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Boomerang 8 page





– Esa excusa es una bobada.

– No sabía cómo contártelo.

– ¿Por qué? ‑inquirió.

Sus preguntas empezaron a molestarme, pero deseaba seguir respondiéndolas. Una poderosa fuerza interior me impelía a sacarme eso del pecho y contárselo a mi hijo por vez primera.

– Porque a su muerte todo cambió para Mel y para mí. Nadie nos explicó lo sucedido. Piensa que eso ocurrió en los setenta. Ahora la gente se preocupa por los niños y se actúa con pies de plomo si sucede algo semejante, pero a nosotros nadie nos echó un cable. Clarisse desapareció de nuestras vidas. Nuestro padre volvió a casarse. El nombre de nuestra madre jamás volvió a mencionarse y todas sus fotos desaparecieron.

– ¿De verdad? ‑preguntó con un hilo de voz.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza.

– La borraron de nuestras vidas, y nosotros dejamos que eso sucediera porque estábamos aturdidos por la pena. Éramos niños y estábamos indefensos. Nos marchamos de casa en cuanto fuimos capaces de valemos por nuestra cuenta. Eso hicimos tu tía y yo: dejamos de pensar en nuestra madre en algún punto del camino y lo encerramos todo bajo siete llaves. Y no me refiero a la ropa, los libros u otros objetos personales, sino a nuestros recuerdos sobre ella.

De pronto me costaba respirar.

– ¿Cómo era? ‑inquirió mi hijo.

– Físicamente era clavadita a Mel, con el mismo color de pelo y la misma silueta. Tenía una personalidad efervescente, era alegre, estaba llena de vida.

Me callé, incapaz de seguir hablando: no me salían las palabras y sentía un dolor cerca del corazón.

– Perdona ‑murmuró Amo‑. Ya hablaremos de esto otro día. No importa, papá.

Mi hijo estiró sus largas piernas y me dio unas palmadas en la espalda con afecto. Parecía estar muy avergonzado por mi emotividad y no saber muy bien cómo manejar la situación.

La mujer alta de blusa azul pasó de nuevo junto a nosotros y sonrió una vez más. Tenía una sonrisa tan bonita como sus piernas. Le devolví la sonrisa.

El móvil de Arno empezó a sonar a toda pastilla y él se levantó despacio para contestar. Bajó la voz y se alejó de mí. No logré escuchar la conversación. No tenía ni idea de nada relativo a la vida privada de mi hijo. Rara vez traía amigos a casa, excepto a una chica, inquietante a mi modo de ver: una gótica con el pelo teñido de negro y unos labios pintados de púrpura que le conferían un parecido a Ofelia ahogada. Se sentaban en su habitación y escuchaban música a todo volumen. No me gustaba someterle a un interrogatorio. En una ocasión le hice un par de preguntas que me parecían divertidas y me saltó:

– Pero ¿tú eres de la Gestapo o qué?

Había mantenido el pico cerrado desde entonces, porque no había olvidado cuánto odiaba a mi padre por husmear en mi vida cuando tenía la edad de Arno, aunque yo jamás me había atrevido a responderle de ese modo.

Encendí un pitillo y me levanté para estirar las piernas. Anduve un poco mientras cavilaba cuáles deberían ser mis siguientes pasos para organizar todo lo relativo a la estancia de mi hermana en el hospital. ¿Con qué debía comenzar?

Sentí una presencia junto a mí y cuando me volví vi a la mujer de la blusa azul.

– ¿Me da un cigarrillo?

Le tendí el paquete con el pulso tembloroso, y me entró otro tembleque cuando le ofrecí un mechero que no me había pedido.

– ¿Trabaja aquí?

Tenía unos interesantes ojos dorados y le calculé unos cuarenta, pero se me daba muy mal eso de echarle años a la gente. Quizá fuera más joven. Todo cuanto sabía era que resultaba agradable a la vista.

