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Capítulo 13
Calle Childebert, 28 de septiembre de 1834 Mi querida Rose: ¡Qué vacía está la casa sin usted, sin Armand y sin la pequeña! Dios mío, de pronto parece tan grande, hasta las propias paredes se hacen eco de mi soledad. Aún faltan dos largas semanas para que regresen de Borgoña. ¿Cómo diantre lo aguantaré? No puedo soportar estar aquí sola, sentada en el salón. La labor, el periódico, la Biblia, todo se me cae de las manos. Ahora comprendo, en estos lúgubres instantes, lo importante que es usted para mí. Sí, es la hija que nunca tuve. Y siento que estoy más cerca de usted que su propia madre, bendita sea. Qué suerte hemos tenido de conocernos a través de mi hijo. Rose, es la luz de nuestras vidas. Antes de que llegara, reinaba una cierta melancolía entre estas paredes. Usted nos ha traído la risa y la alegría. Pienso que ni se imagina todo esto. Rose, es usted una persona tan generosa, tan pura… Sin embargo, esa dulzura esconde una gran fuerza. En ocasiones, me pregunto cómo será a mi edad. En efecto, no puedo imaginarla como una señora anciana, a usted, que es la encarnación de la juventud. El alegre balanceo de su caminar, la riqueza dorada de su cabello, su sonrisa y sus ojos. ¡Ay, sí, mi Rose, esos ojos jamás palidecerán! Cuando sea vieja y gris como yo, sus ojos seguirán chispeando, muy azules. ¿Por qué llegó tan tarde a mi vida? Sé que no me quedan muchos años por vivir, el médico me ha puesto en guardia respecto al corazón y no puede hacerse gran cosa. Me doy mis paseítos, sin usted son mucho menos agradables. (La señora Collévillé me acompaña, pero camina muy despacio y a su alrededor flota un olor agrio y desagradable…). Ayer, presenciamos una pelea en la calle Échaudé. Fue maravillosamente dramática. Un hombre que, no cabe duda, había abusado de la absenta, importunaba a una joven muy bien vestida. Otro le dijo que cesara en su actitud y lo empujó, pero el borracho se abalanzó sobre él. Se escuchó un crujido siniestro, un grito, había sangre y el pobre hombre que intentaba salvar a la dama acabó con la nariz rota. Entonces, un tercer hombre se lanzó contra el grupo e, inmediatamente, en el tiempo que se tarda en recuperar el aliento, la calle estaba llena de hombres peleándose y sudando. La dama se quedó allí, sujetando la sombrilla, con un aspecto tan lindo como perfectamente idiota. (Ah, le habría encantado su ropa, la he memorizado a propósito para describírsela: uno de esos vestidos en forma de reloj de arena, una delicia de lunares azules, y un sombrero más bien atrevido, tocado con una pluma de avestruz que temblaba tanto como ella). Vuelva pronto a casa, querida Rose, y traiga a mis amados con buena salud a nuestro hogar. Su suegra, que la adora, Odette Bazelet
Date: 2015-12-13; view: 353; Нарушение авторских прав |