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Boomerang 3 page





 

Comieron tarde en el café Noier, en Noirmoutier‑en‑l'Île, el pueblo más grande de la isla. Era un establecimiento ruidoso y atestado; saltaba a la vista que era un local frecuentado por los lugareños. Antoine pidió sardinas a la parrilla y un vaso de vino blanco. Mel se decantó por un plato de bonnottes, las famosas patatitas redondeadas locales, salteadas con beicon, mantequilla y sal gorda.

Había subido la temperatura, pero una fresca brisa marina mantenía el calor a raya. La terraza del café daba al pequeño puerto atestado de veleros y botes de pesca oxidados y a la fina línea de un canal de aguas lodosas que se extendía frente a los antiguos depósitos de sal.

– No solíamos comer aquí, ¿verdad? ‑inquirió Mélanie, todavía con la boca llena.

– No. Robert y Blanche preferían estar siempre cerca del hotel. La playa era lo máximo que se alejaban.

– Pero tampoco vinimos aquí con Solange ni con Clarisse, ¿a que no?

– Solange nos llevó un par de veces a ver el castillo de Noirmoutier y la iglesia. Se suponía que Clarisse iba a acompañarnos, pero tuvo una de sus migrañas.

– Yo no recuerdo ningún castillo ‑repuso ella‑, pero de las migrañas me acuerdo perfectamente.

Antoine miró a la mesa contigua, atestada de adolescentes bronceadas. La mayoría de las chicas vestían bikinis minúsculos. Apenas eran mayores que su hija Margaux. Nunca le habían atraído las mujeres mucho más jóvenes que él, pero las que había conocido después de su divorcio, ya fuera a través de Internet o las que le habían presentado sus amistades, le habían sorprendido por su total descaro en lo tocante a sus hábitos sexuales. Cuanto más jóvenes, más groseras y violentas habían demostrado ser en la cama. Al principio eso le había puesto como una moto, pero luego, y bastante deprisa además, la novedad se había apagado. ¿Dónde estaba el sentimiento? ¿Dónde estaba la emoción, la punzada, el compartir, esa encantadora torpeza del principio? Esas chicas practicaban con desenvoltura todo el repertorio de movimientos de las reinas del porno y practicaban el sexo oral con tanta despreocupación y displicencia que le daban repulsión.

– ¿En qué estás pensando? ‑quiso saber Mel mientras se untaba protector solar en la punta de la nariz.

– ¿Te ves con alguien? ‑preguntó él a su vez‑. Quiero decir, ¿tienes novio?

– Nada serio. ¿Y qué hay de ti?

Volvió a mirar en dirección al grupo de escandalosos adolescentes. Una de las muchachas era realmente espectacular, con una larga melena de color rubio oscuro y una constitución de aire egipcio: hombros grandes y caderas estrechas. Decidió que era un tanto flacucha y muy pagada de sí misma.

– Ya te lo dije en el coche. Nadie.

– ¿Ni siquiera rollos de una noche?

El interpelado suspiró y pidió más vino. No era lo mejor para su barriga, pensó de forma fugaz. No le convenía nada.

– Ya he tenido bastantes rollos de una noche.

– Ya, igual que yo.

Antoine se sorprendió. No pensaba que Mélanie hubiera llegado hasta esos extremos. Ella se mofó de él.

– Tú te piensas que soy una estrecha, ¿a que sí?

– Por supuesto que no ‑replicó él.

– Oh, sí, ya lo creo. Bueno, pues para que lo sepas, querido hermano, me he liado con un hombre casado.

Él la observó fijamente.

– ¿Y?

Mel se encogió de hombros.

– Odio esa clase de líos.

– ¿Y entonces por qué mantienes la relación?

– Porque no soporto estar sola ni la cama vacía ni las noches de soledad. Por eso ‑contestó ella bruscamente, casi amenazadora. Comieron y bebieron en silencio durante unos instantes, y luego ella prosiguió‑: Me saca la tira de años, es un sesentón. Eso me hace sentirme más joven, supongo. ‑Esbozó una sonrisa seca‑. Su mujer desprecia el sexo, es de las que se las dan de intelectuales, o eso dice él, así que duerme por ahí. Es un hombre de negocios importante. Trabaja en el sector financiero. Tiene un montón de pasta y me compra regalos. ‑Le mostró un pesado brazalete de oro‑. Es un adicto al sexo. Se me echa encima y se saca hasta el último jugo, es como un vampiro enloquecido. En la cama es diez veces más hombre de lo que Olivier fue jamás, y más que ninguno de mis últimos ligues.

