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Boomerang 9 page





También tenía mensajes de otros clientes; algunos de ellos revestían cierta urgencia. El paréntesis vacacional estaba a punto de acabar y ahora la gente regresaba al trabajo y retomaba el ritmo habitual de actividad. Empecé a calcular cuánto tiempo debía quedarme allí; el plazo máximo que iba a poder permanecer junto a mi hermana. Pronto habrían transcurrido tres días desde el accidente y Mel aún no podía moverse. La doctora Besson no me había facilitado nuevos detalles. Sospechaba que ella prefería ver la evolución de Mélanie antes de ser más precisa.

Había recibido también varios mensajes de la compañía de seguros con preguntas concretas acerca del coche accidentado y peticiones de rellenar cuanto antes el papeleo. Procedí a apuntar todo eso en el bloc de notas.

Luego, encendí el portátil y usé la conexión telefónica situada junto a la cabecera de la cama para conectarme y revisar el correo. Tenía un par de mensajes de Emmanuel y unos pocos relativos a mi negocio. Los respondí enseguida.

Después abrí un par de archivos de AutoCAD relativos a proyectos en los que debería estar trabajando. Sentí una desidia enorme al verlos en la pantalla, lo cual casi me resultaba divertido. Hubo un tiempo en que me daba escalofríos sólo imaginar nuevas oficinas, una biblioteca, un hospital, un centro deportivo o un laboratorio. Ahora me era indiferente. Había malgastado la mayor parte de mis energías y de mis años en un campo que no me llenaba, así de simple. ¿Cómo había podido ocurrir eso? ¿Cuándo se quedó todo en nada? Probablemente, cuando Astrid me dejó. Quizá sufriera una depresión o tal vez fuera cierto lo de la crisis de la mediana edad, pero ¿acaso se veía venir este tipo de cosas?

Apagué el ordenador, bajé la tapa y me recliné sobre la cama. Las sábanas todavía olían a Angele Rouvatier, lo cual me agradaba. Miré a mi alrededor. La habitación era de las modernas: cómoda y sin encanto, la ventana daba a un aparcamiento, las paredes estaban pintadas de color gris perla y la fina alfombra tenía un tono beige apagado. Mélanie ya habría tomado la cena a esa hora, porque la servían ridículamente pronto, como en todos los hospitales. Por mi parte, podía elegir entre el McDonald's de las afueras o una pequeña casa de huéspedes situada en la avenida principal del pueblo, donde ya había cenado dos veces. Los camareros se movían a cámara lenta y el comedor estaba a rebosar de octogenarios desdentados, pero los platos eran de lo más saludable. Decidí saltarme la cena de esa noche, lo cual, por cierto, no iba a hacerme ningún mal.

Encendí la tele e intenté concentrarme en las noticias. Inquietud en Oriente Próximo: bombas, disturbios, muerte y violencia. Cambié de un canal a otro y todo me revolvía el estómago. Hice zapping hasta acabar parándome en medio de la película Cantando bajo la lluvia. Las piernas esculturales de Cyd Charisse y su firme y ceñido corsé esmeralda mientras giraba en torno a un torpe Gene Kelly con gafas me dejaban obnubilado, como siempre.

Me sobrevino una suerte de paz interior mientras permanecía tumbado, maravillado por esos muslos firmes y redondeados. Continué viendo el largometraje con la placidez de un chaval amodorrado, invadido por una dicha silenciosa que hacía mucho tiempo que no sentía, y me pregunté la razón de mi satisfacción de esa noche. Mi hermana estaba escayolada de la cintura hacia arriba y sólo Dios sabía cuándo sería capaz de volver a andar, seguía enamorado de mi ex mujer y aborrecía mi trabajo.

La presencia de Astrid había removido unos recuerdos amargos casi por sorpresa, habían salido de repente, como el payaso de una caja sorpresa, pero esa poderosa sensación de paz fluía por mi cuerpo con fuerza suficiente para llevarse por delante todos los pensamientos negativos, tranquilizar mis preocupaciones sobre Mélanie, eliminar la ira y la frustración nacidas por mis desvelos laborales. Yací allí tumbado y me rendí.

Qué hermosa era Charisse envuelta con ese velo blanco y los brazos extendidos en gesto de súplica, recortados contra el tono púrpura del decorado. Seguía teniendo unas piernas muy largas incluso cuando estaba descalza, parecían no tener fin. Me sentía capaz de permanecer allí tumbado para siempre, confortado por el olor a almizcle de Angele Rouvatier y los muslos de Cyd Charisse.

