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Capítulo 26





 

E1 año en que tuvo lugar la primera reunión entre el prefecto y el emperador fue 1849. Fue hace casi veinte años y aún me sangra el corazón mientras escribo estas líneas. Baptiste tenía diez años. Andaba por todas partes como un duende, siempre moviéndose, alerta, vivo como un rayo. Los ecos de su risa llenaban la casa. ¿Sabe?, a veces aún la oigo.

Llegaron los primeros rumores sobre la enfermedad. Oí hablar de ella en el mercado. La última epidemia fue justo después del nacimiento de Violette. Murieron miles de personas. Había que tener mucho cuidado con el agua. A Baptiste le encantaba jugar en la fuente de la calle Erfurth. Podía verlo desde la ventana, lo vigilaba la niñera. Yo le había advertido y usted también, pero él hacía lo que le venía en gana.

Todo sucedió muy rápidamente. En los periódicos abundaban las noticias sobre los fallecimientos, cada día aumentaba el número de víctimas. Esa palabra espantosa infundió el terror en nuestros hogares. El cólera. En la calle Échaudé, una señora había fallecido. Todas las mañanas se anunciaba una nueva muerte. El miedo se apoderó del vecindario.

Luego, una mañana, en la cocina, Baptiste se desmoronó. Cayó al suelo con un aullido, gritó que tenía un calambre en una pierna. Yo corrí hacia él. Aparentemente, la pierna no tenía nada anormal. Lo tranquilicé como pude. Tenía la frente ardiendo y sudorosa. Empezó a gimotear, hacía gestos de dolor, le hacía ruido el estómago. Me dije que no podía ser. No, a mi hijo no, no a mi adorado hijo. Recuerdo que grité su nombre en la escalera.

Lo llevamos a su dormitorio, llamamos al médico, pero era demasiado tarde. Por su expresión entendí que usted lo sabía, pero no me lo dijo. En pocas horas huyeron todos los fluidos de su cuerpo, que ardía y se retorcía en la cama: se desbordaban, le rezumaban y yo no podía sino asistir a aquello aterrorizada. «Haga algo – suplicaba al doctor‑. ¡Tiene que salvar a mi hijo!».

El joven doctor Nonant se pasó el día envolviendo los riñones de mi hijo con paños limpios y haciendo que bebiese agua clara, pero todo fue en vano. Parecía que las manos y los pies de Baptiste hubieran sido sumergidos en pintura negra. Su carita sonrosada estaba demacrada y cerosa, había adquirido un abominable tono azulado; se le habían ahuecado los mofletes y en su lugar solo quedaba la máscara de una criatura acartonada que yo no conocía. En los ojos hundidos no le quedaban lágrimas para llorar. Las sábanas se inflaban con sus deyecciones, charcos sucios que se escurrían de su cuerpo en un raudal incesante y nauseabundo.

«Ahora tenemos que rezar juntos», susurró el padre Levasque, al que usted había mandado llamar en los últimos instantes terribles, cuando, al fin, comprendimos que no quedaban esperanzas. Se encendieron cirios y la habitación se llenó del murmullo ferviente de las oraciones.

Cuando hoy veo la habitación, de esto es de lo que me acuerdo: la pestilencia, los cirios, las oraciones incesantes y el sollozo discreto de Germaine. Usted estaba sentado junto a mí, mudo, recto como el palo de una escoba, y, de vez en cuando, me cogía la mano y la apretaba suavemente. Yo estaba tan loca de pena que no conseguía comprender su calma. Recuerdo que pensé: «Frente a la muerte de un niño, ¿serán los hombres más fuertes que las mujeres porque no los traen al mundo? ¿Estarán las madres unidas a sus hijos por algún lazo secreto, íntimo y físico que los padres no pueden conocer?».

Aquella noche vi morir a mi querido hijo y sentí que mi vida perdía todo su sentido.

Al año siguiente, Violette se casó con Laurent Pesquet y se marchó para instalarse en Tours. Pero desde la muerte de mi hijito, nada podía afectarme.

Estaba sumergida en una especie de entumecimiento aturdido y me convertí en una espectadora de mi propia existencia. Recuerdo que le oí hablar de mí con el doctor Nonant, que había venido a verme. Con cuarenta años, era demasiado mayor para tener otro hijo. Y ningún otro hijo podría haber sustituido a Baptiste.

Pero yo sabía por qué el Señor se había llevado a mi hijo. Tiemblo ante ese pensamiento, y no es por culpa del frío.

Perdóneme.

 







Date: 2015-12-13; view: 344; Нарушение авторских прав



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