La verdad era que la idea de Mélanie revolcándose con un sexagenario libidinoso le resultaba muy poco atractiva. Ella se rió al verle el rostro.

– Supongo que se te hace duro imaginar a tu hermanita practicando sexo. También lo es cuando imaginas a tus padres dale que te pego.

– O a tus hijos ‑agregó él en tono grave.

Ella contuvo la respiración.

– ¡Oh! No lo había pensado, pero tienes razón.

Mel no entró en detalles con nuevas preguntas y él se sintió aliviado. Pensó en los condones encontrados en su bolsa de deportes unos meses atrás. Amo la había tomado prestada durante un tiempo. El chico sonrió con timidez cuando él la recuperó. Antoine había terminado por sentirse más avergonzado que su hijo.

Había sucedido sin previo aviso. El cándido niño había florecido de la noche a la mañana para convertirse en un gigante alto y delgado que apenas soltaba un gruñido cuando necesitaba comunicarse. Antoine no se sorprendió. Había presenciado esa brutal transformación en los retoños de otros amigos, pero eso no le facilitó las cosas cuando al final les tocó a los suyos, en especial porque el descaro y la rebeldía de la pubertad coincidieron con la infidelidad de Astrid. El momento fue de lo más inoportuno.

Cada fin de semana Antoine se veía obligado a lidiar con los inevitables choques sobre lo de volver antes de medianoche, la obligatoriedad de terminar los deberes y la pelea para conseguir que se duchara al menos una vez. Astrid debía afrontar esos problemas, no lo dudaba, pero al menos ella tenía a otro hombre en la casa, y probablemente eso hacía que se mostrara menos gruñona e impaciente que su ex marido. Soportar él sólito los frecuentes numeritos de Arno hacía que se sintiera peor. Astrid y él habían formado un equipo. Lo habían hecho juntos absolutamente todo, y ahora eso había terminado. Sólo contaba con sus propias fuerzas, y cuando llegaba el viernes por la noche y les oía abrir la puerta de su casa, se abrazaba para darse consuelo antes de cuadrar los hombros, como un soldado a punto de lanzarse al fragor del combate.

Margaux había entrado en la adolescencia por la puerta grande y la cosa era más difícil, pues no sabía qué hacer con ella. Era como una gata: muda, retorcida y retraída. Se pasaba horas en el ordenador chateando por el Messenger o con los ojos fijos en el móvil. Un mensaje «malo» podía sumirla en un silencio absoluto o hacer que rompiera a llorar. Rehuía a su padre y evitaba el contacto físico con él. Antoine echaba de menos sus abrazos y sus demostraciones de afecto. Había desaparecido para siempre la chica de las trenzas que hablaba por los codos con una sonrisa torcida y en su lugar había una esbelta mujercita con unos pechos incipientes, una piel brillante llena de granos y unos ojos embadurnados con un maquillaje espantoso que él no le quitaba con sus propios dedos porque conseguía reprimir ese impulso a duras penas. Y el hecho de que su madre ya no estuviera tan encima de ella provocó que las fobias de Margaux crecieran sin medida y fueran más complejas que las de él mismo.

 

Gracias por tu tierna nota. No puedo quedarme tus cartas por mucho que lo desee, lo sé, como tampoco puedo retenerte sólo para mí. Apenas consigo convencerme de que el verano va a terminar enseguida y que volverás a marcharte. Transmites tranquilidad y confianza, pero tengo miedo. Tal vez porque sabes más que yo no muestras preocupación y crees que queda esperanza. Crees que lo nuestro funcionará, pero yo no lo sé. Y me asusta. Has ejercido un gran control sobre mi vida este año pasado. Eres como la marea que inunda el Gois de forma incansable. Yo me rindo una y otra vez, y el miedo pronto sustituye al éxtasis.

Ella me mira a menudo con curiosidad, como si estuviera al tanto de lo que pasa, y tengo la impresión de que debemos comportarnos con cautela, pero ¿cómo va a saberlo? ¿Cómo podría intuirlo? ¿Acaso puede alguien? No me siento culpable, porque lo que tengo contigo es puro. No sonrías mientras lees esto, por favor. No te burles de mí. Tengo dos hijos y he cumplido treinta y cinco años, y me siento como una niña a tu lado. Lo sabes. Sabes que me has puesto en marcha. Has hecho que me sienta viva. No te rías.