El móvil emitió un pitido indicador de la recepción de un mensaje. Lo cogí y aparté a regañadientes los ojos de Charisse para leerlo.

Dream a little dream of me [3].

No conocía el número de teléfono remitente del SMS. Sonreí. Sabía quién me lo había enviado. Sólo podía ser Angele Rouvatier. Probablemente había copiado mi número del expediente de Mélanie, al cual podía acceder fácilmente como parte integrante del personal del hospital.

El sentimiento de sosiego y satisfacción me envolvió como un gato ronroneante. Deseaba apurarlo al máximo, porque de algún modo, y aunque no supiera de dónde sacaba esa certidumbre, sabía que no iba a durar. Ese momento era como hallar abrigo en el ojo del huracán.

 

Daba igual cuánto me esforzase por eludirlo. No lograba evitar que mi mente regresara una y otra vez al aciago viaje en cuyo transcurso Astrid conoció a Serge. Eso había ocurrido hacía cuatro años, cuando los chicos aún no se habían adentrado en las turbulencias de la adolescencia. Habíamos contratado unas vacaciones en Turquía, en el Club Med Palmiye Hotel. La ocurrencia fue mía. Solíamos pasar la mayor parte del verano con los padres de Astrid, Bibi y Jean‑Luc, en su casa de la Dordoña, cerca de Sarlat. Mi padre y Régine tenían una casa en el valle del Loira, un presbiterio que mi madrastra había transformado en uno de esos horrores modernos que hacen daño a la vista. Rara vez nos invitaban y nunca nos sentíamos bien recibidos.

Las vacaciones en compañía de Bibi y Jean‑Luc habían empezado a pasar factura y la convivencia con mis suegros se me hacía cada vez más difícil, a pesar de la grandiosidad y belleza del Périgord Negro. La obsesión de Jean‑Luc por la evacuación intestinal regular y la consistencia de las deposiciones, los menús frugales, el recuento de calorías y el ejercicio continuado acababan por ser irritantes.

Bibi apechugaba con todo eso. Podías ver su rosáceo rostro redondo con hoyuelos y el pelo blanco recogido en un moño casi siempre en la cocina, atareada como una abeja obrera. Accedía a casi todo y se encogía de hombros con la mejor de las disposiciones.

Todas las mañanas, mientras me tomaba un café negro con azúcar en el desayuno, mi suegro me censuraba:

– ¡Qué malo es eso para tu cuerpo! Habrás muerto antes de cumplir los cincuenta.

Debía ocultarme como un colegial detrás de las hortensias a fumarme un pitillo deprisa y de mala manera para oírle decir:

– Vives cinco minutos menos con cada cigarro que te fumas, ¿lo sabías?

Y eso no era todo. Con el fin de sudar lo máximo posible, mi suegra andaba a toda prisa por el jardín completamente vestida con plástico y subida sobre unos palos de esquí. A esto se le llamaba «marcha nórdica», y como ella era sueca, pues, bueno, supongo que encajaba que la practicara, pero tenía un aspecto ridículo.

La costumbre nudista de los sesenta empezó a cansarme cuando la practicaban en torno a la piscina y dentro de la casa. Iban por ahí contoneándose como ciervos viejos, inmunes a la evidencia de que sus cuerpos no inspiraban más que lástima; pero yo no me atrevía a poner el tema sobre la mesa, ya que Astrid también practicaba el nudismo en verano, aunque en menor medida. Las alarmas saltaron cuando Arno, que entonces sólo tenía doce años, murmuró en la cena algo sobre que le avergonzaba que sus amigos acudieran a la piscina porque los abuelos se exhibían desnudos. Para esa fecha ya habíamos decidido pasar los veranos en otra parte, aunque volvimos de visita.

Por todo ello, cambiamos los robledales de Dordoña, los desayunos con muesli y el nudismo de mis suegros por el abarrotado y alegre Club Med, donde abundaban las comidas con un alto contenido en calorías.

Al principio no me preocupé por Serge, lo admito. No percibí ningún indicio de peligro. Astrid se marchaba a sus clases de gimnasia acuática y de tenis, los chicos se quedaban en el miniclub y yo me pasaba las horas muertas leyendo, tomando el sol o echando una cabezadita en la playa y nadando en el mar. Ese verano leí un montón de novelas. Me las había regalado Mélanie. Eran libros de nuevos valores, escritores confirmados y escritores extranjeros publicados por la editorial en la que trabajaba mi hermana. Los leí por encima, sin concentrarme mucho, pues ese verano sobre todo hice el vago. Debería haber estado con la guardia alta, pero en vez de eso holgazaneé bajo el sol, convencido de que todo marchaba bien en mi pequeño mundo.

