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Capítulo 14
La pasada noche dormí mal. La pesadilla ha vuelto a atormentarme. El intruso subía la escalera despacio, se tomaba su tiempo, totalmente consciente de mi presencia arriba, dormida. Con qué precisión escucho el crujido de los peldaños y cómo me llena de terror. Sé que siempre es arriesgado resucitar el pasado: despierta confusión y lamentos. Sea como fuere, el pasado es todo lo que me queda. Ahora me encuentro sola, mi amor. Violette y mi arrogante yerno creen que estoy de camino hacia su casa. Mis nietos esperan a su abuela. Germaine se preguntará dónde está la señora. Los muebles llegaron la semana pasada, las maletas y los baúles se expidieron hace unos días. Probablemente, en la gran casa que domina el Loira, Germaine haya desembalado mi ropa y mi habitación estará dispuesta: flores junto a la cama, sábanas limpias. Cuando empiecen a preocuparse, seguro que me escriben. Eso no me preocupa. Hace casi quince años, cuando el prefecto inició las destrucciones masivas, supimos que derruirían la casa de mi hermano Émile para abrir el nuevo bulevar de Sébastopol. Aquello no pareció fastidiar a mi hermano, le correspondía una buena suma de dinero de indemnización. Junto con su esposa y sus hijos, decidieron trasladarse al oeste de la ciudad, donde vivía su familia política. Émile no era usted, no se sentía unido a las casas. Usted cree que tienen alma, corazón, que viven y respiran. Las casas tienen memoria. Ahora Émile es un hombre mayor, padece gota y no le queda ni un pelo. Creo que no lo reconocería. Pienso que se parece a mi madre, aunque, por fortuna, no en la vanidad ni en lo frívolo. Únicamente en la nariz larga y en el hoyuelo de la barbilla, que yo no heredé. Tras la muerte de nuestra madre, justo después del golpe de Estado, y después de que arrasaran la casa de Émile, ya no lo vimos mucho, ¿no es cierto? Ni siquiera fuimos a Vaucresson a conocer su nuevo hogar. No obstante, usted tenía mucho cariño a mi hermano pequeño, Mimile, como lo llamábamos cariñosamente. Usted lo quería tanto como si fuese su propio hermano pequeño. Una tarde como tantas otras, usted y yo decidimos acercarnos a las obras de renovación para ver cómo progresaban. Émile ya estaba instalado en su nuevo domicilio con su familia. Entonces, Armand, caminaba lentamente, la enfermedad lo debilitaba, solo le quedaban dos años de vida. Aunque aún podía pasear tranquilamente junto a mí, agarrado a mi brazo. No estábamos preparados para lo que nos esperaba. Eso ya no era París, era la guerra. En nuestro apacible faubourg Saint‑Germain no quedaba nada que nos resultara familiar. Subimos por la calle Saint‑André‑des‑Arts y, como siempre, pensábamos desembocar en la calle Poupée, pero esa calle había desaparecido. En su lugar se abría un abismo gigantesco rodeado de edificios en ruinas. Miramos a nuestro alrededor boquiabiertos. Pero ¿dónde diablos se encontraba la antigua casa de Émile? ¿Su barrio? ¿El restaurante de la calle Deux‑Portes donde celebró el banquete de bodas? ¿La famosa panadería de la calle Percée? ¿Y aquella bonita tienda en la que había comprado unos guantes bordados a la última moda para mamá Odette? No quedaba nada. Caminamos, paso a paso, con la respiración entrecortada. Descubrimos que la calle Harpe había sido salvajemente truncada, igual que la calle Serpente. A nuestro alrededor, los edificios vacilantes parecían temblar peligrosamente, aún decorados con trozos de papel pintado, con huellas quemadas y ennegrecidas de antiguas chimeneas, con puertas colgando de sus goznes, con tramos de escaleras intactos que subían en espiral hacia la nada. Era un espectáculo alucinante y, aún hoy, cuando lo recuerdo, me produce náuseas. Nos abrimos paso con sumo cuidado hasta un lugar más resguardado y miramos angustiados las profundidades de la fosa. Hordas de obreros armados con picos, palas y mazas se desplegaban como un poderoso ejército entre montañas de escombros y nubes que se movían y nos picaban los ojos. Filas de caballos tiraban de unas carretas llenas de tablas. Por todas partes, ardían unos enormes fuegos con una rabia furiosa, mientras unos hombres echaban incansablemente vigas y residuos a las llamas voraces. El ruido era abominable. ¿Sabe?, aún puedo oír los gritos y alaridos de los obreros, el insoportable martilleo de los picos cavando la piedra, los golpes ensordecedores que hacían temblar el suelo bajo nuestros pies. Rápidamente se nos manchó la ropa de una fina capa de hollín, los zapatos se pringaron en el barro y el bajo de mi vestido se empapó. Teníamos la cara gris de polvo y los labios y la lengua secos. Tosíamos, teníamos hipo y nos corrían las lágrimas por las mejillas. Yo podía sentir cómo le temblaba el brazo junto al mío. Por otra parte, no éramos los únicos espectadores. Otras personas se habían agrupado para asistir a los derribos. Contemplaban las obras impresionadas, con el rostro lleno de hollín, los ojos enrojecidos y llorosos. Como cualquier parisiense, sabíamos que había zonas de la ciudad que debían renovarse, pero jamás habríamos imaginado semejante infierno. «Y