Procedes de un país moderno, eres una persona culta y sofisticada, tienes una licenciatura universitaria, un trabajo, un estatus social. Yo sólo soy un ama de casa. Crecí en un pueblecito soleado donde siempre olía a queso de cabra y a espliego. Mis padres vendían fruta y aceite de oliva en el mercado y a su muerte mi hermana y yo trabajamos en los tenderetes de Le Vigan. Nunca me subía un tren hasta que conocía mi marido: tenía veinticinco años en aquel entonces, cuando descubrí otro mundo. Había ido a París para unas pequeñas vacaciones y jamás regresé. Conocía mi esposo en un restaurante de los grandes bulevares donde estaba tomando una copa con una amiga, y así fue como comenzó todo entre él y yo.

A veces me pregunto qué puedes ver en mí, pero te siento cada vez más cerca, incluso en la forma en que miras sin decir nada. Tus ojos me buscan.

El día de mañana te traerá a mí, amor mío.

 

Se fueron a nadar a la piscina del hotel después de comer. Antoine tenía tanto calor que decidió enfrentarse a Mélanie en traje de baño. Ella no hizo comentario alguno sobre su estado de forma, y él se lo agradeció mucho. ¡Cuánto se odiaba a sí mismo! Y pensar que pesaba ocho kilos menos cuando estaba casado con Astrid… Iba a tener que hacer algo al respecto, y otro tanto con el tabaco.

La piscina era de un azul brillante casi artificial y estaba abarrotada de niños. Eso no ocurría en los setenta. Roben y Blanche lo habrían aborrecido, pensó Antoine; a ellos les daba repelús la vulgaridad, la gente gritona y cualquier cosa que oliera a nuevo rico. Tenían un piso enorme y frío en la avenida Henri‑Martin, no muy lejos del Bois de Boulogne. Era todo un remanso de elegancia, refinamiento y silencio. Odette, la timorata criada, deambulaba por allí, abriendo y cerrando las puertas sin hacer ruido. Hasta el silencio sonaba de forma amortiguada. Las comidas podían durar horas y lo peor de todo, o así lo recordaba él, era acostarse en Nochebuena justo después de la cena para que luego le despertaran a medianoche a fin de recibir los regalos. Jamás iba a olvidar esa desorientación mientras entraba en el gran cuarto de estar a trompicones, con los ojos soñolientos y medio grogui. ¿Por qué no le dejaban quedarse con ellos a esperar a Papá Noel? Sólo era Navidad una vez al año.

– No dejo de pensar en lo que has dicho antes.

– ¿En qué? ‑preguntó Mel.

– En Clarisse y los abuelos. Creo que tienes razón: hacían que lo pasara mal.

– ¿Qué recuerdas?

– No mucho ‑admitió su hermano con un encogimiento de hombros‑. Nada en particular, solamente que les daba la neura por cualquier cosa.

– Ah, empiezas a acordarte.

– Algún recuerdo me viene a la cabeza.

– ¿Como cuál?

– Hubo una gran bronca el último año que veraneamos aquí.

Mélanie se incorporó.

– ¿Una pelea? Nadie discutía jamás. Todo era siempre fácil y sin complicaciones.

Antoine también se irguió. La piscina era un hervidero de cuerpos relucientes que se contorsionaban ante las miradas impertérritas de los padres.

– Blanche y Clarisse discutieron una noche. Ocurrió en la habitación de la abuela. Yo las escuché.

– ¿Y qué oíste?

– Oí llorar a Clarisse. ‑Mélanie permaneció en silencio, de modo que él prosiguió‑: Blanche hablaba con voz fría y glacial. No logré entender las palabras de la abuela, pero parecía estar muy enfadada. Entonces Clarisse salió y me vio allí. Se enjugó las lágrimas y me abrazó con una sonrisa. Luego me explicó que había tenido una discusión con la abuela, me preguntó qué estaba haciendo fuera de la cama, y me obligó a entrar otra vez en mi cuarto.

– ¿Y cómo lo interpretas? ‑quiso saber Mel.

– No lo sé, no tengo ni idea. Tal vez no significara nada.

– ¿Crees que eran felices juntos?