Astrid le conoció en las pistas de tenis, o eso tengo entendido, pues compartían el mismo profesor, un italiano de voz melosa que llevaba unos pantalones cortos blancos muy apretados e iba por ahí caminando como John Travolta en la pista de baile. No noté nada raro hasta más tarde, durante el viaje a Estambul. Serge formaba parte del grupo de quince turistas del Club Med guiados por un viejo turco que hablaba francés con un sorprendente acento belga. Aturdidos por el calor y el cansancio, pateamos por el palacio de Topkapi de punta a punta, la mezquita azul del sultán Ahmed, Santa Sofía, las antiguos restos de cisternas de agua adornadas con cabezas de medusa y el bazar. Lucas tenía seis años y no hizo más que quejarse. Era el niño más pequeño de todos.

Me di cuenta de que Astrid se estaba carcajeando mientras cruzábamos el Bósforo en un barco y el guía señalaba las vistas de la orilla asiática. Serge estaba de espaldas a mí rodeando con el brazo a una joven, y los dos se reían. La muchacha era una joven de rostro saludable que llevaba el pelo sujeto en una cola de caballo.

– Eh, Tonio, ven a conocer a Serge y Nadia.

Me acerqué a ellos sin ninguna prisa y les estreché la mano. Entorné los ojos mirándole a la cara. No hallé nada especial en él. Estaba cachas, pero era más pequeño que yo y tenía unas facciones muy del montón. Pero Astrid le miraba, y él a ella. El menda estaba ahí con su novia y no era capaz de quitarle los ojos de encima a mi esposa. Me entraron ganas de tirarle por la borda.

Con creciente angustia, sentía su continua presencia cuando regresamos al Palmiye Hotel. Nos lo encontrábamos en todas las esquinas. ¡Quién lo iba a decir! Serge estaba en el hammam, junto a la piscina, bailando con los chicos en las Crazy Signs organizadas por el Club Med y en la mesa contigua a la nuestra. A veces con Nadia y otras solo.

– Son una pareja moderna ‑me había explicado Astrid.

Yo no tenía ni idea de qué diablos significaba eso, pero no me gustaba ni un pelo.

En las clases de gimnasia acuática, estaba inevitablemente presente: pedaleando en el agua junto a mi esposa, masajeando su cuello y sus hombros durante las sesiones de masaje recíproco del final.

No iba a sacármelo de encima ni con agua caliente. Empecé a asumir con desánimo que debería esperar al final de las vacaciones para perderle de vista. No me di cuenta en absoluto de que el romance empezó justo después de que todos regresáramos a Francia. Bajo mi punto de vista, Serge había sido un incidente desagradable en unas vacaciones por todo lo demás muy satisfactorias.

Fue entonces cuando Astrid empezó a dar señales de estrés. Se cansaba muy a menudo y saltaba a la mínima. Ya nunca hacíamos el amor. Se acurrucaba en su lado de la cama, de espaldas a mí, y se quedaba dormida enseguida. Una o dos veces, después de que los niños se hubieran acostado, la sorprendí llorando a solas en la cocina.

Ella siempre se las arreglaba para convencerme de que todo se debía al cansancio o a este o aquel otro problema en la oficina; nada serio. Y yo la creía.

¡Qué fácil era creerla! No debía plantearle ninguna pregunta a ella ni tampoco debía hacérmelas yo.

La verdad era que ella lloraba porque amaba a Serge y no sabía cómo decírmelo.

 

Al día siguiente apareció por el hospital Valérie ‑la mejor amiga de Mélanie‑, con Lea ‑su hija de cuatro años, ahijada de Mel‑, su esposo, Marc, y su perra Rose, una jack russell terrier.

