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Capítulo 5





 

Fuera, los ruidos violentos han desaparecido, aunque pronto regresarán los hombres. Me tiemblan las manos mientras manejo el carbón y el agua. Armand, me siento frágil esta mañana. Sé que me queda poco tiempo. Tengo miedo. No miedo al final, amor mío, sino a todo lo que debo escribirle en esta carta. He esperado demasiado. Me he comportado como una cobarde. Por eso, me desprecio.

Mientras le escribo estas letras en nuestra casa vacía y helada, el aire me sale de la nariz como humo. En el papel, la pluma rasca delicadamente, la tinta negra brilla. Veo mi mano, la piel apergaminada, arrugada, la alianza que usted me puso en el dedo anular y nunca me he quitado, el movimiento del puño, los bucles de cada letra. El tiempo parece transcurrir sin fin; sin embargo, sé que cada minuto, cada segundo cuenta.

Armand, ¿por dónde empiezo? ¿Y cómo? ¿Qué recuerda usted? Al final, ya no reconocía mi rostro. El doctor Nonant dijo que no nos preocupáramos, que eso no significaba nada, pero fue una agonía larga, mi amor, tanto para usted como para mí. La expresión de ligera sorpresa cada vez que escuchaba mi voz: «¿Quién es esa mujer?», murmuraba continuamente y me señalaba; yo estaba sentada con la espalda recta cerca de la cama. Germaine, que tenía su cena en una bandeja, apartaba la mirada, con la cara enrojecida.

Cuando pienso en usted, no quiero recordar esa lenta decadencia. Quiero conservar los recuerdos de los días felices. Los días en que esta casa estaba llena de vida, de amor y de luz. Cuando todavía éramos jóvenes, de cuerpo y de mente. Cuando nuestra ciudad aún no había sido maltratada.

Tengo más frío que nunca. ¿Qué ocurrirá si cojo un catarro? ¿Si caigo enferma? Me muevo con prudencia por la habitación. Nadie debe verme. Sabe Dios quién andará merodeando por ahí fuera. Mientras doy sorbitos a la bebida caliente, pienso otra vez en la fatídica reunión del emperador y el prefecto, en 1849. Sí, mi amor, 1849, el mismo año terrible. Un año espantoso para nosotros. De momento, no me detendré en eso, pero volveré a ello cuando haya reunido el valor suficiente.

Hace algún tiempo, leí en el periódico que el emperador y el prefecto se habían reunido en uno de los palacios presidenciales. No puedo evitar la impresión que me produce el contraste entre esos dos hombres. El prefecto, con su alta e imponente estatura, las espaldas anchas, la barbilla oculta por la barba y los ojos azules e incisivos. El emperador, pálido, enfermizo, de silueta delgada, pelo negro y un bigote que le recorre el labio superior. Leí que un plano de París ocupaba una pared entera, unas líneas azules, verdes y amarillas seccionaban las calles como arterias. «El progreso necesario», nos informaron.

Hace ahora casi veinte años, las mejoras de la ciudad ya se habían imaginado, pensado y planificado. «El emperador y su sueño de una ciudad nueva ‑me explicó usted, interrumpiendo la lectura del diario ‑, según el modelo de Londres y sus grandes avenidas». Usted y yo nunca fuimos a Londres, no sabíamos qué quería decir el emperador. Nos gustaba nuestra ciudad tal y como era. Los dos éramos parisienses, de nacimiento y educación. Usted vio la luz por primera vez en la calle Childebert y yo, ocho años más tarde, en la vecina calle Sainte‑Marguerite. En escasas ocasiones salíamos de la ciudad, de nuestro barrio. Los jardines de Luxemburgo eran nuestro reino.

Hace siete años, Alexandrine y yo, con la mayoría de los vecinos, recorrimos a pie el camino hasta la plaza de la Madeleine, en la otra orilla del río, para asistir a la inauguración del bulevar Malesherbes.

No se puede imaginar la pompa y el ceremonial que rodearon al evento. Creo que usted se habría enfadado mucho. Era un día de verano asfixiante, lleno de polvo, y la muchedumbre era inmensa. La gente sudaba con sus mejores galas. Durante horas nos empujaron y apretujaron contra la guardia imperial que protegía la zona. Yo ardía en deseos de regresar a casa, pero Alexandrine me cuchicheó que, como parisienses, debíamos ser testigos de ese gran momento.

Cuando, al fin, llegó el emperador en su coche, descubrí a un hombre enfermizo, con la tez amarillenta. ¿Recuerda las calles cubiertas de flores después de su golpe de Estado? El prefecto lo esperaba pacientemente bajo una enorme carpa, al abrigo de un sol implacable. Igual que al emperador, le gustaba pavonearse, le complacía ver su retrato publicado en la prensa. Y después de ocho años de continuas demoliciones, sabíamos exactamente cómo era el prefecto. O el barón, como prefiera llamarlo. A pesar del calor espantoso, nos ganamos unos interminables discursos de autocongratulación. Los dos hombres no dejaban de halagarse mutuamente y llamaron a otros a la carpa, donde se hicieron ilusiones de ser de los más importantes. El gigantesco telón que ocultaba la entrada del bulevar se abrió majestuosamente. La muchedumbre aplaudió y lanzó vivas. Yo no.

Había comprendido que ese gran barbudo de mentón temible se iba a convertir en mi peor enemigo.

 







Date: 2015-12-13; view: 392; Нарушение авторских прав



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