– ¿Nuestro padre y ella? Sí, sí lo eran. Eso creo, vamos. Sí, yo lo recuerdo así. Clarisse hacía feliz a la gente. De eso te acuerdas, ¿no?

Mélanie asintió con la cabeza y permaneció en silencio; luego confesó con un susurro:

– La echo de menos. ‑Antoine percibió un estremecimiento en la voz de su hermana, que, en voz baja, agregó‑: Volver aquí ha sido como regresar con ella.

Él le apretó la mano, feliz de que, gracias a las gafas de sol, ella no pudiera verle los ojos.

– Lo sé, y lo siento. No lo pensé cuando planeé este viaje.

Ella le sonrió.

– No te preocupes. Al contrario, traerme hasta aquí es un regalo estupendo. Muchas gracias.

Él deseó dejar fluir sus lágrimas por las mejillas, pero las contuvo en silencio, reprimió sus emociones como había hecho toda su vida, tal y como le habían enseñado a comportarse.

Volvieron a tumbarse en la hamaca y alzaron sus blancos semblantes parisinos hacia el sol. Mel estaba en lo cierto: su madre regresaba con ellos poco a poco, como el agua del mar cuando cubría el paso del Gois; lentamente recuperaban retazos de recuerdos que parecían mariposas fugadas a través de los agujeros de una red. Ningún recuerdo seguía un orden cronológico ni era preciso, guardaba más semejanza con un sueño nebuloso e inconexo: les venían a la mente imágenes de su madre en la playa con un bañador naranja, veían instantáneas de su sonrisa y de sus ojos color verde claro.

Él recordaba que Blanche se mostraba inflexible en lo de que los niños debían esperar dos horas después de comer antes de meterse en el mar. Era muy peligroso bañarse tras las comidas, repetía una y otra vez, y eso los obligaba a hacer castillos de arena y a aguardar. Antoine se acordaba de aquellas largas esperas. La abuela solía quedarse roque durante las mismas y permanecía allí, debajo de la sombrilla, sofocada por el calor que le daban la camisa de manga larga y el chaleco de punto, con la boca abierta, los zapatos de ciudad manchados de arena y la labor de calceta retorcida encima de su regazo.

Solange se marchaba a comprar de forma compulsiva y luego regresaba al hotel con regalos para todos. Robert tenía por costumbre echar hacia atrás el sombrero de paja para protegerse la nuca y regresar al hotel dando un paseo mientras se fumaba un Gitanes. Clarisse atraía la atención de los niños con un silbido y les señalaba el agua con el mentón.

– ¡Aún falta otra media hora! ‑le recordaba él con un hilo de voz.

Entonces ella le dedicaba una sonrisa maliciosa.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice?

Y los tres se escabullían con sigilo hacia la orilla, dejando a Blanche roncando a la sombra.

– ¿Tienes alguna fotografía de ella? ‑preguntó Antoine‑. Yo sólo tengo un par.

– Tengo algunas ‑admitió Mel.

– De todas formas me cuesta entender que no tengamos más fotos de nuestra madre.

– Pues no las tenemos.

Un niño de entre uno y dos años se puso a berrear cerca de los dos hermanos cuando una mujer de rostro congestionado lo sacó del agua a la fuerza.

– No hay ni una sola foto suya en el piso de la avenida Kléber.

– Pues antes sí que había ‑replicó él, presa de una cierta agitación‑. Esa en la que estamos ella, tú y yo en el trenecito del jardín botánico. ¿Qué ha sido de ella? ¿Y la de la boda con papá?

– No las recuerdo.

– Estaban a la entrada de casa y en su despacho, pero desaparecieron todas después de su muerte, igual que los álbumes.

Antoine se preguntó dónde habrían ido a parar aquellas fotografías y los álbumes y qué habría hecho su padre con ellos.

No quedaba testimonio alguno de que Clarisse había vivido en el piso de la avenida Kléber durante diez años, de que aquél había sido su hogar.

Régine, su madrastra, había tomado posesión del espacio, había rediseñado el lugar de arriba abajo y había borrado hasta la menor huella de Clarisse, la primera esposa de François Rey. Y Antoine acababa de percatarse en ese mismo instante de hasta qué punto era así.