Me vi en la obligación de esperar fuera con la niña y la perra para que Lea y Marc pudieran pasar un rato con mi hermana. El chucho era nervioso, de esos que no se están quietos nunca: parecía haber nacido para dar brincos y ladrar hasta debajo del agua; la niña era más mala que la quina, a pesar de su aspecto angelical. Tuve que dar una vuelta tras otra alrededor del hospital para tranquilizarlas un poco a las dos. Al animal lo sujetaba por la correa y a la niña la llevaba bien cogida de la mano. Angele Rouvatier se desternillaba de risa cada vez que me observaba desde su ventana en el piso primero. Un fuego interior se encendía entre mis caderas cada vez que sus ojos se posaban en mí, pero resultaba muy difícil tener una pinta mínimamente sexy y al mismo tiempo mantener controladas a una perra que no dejaba de ladrar y a una niña que no paraba de gritar.

Rose tenía la poca elegancia de sentarse a horcajadas para mear donde le viniera en gana, y eso incluía la rueda delantera de la Harley de Angele. Por otro lado, la niña deseaba estar con su madre y no alcanzaba a entender por qué la habían empaquetado como un fardo y la habían dejado conmigo, con el calor que hacía en pleno mes de agosto; una tarde perdida en un lugar carente de todo interés, pues no había un sitio decente donde jugar ni poder comprar helados.

Me encontraba perdido frente a un niño de esa edad. Había olvidado lo tiránicos, obtusos y ruidosos que pueden llegar a ser. De pronto, eché de menos los equívocos silencios de la adolescencia, a los que había ido acostumbrándome y con los que, según creía, era capaz de manejarme.

Por el amor de Dios, ¿por qué teníamos hijos?, me preguntaba cuando las enfermeras abrieron las ventanas y me miraron con desdén o desquiciadas por la combinación de los gemidos de la niña y los ladridos de la terrier.

Valérie salió del edificio por fin y, para mi enorme alivio, se hizo cargo de la estruendosa pareja. Esperé a que apareciera Marc y se llevase a Lea y Rose para conversar con la amiga de mi hermana. Nos sentamos a la sombra de un castaño, pues el calor era más intenso ese día: el ambiente era seco y ardiente, más propio de un desierto, lo cual me hacía añorar todavía más los helados y los insondables fiordos noruegos.

Nuestra visitante estaba muy morena tras pasar las vacaciones en España. Mélanie y ella eran amigas desde hacía muchos años, desde que fueron juntas a clase en el colegio Sainte‑Marie de l'Assomption, en la calle Lubeck. De pronto me percaté de que a lo mejor ella recordaba algún detalle sobre mi madre y me asaltó la tentación de preguntarle, pero mantuve cerrado el pico. Valérie era una escultora de bastante renombre. En mi opinión, su trabajo era bueno, pero marcadamente sexual y demasiado explícito como para tenerlo expuesto en una casa llena de niños. Sin embargo es posible que pensase de ese modo porque, y aquí casi puedo oír la voz de Mel burlándose de mí, soy «un chico burgués y un estirado del distrito 16o».

Valérie parecía preocupada. Aunque yo la había mantenido al corriente del estado de Mel durante los últimos días, era inevitable, como tuve que recordarme a mí mismo, la fuerte impresión cuando se la veía por primera vez. Extendí el brazo y le cogí la mano.

– Parece muy débil ‑susurró.

– Sí ‑admití‑, pero tiene mejor aspecto que el primer día.

– No me estarás ocultando nada, ¿verdad? ‑inquirió con acritud.

– ¿Como qué?

– Bueno, que vaya a quedarse paralítica o alguna otra cosa horrorosa.

– Por supuesto que no, aunque lo cierto es que la doctora Besson tampoco me ha dicho demasiado. No tengo ni idea de cuánto tiempo va a tener que quedarse aquí ni cuándo va a caminar por su propio pie.

Valérie se rascó la coronilla.

– Ha venido la doctora cuando estábamos en la habitación. Parece una mujer amable.

– Sí, lo es.

Ella se volvió para mirarme a los ojos.

– ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo lo llevas, Tonio?

Sonreí y me encogí de hombros.

– Me siento como en una especie de nube.

– Debe de haber sido terrible, y más aún después de un fin de semana maravilloso. He hablado con Mel de su cumpleaños, y, por cómo hablaba, parece que os lo pasasteis fenomenal.

– Sí, fue estupendo ‑afirmé sin convicción.

– No dejo de preguntarme por qué ha sucedido esto ‑comentó, y volvió a observarme.

Como no sabía muy bien qué responder, miré hacia otro lado. Al final, suspiré y le contesté:

– Se salió de la carretera. Así sucedió. Nada más y nada menos.

Valérie me rodeó con su brazo moreno.

