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Boomerang 2 page





Se preguntó cuáles serían los recuerdos de Mélanie sobre esos largos viajes en coche. Tenía tres años menos y aseguraba no acordarse de nada.

Antoine miró de refilón a su hermana. Había dejado de tararear y se miraba las manos con esa expresión severa e intensa que tanto le asustaba en ocasiones.

«¿Es una buena idea? ‑se preguntó‑. Después de tantos años, ¿va a alegrarla regresar al lugar donde flotan en el aire los recuerdos olvidados de la juventud, un lago de aguas tranquilas de momento?».

– ¿Te acuerdas de todo esto? ‑preguntó cuando el vehículo subió la amplia curva del puente. A la derecha, en el continente, las aspas de los molinos alineados en hileras giraban sin cesar.

– No ‑repuso ella‑. Sólo me quedan imágenes de esperar a que bajase la marea dentro del coche. De eso y de cruzar el paso del Gois por el malecón. Era divertido, y nuestro padre se enfadaba porque el abuelo siempre se equivocaba con las horas de la marea.

También él recordaba esperar a que cambiase la marea. Aguardaban durante horas el lento retroceso de las olas y al final aparecían los adoquines del paso, centelleantes a causa de los charcos de agua marina, una calzada submarina jalonada de altos postes de rescate con pequeñas plataformas en lo alto por si algún infortunado conductor o viandante se quedaba aislado al subir la marea.

Mel se apresuró a apoyar la mano en la rodilla de su hermano.

– ¿Podemos volver al Gois, Antoine? Me gustaría mucho verlo otra vez.

– ¡Por supuesto!

El interpelado se sintió eufórico de que por fin ella se acordara de algo, y algo tan importante y misterioso como el paso del Gois. Gois. Le fascinaba incluso la misma palabra «Gois». Se pronunciaba «gua». Era un nombre antiguo para un camino antiguo.

El abuelo jamás había usado el nuevo puente. Refunfuñaba contra el peaje excesivo y se quejaba de que la gigantesca estructura de hormigón estropeaba el paisaje. Por eso siguió cruzando por el viejo acceso a pesar de la larga espera y de las chanzas de su hijo.

Mientras se dirigían a la isla, Antoine se dio cuenta de que conservaba intactos sus recuerdos sobre el paso del Gois. Podía rebobinarlos como si se tratara de una película. «¿Le pasará lo mismo a Mélanie?», pensó mientras le venía a la memoria la enorme y austera cruz situada al principio del pasaje. «Para proteger y respetar», solía musitar Clarisse al pasar por las inmediaciones mientras le apretaba la mano con fuerza.

Recordaba que permanecía sentado durante horas en la costa de la isla observando la cadencia del oleaje, venido desde la lejanía para chapalear sobre el gran banco de arena grisácea que parecía surgir de la nada. Los buscadores de conchas abarrotaban el camino, red en mano, en cuanto el mar se retiraba entre siseos.

Se acordaba de las piernas como fideos de Mel mientras correteaba por la costa arenosa de la isla, del cubo de Clarisse, que enseguida estaba lleno de conchas de berberechos, almejas y bígaros, y del penetrante olor a pecios hundidos y al salitre del mar. No se había olvidado de los abuelos, contemplativos, con ese aspecto tan beatífico y consumido, ni de la larga melena al viento de Clarisse.

Noirmoutier ya no era una isla y los coches pasaban zumbando sobre el paso elevado. La perspectiva no le resultaba desagradable, pero la idea del nivel del mar subiendo centímetro a centímetro, de forma inexorable, era tan emocionante como aterradora.

De niño, jamás se cansaba de escuchar relatos truculentos sobre los desastres del Gois y el jardinero del hotel Saint‑Pierre, monsieur Benoít, los desgranaba sin evitar los detalles más morbosos. La historia predilecta de Antoine era la del accidente de junio de 1968, en el transcurso del cual se ahogaron los tres miembros de una misma familia. El coche se les caló mientras subía la marea y no se les ocurrió subirse a uno de los cercanos postes de rescate. La tragedia copó las primeras planas de la prensa. A Antoine no le entraba en la cabeza cómo era posible que el agua arrastrara a un coche ni cómo esas personas no habían sido capaces de escapar, por lo cual Benoít le llevó a contemplar de qué manera las aguas subían poco a poco hasta cubrir el paso en la pleamar.


