus reales y prefería no pensar qué hacían sobre la alfombra.

Escuché una canción cursi de Michel Sardou mientras permanecía sentado en ese lúgubre café a la espera de que apareciera mi familia y me preguntaba si mi padre no tendría razón después de todo.

Nunca luché por ella. Jamás le monté un buen pollo. Nunca liberé mis demonios. La dejé ir. Yo era manso y obediente, exactamente como había sido de niño. El único que llevaba el pelo peinado hacia atrás y vestía de azul marino. El que decía por favor, gracias y perdón.

Al cabo de un rato, ya fuera del bar, atisbé un Audi conocido, cubierto por una capa de polvo, y salí a su encuentro. Observé a mi familia salir del coche. Ellos ignoraban mi posición, aún no podían verme, porque me ocultaba detrás de un gran árbol situado junto al parking. Se me ensanchó el corazón, pues llevaba un tiempo sin verlos. Amo lucía una melena hasta los hombros, pero el pelo estaba más claro por efecto del sol. Seguía intentando dejarse una perilla que difícilmente iba a sentarle bien. Margaux se había cubierto la cabeza con un pañuelo. Había engordado un poquito, y me alegró, le venía bien no estar tan flacucha. Caminaba sin soltura, no estaba cómoda consigo misma. Lucas fue quien más me sorprendió. El chico regordete era ahora todo brazos y piernas. Pude ver al futuro adolescente en ciernes forcejeando para salir de esa piel, como el increíble Hulk.

Intenté no mirar a Astrid de inmediato, pero no logré mantener la vista lejos de ella por mucho rato. Lucía un vestido vaquero descolorido con botones por delante. Se lo había abrochado casi hasta arriba y le quedaba muy ceñido. Me encantaba ese tipo de ropa. Se había recogido hacia atrás el pelo rubio, y percibí que estaba algo más plateado. Parecía pálida, pero aun así era muy hermosa. No había rastro de Serge. Suspiré con alivio.

Les observé salir del aparcamiento y encaminarse hacia el hospital, momento en el que hice acto de presencia. Lucas pegó un grito y se me echó encima, aferrándose a mí con brazos y piernas. Arno me agarró la cabeza y me dio un beso en la frente. No cabía duda: ya me superaba en estatura. Margaux permaneció en un aparte, apoyada sobre una sola pierna, como un flamenco, pero luego se adelantó y hundió la cabeza en mi hombro. Me di cuenta de que debajo del pañuelo ocultaba el pelo teñido de naranja fosforito. Retrocedí un tanto impresionado, pero no dije nada.

Los niños y yo nos estuvimos saludando durante un buen rato, y dejé a mi ex para el final. Extendí los brazos y la abracé con una angustia que probablemente Astrid malinterpretó como zozobra por la suerte de mi hermana. Experimenté una dicha inconcebible por tenerla tan cerca otra vez. El aroma, la dulzura, el tacto suave como la seda de sus brazos desnudos, todo eso me provocó un mareo. Ella no me rechazó, sino que me devolvió el abrazo. Deseaba besarla y estuve a punto de hacerlo, pero justo entonces recordé que no habían venido aquí por mí, sino por Mel.

Los conduje hasta Mélanie y en el camino nos topamos con François y Joséphine. Mi padre saludó a todos con sus apretujones de rigor. Tomó a Arno por la perilla y tiró de ella.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué es esto? ‑rugió, y luego palmeó la espalda de mi hijo‑. No te eches para delante, que no vales para nada, pánfilo. ¿No te lo dice tu padre? Es tan torpe como tú, la verdad.

Estaba de broma, lo sabía, pero, como siempre, había un toque ácido en sus chanzas. Mi padre se había quejado sobre el modo en que le educaba desde que Arno era un niño, ya que a sus ojos lo hacía mal.

Entramos de puntillas en la habitación de Mélanie. Ella seguía durmiendo. Estaba todavía más pálida que por la mañana. Ofrecía un aspecto frágil y parecía tener muchos más años. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Margaux y percibí su brillo cuando rodaron por sus mejillas. El aspecto de Mel la horrorizó. Le pasé un brazo por los hombros y la atraje hacia mí. Emitía ese olor fuerte a sudor. Ése no es el aroma de canela de una niña. Arno observó fijamente a la enferma con la boca abierta y Lucas se removió inquieto mientras su mirada revoloteaba entre Mel, su madre y yo.

En ese momento, Mélanie ladeó la cabeza y abrió los ojos lentamente. Su rostro se iluminó al ver a los chicos y les dedicó una débil sonrisa. Margaux se echó a llorar y por el rabillo del ojo vi que también Astrid tenía los ojos llorosos, y además le temblaban los labios.

Eso fue superior a mis fuerzas. Retrocedí con sigilo y salí a hurtadillas hasta el pasillo, donde extraje un pitillo del paquete y me lo llevé a los labios.

– ¡Está prohibido fumar! ‑bramó una enfermera con aspecto de matrona mientras me señalaba con el dedo de forma acusadora.

– No está encendido. Lo sostengo, pero no estoy fumando.

La mujer me fulminó con la mirada como si fuera un caco pillado in fraganti y se mantuvo en sus trece hasta que devolví el cigarrillo al paquete.