 

Me pregunto algunas veces, cuando estoy entre tus brazos, si he sido feliz en algún momento; antes de conocerte hace un año, quiero decir. Debo de haberme sentido contenta y haberlo pareado, pues siempre me he considerado una persona dichosa, y, aun así, todo cuanto he experimentado antes de conocerte me parece vacuo e insípido. Puedo imaginarte alzando esa perfecta ceja izquierda tuya, como haces cada vez que me deslumbras con una sonrisa irónica. No me preocupa decirlo, pues de todos modos sé que estas cartas van a ser destruidas, hechas trizas, así que puedo escribir lo que quiera.

Fui una niña satisfecha en mi pueblo asomado al río, donde hablamos con ese fuerte acento del sur tan basto que tanto desaprueba la familia de mi esposo, pues no es chic, no es parisino. No me llamo a engaño: ellos jamás me habrían aceptado si yo no hubiera tenido un tipazo. Tragaron con lo del acento porque quedo bien con traje de fiesta, porque soy guapa. No, no soy vanidosa, y tú lo sabes. Es fácil darse cuenta de tu atractivo por la forma en que te mira la gente. Eso también va a sucederle a mi hija. Ahora sólo tiene seis años, pero va a ser una preciosidad. ¿A santo de qué te cuento todo esto? A ti no te preocupa si soy del sur ni si mi acento es el adecuado. Me quieres tal y como soy.

 

A cudieron a cenar al comedor con paredes pintadas de rosa. Antoine había intentado reservar «su» mesa, la de antaño, pero la joven de pechos grandes le explicó que se utilizaba para que se sentaran familias grandes. La estancia se llenó enseguida de niños, parejas y gente mayor. Los hermanos Rey se reclinaron sobre el respaldo de sus sillas y observaron en silencio. Nada había cambiado. Ambos sonrieron nada más ver el menú.

– ¿Te acuerdas del suflé Grand Marnier? ‑inquirió él en voz baja‑. Nos lo dieron sólo una vez.

Ella se echó a reír.

– ¿Cómo voy a olvidarlo?

Antoine se acordó de la ceremoniosa solemnidad con que el camarero trajo el postre a la mesa. Los demás comensales entraron en trance al ver las llamas naranjas y azules. Se hizo un silencio sepulcral en la sala mientras depositaban el plato delante de los niños. Todos los allí presentes contuvieron el aliento.

– Éramos una familia tan, tan, tan perfecta… ‑observó Mélanie con ironía‑. Éramos impecables en todo.

– Demasiado impecables, ¿no te parece?

Mel asintió.

– Sí, aburridamente perfectos. Mira tu familia, eso es lo que yo llamo una familia normal. Chicos con temperamento y personalidad que a veces no tienen pelos en la lengua, pero eso es lo que me gusta de ellos. Tu familia sí que es perfecta.

Antoine sintió que se le descomponía el semblante e intentó sonreír mientras contestaba:

– Yo ya no tengo una familia, Mel.

Ella se cubrió la boca con la mano.

– Cuánto lo siento, Tonio. Supongo que aún no consigo aceptar el divorcio.

– Tampoco yo ‑repuso él con tono de reprobación.

– ¿Cómo lo llevas?

– Hablemos de cualquier otra cosa.

– Perdona.

Ella se apresuró a darle unas palmadas en el brazo. Eligieron los platos y cenaron en silencio. Antoine volvió a sentirse abrumado por el vacío de su vida. Se preguntó si esa vaciedad no sería efecto de la crisis de la mediana edad. Era lo más probable. Un hombre a punto de perderlo todo en la vida. Su esposa le había abandonado por otro tipo y encima él había dejado de encontrar satisfacción en su trabajo de arquitecto. ¿Cómo había podido ocurrir? Había peleado a brazo partido para conseguir crear una empresa propia y le había costado Dios y ayuda encontrar su propio hueco profesional. Ahora era como si se le hubiera secado el cerebro. Todo le parecía insípido y flojo. No quería trabajar con su equipo, ni dar órdenes, ni continuar con las obras, ni hacer todo lo que le exigía su puesto. Ya no tenía esa energía. Se había consumido.