– Sí ‑contestó.

Nos quedamos allí mismo de pie unos instantes, un poco cohibidos. Me fijé en el texto de la etiqueta: «Angele Rouvatier».

– ¿Es usted médico?


– No, no exactamente ‑repuso con una sonrisa. Antes de que pudiera formularle otra pregunta, ella me la hizo a mí‑: ¿Ese joven es hijo suyo?

– Sí, estamos aquí porque…

– Sé por qué se encuentran aquí ‑atajó ella‑. Éste es un hospital pequeño. ‑Se explicaba en voz baja y tono amistoso, pero a pesar de todo había algo extraño en ella, una actitud distante que era incapaz de precisar‑. Su hermana fue afortunada. Fue un buen golpe. Y usted también tuvo suerte.

– Sí, mucha ‑admití.

Los dos exhalamos el humo en silencio.

– Entonces, ¿usted trabaja con la doctora Besson?

– Ella es la jefa.

Mientras asentía con la cabeza, me percaté de que no llevaba anillo de casada. Ése era el tipo de detalles en los que me fijaba ahora, cuando antes no lo hacía nunca.

– Debo irme. Gracias por el cigarro.

Admiré sus elegantes piernas mientras ella se alejaba. Ni siquiera me acordaba de la última mujer con la que me había acostado. Probablemente, alguna chica con la que había contactado a través de Internet. Una aventura triste de no más de dos horas después de la cual sólo quedaban un par de condones usados y un adiós apresurado. Había sido algo así, seguro.

Tras el fin de mi matrimonio, sólo había conocido a una mujer buena, Héléne, pero estaba casada. Una de sus hijas iba a clase de Arte con Margaux. Ella no estaba interesada en mantener una aventura, sólo quería que fuéramos amigos, y a mí me pareció bien. Con el tiempo se había convertido en una aliada valiosa y cercana. Héléne me había llevado a cenar a alguna de esas ruidosas brasseries del Barrio Latino. Me cogía la mano y me escuchaba cuando estaba con la depre. A su esposo no parecía importarle, y le entendí: tampoco yo era del tipo de hombre que pone celoso a un marido. Héléne vivía en una casona llena de recovecos ubicada en el bulevar de Sebastopol. Heredó la propiedad de su abuelo y la restauró con gran atrevimiento. El edificio tenía una vieja fachada a punto de venirse abajo en un área constreñida entre Les Halles y el Centro Pompidou, dos símbolos ostentosos de la vanidad presidencial. Me invadían punzadas de nostalgia cada vez que la visitaba, pues me recordaba una época de mi infancia, cuando mi padre y yo acostumbrábamos a deambular por los tenderetes de un mercado lleno de olores que ya no existía. A François le gustaba llevarme al distrito 16° y mostrarme el París viejo y sus reminiscencias zolianas. Jamás iba a olvidar la ocasión en que me comí con los ojos a las prostitutas ataviadas con vestidos de colores chillones que se alineaban a lo largo de la calle Saint‑Denis, hasta que mi padre me reprendió con severidad para que dejara de hacerlo.

Vi regresar del hotel a Lucas con Astrid y Margaux, recuperadas después de darse una ducha. El rostro de Astrid estaba más relajado y parecía menos cansada. Venían las dos de la mano, y Astrid movía la mano de Margaux adelante y atrás, como si fuera una niña pequeña.


Enseguida llegaría el momento de su marcha, bien lo sabía yo, y necesitaba estar preparado para ese trance. Siempre me costaba un poco hacerme a la idea.

 

Al final del día, el rostro de Mélanie parecía un poco más sonrosado contra el blanco de la almohada. ¿O era cosa de mi imaginación? Nuestra familia se había marchado y nos había dejado solos con aquel implacable calor de mediados de agosto y el ruido del ventilador resonando en los oídos.