De pronto pensé en Clarisse. Era la única a quien echaba en falta dentro de esa habitación. Si estuviera viva, ahora se hallaría en ese cuarto, con su hija, conmigo, con sus nietos, con su esposo. Tendría sesenta y nueve años, y no me la imaginaba con esa edad por mucho que lo intentase. Para mí, ella siempre sería joven. Yo era un hombre de mediana edad, una fase de la vida a la cual mi madre jamás llegó. Ella nunca supo cómo se educaba a unos hijos adolescentes: murió antes. Me preguntaba qué clase de madre habría sido cuando nosotros hubiéramos llegado a esa edad, pero habría sido diferente para nosotros, todo habría sido distinto. Mélanie y yo mantuvimos a raya los embates de la adolescencia. No hubo salidas de tono, ni gritos, ni portazos, ni insultos. No tuvimos ninguna saludable manifestación de rebeldía juvenil. La neurótica Régine nos amordazó a conciencia. Blanche y Robert lo vieron con buenos ojos, dando por buena la máxima de que «a los niños se les ve pero no se les oye», y nuestro padre pasaba la noche en algún otro lugar. No le interesaban sus hijos ni cómo podrían acabar siendo algún día.

No se nos permitió ser adolescentes.

 

Una mujer alta uniformada de azul claro me sonrió al pasar mientras acompañaba a mi familia hasta la salida del hospital. Llevaba una placa acreditativa, pero no pude discernir si era médico o enfermera. Le devolví la sonrisa y me pregunté por unos instantes quién podría ser. Estas clínicas de provincias eran estupendas: la gente te saludaba y todo, algo que en París no sucedía jamás. Astrid parecía cansada y conducir con un calor tan intenso no me pareció la mejor de las perspectivas.

– ¿No podéis quedaros un poco más?

Tras unos momentos de vacilación, murmuró algo de que Serge la estaba esperando. Yo había reservado una habitación en un hotel cercano para permanecer cerca de Mel hasta que pudiera moverse. Sugerí que descansase en ella un rato. El cuarto era pequeño, pero fresco. Incluso podía darse una ducha. Ella ladeó la cabeza, pues la idea parecía ser de su agrado. Le entregué la llave y señalé el hotel, justo al otro lado del ayuntamiento. Observé cómo se alejaban Margaux, Lucas y ella.

Arno y yo desandamos parte del camino y nos sentamos en el banco de madera situado enfrente de la entrada.

– Va a salir de ésta, ¿verdad?

– ¿Mel? Puedes apostar que sí. ‑Asentí con la cabeza‑. Va a ponerse bien. ‑El tono de mi voz me pareció forzado y artificial incluso a mí mismo.

– Papá, dijiste que el coche se salió de la carretera.

– Sí, así fue. Mel iba al volante.

– Pero ¿cómo…? ¿Cómo sucedió?

Decidí contarle la verdad. Arno se había encerrado en sí mismo en los últimos tiempos, se había mostrado distante y únicamente me contestaba con monosílabos. Ya no me acordaba de cuándo habíamos tenido la última conversación digna de tal nombre. Oírle hablar de nuevo y ver que tenía sus ojos fijos en mí, y no la mirada perdida en algún lugar próximo a mis pies, me hizo desear prolongar ese contacto inesperado, sin que importase el modo.

– Tu tía estaba a punto de hablarme sobre algo que la preocupaba, y entonces sucedió todo.

Sus ojos, azules como los de Astrid, hicieron un zoom y se clavaron en los míos.

– ¿Qué iba a contarte?

– Sólo le dio tiempo a decir que se había acordado de algo, y ese algo la perturbaba, pero no se acuerda de nada después del accidente.

Arno permaneció en silencio. ¡Qué manazas se le habían puesto! Eran manos de hombre.

– ¿Sospechas de qué se trata?

Respiré hondo.

– Me imagino que es algo relacionado con nuestra madre.

Me miró con cierta sorpresa.

– ¿Vuestra madre? Tú nunca hablas de ella.

– No, pero la estancia en Noirmoutier durante estos tres últimos días nos ha refrescado la memoria.

– ¿Por qué crees que la tía Mel se había acordado de algo sobre la abuela?

Me gustaba la forma en que me interrogaba: preguntas rápidas y sencillas, sin alborotos ni circunloquios.

– Porque nos pasamos casi todo el puente hablando de ella y rememorando anécdotas y todo tipo de cosas.

Me callé. ¿Cómo iba a explicarle todo eso a un hijo de dieciséis años? ¿Qué sacaba en claro de todo ello? ¿Por qué se interesaba?

– Vamos ‑me urgió‑. ¿Qué tipo de cosas?

– Cosas como quién era.

– ¿No te acuerdas?

– No me refiero a eso. El día de su muerte fue el peor de mi vida. Imagínate: te despides de tu madre y vas a la escuela con la canguro, pasas un día de clase normal y la chica viene a buscarte para llevarte a casa, como todas las tardes, y vuelves tan contento con tu napolitana de chocolate en la mano. Sin embargo, cuando llegas al hogar están allí tu padre y tus abuelos con cara de funeral y te sueltan de sopetón que tu madre ha muerto, que le ha pasado algo en el cerebro y ha fallecido. Y luego, en el hospital, te muestran un cadáver debajo de una sábana y te notifican que es tu madre. Retiran la sábana, pero tú cierras los ojos; al menos yo hice eso.

Me miró sin salir de su asombro.

– ¿Por qué no me lo habías contado nunca?

– Nunca me lo preguntaste ‑respondí, encogiéndome de hombros.

Bajó las cejas, una de las cuales llevaba perforado un pendiente, cosa que yo encontraba repulsiva.

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