– Lo que tú digas, pero ¿por qué no me dejas quedarme con ella unos días? Puedes irte a París en el coche con Marc y yo me quedaré cuidando de Mel durante un tiempo. ‑Acaricié la idea en silencio. Ella continuó hablando‑: No puedes hacer casi nada por tu hermana en este momento y Mel no puede moverse, así que ¿por qué no vuelves a casa, me dejas a cargo de todo y vemos cómo evolucionan las cosas? Debes volver al trabajo y ver a tus hijos los fines de semana, y en unos días, si quieres, puedes volver con tu padre.

– Me siento mal dejándote sola.

Ella soltó un bufido.

– ¡Oh, vamos! Soy su mejor y más antigua amiga. Hago esto por ti y por ella, por los dos.

Le apreté el brazo e hice una pausa antes de preguntarle:

– ¿Tú recuerdas algo de mi madre, Valérie?

– ¿De tu madre?

– Mel y tú sois amigas desde hace tantos años que pensé que quizá te acordaras de algo.

– Mel y yo nos conocimos a los ocho años, creo, poco antes de morir tu madre. Recuerdo una cosa: mis padres me ordenaron que nunca le preguntara a Mélanie nada sobre su madre, aunque ella me mostraba fotografías, cartas y pequeñas pertenencias de vuestra madre. De todas formas, luego tu padre volvió a casarse y nosotras crecimos y nos convertimos en adolescentes frívolas: empezamos a interesarnos por los chicos y esas cosas, y ya no hablamos mucho de ella. Pero lo sentía mucho por los dos. No conocía a otros niños que hubieran perdido a su madre, y eso hacía que me sintiera culpable y triste.

Culpable y triste. Bastantes amigos del colegio reaccionaron de ese mismo modo. Algunos se llevaron una sorpresa de tal calibre que ya no fueron capaces de dirigirme la palabra de forma normal nunca más. Me ignoraban o se ponían rojos como un tomate si yo les hablaba.

La directora del colegio pronunció unas torpes palabras e incluso hubo una misa especial por Clarisse. Los profesores se portaron fenomenal conmigo durante un par de meses, ya que yo era el huérfano. Susurraban a mis espaldas, se daban codazos o me señalaban con movimientos de cabeza.

– Mira, ése es, su madre ha muerto.

A lo lejos vi a Marc caminando hacia nosotros con la niña y la perra. Podía confiar en Valérie para cuidar de mi hermana. Ella me explicó que había traído una bolsa con lo necesario para quedarse un par de días. Era fácil, me hacía falta y además ella quería hacerlo.

Por tanto, hice mi composición de lugar enseguida: me marcharía con Marc, Lea y Rose. Sólo necesitaba un poco de tiempo para guardar mis cosas, comunicar en el hotel que Valérie iba a necesitar una habitación y despedirme de Mel. Se sentiría tan feliz de ver a su mejor amiga que mi marcha no iba a perturbarla lo más mínimo.

Rondé por los alrededores de lo que intuía que eran las oficinas de Angele, pero no la vi por allí. Pensé en lo que podía estar haciendo en esos precisos instantes. Tal vez estaba manipulando un cadáver. Así que me alejé de allí y me entrevisté con la doctora Besson, a quien le expliqué que dejaba a Mel al cuidado de una muy buena amiga y le anuncié mi propósito de estar de vuelta enseguida.

Ella me tranquilizó y me aseguró que Mélanie iba a estar en las mejores manos. Sin embargo, nuestra entrevista concluyó con una frase enigmática:

– No pierda de vista a su padre.

Asentí con la cabeza y me marché, pero no pude evitar preguntarme a qué se estaría refiriendo. ¿Acaso pensaba que François tenía mal aspecto? ¿Había advertido su ojo clínico algún detalle que yo había pasado por alto? Tuve la tentación de dar media vuelta y pedirle que me lo aclarase, pero Marc me estaba esperando y la niña ya había empezado a armar alboroto, así que me marché a toda prisa mientras despedía con la mano a Valérie, cuya figura alta y reconfortante se recortaba contra el umbral de la entrada.

El viaje fue largo y caluroso, pero milagrosamente silencioso, pues se quedaron roque tanto la niña como la mascota. Marc no era hombre de mucha conversación. Escuchamos música clásica y hablamos poco, y eso fue todo un alivio.