Esa tarde había telefoneado a su jefe, Thierry Drancourt, a su ayudante, Lucie, y a sus amigos íntimos: Valérie, Laure y Édouard. Había intentado explicarles la situación de la mejor forma posible y con un tono suave y firme. Les transmití el mismo mensaje en plan telegrama: había sufrido un accidente, se había roto la espalda, estaba hospitalizada, necesitaba descanso, iba a ponerse bien. Sin embargo, todos parecían preocuparse y preguntaban si podían ayudar en algo, si tenía dolores o si necesitaba que le enviaran alguna cosa. Los aplaqué hablándoles con confianza y les aseguré que iba a recuperarse del todo. Encontré un par de mensajes del amante de Mel en su teléfono, del cual me había apropiado, pero no los contesté.

Luego, me escabullí al servicio de caballeros, desde cuya privacidad llamé a mis propios amigos, Héléne, Didier, Emmanuel, y a ellos les conté, con un tono de voz muy diferente, lo asustado que estaba, el miedo que aún tenía cada vez que la veía allí tendida, inmóvil, escayolada y con una mirada mortecina en los ojos. Héléne rompió a llorar y Didier apenas logró articular palabra. Sólo Emmanuel se las arregló para consolarme con su ensordecedora voz de barítono y sus risas entre dientes. Se ofreció a venir conmigo y durante un rato barajé seriamente la posibilidad de aceptar su oferta.

 

– Dudo que quiera volver a conducir jamás ‑comentó Mel sin energía.

– Olvídalo. De todos modos, es demasiado pronto.

Ella se encogió de hombros, o al menos lo intentó, e hizo una mueca de dolor.

– Cómo han crecido los chicos. Lucas es un hombrecito. Margaux lleva el pelo naranja y Arno, una perilla. ‑Frunció los labios resecos y sonrió‑. Y también ha venido Astrid…


– Sí. ‑Se me escapó un suspiro‑. También ha venido…

Alargó la mano muy despacio, cogió la mía y me la estrechó.

– Su nombre no aparecía, ¿eh?

– Gracias a Dios.

La doctora y una enfermera entraron en la habitación para efectuar el reconocimiento vespertino. Le di un beso a mi hermana y me escabullí de allí. Deambulé por los pasillos, haciendo un ruido bastante molesto por culpa de las suelas de goma de las zapatillas, y luego me encaminé hacia la entrada principal, donde volví a verla junto a la puerta.

Angele Rouvatier vestía unos vaqueros negros y una camiseta sin mangas del mismo color. Se sentaba a horcajadas sobre una magnífica Harley Davidson, aunque era un modelo antiguo. Sostenía el casco con una mano mientras con la otra mantenía el móvil a la altura de la oreja. Sus cabellos castaños le caían sobre el rostro, ocultándoselo, razón por la cual no lograba distinguir su expresión. Me quedé ahí plantado, observándola durante un rato. Recorrí con los ojos el largo trazo de sus muslos, la espalda estrecha y sus hombros redondeados, muy femeninos. Tenía muy morenos los antebrazos. Debía de haber estado tomando el sol hacía poco. Me pregunté qué aspecto tendría en traje de baño, cómo sería su vida, si estaría soltera o casada, si tendría o no hijos, y también cómo olería justo debajo de la cascada de su melena.

Debió de percatarse de algo, ya que se giró bruscamente y me descubrió admirando su figura. Avergonzado, me apresuré a retroceder con el corazón golpeteándome en los oídos. Ella me sonrió, se metió el móvil en el bolsillo y me hizo con el dedo un gesto de significado elocuente: ven aquí. Caminé lenta y pesadamente hacia ella, sintiéndome un gilipollas.

– ¿Cómo está su hermana esta tarde? ‑preguntó.

Sus ojos eran dorados a pesar de la escasa luz de la tarde.

– Un poco mejor, gracias ‑farfullé.

– Tiene una familia estupenda. Me refiero a su esposa y sus hijos.