sin embargo ‑pensaba yo, paralizada por el espectáculo‑, aquí han vivido y respirado personas, estos eran sus hogares». En las paredes, que se desintegraban, podían verse los restos de una chimenea, la huella difusa de un cuadro que debió de estar colgado allí. Aquel alegre papel pintado había decorado el dormitorio de alguien, que había dormido y soñado allí. Y ahora, ¿qué quedaba? Un desierto. Vivir en París bajo el reinado de nuestro emperador y el prefecto era como vivir en una ciudad sitiada, todos los días la invadía la suciedad, los escombros, las cenizas y el barro. Siempre teníamos la ropa, los sombreros y el calzado polvorientos. Nos picaban los ojos constantemente y un fino polvo gris nos cubría el pelo. «Qué ironía del destino ‑pensaba, mientras le daba palmadas en el brazo ‑: muy cerca de este enorme campo de ruinas, otros parisienses continúan tranquilamente con sus vidas». Y aquello no era sino el principio, aún no imaginábamos lo que nos esperaba. Soportábamos las obras de mejora desde hacía tres o cuatro años. Entonces no podíamos saber que el prefecto no flaquearía, que infligiría a nuestra ciudad ese ritmo inhumano de expropiaciones y demoliciones durante quince largos años. Decidimos marcharnos de allí repentinamente. Estaba tan pálido como un muerto y apenas respiraba. ¿Cómo conseguiríamos regresar a la calle Childebert? Nos encontrábamos en territorio desconocido. Allá hacia donde avanzásemos, presas del pánico, nos dábamos de bruces con el infierno, con borrascas de cenizas, truenos de explosiones, avalanchas de ladrillos. El barro y los desechos pegajosos borboteaban debajo de nuestros pies, mientras intentábamos desesperadamente encontrar una salida. «¡Apártense, por todos los diablos!», berreó una voz furiosa, mientras toda una fachada se derrumbaba a poca distancia de nosotros, con un ruido ensordecedor que se mezclaba con el alarido muy agudo de los cristales rotos. Tardamos horas en llegar a casa. Aquella noche, usted permaneció mucho tiempo en silencio. Apenas probó la cena y le temblaban las manos. Fui consciente de que llevarlo a ver la destrucción había sido un tremendo error. Yo me esforzaba para reconfortarle, le repetía las mismas palabras que usted había dicho cuando nombraron al prefecto: «Nunca tocarán la iglesia, ni las casas de su alrededor, no corremos ningún riesgo, la casa no corre ningún peligro». Usted no me escuchaba, tenía los ojos vidriosos, muy abiertos, y yo sabía que seguía viendo cómo se derrumbaban las fachadas, las brigadas de obreros encarnizándose con los edificios, las llamas voraces en el abismo. Creo que en ese instante los síntomas de su enfermedad se manifestaron. Antes yo no me había percatado, pero entonces se hicieron evidentes. Su mente había caído presa de la confusión. Estaba agitado, distraído, parecía perdido. A partir de ese momento, se negó a salir de casa, ni siquiera a dar un breve paseo por los jardines. Se quedaba parado en el salón, con la espalda derecha, frente a la puerta. Pasaba las horas allí sentado, sin prestar atención a mi presencia, ni a la de Germaine, o a la de cualquiera que le dirigiese la palabra. Murmuraba que era el hombre de la casa. Sí, eso era exactamente, el hombre de la casa. Nadie tocaría su casa. Nadie. Después de su muerte, continuaron las destrucciones bajo la despiadada dirección del prefecto y de su equipo sediento de sangre, pero en otras zonas de la ciudad. En lo que a mí respecta, ya solo pensaba en aprender a sobrevivir sin usted. No obstante, hace dos años, mucho antes de que llegara la carta, ocurrió un incidente. Entonces supe, sí, lo supe. Aquello se produjo cuando salía de la tienda de la señora Godfin con la infusión de manzanilla. Me fijé en un caballero que estaba de pie, en la esquina de la calle, delante de la fuente. Se dedicaba a colocar meticulosamente una máquina fotográfica, con un respetuoso ayudante dando vueltas a su alrededor. Recuerdo que era temprano y la calle aún estaba en calma. El hombre era de baja estatura, fornido, con el pelo y el bigote canosos. Antes yo no había visto muchos de esos aparatos, solo en la tienda del fotógrafo, en la calle Taranne, donde nos hicimos nuestros retratos. Al acercarme, aminoré el paso y lo observé manos a la obra. El asunto parecía complicado. Al principio, no entendí qué fotografiaba, no había nadie salvo yo. El chisme enfocaba hacia la calle Ciseaux. Mientras el hombre se afanaba, pregunté con discreción al joven ayudante qué hacían. – El señor Marville es el fotógrafo personal del prefecto ‑afirmó el joven, casi hinchando el pecho de orgullo. – Entiendo… ‑respondí‑. ¿Y a quién pretende fotografiar ahora el señor Marville? El ayudante me miró de arriba abajo como si acabara de decir una auténtica estupidez. Tenía cara de palurdo y una mala dentadura para su edad. – Bueno, señora, no hace fotografías de personas. Fotografía las calles. Y bombeó una vez más el pecho antes de soltar: – Siguiendo las órdenes del prefecto y con mi ayuda, el señor Marville fotografía las calles de París que deben destruirse para las renovaciones.
Date: 2015-12-13; view: 381; Нарушение авторских прав |