No pasó nada durante un buen rato y él se había aburrido de lo lindo, y encima su guía apestaba a cigarrillos y a vino tinto. De pronto, el niño se percató de que empezaba a congregarse a su alrededor más y más gente.

– Mira, chaval ‑susurró el anciano‑, han venido a ver cómo se cubre el Gois otra vez. Todos los días la gente viene desde muy lejos cuando hay marea alta para presenciar esto.

Entonces tomó conciencia de que los coches habían dejado de bajar a la calzada. Por el lado izquierdo, la bahía empezó a llenarse de agua en medio de un silencio absoluto hasta que pareció un gran lago de aguas cristalinas; la profundidad del agua era cada vez mayor e hilillos acuosos culebreaban entre las ondulaciones de la arena. En el lado derecho, en cambio, habían aparecido por arte de birlibirloque unas olas bastante grandes que empezaban a lamer el paso con impaciencia. Se quedó boquiabierto cuando las aguas procedentes de ambos lados del camino terminaron por fundirse en un extraño y asombroso abrazo que dejó una larga línea de espuma sobre los adoquines del camino. El paso del Gois desapareció en cuestión de segundos, devorado por la marea. Era imposible imaginar que allí había una carretera. Ahora sólo se veía el mar azul y nueve postes de rescate sobresaliendo entre las aguas arremolinadas. Noirmoutier volvía a ser una isla. Las gaviotas gritaban triunfales mientras describían círculos en lo alto. Antoine se quedó maravillado.

– Ya lo ves, zagal ‑comentó monsieur Benoît‑: todo sucede en un pispas. Algunos tipos se creen capaces de recorrer cuatro kilómetros y llegar a tierra antes que la marea, pero tú has visto esa ola, ¿no? Pues no te confundas nunca con el Gois: es rápido. Tenlo siempre presente.

Antoine estaba al tanto de que cada habitante de Noirmoutier tenía a mano un horario de la marea, ya fuera en un bolsillo o en la guantera del coche, y sabía que los lugareños nunca preguntaban: «¿Cuándo cruzas?», sino: «¿Cuándo pasas?», y también de que jamás medían el paso en metros, sino en postes. «El parisino se quedó en el segundo poste. Se le mojó el motor». De niño había devorado todos los libros sobre el Gois que habían caído en sus manos.

Los había vuelto a buscar antes del viaje de cumpleaños. Le llevó un tiempo acordarse de que estaban en la bodega, guardados de cualquier manera dentro de unas cajas de cartón que no se había molestado en abrir desde la mudanza posterior al divorcio. Su libro predilecto se titulaba La historia extraordinaria del paso del Gois. Tras encontrarlo, lo había abierto con una sonrisa, recordando cuántas horas se había pasado contemplando las viejas fotografías de vehículos anegados y con los parachoques asomando sobre las olas cerca de los peculiares postes de salvamento. Decidió llevarse el libro, y cuando lo cerró de golpe salió revoloteando una tarjeta blanca. Intrigado, la recogió del suelo y la leyó.


 

Para Antoine, por tu cumpleaños, para que el paso del Gois no tenga secretos para ti. De tu madre, que te quiere. Enero de 1972.

 

No había visto la letra de su progenitora desde hacía muchísimo tiempo. Se le hizo un nudo en la garganta y guardó la tarjeta enseguida.

La voz de Mélanie le devolvió al presente.

– ¿Por qué no entramos en Noirmoutier por el paso? ‑sugirió su hermana.

– Lo siento, pero no me he acordado de revisar los horarios de la marea ‑se disculpó él con una sonrisa.

Nada más llegar notaron lo mucho que había prosperado Barbâtre. Ya no era el pueblecito con vistas al mar que ellos recordaban, sino un lugar bullicioso lleno de búngalos y avenidas. Otra sorpresa desagradable fue ver las carreteras de la isla repletas de coches. El momento álgido del verano era el puente del 15 de agosto. Sin embargo, para su alivio, cuando llegaron al extremo norte de la isla vieron que apenas había cambiado nada. El vehículo se adentró en el Bois de la Chaise, una extensión de encinas, madroños y pinos marítimos que parecían ponerse de puntillas para asomarse a casas de diferentes estilos. Esa variedad había hecho las delicias de Antoine cuando era pequeño. Había villas góticas del siglo xix, chalés de veraneo construidos con troncos de madera, granjas de estilo vasco, mansiones de corte británico. Todas tenían nombres que le vinieron a la memoria como los rostros de viejos amigos: Le Gaillardin, Les Balises, La Maison du Pecheur.