– Muchas gracias.

– ¿Se han ido?

– Sí. ‑Se hizo un silencio‑. Estoy divorciado.

No sé por qué dije esa tontería, pero sonó patético.

– Por lo que parece, va a tirarse aquí una temporadita, ¿eh?

– Sí. Mel no puede moverse.

Ella asintió y se bajó de la moto. Admiré la agilidad con que desplazó la pierna por encima del sillín.

– ¿Tienes tiempo para tomar un trago? ‑preguntó, mirándome a los ojos.

– Claro ‑contesté, intentando aparentar que eso me sucedía todos los días‑. ¿Tienes alguna sugerencia sobre dónde podemos ir?

– No hay mucho donde elegir. Hay un bar justo ahí abajo, cerca del ayuntamiento, pero a estas horas seguramente habrá cerrado ya. Y luego está el bar del hotel Dauphin.

– Ahí es donde me alojo.

– Claro ‑convino ella‑. No hay otro lugar donde quedarse. Es el único hotel abierto en esta época del año.

Caminaba más deprisa que yo, así que me quedé sin aliento en mi intento de seguirle el paso. Anduvimos sin decir nada, pero no fue uno de esos silencios incómodos. No había nadie detrás de la barra cuando llegamos al hotel. Esperamos un rato, pero el lugar parecía totalmente vacío.

– Habrá un minibar en tu habitación, ¿no? ‑sugirió, y de nuevo me dirigió esa mirada directa.

Había algo terrible y excitante en ella. Me siguió hasta mi cuarto. Saqué las llaves con mano temblorosa, abrí la puerta, que hizo clic cuando ella la cerró. Y de pronto me la encontré en mis brazos, y la melena lustrosa me caía sobre la mejilla. Me besó a fondo y con ansia. Su boca sabía a menta y a tabaco. Era más fuerte y alta que Astrid, más que cualquier otra mujer que hubiera tenido entre mis brazos últimamente.

Allí, de pie mientras me besaba, sumergido en mi propia inercia, me sentí tan idiota como un adolescente torpón.

De repente mis manos volvieron a la vida y la agarré como un náufrago se sujeta a un salvavidas: con desesperación. La sujeté de forma febril y recorrí la zona lumbar con los dedos. Ella se diluyó en mí y profirió suaves gemidos, nacidos de la fibra más honda de su ser.

Caímos sobre la cama y se montó a horcajadas sobre mí con la misma agilidad exhibida en el sillín de la moto. Sus ojos refulgieron como los de un gato. Poco a poco se dibujó una sonrisa en su rostro mientras me desabrochaba el cinturón y me bajaba la cremallera de la bragueta. Sus toques fueron precisos, pero tan sensuales que tuve una erección en cuestión de segundos.

Angele no dejó de mirarme ni de sonreírme ni siquiera cuando la penetré. De inmediato, con habilidad, ralentizó el ritmo de mis caderas, y entonces lo supe: aquél no iba a ser otro de esos polvos rápidos y chapuceros que terminaban en cuestión de minutos. Era otra cosa.

Observé los contornos de su silueta leonina mientras cabalgaba sobre mí. A veces, se inclinaba hacia mí y me agarraba el rostro entre las manos, y me besaba con una ternura sorprendente. Se tomaba su tiempo, se regodeaba, lo disfrutaba. Gozamos de un sexo algo pausado y exento de prisas, pero el clímax fue tan intenso que noté cómo una quemazón me recorrió la espalda desde la rabadilla a la cabeza, quemándolo todo a su paso. Era como un dolor.

Ella se tendió junto a mí, sin aliento. El sudor de su espalda empapó la palma de mi mano.

– Gracias, lo necesitaba.

Me las arreglé para soltar una risilla seca.

– Perdona que te corrija: yo también lo necesitaba.

Se estiró hacia la mesilla de noche, sacó un cigarro del paquete, lo encendió y me lo pasó.