El mes anterior había asistido a una fiesta y se había encontrado con algunos amigos del pasado, gente a la que no había visto en los últimos quince años. Todos habían sido alumnos del estricto colegio Stanislas, célebre por la excelencia de sus resultados, la sofocante educación religiosa y la falta de humanidad del profesorado. («Francés sin miedo y cristiano sin mácula» era la divisa del colegio). Le había localizado por Internet Jean‑Charles de Rodon ‑un adulador que le caía fatal porque había sido la mascota de los profesores‑, y le había invitado a una cena con «toda la banda». Había tenido el propósito de declinar el ofrecimiento, pero al final contestó en sentido afirmativo tras echar un vistazo a su triste cuarto de estar, y así había acabado sentado en torno a una mesa redonda en un piso caldeado cerca del Parc Monceau, rodeado de matrimonios de larga duración entregados con fruición a la tarea de aumentar su descendencia. Enarcaron las cejas con lástima en cuanto oyeron la mención de su divorcio.

Jamás se había sentido tan desplazado. Sus amigos de clase se habían convertido en unos tipos calvos, satisfechos de sí mismos, adinerados, casi todos empleados en el sector financiero. Y sus mantenidas esposas eran todavía peores: se enfrascaron en intrincadas conversaciones que invariablemente estaban relacionadas con la educación de los niños.

¡Cómo había echado de menos a Astrid esa noche! Astrid y su forma poco convencional de vestir, con ese capote rojo oscuro de terciopelo que le confería un aspecto de heroína de Brontë, sus leotardos, sus baratijas compradas en el rastro. Cuánto añoraba sus chistes y sus risas desinhibidas. Había sentido un alivio enorme cuando regresó conduciendo por las calles desiertas del distrito 17°. Prefería con diferencia su apartamento vacío a media hora más en compañía de monsieur De Rodon y su horda.

Cuando pasó cerca de Montparnasse empezó a sonar una antigua balada de los Stones en Radio Nostalgia: Angie.

Angie, I still love you baby.

Everywhere I look, I see your eyes.

There ain't a woman that comes close to you [1].

Se había sentido casi feliz.

 

Antoine tardó en conciliar el sueño durante la primera noche que pasaron en el hotel Saint‑Pierre a pesar de no haber ruido alguno, pues la paz y el silencio reinaban en el viejo edificio. Era su primera velada allí desde 1973. La última vez que había dormido bajo ese mismo techo él tenía nueve años y su madre aún vivía. Había algo perturbador en ese pensamiento.

Las habitaciones apenas habían cambiado. Ahí estaban la misma alfombra gruesa con textura similar al musgo, el papel de color azul en las paredes y las fotografías de beldades pasadas de moda en bañador. Notó enseguida las reformas del cuarto de baño: la taza del inodoro había ocupado la posición del bidé, pues según recordaba él era necesario ir a orinar a un baño compartido. Apartó las descoloridas cortinas y se asomó a echar un vistazo al jardín de debajo. No había nadie por los alrededores. Era tarde y los niños escandalosos por fin se habían ido a dormir.

Salió fuera y permaneció delante de la antigua habitación de su madre, en la primera planta. La recordaba sin ninguna duda: la número 9, la situada enfrente de las escaleras. Tenía un recuerdo muy nebuloso de su padre en esa habitación, pues apenas hacía acto de presencia en la isla. Estaba muy ocupado en el bufete y no hacía más que un par de apariciones fugaces durante las dos semanas de estancia de la familia Rey en Noirmoutier.

Pero cuando regresaba su progenitor era como si un emperador volviera a sus dominios. Blanche se aseguraba de que engalanaran su cuarto con flores frescas y ponía de los nervios al personal del hotel con fastidiosas instrucciones sobre las preferencias de su hijo en lo tocante a vinos y postres. Robert miraba el reloj cada cinco minutos mientras fumaba Gitanes con impaciencia y hacía continuos comentarios especulando en qué kilómetro de la carretera estaría ya François. «Viene papá, viene papá», canturreaba Mélanie de forma febril mientras iba de una habitación a otra saltando a la pata coja. Clarisse se ponía el vestido negro, el preferido de su marido, el de la falda corta, el que dejaba a la vista las rodillas. Únicamente Solange seguía bronceándose en la terraza, indiferente a la llegada del hijo pródigo, el predilecto de los Rey.

A Antoine le encantaban las visitas de su padre: soltaba un rugido al salir del Triumph y estiraba brazos y piernas a modo de saludo. Clarisse era la primera persona en llegar junto a él. En esos momentos, François observaba a su mujer de tal manera que su hijo tenía que desviar la mirada. Mostraban sus ojos un deseo desnudo y descarnado y Antoine se sentía avergonzado por el modo en que François apoyaba las manos sobre las caderas de su madre.

Date: 2015-12-13; view: 358; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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