– ¡De esto sí me acuerdo! ¡De todo! ‑exclamó Mel de repente.

Antoine no fue capaz de averiguar si estaba feliz o nerviosa. También él sentía cierta ansiedad cuando maniobraba para dirigirse hacia las puertas del hotel. Las ruedas chirriaron al pasar sobre la gravilla blanca. Había mimosas y madroños flanqueando el sendero. Parecía bastante más pequeño de lo que recordaba, pero no, no había cambiado lo más mínimo: la misma hiedra creciendo sobre la fachada, la misma puerta pintada de verde oscuro, la misma alfombra azul de la entrada y los escalones a la derecha.


Se detuvieron junto al ventanal que daba al jardín, donde vieron los mismos frutales, los mismos granados, eucaliptos y laureles. Todo les resultaba tremendamente familiar, incluso el olor imperante a la entrada del edificio, un penetrante olor a moho entremezclado con el aroma a espliego, cera de abeja, ropa de lino limpia y vestigios de ricos guisos. El olor característico acumulado un año tras otro por esas casas erigidas junto al mar. Antes de que Antoine tuviera ocasión de mencionar hasta qué punto le resultaba familiar ese aroma, los dos hermanos ya se encontraban saludando a una joven recepcionista de mucho pecho sentada detrás del mostrador. Tenían las habitaciones 22 y 26, en la segunda planta.

Mientras subían a las habitaciones, echaron un vistazo al comedor. Lo habían vuelto a pintar, pues ninguno de los dos recordaba ese rosa chabacano, pero el resto seguía idéntico. Desvaídas fotografías sepia del Gois, acuarelas del castillo de Noirmoutier, las marismas y la regata del Bois de la Chaise. Seguían en uso las mismas sillas de mimbre y las mesas cuadradas cubiertas con almidonados manteles blancos.

– Solíamos bajar las escaleras para venir a comer ‑evocó Mélanie con un hilo de voz‑. Venías con el pelo empapado en colonia; llevabas una chaqueta azul marino, y debajo una camisa Lacoste amarilla.

– ¡Cierto! Nos sentábamos ahí, ¿te acuerdas? ‑Rió y señaló la mesa más grande de la estancia, situada en el centro‑. Ésa era nuestra mesa… Y tú te ponías los vestidos de canesú blancos y rosas de esa tienda de pijos que había en la avenida Victor Hugo, y llevabas una cinta a juego en el pelo.

¡Qué importante y orgulloso se sentía de niño cuando bajaba por las escaleras alfombradas de azul con su blazer y el pelo repeinado como un pequeño caballero mientras los abuelos le miraban con cariño desde la mesa! Blanche tomaba Martini; Robert, whisky con hielo, y Solange sostenía una copa de champán con el meñique alzado y lo bebía a sorbitos. Todos levantaban los ojos de los platos y las copas para admirar la entrada de aquellos niños tan repeinados y bien vestidos, y de mejillas tan coloradas por la exposición al sol.

Sí, ellos eran los Rey, los adinerados, respetables, impecables y recatados miembros de la familia Rey. Tenían la mejor mesa. Blanche daba las mayores propinas. Daba la impresión de que en el interior de su bolso Hermés tenía una interminable provisión de billetes de diez francos doblados.

El personal del hotel se desvivía para que nada faltara en la mesa de los Rey y la atención era continua. El vaso de Roben debía estar siempre lleno a la mitad, ningún plato de Blanche estaba aderezado con sal, pues tenía problemas de tensión, y el lenguado molinero de Solange debía estar preparado a la perfección: no podía tener ni una espina ni nada que raspara al tragar.

Antoine se preguntó si quedaría alguien que se acordase de la familia Rey. La muchacha de la recepción era demasiado joven. ¿Habría alguien que se acordase de esos abuelos patricios, la hija metomentodo, el hijo pitagorín que sólo acudía los fines de semana y los niños obedientes?

¿Y de la hermosa nuera?

De buenas a primeras, el recuerdo nítido de su madre bajando por esas escaleras ataviada con un vestido negro sin tirantes le alcanzó de lleno, como un puñetazo en el pecho.

– ¿Pasa algo? ‑quiso saber Mélanie‑. Has puesto una cara muy rara.

– No es nada ‑repuso él‑. Vamos a la playa.