– Lo supe en cuanto te eché la vista encima.

– ¿Saber? ¿El qué?

– Que te tendría.

Me quitó el pitillo de entre los dedos.

De pronto me di cuenta de que llevaba puesto un condón, y hasta donde lograba recordar no había realizado los movimientos necesarios para colocarlo. Lo había deslizado con tanta maña que ni me había dado cuenta.

– Todavía la quieres, ¿a que sí?

– ¿A quién?

Sabía a quién se refería, aunque se lo preguntase.

– A tu esposa.

¿Por qué iba a molestarme en ocultarle nada a aquella bella desconocida tan poco convencional?

– Sí, aún la amo. Me dejó por otro hace un año, y desde entonces me siento una mierda.

Angele apagó el cigarro y se volvió hacia mí otra vez.

– Estaba segura por el modo en que la mirabas. Debe de doler.

– Sí.

– ¿Qué haces…? Quiero decir, ¿a qué te dedicas?

– Soy arquitecto, pero de los que hacen cosas aburridas. Restauro oficinas y almacenes, hospitales, bibliotecas y laboratorios. No hago ningún trabajo estimulante. No hago nada creativo.

– A ti lo que te va es machacarte, ¿verdad?

– No ‑refuté, escocido por el comentario.

– Pues entonces, deja de hacerlo.

Permanecí en silencio mientras me quitaba el preservativo con la mayor discreción posible. Luego, sin mirarme al espejo, como de costumbre, entré al servicio, donde me deshice del condón. Metí tripa y regresé a la cama.

– ¿Y qué hay de usted, madame Rouvatier? ¿A qué se dedica?

Ella me miró con cierta reserva.

– Soy tanatopractora. ‑Esbozó una sonrisa que dejaba entrever unos dientes blancos perfectos que me hicieron tragar saliva‑. Manipulo cadáveres a lo largo de todo el día con las mismas manos con que te he acariciado la polla hace unos instantes. ‑Se las observé. Eran fuertes y hábiles, y, aun así, extremadamente femeninas‑. Mi trabajo repugna a ciertos hombres, así que no lo cuento. No se empalman si lo hago. ¿Te da repulsión?

– No ‑le contesté con sinceridad‑, pero supongo que me sorprende un poco. Háblame un poco de tu trabajo. Nunca he conocido a nadie con ese oficio.

– Mi labor consiste en aprender a respetar a los muertos, eso es todo. Si tu hermana hubiera fallecido en ese accidente, cosa que, por suerte, no ha ocurrido, gracias a Dios, mi tarea habría sido darle un aspecto sereno para que tú y tu familia pudierais mirarla por última vez sin llevaros un susto.

– ¿Y cómo lo logras?

Angele se encogió de hombros.

– Es un trabajo. Tú restauras edificios, yo hago lo mismo con los cuerpos.

– ¿Es duro?

– Sí, lo es cuando se trata de niños, bebés o mujeres embarazadas.

Me estremecí.

– ¿Tienes los tuyos propios? Quiero decir, hijos, bebés…

– No, no soy una persona de familia. Por eso admiro las de los demás.

– ¿Estás casada?

– Pareces un poli. Tampoco soy de las que se casan. ¿Alguna otra pregunta, agente?

– No ‑contesté con una sonrisa.

– Perfecto, porque ahora debo irme. Mi novio va a preguntarse dónde estoy.

– ¿Tu novio? ‑pregunté con una nota de perplejidad que no logré reprimir.

Ella me regaló una sonrisa deslumbrante que mostraba sus dientes.

– Sí, tengo un par.

Se puso de pie y se metió en el cuarto de baño, donde oí correr el agua de la ducha durante unos breves momentos. Luego, reapareció envuelta en una toalla. La observé. La encontraba fascinante, no podía evitarlo, y ella lo sabía. Se puso las bragas, los vaqueros y la camiseta.