Nada más llegar a casa abrí todas las ventanas de par en par, pues el ambiente estaba cargado y el aire, viciado. Durante los veranos parisinos reinaba una chicharrera pesada y olorosa, cargada del hedor del humo de los tubos de escape, gases y mierda de perro. ¡Y cómo sonaba el atasco tres pisos por debajo, en la calle Froidevaux! Nunca era posible dejar abiertas las ventanas del todo durante mucho rato: el ruido resultaba insoportable.

La nevera estaba vacía y además se me hacía insufrible la idea de cenar solo otra vez más, de modo que le pegué un telefonazo a Emmanuel y le dejé un mensaje en el contestador automático, implorándole que atravesase el atasco de París, con el calor que hacía, y viniera a darme un poco de apoyo moral y me acompañase a cenar. Di por seguro que aceptaría. El móvil pitó al cabo de unos minutos; aunque yo esperaba un mensaje de mi amigo, no se trataba de eso.

 

Eso se llama despedirse a la francesa. ¿Cuándo vuelves?

 

La sangre se me agolpó en el pecho y rompí a sudar todavía más: Angele Rouvatier. No logré contener una ancha sonrisa. Acuné el teléfono en la mano como un adolescente sentimental y luego le contesté:

 

Te echo de menos. Llamaré pronto.

 

Me sentí un idiota nada más enviarlo. ¿Había hecho bien mandándolo? ¿Hacía falta admitir que la echaba de menos?

Bajé a todo correr al Monoprix de la avenida General Leclerc y compré vino, queso, jamón italiano y pan. El móvil pitó de nuevo, justo cuando salía del supermercado. Emmanuel me enviaba un SMS para informarme de que estaba en camino.

Mientras le esperaba elegí un viejo CD de Aretha Franklin y lo puse bien alto. La anciana del piso de arriba estaba sorda como una tapia y la pareja de debajo seguían de vacaciones. Me serví un vaso de vino de chardonnay y paseé por el apartamento vacío, acompañando con mi tarareo la cadencia del tema Think.

Mis hijos iban a venir la siguiente semana, así que aproveché para echar un vistazo a sus habitaciones. A ellos les gustaba tener dos habitaciones en dos casas distintas, lo cual ayudó mucho cuando estuvo en marcha lo del divorcio. Yo les dejé que la decorasen a su aire. Lucas llenó de caballeros jedis e imágenes de Darth Vader las paredes de su cuarto. Arno las pintó de azul oscuro, lo cual les confería un aspecto disonante y acuático. Margaux plantó un póster de Marilyn Manson en la peor situación posible. Yo sólo miraba si no me quedaba otro remedio. También había otra foto turbadora: Margaux y Pauline, su mejor amiga, con una gruesa capa de maquillaje, mostrando el dedo corazón estirado y el resto de la mano cerrada.

Madame Georges, la enérgica y parlanchina señora de la limpieza, formulaba quejas continuas sobre el estado del cuarto de Arno: muchas veces ni siquiera lograba abrir la puerta por tantos objetos como había acumulados detrás. Margaux era igual de desordenada. Sólo Lucas hacía un pequeño esfuerzo para mantener limpias sus cosas. Yo les dejaba tener sus leoneras como les viniera en gana. Pasaban tan poco tiempo conmigo que me daba pena tener que ordenarles que limpiasen una y otra vez. Eso lo dejaba para Astrid, y para Serge.

En mi ronda descubrí un árbol genealógico en el cuarto de Lucas, justo encima de la mesa. No lo había visto antes. Deslicé el puente de las gafas por la nariz para mirar por encima de los cristales. El diagrama se remontaba a los abuelos. Figuraban los padres de Astrid, francés uno y sueca la otra. La familia Rey se hallaba al otro lado, pero había un interrogante junto a la fotografía de mi padre. Tomé conciencia de lo poco que sabía mi hijo sobre mi madre. Tal vez ni siquiera conociera su nombre. ¿Qué les había contado a mis hijos sobre ella? Prácticamente nada.

Tomé un lápiz de la mesa y en el minúsculo recuadro situado junto a mi padre, donde ponía «François Rey, 1934», escribí con mi mejor caligrafía: «Clarisse Elzyére, 1939‑1974».

Todos y cada uno de los parientes tenían una fotografía, salvo mi madre, y eso me causó una extraña frustración.

 

El timbre de la puerta anunció la llegada de mi amigo.

Me alegró mucho contar con su presencia, me encantaba no estar solo, y abracé con fuerza su cuerpo bajo y fornido. Emmanuel me palmeó la espalda de un modo paternal para consolarme.

Date: 2015-12-13; view: 394; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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