 

Poco después echaron a andar en dirección a Plage des Dames, cuyas arenas estaban a unos minutos a pie desde el hotel. Él aún recordaba esa pequeña excursión, el entusiasmo de acudir a la playa, el paso lento de los adultos durante el trayecto y lo exasperante que era tener que demorarse e ir detrás de ellos.

El sendero estaba atestado por corredores de footing, ciclistas, adolescentes en monopatines, familias con perros, niños, bebés. Antoine señaló la enorme villa de postigos rojos que Robert y Blanche habían estado a punto de adquirir en el transcurso de un veraneo. Un hombre de la edad del mayor de los Rey y dos adolescentes estaban sacando la compra del maletero de un coche aparcado delante de la entrada.

– Me pregunto cómo es que al final no la compraron ‑comentó su hermana.

– No creo que hayan vuelto a la isla tras la muerte de Clarisse ‑respondió él.

– Sigo preguntándome cuál fue el motivo ‑insistió ella.

Siguieron caminando en silencio durante un rato, hasta que la orilla apareció al final del camino y ambos esbozaron unas enormes sonrisas mientras los recuerdos se extendían como las olas. Mélanie señaló un alargado muelle de madera a la izquierda mientras su hermano le indicaba mediante señas la desigual línea de cabinas de la playa.

– ¿Te acuerdas de nuestra cabina y de cómo olía a salitre, leña y corcho? ‑Se echó a reír, pero luego gritó‑: Oh, mira, Tonio, el faro de la Pointe des Dames. Así, a primera vista, me parece muy pequeño.

Él no pudo reprimir una sonrisa ante el entusiasmo desplegado por Mel, pero ella estaba en lo cierto. El faro que tanto había admirado de pequeño sobresalía entre los pinos, pero parecía haber encogido. «Eso es porque has crecido, colega, has crecido», caviló en su fuero interno, y de pronto le entraron unas ganas locas de ser otra vez ese chaval que jugaba en la playa, construía castillos de arena, corría por el muelle haciendo saltar astillas con sus pasos o tiraba de la manga a su madre para que le comprara un helado de fresa.

No, había dejado de ser ese niño. Era un hombre divorciado y solitario de mediana edad a quien la vida no le había parecido tan triste y vacía como ese mismo día. Su esposa le había dejado por otro, sentía un profundo desprecio por su trabajo y sus adorables niños se habían transformado en unos adolescentes huraños. Esos recuerdos le helaron la sangre, así que los desechó. En ese momento, Mélanie ya no estaba junto a él, se había desnudado hasta dejarse puesto únicamente un bikini muy poco recatado y corría para zambullirse en el mar. La contempló estupefacto. Relucía de puro gozo. La melena le colgaba a la espalda como una cortina negra.

– ¡Venga, bobalicón, métete! ‑gritó‑. ¡Está genial!

Pronunció «genial» exactamente como solía hacerlo Blanche: «Geniaaal». No había visto a su hermana en traje de baño desde hacía años. Tenía las carnes firmes y prietas, conservaba un aspecto estupendo, mucho mejor que él, de eso no cabía duda. Había ganado peso en ese terrible primer año de divorciado. Las tardes de soledad delante del ordenador o el DVD se habían cobrado su precio. Las comidas saludables y sanas de Astrid, con su perfecto equilibrio de proteínas, vitaminas y fibra, eran cosa del pasado y ahora se nutría a base de alimentos congelados y comida preparada, de toda clase de delicias que podía calentar en el microondas en un pispas, y todo eso le había ido cargando de kilos durante aquel primer invierno insoportable. Su constitución larguirucha se había transformado y ahora tenía una tripa como la de su padre, y ponerse a dieta exigía un esfuerzo excesivo. Ya era bastante malo tener que levantarse por las mañanas, prepararse para soportar un trabajo que no cesaba de acumularse. Ya era bastante malo vivir solo después de haber pasado los últimos dieciocho años cuidando de una familia. Sí, ya era bastante malo intentar convencer a todos, y sobre todo a sí mismo, de que era feliz.

Se estremeció sólo de pensar que Mélanie pudiera verle las carnes fofas y blancas.

– ¡Me he dejado el traje de baño en el hotel! ‑contestó a voz en grito.

– ¡Tarugo!

Él se dirigió al malecón de madera, que se adentraba bastante en el mar. La playa se estaba llenando a buen ritmo de familias, ancianos y adolescentes malhumorados. Eso no había cambiado. El tiempo jamás alteraba ciertas cosas. Esa idea le hizo sonreír, pero también le llenó los ojos de lágrimas. Se las enjugó con rabia.