– Volveré a verte; lo sabes, ¿verdad?

– Sí ‑musité.

Se inclinó sobre mí y me besó con avidez en los labios.

– Volveré a por más, monsieur Parisiense. Ah, por cierto, no hace falta que vayas metiendo tripita de ese modo. Ya estás bien como estás. ‑Se despidió y cerró la puerta con suavidad al salir.

Intenté poner en orden mis ideas. Estaba hecho polvo, era como si me hubiera pasado por encima un camión. Mientras me duchaba, no pude contener una risilla al recordar su audacia, pero había una ternura irresistible detrás de ese descaro. Esa mujer atesoraba un don increíble, pensé mientras me cambiaba de ropa y me ponía unos vaqueros y otra camiseta. Me había hecho sentirme bien conmigo mismo, y eso no sucedía desde hacía siglos. Me sorprendí a mí mismo tarareando y a punto de estallar en carcajadas.

Me miré al espejo como era debido, y eso no ocurría desde hacía mucho tiempo. Vi un rostro un tanto alargado, cejas espesas y una constitución delgada, si exceptuábamos la barriga. Desde el espejo me contemplaba un hombre que ya no se parecía al perro Droopy, el personaje de dibujos animados. No, incluso era más sexy, o así me lo parecía a mí, a pesar de las canas y del brillo enloquecido de los ojos de color castaño.

«Si Astrid pudiera verme ahora, si fuera capaz de quererme como Angele Rouvatier‑que‑va‑a‑volver‑a‑por‑más», me lamenté antes de ponerme a gemir. ¿Cuándo iba a dejar de aferrarme a mi ex mujer? ¿Cuándo sería capaz de pasar página y seguir con mi vida?

Le estuve dando vueltas al oficio de Angele. No me hacía una idea precisa del trabajo de un tanatopractor. ¿Quería saber más? De un modo morboso, en cuyas razones no deseaba ahondar, encontraba el tema fascinante.

Había visto en la tele un documental sobre cómo trataban a los cuerpos tras la muerte. Les inyectan unos compuestos químicos, les recomponen las facciones y les alisan la piel, les cosen las heridas, les recolocan las extremidades e incluso se les aplica un maquillaje especial. «Es un trabajo siniestro», había comentado Astrid, que lo estaba viendo junto a mí.

¿Qué clase de cadáveres podía tratar a diario Angele Rouvatier en un hospital de provincias como ése? Ancianos muertos de puro viejos y víctimas de cáncer, accidentes de coche e infartos, suponía.

¿Contó el cuerpo de mi madre con la asistencia de algún embalsamador? Mel y yo fuimos conducidos al hospital para ver su cadáver, pero yo cerré los ojos. Ignoro si mi hermana hizo otro tanto. £1 funeral tuvo lugar en la iglesia de Saint‑Pierre de Chaillot, a diez minutos a pie de nuestra casa de la avenida Kléber. Mi madre estaba enterrada en el panteón de los Rey, ubicado en el cementerio de Trocadero, también muy cerca. Hacía unos años había llevado a los niños para enseñarles la tumba de una abuela a la que nunca conocieron.

¿Cómo era posible que apenas conservara recuerdos del funeral? Me quedaban imágenes sueltas de una iglesia poco iluminada adonde acudió poca gente, el eco de los cuchicheos, el olor asfixiante de las lilas blancas y un montón de desconocidos que nos abrazaban una y otra vez.

Debía hablar con mi hermana para averiguar de qué se acordaba ella. Quizá recordase el rostro de nuestra madre muerta. Pero ahora no, no era el momento, y lo sabía.

Pensé de nuevo en lo que estaba a punto de decirme Mélanie unos segundos antes del accidente. Lo llevaba clavado desde el siniestro, no lograba sacármelo de la cabeza, estaba ahí, como un peso muerto, haciéndose notar. Había barajado incluso la posibilidad de comentárselo a la doctora Besson para ver qué pensaba y qué me sugería, pero en ese mismo momento la única persona con quien deseaba consultar el asunto era Astrid, y no estaba allí.

