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Capítulo 28





 

He sentido la imperiosa necesidad de interrumpir esta carta, durante un instante no he podido escribir. Ahora, mientras la pluma corre de nuevo por el papel, aquí estoy, una vez más unida a usted. No le escribí muchas cartas. No nos separábamos nunca, ¿no es cierto? También he conservado sus poemitas. Pero ¿pueden llamarse poemas? Unas palabras de amor que me dejaba por todas partes. Cuando el deseo se hace muy fuerte, cedo. Los saco de la bolsa de cuero donde los guardo, junto con su alianza y sus gafas. «Rose, querida Rose, el resplandor de sus ojos es como el alba, y soy la única persona que puede contemplarlo». Y este otro: «Rose, hechicera Rose, tallo sin espinas, coronado de capullos de amor y ternura». No me cabe duda de que alguien ajeno los encontraría pueriles. ¡Qué más da!

Cuando los leo, escucho su magnífica voz grave, es lo que más echo de menos. ¿Por qué los muertos no pueden regresar y hablarnos? Usted susurraría a mi lado cuando tomo un té por la mañana, y murmuraría otras palabras por la noche, cuando escucho el silencio tumbada. Me gustaría oír la risa de mamá Odette y el parloteo de mi hijo. ¿Y la voz de mi madre? Desde luego que no. A ella no la echo en falta. Cuando murió en su cama, en la plaza Gozlin, a una edad avanzada, no sentí nada, ni siquiera una pizca de tristeza. Usted estaba conmigo y con Émile; no apartaba su mirada de mí. Entonces no añoraba a mi madre, sino aún a la suya. Pienso que usted lo sabía. Y seguía llorando a mi hijo. Durante años fui a su tumba un día sí y otro no, caminaba el largo recorrido hasta el cementerio sur, cerca de la puerta de Montparnasse. A veces, usted me acompañaba, pero iba sola muy a menudo.

Cuando estaba cerca de su tumba, me invadía una paz extraña y dolorosa, bajo el sol o la lluvia. No quería hablar con nadie y, si alguien se acercaba demasiado, me refugiaba bajo el paraguas. Una señora de mi edad iba a una tumba contigua con la misma regularidad que yo. También se quedaba horas allí, sentada con las manos en el regazo. Al principio me molestaba su presencia, aunque no tardé en acostumbrarme. Jamás nos dirigimos la palabra. En alguna ocasión intercambiamos un rápido gesto con la cabeza. ¿Rezaría? ¿Hablaría con sus difuntos? Alguna vez llegué a rezar, pero prefería dirigirme directamente a mi hijo, como si estuviera allí, delante de mí.

Usted era tan respetuoso…, nunca me preguntó qué decía a Baptiste durante esas visitas. Ahora puedo confiárselo: le daba las últimas noticias, le contaba los cotilleos de nuestro barrio: que la tienda de la señora Chanteloup, en la calle Ciseaux, había estado a punto de quemarse y que los bomberos habían luchado durante toda la noche para dominar las llamas, que aquel suceso había sido fascinante y horrible a la vez; cómo se portaban sus amigos (el divertido Gustave, de la calle Petite‑Bucherie, y la rebelde Adéle, de la calle Sainte‑ Marthe). Le explicaba que había encontrado una nueva cocinera, Mariette, con talento y tímida, y que Germaine la mangoneaba como quería hasta que yo o, mejor dicho, usted puso orden en el asunto.

Día tras día, mes tras mes, año tras año, iba al cementerio a hablar con mi hijo. También le contaba cosas que nunca me habría atrevido a decirle a usted, queridísimo. Sobre nuestro nuevo emperador, ese engendro pavoneándose a caballo, bajo un chaparrón glacial, en medio de una muchedumbre que gritaba: «¡Viva el emperador!»; le decía que a mí no me impresionaba en absoluto, y menos aún después de todas las víctimas de su golpe de Estado. Le hablé del enorme globo decorado con un águila majestuosa que flotaba por encima de los tejados tras la estela del emperador. Le dije que el globo era impresionante, todo lo contrario al emperador. Usted, igual que la mayoría de la gente de esa época, consideraba insigne al emperador. Yo me mostraba demasiado discreta para expresar mis verdaderos sentimientos políticos. Entonces, tranquilamente, le contaba a Baptiste que, en mi humilde opinión, esos Bonaparte estaban muy pagados de sí mismos. Le describí la fastuosa boda en la catedral, con la nueva emperatriz española, de la que tanto se burlaba la gente. Le hablé de los cañonazos que se dispararon en Invalides cuando nació el príncipe. ¡Qué envidia sentí de ese bebé príncipe! Me pregunto si alguna vez usted se dio cuenta. Siete años antes, nosotros habíamos perdido a nuestro príncipe, nuestro Baptiste. No podía soportar leer esos interminables artículos en la prensa sobre el nuevo hijo del monarca y apartaba cuidadosamente los ojos de cada nuevo retrato repugnante de la emperatriz pavoneándose con su hijo.

 

Date: 2015-12-13; view: 300; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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