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Capítulo 17





 

Queridísimo, acabo de vivir el peor de los horrores. Me tiemblan las manos tanto que apenas puedo escribir. Mientras observaba cada detalle de su cara, un estruendo ha sacudido la puerta de entrada. Alguien intentaba entrar. He dado un salto, con el corazón en la garganta, y he tirado la taza de té. Me he quedado paralizada. ¿Podrán oírme? ¿Se darán cuenta de que aún queda alguien en la casa? Me he agachado cerca de la pared y me he acercado a la puerta lentamente. Se oían voces fuera y unos pies arrastrando en el umbral. El pestillo aún se movía. He puesto el oído en la puerta con la respiración entrecortada. Unas voces masculinas resonaban altas y claras en la mañana glacial.

– Esta pronto pasará a mejor vida. El derribo empezará la próxima semana, no me cabe duda. Los propietarios se han marchado, está tan vacía como una caracola vieja.

Un golpe en la puerta hizo vibrar la madera contra mi mejilla. Retrocedí apresuradamente.

– Esta puerta antigua es de lo más recia ‑señaló otra voz de hombre.

– No sabes con cuánta rapidez se desploman estas casas ‑rio con sarcasmo la primera voz‑. No nos llevará mucho tiempo cargárnosla, y toda la calle con ella, por cierto.

– Seguro que esta callejuela y la otra de la esquina las derribaremos en un abrir y cerrar de ojos.

«¿Quiénes serían esos hombres?», me pregunté, cuando se alejaron al fin. Los espié desde una rendija del postigo. Eran dos buenos mozos con ropa de diario, probablemente del equipo del prefecto que se encarga de las renovaciones y mejoras. Un gran resentimiento se apoderó de mí. Esas personas no tenían corazón, no eran más que unos demonios sin alma ni sentimientos. ¿Ni siquiera les importaban las vidas hechas trizas que deja la destrucción de estas casas? No, seguro que no.

El emperador y el prefecto soñaban con una ciudad moderna. Una ciudad muy grande. Y nosotros, el pueblo de París, solo éramos peones dentro de una gigantesca partida de ajedrez. «Le presentamos nuestras excusas, señora, pero su casa se encuentra en el futuro bulevar Saint‑Germain. Tendrá que mudarse». ¿Cómo lo habrían vivido mis vecinos?, me preguntaba, mientras recogía con cuidado los fragmentos de la taza rota. ¿Habrán llorado amargamente al abandonar sus domicilios, cuando se volvieran para mirarlos por última vez? Aquella familia tan encantadora que vivía un poco más arriba, los Barou, ¿dónde estarían? A la señora Barou le había partido el corazón la idea de abandonar la calle Childebert. También ella llegó aquí de recién casada y dio a luz a sus hijos en su casa. ¿Dónde estarían todos? El señor Zamaretti vino a despedirse, justo antes de la orden de evacuar la calle. Había abierto un nuevo negocio en la calle Four Saint‑Germain, con otro librero. Me besó la mano al estilo italiano; luego, inclinándose y agitado, me prometió que iría a visitarme a Tours, a casa de Violette. Por supuesto, ambos sabíamos que nunca más volveríamos a vernos. Pero yo no olvidaré jamás a Octave Zamaretti. Cuando usted me dejó, Alexandrine y él me salvaron la vida. ¿Salvarme la vida? Puedo adivinar su expresión de sorpresa absoluta. Armand, luego volveré a ello. Tengo muchas cosas que contarle sobre Octave Zamaretti y Alexandrine Walcker. Sea paciente, mi dulce amigo.

El señor Jubert se volatilizó poco después del decreto de expulsión. Su imprenta tenía un aspecto desolado, descuidado. Me pregunté adonde habría ido y qué habría sido de los diez obreros que venían todos los días a ganarse el pan aquí. No aprecio demasiado a la señorita Vazembert y sus miriñaques, ha debido de encontrar un protector, las damas dotadas con esa clase de físico lo consiguen todo sin esfuerzo. Sin embargo, a la señora Godfin la echo de menos. Cuando iba a comprar las tisanas, allí estaba, con aquella robusta silueta y la sonrisa de bienvenida, en su tienda impecable, que desprendía olor a hierbas, especias y vainilla.


Es difícil imaginar el fin de mi pequeño mundo, que poblaban los personajes familiares de nuestra calle: Alexandrine y su escaparate irresistible, el señor Bougrelle con su pipa, el señor Helder saludando a la clientela, el señor Monthier y el apetitoso aroma de chocolate que emanaba de su tienda, la risa gutural del señor Horace y sus invitaciones para ir a saborear la última mercancía que había recibido. Es difícil de creer que todo eso esté abocado a la desaparición, que nuestra pintoresca calle vaya a ser barrida de la faz de la tierra, con todos sus edificios estrechos, construidos alrededor de la iglesia.

Sabía exactamente cómo iba a ser el bulevar. Ya había visto bastante del castigo que el prefecto y el emperador habían infligido a la ciudad. Nuestro tranquilo barrio quedaría pulverizado para que la nueva arteria, ancha y ruidosa, pudiera brotar y continuar hasta allí, al lado de la iglesia, enorme, con mucho tráfico, un gran tumulto, los ómnibus y la multitud.

De aquí a un centenar de años, cuando la gente viva en un mundo moderno que nadie puede imaginar, ni siquiera el más aventurado de los escritores o de los pintores, ni siquiera usted, amor mío, cuando disfrutaba planeando el futuro, las callejuelas apacibles, dibujadas como paseos de un claustro alrededor de la iglesia, estarán enterradas y olvidadas para siempre.

Nadie recordará la calle Childebert, la calle Erfurth, la calle Sainte‑Marthe. Nadie se acordará del París que nosotros, usted y yo, amábamos.

 







Date: 2015-12-13; view: 382; Нарушение авторских прав



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