Encendí el móvil y escuché los mensajes. Había uno de Florence para hablar de un nuevo contrato y otros tres de Rabagny. El importe de los emolumentos había sido la única razón para aceptar el encargo de su guardería infantil cerca de la Bastilla. No podía ponerme tiquismiquis tal y como estaba el patio. Debía transferir a Astrid una pensión alimenticia mensual bastante elevada. Así lo habían concertado los abogados y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Siempre había ganado más dinero que ella, y probablemente el acuerdo sería justo, pero ahora las pasaba canutas cada fin de mes.

Rabagny no entendía dónde me metía ni por qué no le devolvía las llamadas, a pesar de que el día anterior le había enviado un SMS donde le explicaba lo del accidente mientras regresaba a París. Odiaba el sonido de su voz aguda y quejumbrosa como la de un niño consentido.

Había surgido un problema en el área de juegos. El color y la consistencia no eran los adecuados. El tipo me echaba su perorata con tal desprecio que parecía escupir las palabras, y mientras oía las grabaciones casi veía su cara ratonil de ojos prominentes y orejas descomunales. No me había gustado desde el principio. Tenía los treinta recién cumplidos y una arrogancia que me desagradaba tanto como su aspecto físico. Consulté la hora. Acababan de dar las siete. Todavía podía devolverle la llamada, pero no lo hice. Borré todos sus mensajes con una fiereza de lo más satisfactoria.

Héléne había dejado un mensaje con su voz suave como el zureo de una paloma: deseaba saber cómo nos encontrábamos Mélanie y yo desde nuestra última conversación, hacía apenas unas pocas horas. Ella seguía de vacaciones con su familia en Honfleur. Desde mi divorcio, yo había visitado a menudo esa residencia, una casa con vistas al mar muy agradable, cómoda y desordenada en donde uno se sentía a gusto. Era una amiga muy apreciada porque sabía cómo conseguir que me sintiera mejor conmigo mismo y con mi vida. Al menos por un tiempo.

La brecha abierta entre los amigos de la pareja era una de las cosas más molestas de los divorcios. Unos habían elegido a Astrid y otros a mí. ¿Por qué? Jamás iba a conocer las razones. ¿No les resultaba extraño a nuestros conocidos ir a cenar a la casa de Malakoff y tener a Serge sentado en mi silla? ¿No encontraban triste visitarme en el apartamento vacío de la calle Froidevaux, donde era obvio que no lograba salir a flote desde que ella me había dejado? Algunos amigos la habían preferido a ella porque Astrid exudaba un aura de felicidad. Era más fácil tener trato social con una persona dichosa, o eso imaginaba yo, y a casi nadie le apetecía sentarse a rumiar cuitas con un perdedor ni oír mis quejas sobre lo sólito y desamparado que me hallaba ni lo confundido que estuve los cinco primeros meses al verme sin una familia después de haber sido un padre de familia durante dieciocho años, ni sobre lo silenciosas que me parecían las mañanas a primera hora en mi cocina de Ikea, a solas con el olor de una barra de pan quemada y los eslóganes publicitarios de las noticias de la emisora RTL, pues enchufaba la radio para tener algo de compañía. Me quedaba allí como un pasmarote, aturdido por la falta de voces, la de Astrid urgiendo a los niños para que no llegasen tarde, el retumbar de las pisadas de Arno cuando bajaba por las escaleras, los ladridos de Titus, movido por el entusiasmo, los gritos de Lucas cuando no localizaba la bolsa de gimnasia. Ahora, un año después, me había acostumbrado a las nuevas mañanas, las silenciosas, pero seguía echando de menos aquellos ruidos.







Date: 2015-12-13; view: 413; Нарушение авторских прав



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