Botes de todas las formas y tamaños posibles remaban en el mar picado. Caminó hasta el final del destartalado malecón; desde allí, primero volvió la vista atrás para contemplar la playa y luego observó de nuevo el océano. La isla era hermosísima, y él lo había olvidado. Respiró con avidez grandes bocanadas de aire marino.

Vio cómo su hermana salía del agua y luego agitaba la cabeza para secarse el pelo, igual que hacen los perros. Tenía unas piernas largas a pesar de no ser muy alta. Como Clarisse. Desde lejos parecía tener más estatura de la que en verdad poseía. Subió por el muelle, estremeciéndose, mientras se ataba la sudadera a la cintura.

– Ha sido una gozada ‑dijo ella, pasándole un brazo por los hombros.

– ¿Te acuerdas de monsieur Benoít, el viejo jardinero del hotel?

– No, para nada.

– Era un viejo de barba blanca. Solía contarnos historias truculentas sobre la gente que se había ahogado en el Gois.

– De eso sí me acuerdo, creo… Le olía mal el aliento, ¿verdad? Una mezcla de queso Camembert, vino tinto barato y Gitanes.

– Ese mismo ‑contestó Antoine, riendo entre dientes‑. Una vez me trajo aquí, a este mismo muelle, y me contó todo lo habido y por haber del desastre del San Filiberto.

– ¿Qué pudo sucederle al pobre Fili? ¿No le pusieron su nombre a la catedral en honor a ese monje de Noirmoutier?

– El abad lleva muerto desde el siglo VII, Mel ‑repuso Antoine‑. No, ésta era una historia más reciente. Me encantaba. Era muy… gótica.

– Bueno, ¿y qué ocurrió?

– El San Filiberto era un barco y se llamaba así por el santo. Fue una tragedia, como lo del Titanic, pero en pequeño. Ocurrió justo ahí. ‑Señaló la bahía de Bourgneuf con un ademán de la mano‑. Creo que la nave se dirigía de vuelta a Saint‑Nazaire. Los pasajeros habían pasado un día de picnic en esta playa, en Des Dames. Había hecho un tiempo estupendo, pero se desató una tormenta de aúpa nada más zarpar del malecón. Un golpe de mar volcó al San Filiberto y se ahogaron quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños. Apenas hubo supervivientes.

Mélanie jadeó.

– ¿Cómo podía ese viejecito contarte historias tan espantosas? ¡Qué retorcido! Si eras un crío…

– No era nada retorcido, sino de lo más romántico. Le recuerdo totalmente desconsolado. Me contó que había un panteón en Nantes con los cuerpos de los pasajeros ahogados del San Filiberto. Prometió llevarme algún día.

– Gracias a Dios que no lo hizo y que ahora sea él quien esté criando malvas.

Los dos se echaron a reír y siguieron mirando el mar.

– ¿Sabes una cosa? Pensé que no iba a acordarme de nada ‑murmuró Mel‑, pero ya estoy abrumada por tantos recuerdos. Me estoy emocionando. Espero no venirme abajo y ponerme a chillar.

Él le apretó el brazo.

– ¡Menudo par de bobos sentimentales!

Se carcajearon de nuevo y caminaron de vuelta al lugar de la playa donde Mélanie había dejado amontonados los vaqueros y las sandalias. Se sentaron sobre la arena.

– Me voy a echar un pitillo, te guste o no ‑anunció él.

– Son tus pulmones, no los míos, pero fuma lejos de mí.

Antoine le dio la espalda a su hermana, y ésta se apoyó sobre él. El viento era fuerte y debían gritar para poder escucharse.

– Estoy recordando tantas cosas… sobre ella.

– ¿Sobre Clarisse?

– Sí. Puedo verla aquí mismo, en esta orilla. Llevaba puesto un traje de baño naranja. Tengo los recuerdos un poco borrosos. ¿Te acuerdas tú? Solía perseguirnos en el agua, y nos enseñó a nadar. Te acordarás de eso, ¿no?

– Claro que sí. Aprendimos los dos el mismo verano. Solange se estuvo burlando de ti, porque eras demasiado joven para nadar a los seis años.

– Ya era así de mandona, ¿verdad?

– Mandona y sin marido, igualito que ahora. ¿La has visto alguna vez en París?

Mélanie negó con la cabeza.

– No, y tampoco creo que vea mucho a nuestro padre después de…, bueno, ya sabes, después de la bronca que tuvieron cuando se murió el abuelo. Fue por el asunto del dinero, ya sabes, cosa de las herencias. Tampoco mantiene relación con Régine. Se parece un montón a Blanche. En cuanto a su relación con la abuela, su manera de hacerse cargo ha sido contratar a un equipo médico completo para que la atienda, se asegura de que su apartamento esté bien cuidado y de ese tipo de cosas.

– Tenía debilidad por mí en aquellos tiempos ‑comentó Antoine‑. Siempre estaba comprándome helados, y me llevaba a dar largos paseos por la playa cogido de la mano. Incluso venía a navegar conmigo y los chicos del club de regatas.

– Blanche y Robert no se bañaban jamás, ¿te acuerdas? Se sentaban siempre en ese café de ahí.

– Eran demasiado viejos para meterse en el mar.

– Hace más de treinta años, Antoine ‑se mofó ella‑. Rondarían los sesenta por aquel entonces.

Él silbó.

– Tienes razón. Eran más jóvenes que nuestro padre ahora. Se comportaban como viejos y eran muy prudentes con todo. Maniáticos. Quisquillosos.

– Blanche sigue igual ‑repuso ella‑. Resulta duro ir a verla en los últimos tiempos.

– Apenas voy ya ‑admitió Antoine‑. La última visita fue espantosa. Estaba de un humor de perros y echaba pestes de todo. No me quedé mucho rato. No fui capaz de soportar estar en ese piso grande y oscuro.

– Nunca le da el sol ‑observó Mélanie‑. Está en el lado malo de la avenida Henri‑Martin. Por cierto, ¿recuerdas a Odette? Andaba por ahí arrastrando los pies con unas pantuflas. Tenía los suelos como una patena de limpios. Siempre estaba mandándonos callar. ‑Su hermano se rió‑. Su hijo Gaspard es clavadito a ella. Me alegro que siga ahí, cuidando del lugar, lidiando con las enfermeras que contrata Solange y la mala leche de Blanche.

– Blanche fue una abuela de lo más cariñosa con nosotros, ¿a que sí? Ahora es una tirana.

– No sé qué decirte ‑respondió Mel pausadamente‑. Era muy dulce con nosotros, pero sólo cuando la obedecíamos, y eso era lo que hacíamos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, éramos unos nietos inmejorables: calladitos, amables, obedientes… Sin una pataleta ni un berrinche.

– Nos educaron para ser así.

– Sí ‑replicó Mélanie; luego se volvió hacia su hermano, le quitó de entre los dedos el pitillo a medio fumar y lo enterró en la arena haciendo caso omiso de los gritos de protesta de Antoine‑. Nos educaron para ser así.

– ¿Adonde pretendes llegar?

– Sólo quiero recordar si Clarisse se ponía de los nervios con Blanche y Robert, si aprobaba o no que debiéramos ser sumisos y amables todo el rato ‑contestó ella, entornando los ojos‑. ¿Qué recuerdas tú?

Él se rascó la parte posterior de la cabeza.

– ¿Que qué recuerdo?

– Sí, ¿cómo se llevaban Clarisse y los abuelos?

– No me acuerdo de nada ‑aseguró de forma tajante.

Ella le miró por el rabillo del ojo y sonrió.

– Ya verás como al final te acuerdas. Si yo empiezo a acordarme, tú también lo harás.

 

Anoche te esperé en el malecón, pero no viniste. Refrescó y me fui al cabo de un rato; pensé que quizá esta vez te habría resultado difícil escabullirte. Les dije que necesitaba dar un paseo corto por la playa después de cenar y aún me pregunto si me creyeron. Ella me miró como si sospechara algo, aunque yo estoy segura, completamente segura, de que nadie sabe nada. Nadie. ¿Cómo iban a saberlo? ¿Cómo pueden siquiera intuirlo? Cuando me miran, sólo ven a una madre recatada, bonita y tímida con un hijo y una hija amables, encantadores; en cambio, cuando te miran a ti, ven la tentación. ¿Cómo podría nadie resistirse a ti? ¿Cómo podría haberme resistido yo? Lo sabes, ¿verdad? Lo supiste en cuanto me pusiste los ojos encima ese primer día de las vacaciones del año pasado en la playa. Eres el demonio disfrazado.

Antes salió el arco iris, era realmente precioso, pero ahora se avecina la noche a toda prisa, y se reúnen la oscuridad y las nubes. Te echo de menos.







Date: 2015-12-13; view: 359; Нарушение авторских прав



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